domingo, 1 de febrero de 2009

TABLADA: PARÍS ERA OTRO SIGLO

TABLADA: PARÍS ERA OTRO SIGLO
por José Joaquín Blanco
A Lilia Rossbach

París fue el gran sueño mexicano durante todo el siglo XIX. La independencia nos trajo, en sustitución de las españolas, mercancías francesas. Fue Francia la que con su revolución y sus constituciones, inspiraría (con la no pequeña ayuda de la influencia norteamericana) nuestras nuevas instituciones, y fue Napoleón quien, con su desacertada invasión a España, dio la oportunidad política de las insubordinaciones hispanoamericanas.
De los encajes a las ideas, de las máquinas a las modas, de los pasteles a los buques de guerra que bombardeaban incorregiblemente Veracruz, la presencia de Francia fue arraigándose en México. Múltiples presencias francesas: en París se inspirarían los últimos momentos del liberal José María Luis Mora; ahí irían los conservadores a solicitar un emperador europeo para México; ahí —durante la Comuna— sería exaltado Juárez.
Pero el sueño francés alcanzó su mayor delirio durante los años más prósperos del Porfiriato; todo lo que anhelaba la brevísima ciudad de México era parecerse —”desde las puertas de La Sorpresa/ hasta la esquina del Jockey Club”— a una fotografía de París, como todavía se ve en los edificios porfirianos que sobreviven.
El arte y la literatura de la época deseaban ser franceses, doblemente franceses porque era doble la dificultad de lograrlo. Tuvimos nuestras melancolías, nuestro fin de siglo, nuestra decadencia parisinos y de pronto el sueño se había acabado, caía Ciudad Juárez, los últimos cendales del sueño se esfumaban con el barco en que desaparecía —envejecido y derrotado— el gran afrancesador, Porfirio Díaz... rumbo a París, donde habría de morir en 1915.
Tuvo que salir de México otro gran soñador de Francia y, en ese momento, el personaje más audaz y modernizador de nuestra literatura: José Juan Tablada, y también rumbo a París. Dejó una crónica de su encuentro en vivo con el París soñado, un conjunto de artículos (que en nada desmerecen frente a los de posteriores mitificadores de París como Janet Fanner o Hemingway), que después de aparecer en diversas publicaciones periódicas, especialmente Revista de Revistas, la librería de la Viuda de Ch. Bouret (París-México) recopilaría con el título de Los días y las noches de París, en 1918.
Es un libro casi desconocido en el que se aprecia cómo el gran sueño mexicano de París se desvaneció, primero —aquí— con las victorias maderistas, y luego —allá— con la Primera Guerra Mundial. Así murió el sueño de un siglo.

La patria imaginaria
Todo en Tablada era literatura, lo que en cierto sentido ya significaba habitar otro país: una extranjería magnífica, una nacionalidad imaginaria elegida entre obras y autores que en México acaso era el único en conocer y en apreciar, sin confundirlos con la masa cultural de importaciones europeas y norteamericanas. Tablada pretendía ser un aristócrata exacerbado a través del arte y las modas y costumbres —un dandy, un flâneur—, pero a diferencia de tanto intelectual mexicano que no halló, a la caída del Porfiriato, más trabajo cultural que atizar sus íntimos rencores de clase, Tablada supo escaparse por la puerta de emergencia de una patria imaginaria: la literatura (la cultura artística) moderna, y lo primero que se le ocurre al instalarse en el barco no es lamentar el país que tan forzadamente abandona, sino paladear su país literario.
Entra al salón de fumar como si entrara a un cuento californiano de Bret Harte (el inglés de este francomaniaco todavía no es impecable —todavía el mundo existe en francés—, dice Breet, como en sus poemas hablaba de Edgard Poé):

"El salón de fumar parece una de esas tabernas de gambusinos y de aventureros que describe Breet Harte. Un viejo pugilista, un has been y sus dudosos acompañantes que, a la postre, resultan tahúres profesionales, varios mineros o prospectors y un olor de whisky y de tabaco de Virginia que armoniza y forma ambiente al cuadro..."

Y de ahí, pues los Estados Unidos y Bret Harte le parecen insuficientemente modernos todavía, avanza en su heterodoxo Pilgrim's Progress a un nuevo estadio: un matrimonio de franceses (l'air gosse) para distraer las horas baldías que el póker enfatiza:

"El marido, como buen parisiense, es verboso y divertido; ella, une petite oie, pero interesante, lánguida, oyendo con rostro virginal y sus ojos seráficos las escabrosas conversaciones que su marido promueve... virginal y seráficamente toma entre sus dedos liliales un camafeo erótico que alguien enseña. Seráfica y virginal ríe de buena gana cuando su marido dibuja le petit breton, un calembour gráfico, una inverecunda picardía."

Es difícil imaginar que instantáneamente, con sólo apartarse de Veracruz, el mundo se le tabladice a Tablada, y no ocurran frente a sus ojos otras escenas que las que él había inventado (en secreto y con miedo a la policía) en el pueblote pudibundo de la capital mexicana, pero ¡con qué avidez sueña su delirio parisino, sus Esplendores y miserias de las cortesanas, su Baudelaire y su Huysmans y su Verlaine! A la distancia, este viaje de Tablada recuerda el de Flaubert en Egipto: aventuras en las que no se busca sino constatar lo que ya, vagamente, se ha dibujado en el propio espíritu y ensayado en cuartillas clandestinas.
Tablada quiere retomar la maestría paisajística propia del modernismo ortodoxo (el heterodoxo no anhelaba el paisaje; para Gutiérrez Nájera ningún color era precioso si no provenía de los lucientes aparadores de los almacenes de productos importados, como La Bella Jardinera), y tiene algo diestro y trillado que decir sobre el mar y el cielo, sobre las luces de La Habana entre las tinieblas de la madrugada, pero no sin rendir una renovada profesión de fe a la estética modernista, que consiste en artificializar la naturaleza.
Para los románticos lo grandioso era lo natural; para los modernistas, la naturaleza luce tanto más hermosa cuanto más hechiza y hasta industrial parezca, y la bahía cubana se ve definida como un término de la Enciclopedia Británica: "las líneas superpuestas de un hemiciclo de fuego" eléctrico. La Habana resalta como una ciudad moderna, astillera y fabril, con obreros y mercados; pero Tablada se propone no ver eso, sino los rincones ocultos, los ghettos fatales y las estampas medievales de "los puertos italianos escritos o dibujados por los De Goncourt en L'Italie d'hier".

Vida que es artificio
La realidad histórica, sin embargo, retrae a Tablada a cada momento a los hechos brutales de la vida hispanoamericana. Su llegada a La Habana coincide con la "exhumación" del Maine (aquel barco norteamericano que los propios Estados Unidos hicieron hundir, para darse un pretexto bélico, echarle la culpa a España, declararle la guerra, apoderarse de Puerto Rico, Filipinas y, fallidamente, de la propia Cuba). Narra la multitud de trabajadores con poleas y grúas, la soledad planetaria con que el casco va surgiendo del mar, su cadavérica arquitectura:

"Lleno de majestad y de tristeza, como una momia faraónica arrancada de su hipogeo, se ve al coloso naval surgir del mar que fue su tumba. Una costra de moluscos lo envuelve por doquiera, y los vidrios opacos de sus claraboyas lucen apenas como pupilas que la muerte hubiera enturbiado. De las entrañas del navío muerto se han extraído hasta setenta cadáveres, que ahora yacen esperando ser enviados a la Patria, en una draga que es a manera de osario flotante."

En la memoria de un lector contemporáneo, esta escena se liga de inmediato con aquellas, no menos magistrales, de la corrupción política norteamericana cuando el asunto del hundimiento del Maine, tal como Orson Welles la filmó en El ciudadano Kane.
Por fin París: pero el París de las emociones fuertes, aunque sean emociones teatrales y localizadas en un pequeño salón que sólo los iniciados conocen: el Gran Guiñol (¡y qué alegría de Tablada poder decir, con naturalidad de entendido: "en la Rue Chaptal, cerca de la Place Blanche"!).
La commedia dell'arte y los títeres empiezan a competir, con éxito, con la nota roja: de los garrotazos del gendarme y el "couic final" de Polichinela, de las peripecias de enredos y pastelazos y los altos gritos del melodrama, se ha avanzado en asuntos tan insospechadamente guiñolescos como la violación, el asesinato y el degüello en plena escena. "El público que ahí acude, es, naturalmente, de blassés, cuya emotividad, gastada a fuerza de emociones de todo género, necesita ya de los auxilios de la flagelación espiritual". Años después, Proust rendiría su enfebrecido homenaje a estos fatigados del espíritu.
El público le resulta a Tablada tan emocionante como la escena, y lo describe con trazos similares a los que dibujaba en los barrios bajos de México José Clemente Orozco:

"Rostros de mujer, en cuyo albor de cerusa los ojos brillan dilatados por el Kohol o porque aún flota ante ellos la pertinaz alucinación, traída del fumadero de opio de donde llegan... Cerca de ellas, el Don Juan senil o el Sigisbeo de monóculo revelan, en posturas abandonadas o en ademanes llenos de lasitud, el spleen que les roe los tuétanos. Allá en las localidades altas asoman también siniestros rostros; la melena roja de una Casque d'or de las fortificaciones y el cuello de toro y la faz bestial del apache, su consorte..., [y como en el zoológico] las fieras en sus jaulas esperan su ración de carne sangrienta y palpitante."

La sensualidad se mezcla en la obra con el uso brutal y arbitrario de la violencia. "Los concurrentes salen de ahí con el ceño fruncido, como si en cierto modo fueran cómplices de algún crimen y en parte sintieran responsabilidades y remordimientos. Sólo las damas pálidas de labios de bermellón sonríen en la inconsciencia de su perversidad y satisfechas, como cuando muy de mañana se van a los abattoirs (en el mercado o, según Zola, estómago de París) a beber vasos llenos de sangre frente a las reses degolladas".
En la ciudad de México, por supuesto, obras mucho menos arriesgadas habrían conducido a la inmediata razzia de la policía, y al quejumbroso e inútil murmurar de los escritores que, una vez más, argüirían para sí mismos que donde se permitían todo tipo de garitos, cantinas y crímenes incluso en zonas céntricas y palacios de financieros y ministros, el arte podría dejar de ser tan oficialmente católico y moralizante.
El sueño parisino tenía entonces que ver con una mayor realidad o fidelidad del arte, con la posibilidad de un arte que se enfrentara con los ojos abiertos a la vida como era. Pero Tablada, desde luego, no se conformaba ni siquiera con la más audaz visión de la vida como era, quería una vida transformada en artificio, en invención. Es la época de auge de los freaks y los monstruos, de las quimeras y de los delirios: sirenas, tritones, centauros, mujeres araña, superhembras (femmes fatales), supermachos o apaches (reales o pretendidos gladiadores sementales), íncubos y súcubos, andróginos y travestis, homosexuales y lesbianas obvios y públicos, unido íntimamente todo ello a los prodigios industriales de las exposiciones de París.
El hombre, a través de la ciencia y de la industria, había vencido a la naturaleza: venían los automóviles, el cine y hasta los aviones, se empezaba a comer alimentos en lata y prácticamente no había objeto urbano que no se consumiera sino hasta haber sido transformado o formado por la industria; ¿por qué, entonces, el hombre no iba a transformarse artificial, diríase industrialmente a sí mismo?
Los antiguos vicios o delirios podían entreverse como mercancías posibles. Tan era así que por aquellos años prosperaban los proyectos de industrialización humana, de transformación por medio de la ciencia o la técnica, y ya no eran locos sino severos catedráticos quienes hablaban de mejorar la raza en el laboratorio, de recomponer —como el motor de un automóvil— la razón y la psique de los pacientes perturbados, de trasplantar órganos humanos de una persona a otra, y las revistas científicas proliferaban experimentos aun más temerarios con respecto al ganado y a las plantas. Fue posible ser ateo, fue posible empezar a negar la naturaleza: cultura pudo ser un proyecto de negación de la naturaleza, de asunción y hasta disfrute de lo contranatural, quimérico o delirante.
Por lo demás, tal cultura era permitida por una poderosa razón económica. A partir de la guerra francoprusiana (1870) hasta la Primera Guerra Mundial (1914), Europa conoció una época de auge económico desmesurado en medio de una general paz interna. Los negocios coloniales prosperaban y pudo multiplicarse con rapidez vertiginosa una clase media de rentistas y burócratas, gracias a esos negocios de las grandes empresas europeas en Latinoamérica, Asia, África.
Pudo haber un público ocioso, como nunca antes en la historia moderna de Occidente: un público para el teatro, la pintura, el periodismo, la literatura, la danza (¡los ballets rusos!); un público, además, moderno, que se instruía en las verdades a medias y en las supersticiones completas que irradiaban los periódicos de largos tirajes (¡el mesmerismo!). Ahí el artista no siempre estaba solo como en México, ni atenido a tres o cuatro —casi siempre, a ninguno— mecenas y a un dictador puritano. El sueño parisino era el salto mortal a la libertad, a la modernidad, a la aventura y al reconocimiento de lo incógnito, lo prohibido, lo delirante y hasta lo terrible.
Lo maldito: ¿por qué no? Como nunca antes, el hombre se sintió no sólo por encima de Dios, sino de la naturaleza y de los roles hasta entonces tenidos como naturales de su propio cuerpo. Ser artificiales: como les diera la gana. Ford lo estaba haciendo con los automóviles; los artistas podían empezarlo a hacer en el invernadero o laboratorio de sus cuadros, teatros, libros, mientras por su parte el Dandy y el Flâneur, el artista de la vida, el artista de sí mismo, lo lograba en el invernadero o el laboratorio portátil de su propia persona, en su extravagante cotidianeidad.

El salón del músculo vivo
Y el mundo entero estaba en París: desde las momias egipcias hasta el teatro chino. La historia universal no existía si un Anatole France, un Pierre Loti no la registraban. Salomé no es una historia bíblica sino un título —francés— de Oscar Wilde. Al mismo tiempo que el pasado debía presentar sus credenciales afrancesadas, el futuro acudía a París en busca de su acta de nacimiento. Cleopatra y las japonerías por un lado, por el otro los atletas y los boxeadores.
Tablada ve llegar al Velódromo de Invierno —en una crónica titulada precisamente, como si fuera una exposición plástica, "El salón del músculo vivo"— el sueño de Winckelmann en carne y hueso, y lo registra como el primer texto mexicano de body-building o "físiconstructivismo" (en lexicología de gimnasios y tiendas de ropa deportiva):

"están sucediéndose como una teoría de mármoles y de bronces antiguos, palpitantes y vivificados por un prodigio, los batallones de atletas, los equipos de cultores de su propio cuerpo, cuyo esfuerzo prepara a la humanidad a un glorioso futuro. De todo el mundo acudieron a la Ciudad Luz los representantes de la fuerza viril; tropeles de ágiles efebos y enérgicos atletas en todo el esplendor de la fuerte virilidad".

Revisa la historia de la gimnasia, en Suecia y Japón, y no pierde la oportunidad de denostar a los revolucionarios mexicanos, que al contrario de las "estatuas vivificadas por un prodigio", sólo podrían enviar a París caníbales y cafres que representen "el más satánico y pavoroso suicidio nacional". No decían otra cosa los demás intelectuales mexicanos en los periódicos capitalinos de la época de Madero.
Para Tablada, el origen de esa furia del siglo veinte, la gimnasia, provino del "hermoso sueño de componer una epopeya, que sería para los países escandinavos lo que fue para la Grecia antigua la Ilíada de Homero", según lo quiso en Suecia Henrik Link.
No dejaba de concurrir al ideal gimnástico la fuerte tendencia alemana de convertirse en tropas de nibelungos, como el mundo lo sabría dos décadas después en los desfiles de las juventudes hitlerianas. A Tablada no se le escapan, sin prever, desde luego, estas conexiones:

"el noble y generoso proyecto de hacer de sus compatriotas [se refiere a Link], por la doble acción de la poesía heroica y de la educación física, una raza de elección... La gimnasia, reconocida [en Suecia] de utilidad pública, iba a ser un factor importante de la renovación de la raza... la efigie del superhombre, que ya abre el vuelo poderoso, apoyando apenas la punta del pie en la vil arcilla de la tierra."

Si la exhibición de gimnastas, pronto transformada en Olimpíadas, era un raro espectáculo, el público femenino de Francia "con el pomo de sales inglesas en la mano, última concesión a la mentirosa debilidad del sexo", asistía a honrar a este Hombre Nuevo, semidesnudo y sudoroso, con músculos aceitados y gestos de fiereza, en el popular negocio del box.
La risa sorda e irónica de Tablada no deja de anotar el recuerdo histórico de las damas francesas durante el Terror, que asistían a las ejecuciones como a la mayor diversión, "o como las histéricas loretas saliendo de la Closerie des Lilas se encaminaban a la morgue en las pálidas madrugadas de orgía". El box como pasión femenina:

"Con esa clave, examinad de nuevo el rostro de las mujeres que asisten al cruento y obstinado batallar de dos hombres, dentro de las cuerdas del ring y entonces los enardecimientos, las palideces, la mímica nerviosa, las exclamaciones roncas, las narices de alas palpitantes, los labios mordidos hasta la sangre, los ojos cercados de ojeras, os hablarán de todo un intenso drama de pasión femenina."

La herencia de Lugones
Vicente Riva Palacio se quejaba en Los ceros, de que ya los escritores mexicanos se habían olvidado de hablar español y no dejaban línea sin dos o tres redundantes y presumidos galicismos. Tal cosa ocurría en toda Hispanoamérica y en España. La ciudad donde mejor se escribía en español era, naturalmente, París. Ahí habían escrito recientemente Rubén Darío y Amado Nervo; ahí estaba escribiendo Leopoldo Lugones.
El fervor de Tablada por Lugones sólo sería superado en el marco mexicano, por el de López Velarde, quien años después bebería de boca de Tablada cada detalle, cada minucia, cada anécdota, cada afectuosa dedicatoria en los libros del poeta argentino (me imagino que López Velarde, con las lentas yemas de los dedos, recorrería la caligrafía lugoniana como un simbólico apretón de manos en que se concretara el relevo generacional en la poesía).
Ningún término es hiperbólico en Tablada para elogiar a Lugones: "ilustre hermosura byroniana, ensombrecida por la pasión recóndita y dolorosa de Edgard [sic] Poe", "divagaba por el misterio crepuscular de jardines fabulosos", "el esplendor de su propia obra lo iluminaba y envolvía como el nimbo al ídolo", "la suntuosidad, el misterio, la aristocracia de la creación poética exaltando en la apoteosis de sus virtudes la carne y la sangre del poeta"; "fenómeno de alta mística, de autofecundación brahamánica", "diamante teologal", "prisma milagroso y ardiente", etcétera.
Ángel Zárraga presentó a Tablada con Lugones, y ocurrió lo acostumbrado: "el espíritu prócer y magnífico, el vidente exaltado por rara superhombría, el artista milagroso" era un hombre sencillo y cordial que vivía en un cómodo departamento moderno (Tablada, en su devoción, recoge hasta la marca de los muebles de la casa de Lugones: Mapple): "Mire, Tablada, no me llame maestro, ni coloque entre nosotros ceremonia alguna. Soy un buen muchacho: llámame Lugones".
Fue así, después de un trayecto en metro y luego en autobús, que por el rumbo de Passy se decidió el futuro de la poesía mexicana, por lo menos durante las dos décadas siguientes. El lugonismo, propagandizado y ejercido tenazmente por Tablada, y que de inmediato daría frutos en una transformación radical de la poesía de éste, pero que se ahondaría aun más en la de López Velarde, permitió a la literatura mexicana saltar de la ya abusivamente explotada tradición rubendariana a nuevas formas, colindantes con la vanguardia: sin el criollismo y el nacionalismo de Lugones, su prestidigitación con los coloquialismos, prosaísmos y elementos cotidianos, su arraigo en el escepticismo adjetival y en la ironía solapada, sus (malogrados) intentos de ser un poeta y a la vez un intelectual del nuevo siglo, capaz de sumergirse en la vida, la filosofía y la política contemporáneas, difícilmente se entendería cómo la literatura mexicana logró salir del atolladero (magnífico, por otra parte) de los Poemas rústicos (Othón) y Lascas (Díaz Mirón), y cómo esa atrocidad parroquial llamada González Martínez no perpetró mayores daños.
La lección modesta de Lugones nos dejó una frase, que Tablada registra pero que acaso nunca logró practicar: "El genio es la desconfianza de sí mismo" (Lugones la atribuye a Víctor Hugo).
Tablada, al escuchar un poema nuevo que Lugones quiso leerle, captó una influencia renovadora que de inmediato también él asumió: la de Jules Laforgue.
Había un cuadro mexicano que obsesionaba a Lugones: "La novia", de Ángel Zárraga ("Vea usted, me dijo por fin, señalando el lienzo: no lo suelto, parezco un perro...)
Quizás un estudiante mexicano de unos veinte años leería en Revista de Revistas, allá por 1912, algunos versos nuevos de Lugones, que citaba —en exclusiva—, el corresponsal en París, Tablada, y en los que acaso entrevió la dirección de su destino. Un estudiante llamado Ramón López Velarde, que leyera:

Con los etéreos tornasoles
Del poético rocío
Que condensan las telarañas y las coles...

O bien:

El can lunófilo, en pauta de maitines
Como una damilla ante su partitura,
Llora enterneciendo a los serafines
Con el primor de su infantil dentadura.

Las visitas se repitieron. Lugones prologó un libro de Tablada. Compartieron la fascinación por la cultura japonesa, la complicidad en introducir el sentido del humor en la lírica y más de un prejuicio aristocratizante que habría de llevarlos, a ambos, a abanderar causas castrenses que no merecían. Lo que importa es el momento —que Lugones, en su cordialidad, amenizó con la sorpresa de servir, a la hora del postre, dulces mexicanos— en que el maestro del modernismo, quien lo hizo salir de las casillas en que Rubén Darío ya lo había culminado, y el nuevo revolucionario de la poesía, el introductor de las vanguardias, facilitan —una sencilla comida en París— el curso de la literatura mexicana.

La condesa in fraganti
La Condesa de Noailles es una especie de Louise Colet a quien Flaubert jamás le hubiera escrito ninguna carta. Hermosa, inteligente, moderna, distinguida y con el parco don de versificar bien las cosas que dos o tres generaciones anteriores ya habían versificado de la misma manera; pero además era muy rica (su mayor mérito: financiar, años después, El perro andaluz) y su salón, que uno no puede dejar de comparar con los que describe Proust, reunía a los relumbrones académicos y de la alta sociedad de la época. Difícilmente su nombre quedará excluido del índice analítico de cualquier biografía de Cocteau.
Tablada la conoció —mejor dicho, la entrevió— en una exposición porno-artística de los dibujos originales de Aubrey Beardsley, que eran prácticamente desconocidos (a excepción de unos cuantos, entre los pornográficos, que circulaban en ediciones privadas a precio de oro).
Tablaba no podía contar a los lectores de Revista de Revistas cómo eran los dibujos que ilustraban, por ejemplo, Lysístrata, y debe recurrir a los eufemismos de su Florilegio: "¡Albor extraviado en la tiniebla como una azucena erecta sobre el fango, como una novia in pace, hostia en la Misa Negra, Ofelia en el légamo, Blanca de Nieve en el Sabbat!"; además de los "íntimos rizos", "camisola de la Parabére al viento de la Misa Negra", "el alabastro de una frente virginal con un pensamiento del Marqués de Sade", encajes arácneos, surtidores del Trianon, etcétera, lo que era hablar en chino para el lector mexicano.
Tablada, quien desde los tiempos de la Revista Moderna se consideraba un prerrafaelita exiliado en México, escucha desde su cómoda modestia de extranjero desconocido, dos o tres pedantescas peroratas y se distrae para captar a la Condesa de Noailles —entonces en su mayor belleza, en su mayor gloria— en el momento de observar algún dibujo fálico: "Varias veces la vi parpadear y morderse el labio inferior traicionando, a su despecho, una íntima emoción... Aquel pequeño in fraganti por mí sorprendido...", etcétera, lo que era escribir para casi nadie en las prensas mexicanas: ¿quiénes eran Beardsley, Noailles, Parabére, légamo, el Marqués de Sade? Gran parte de la belleza de estas crónicas de Tablada consiste en su eventual carácter de diario secreto: publicaba en México a veces precisamente lo que nadie iba a comprender.
No dejaba, sin embargo, de enviar noticias pioneras de la repercusión de la obra de algunos mexicanos en París (Zárraga, Atl, Diego Rivera), de discutir de plantas y flores en los invernaderos especializados, de desmenuzar su erudición japonesa precisamente en los momentos en que Zapata ocupaba la ciudad de México y Tablada perdía el extravagante jardincillo japonés que se había hecho construir en Coyoacán.

La poesía maldita
¿Qué fue la decadencia? Yo la definiría como la conquista de la poesía por la inteligencia. Los primeros poetas inteligentes fueron los decadentes, los malditos (Goethe es un maldito saludable: un maldito por partida doble, el introductor y el dominador de la maldición). La decadencia es la desconfianza en Dios y en la naturaleza: el poeta con las no pequeñas —dirían los Beatles— ayudas de la droga y de la mitomanía, se atiene a sí mismo, no acepta otra sensualidad que aquella que le da arbitrariamente la gana, ni otro orden de cosas que aquel que se le ocurre. Es un afortunado adiós a las supersticiosas primaveras de otros tiempos. Nadie lo dice tan bien como Tablada, cuando prefiere Versalles en otoño:

"Acatando el consejo del Marqués de Sizenerandé, rememorando los versos de Samain, tuve la fortuna de visitar Versalles en otoño.
Todos los ilustres jardines del pasado deben visitarse en otoño porque sólo en esa estación entregan su alma verdadera. El verdor primaveral los profana; las flores, con sus matices ardientes, exhalan un júbilo inoportuno; la savia y el sol abrillantan con flamante barniz, el armonioso desvanecimiento de las pátinas seculares y la palingenesia resulta una renovación indiscreta que abrillanta ofensivamente el sopor luminoso de los oros viejos y la canción en voz baja de las antiguas tapicerías... buscando el azar en el turbio azogue de los antiguos espejos y en el agua dormida de los estanques el rostro desvanecido de los fantasmas de gracia y hermosura, en las penumbras del laberinto o bajo las columnatas del Templo del Amor, la sonrisa perversa que puso Coypelen en el rostro lunaroso más siglo XVIII de todos los rostros pintados por pinceles ilustres, en el que la Locura ataviando a la Decrepitud..."

Una Decrepitud que bajo la peluca marichale tiene el rostro irónico y descarnado de Voltaire, "y en el Poniente trágico declina sobre el rojo crepúsculo, un sol de oro que parece una rubia cabeza en un lago de sangre".
En Notre-Dame las esculturas monstruosas "dejan escurrir como una baba las lentas gotas de la reciente lluvia", "la pesadilla de las quimeras inclina sobre París lleno de bruma, sus cabezas monstruosas y bestiales"; dentro, "parece condensarse un ambiente de inquietante pavor y de sofocadora angustia", y hasta la luz de los célebres vitrales confiere a las capillas y a los ambulatorios una tersura fangosa y turbia "como la flora de un jardín sumergido".
Tablada ve una profanación de los siglos: una conversión del templo de Nuestra Señora en guarida demoniaca "y hasta los huesos de los santos dentro de las urnas de oro y los gemados relicarios deben estar presintiendo un sacrilegio". (Más precavida y pudorosa, más pacata, la catedral de México ostenta en sus alturas, no gárgolas tremendas y equívocas, sino aburridos, y ya carcomidos como leprosos, perfiles mitrados de los santos y Padres de la Iglesia).
El sueño mexicano de ser París, el sueño de la cultura mexicana de ser cultura francesa y el delirio del modernismo de ser simbolismo y decadentismo franceses, por fin se materializan, así sea brevemente en amarillentas páginas nunca más reeditadas (recientemente recopiladas en las Obras completas de Tablada en la UNAM). La poesía francesa, los temas franceses, la decadencia francesa, el simbolismo francés, ¡los estaban haciendo en español los hispanoamericanos!: Darío, Lugones, Tablada.
Difícilmente la literatura francesa de la época, que ya andaba en la resequedad de su siglo XIX agotado, y que todavía no descubría realmente a Proust, a Gide o a Valéry, podría equiparar muchas páginas propias a las de Tablada que versan nada menos que sobre la catedral de Notre-Dame. A Francia se le había olvidado Francia; se había ido, con Loti o Claudel, a buscar exotismos a Asia, África o Latinoamérica, y ya no había culturalmente más Francia que la refractada en lenguas extranjeras, en plumas de otras tierras, en por ejemplo la emoción de un poeta mexicano:

"Jadeando por la interminable escalera helicoidal que conduce a las torres [de Notre-Dame], más que el impulso de un ascenso, siente el ánimo la honda consternación de un suspiria de profundis. Llegamos, por fin, al pie de las torres, a la balaustrada galería donde vive el siniestro pueblo de las quimeras, el monstruoso rebaño de lémures y bestias que parece la visión cuajada en piedra de una profecía apocalíptica. Dudo que aquel bestiario simbolice en parte las virtudes, aunque esté allí el pelícano que representa la Caridad, y el elefante emblema de la Castidad. En cambio, las hirsutas crineras, las garras crueles, las fauces entreabiertas, los corvos picos, recelan naturalmente vicios y apetitos.
Empinados a vertiginosa altura, dominando a París que se tiende a sus plantas, aquellos monstruos macizos y grotescos, más que secundarios y accesorios, parecen los númenes legítimos de aquella catedral, profanada por los satanistas medievales, saqueada, ensangrentada, incendiada por el populacho de París y que quizás por eso ha quedado vacía de prestigios místicos, y ofendida y adversa ha dejado volar hacia templos más piadosos la Paloma eucarística de su alma cristiana, dejando sólo su fábrica descarnada, su monstruoso esqueleto de columnas y botareles... sobre París que comienza a encender las luces de su noche pecadora, alza su Theoría como la corona gigantesca y bestial de una Babilonia llena de concupiscencias, de vicios y de crímenes."

La mujer más mujer, una joya
La mayor parte de estos reportajes de Tablada se ocupa de las mujeres. Ya las hemos visto en el box, el teatro del crimen, frente a vasos calientes de sangre de reses recién degolladas, etcétera.
En una premonición de aquella frase que Marilyn Monroe haría célebre (y también a los diamantes), Tablada sabe que, en efecto, los más ubérrimos, je, amantes de las muchachas son los diamantes.
Las mil y una noches caben —ya lo sabrá Truman Capote en su relato (que llegó al cine con Audrey Hepburn como Holly Golightly) Breakfast at Tiffany's— en un aparador de suntuosa joyería.
Tablada les envía su guiño ancestral en los salones Georges Petit: "Las mujeres que ven las joyas", exclama, después de haberlas descrito en términos que envidiarían las más celebradas cortesanas: la joya como una mujer elevada a su mayor fiereza y a su resplandor final: joya contra mujer, jardín contra jardín, joya contra joya: "la contemplación de las joyas despierta en la mujer una intensa y ardiente vida y aviva su hermosura con los esplendores del deseo... Más que los diamantes en las vitrinas capitonadas, brillaban en los rostros, que palidecían de emoción, los rostros de las mujeres".
Ningunos ojos de hombre loco de amor desesperaban más que los ojos de las mujeres frente a esas joyas inaccesibles:

"Las mujeres admiraban las joyas, los hombres admiraban a las mujeres. Una angustia trágica parecía flotar en el ambiente y saturarlo de perfumes y de rumores de seda, y al salir de las galerías que unas horas iluminó la lámpara milagrosa de Aladino, en los rostros de las mujeres se pintaba una extenuación, como si tornaran de una orgía."

Diversas civilizaciones humanas han elevado a la mujer a las alturas de joyas de la especie, de Diosas Blancas (Robert Graves) del universo, de astros y eternos femeninos; ahora bien, la joya desde su aparador parecía decirles: soy más mujer que tú, soy La Mujer, tu sexo resulta incompleto, apenas germinal, mientras no me poseas; sólo mi diadema te dará la feminidad absoluta, y despojada de mí eres apenas un como proyecto de mujer, una mujer disminuida: no hay mujer más mujer que una joya.
O bien la joya maldita, la mujerzuela que se despoja de los atributos de la Dama y se levanta, con la sobreactuada ferocidad de la hembra elemental, trabada a golpes y arañazos con el amante-padrote, en los cabarets más sórdidos de París, a los que Tablada dice concurrir "con la sola disculpa de mis deberes de cronista".
Las mesas sobre las que "el cuchillo de los parroquianos grabó símbolos de amor, semejantes a los tatuajes de presidio", "los bailes arrebatados y urentes de la Mistinguette", y los inevitables sobresaltos cuando la rápida policía ingresa al local en razzia puntual (siempre habitual, siempre inesperada) que añade una escena espectacular al turismo intelectual del bajo mundo, y captura a dos o tres jefes del hampa-prostitución-drogadicción del barrio; y luego las calles del amanecer, donde el turista cree escuchar a cada paso gemidos de amor callejero sucedidos por los gritos sofocados de alguna víctima del Estrangulador o del Asesino.

Julio Ruelas en Montparnasse
Tablada —precoz y longevo— tuvo vocación de sobreviviente. Muchos años después, en alguno de sus regresos a México, se lamentaría de que ha encontrado a sus amigos, todos muertos, convertidos en nombres de calles.
En París visita la tumba de su semejante, su hermano: el pintor Julio Ruelas (en el cementerio Montparnasse), que mandó edificar el mecenas del modernismo mexicano, Jesús Luján:

"Bello monumento; pero de tal manera encajonado entre los monumentos contiguos, que resulta penoso admirarlo. Así parece persistir post-umbra el aciago destino del pintor descarnado. Así vivió su precaria existencia, su fugaz trayecto sublunar, como hoy su tumba ahogada entre tumbas anónimas, ofuscado y abrumado por medianías preponderantes, con la mística lámpara de su genio amenguada entre la sombra espesa de los prolíficos burgueses que junto a él medraron; como una rara orquídea nunca vista por el desdén de los leñadores, sólo atentos a convertir toda la gloria de una selva en sacos de carbón..."

Y junto a la lamentación de Ruelas, una casi tumultuaria maldición fúnebre exige de Tablada otro pésame: la de docenas de muchachos mexicanos —bohemios, finiseculares, pobretones—, que huyeron de México para realizar su sueño parisino, y no consiguieron sino la enfermedad, el vicio, la miseria y cierta mediocridad o hasta esterilidad artística completa, como coronación de tantos juveniles y perezosos delirios estéticos: "¡París, París!", exclama Tablada al pasar revista a varios desastres de muchachos mexicanos: "¡lo que te confiamos, y lo que nos devuelves!".

Danse cubaine
En víspera de la Primera Guerra Mundial, los latinoamericanos que por fin habían llegado a París, después de un tenaz siglo de aculturación, de afrancesamiento, veían con orgullo que la gran cultura francesa estaba en ellos, en los extranjeros, en lengua española, y que Francia empezaba a convertirse en una colonia cultural de otros países. Después de la guerra se hablaría mucho de la americanización de París, en franglais, con tantos marines y artistas yanquis en sus avenidas.
Hacia 1910 ya se estaba hablando también, en ciertos aspectos, de la latinoamericanización de Francia, y (como habría de anotarlo en sus crónicas musicales ese otro espléndido afrancesado, Alejo Carpentier), resultaba que lo típicamente parisino en esos años era bailar el tango argentino y la rumba, danse cubaine. "¡Los bárbaros, cara Lutecia!", había ya exclamado Rubén Darío.
"Pero, apunta Tablada, aquello no fue la rumba, ni el danzón siquiera, sino un producto híbrido de la danse des apaches y de la marcha flamenca. Lo único cubano en todo aquello era el negro macilento y encorvado, como un chimpancé tísico del Jardin des Plantes, que en un extremo de la orquesta raspaba un güiro auténtico con aire displicente y aburrido"; y acaso en ese momento Tablada da un nuevo, superior salto en su afrancesamiento. El sueño de ser París, cuando Francia quería ser exótica —una Francia africana, caribeña, polinésica, japonista, yanqui, andina, argelina—, lo traía de vuelta a la América de la que había huido. Y a diferencia de tanto francés exótico, Tablada rememora las rumbas auténticas, en los barrios verdaderos de la genuina ciudad de La Habana.
Años más tarde, Tablada ayudará, como uno de los cuatro o cinco verdaderos protagonistas de nuestro nacionalismo cultural contemporáneo, a revalorar aquellos objetos, costumbres, atmósferas, sentimientos, giros del lenguaje y demás rasgos de la cotidianidad mexicana que antes no eran vistos por los escritores, embebidos como estaban en sus remotas divagaciones parisinas.
Tablada sabrá —empieza a saberlo ya en esta crónica— que el rojo salvaje está en la sandía, más que en los fauvistes, y que no se puede imaginar mayor cubismo que el de ciertas jícaras de Olinalá. Mientras tanto señala el erotismo fundamental —erotismo de selvas, baile en que breve y frenéticamente los esclavos se liberaban de la conversión que de ellos se había hecho, de hombres a bestias de carga, y recobraban la flama de cuerpos humanos— de la rumba; y saborea con nostalgia la flor del mal auténtica que el Caribe aporta a Occidente, con su semejanza genésica: la guanábana.

Nijinski, ¿Heliogábalo?
Pero en materia de danza había algo que alcanzar todavía en París: Nijinsky en El espectro de la rosa, dentro de la mitología perversa que ya había anotado a propósito de Beardsley.
Pone en labios de una amiga la frase que escandalizaría al lector mexicano de Revista de Revistas, habituado sin embargo a la nota roja capitalina y a la gran promiscuidad insalubre de los barrios pobres de México: "Nijinsky no sólo es hermoso como Apolo y artista y admirable y único... ¡Nijinsky es equívoco!".
En aquellos años los temas sexuales sólo admitían dos tipos de referencia: la conversación de burdel y la reflexión-en-clave de la cultura erudita; efectivamente, Tablada hace que su supuesta interlocutora, "pálida y nerviosa", se ensimisme "en un ensueño de Heliogábalo".
Muchos culteranismos de Góngora, de Rubén Darío o José Juan Tablada tienen una explicación tan sencilla como esta: era la única manera de hablar duro sin ir al auto de fe de la Inquisición o a los separos de la comisaría policiaca más cercana. Se habla entonces del garzón de Ida, del acanto, de efluvios, etcétera. Ecuación digna de 1912: Nijinsky = Heliogábalo + Arte.
Una adolescente sueña en el amor, y de su corpiño "se desgaja una rosa sangrienta". Se hablaba en álgebra: la Rosa Sangrienta será visitada por el Espectro. ¡Revolución en la danza! Nijinsky danza en torno a la muchacha, el Espectro viril en torno de la Rosa femenina:

En un instante en que se inmoviliza puede apreciarse la extraña y armoniosa plástica de su cuerpo. El torso y las piernas están cubiertas por mallas rosas, algo amoratadas [sigue el álgebra: Severo Sarduy hubiera acotado: "rosado y perfectamente cilíndrico"], como esas rosas que, al comenzar a marchitarse, cambian su fuego incandescente en un enfermo carmín. Es la púrpura algo fúnebre de la bugambilia. Torso esbelto como apretado en una coraza de músculos y en torno del cual se enredan guías de rosas fúnebres y como desteñidas en una vieja tapicería; sobre el torso un cuello musculoso pero grácil, y sobre ese cuello la cabeza del David de Verocchio, con toda su gracia ambigua y sus ojos oblicuos, y sus labios irónicos y sensuales... La virgen que sueña, parpadea, y entonces el Perfume de la Rosa toma en sus brazos a la virgen...

La prosa modernista no deja de enumerar incógnitas líricas del tipo de "polen sideral" o "floripondios abatidos".

Colette, rara Salomé
El otro espectáculo memorable era nada menos que Ba-ta-clán Colette, la mujer que sería recordaba sobre todo por sus graciosas novelas, las cuales fascinaban al público de best-sellers al mismo tiempo se ganaban el afecto de lectores como André Gide.
La revolución mexicana entre tanto hace llegar a Europa algunas de sus noticias: ya existe el cable interoceánico. Tablada, quien salió con don Porfirio y retornará a trabajar para Victoriano Huerta, inicia su capítulo sobre Colette con una declaración explícita de su posición política: "entre el fango sangriento de los chacales de Morelos [los zapatistas], ola nefanda que salpicó los muros de la Metrópoli, ¿no será irrisoria para los lectores de México la evocación de un episodio de arte refinado, de pura gloria estética, de feminidad inaudita?".
No se puede olvidar la estupidez y hasta la mala fe, varias veces reiteradas, de los escritores mexicanos de la época con respecto a las causas y los episodios de la revolución; pero tampoco se justifica cargarlos supersticiosamente a la cuenta única de un solo chivo expiatorio. Tablada escribe desde París, como ya lo había hecho en México, exactamente lo mismo que otros muchos escritores, a los que la posteridad parece "disculpar", redactaban cotidianamente en los periódicos mexicanos, citemos a Díaz Mirón, a González Martínez, a casi toda la intelligentsia local.
De cualquier modo, Tablada se decide a elogiar la serie de novelas de Colette: Claudine en la escuela, Claudine en París, pero centra su crónica en verla bailar: "Rara Salomé, consciente del maleficio con que el ritmo de su danza y los ampos de su carne desnuda y dorada envuelven a los hombres que fruncen el ceño y a las mujeres que sonríen turbadas al contemplarla intensamente".

O-T-E-R-O
Años atrás, Tablada había escrito uno de sus más escandalosos y típicos poemas en honor del mito erótico parisino, la Bella Otero (María Félix habrá de personificarla en una película francesa). Todas sus estrofas constituían una mayoría de edad en la cultura nacional, una superación definitiva de la puerilidad, la hipocresía, la falsa inocencia y el sentimentalismo pacatos que las oligarquías pulqueras querían imponer como fachada al buen mexicano. ¡Cuánto soñaría desde México el adolescente Tablada con la Bella Otero, a través de los grabados y fotografías de la prensa francesa que llegaba al país con meses de retraso!

Cuando bailas, inflamada, enardecida
y agitadas por tus músculos las ropas vienen y van
en el fondo de esa sirte pone el efebo su vida
y tú la absorbes, siniestra, como a la hoja el huracán...

Ahora Tablada entra al teatro, a conocerla, a ver "las cinco letras de fuego de su nombre". La O-T-E-R-O es una anciana: "aquel paquete antropoide de guiñapos de coruscante seda y constelando con gemas imperiales los harapos de su triste carne".
París no olvidaba a su antiguo ídolo, pero Tablada no podía olvidar sus primeros, encendidos sueños de adolescente —O-T-E-R-O—, y la quisiera ver muerta y embalsamada en la flor de su edad, como a la Thais que se exhibía en la exposición egipcia del Museo Guimet:

"Mientras el tango, que el fantasma de la Otero se empeñaba en bailar, se convierte en una ululante y dolorosa marcha fúnebre y las bambalinas del proscenio en candentes sauces llorones, y el teatro todo en capilla ardiente, yo salgo del velorio de la gran hetaira, muerta en vida, oliendo a cripta..."

y reflexionando que a su Bella Otero, "la única, la mía, la que no volverá... ¡se la robaron para siempre!".
"No, no valía la pena de atravesar el Atlántico", termina escribiendo Tablada, y con él, el sueño parisino de la cultura mexicana, tan diverso y amplio, desde los libros franceses prohibidos que leía el joven sacerdote Miguel Hidalgo y las masas de obreros franceses que, en 1870, vitorearon a Juárez y lo nombraron diputado honorario por un distrito fabril, hasta las rimas de Rodríguez Galván, Altamirano, Gutiérrez Nájera, Díaz Mirón; desde la inspiración de nuestras constituciones hasta la audacia de asumir psicologías y sensualidades modernas. París ya era otro siglo. (1984).

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