jueves, 1 de abril de 2010

JOHN KENNEDY TOOLE

KENNEDY: LA CONJURA DE LOS COMICS
Por José Joaquín Blanco

John Kennedy Toole (1932-1969) hizo mal en suicidarse tan tempranito por el simple, común motivo de que no se le reconociera como novelista precisamente en la época más competida por los narradores norteamericanos, la de los Mailer, Capote, Vidal, Updike, Styron, Baldwin, Barth, Heller, Doctorow, Burroughs, Kerouac... (Hágase epidemia de su rabieta, y todos los escritores mexicanos de todos los tiempos debiéramos ya haber nacido suicidados.)
Hasta 1980, gracias a la tenacidad de su madre, apareció La conjura de los necios en inglés, que pronto acumuló premios, dinero y elogios de todo tipo. Desde luego se la ha reconocido en exceso, románticamente, como premio al suicidio de su autor, cuando se la compara con Dickens, Rabelais, Swift, Fielding y Cervantes, y se eleva a su autor a "dimensiones falstaffianas".
En realidad se trata de una muy brillante incursión del cómic en la narrativa, una "bravura" humorística y pop con las armas de la novela, muy común en autores norteamericanos de la posguerra (Catch 22, Myra Breckiridge, The Sot-Weed Factor..., mucho de Capote y de Mailer, de Vonnegut y de Philip Roth), que se distingue por no ir más allá de su desplante, y de ahí acaso su fracaso en los sesentas: no se propone, como otros autores, una coartada moralizante o metafísica que justifique su humor: no ataca el guerrerismo, ni el sexismo, ni el puritanismo, ni la familia, ni el Estado, ni la propiedad, ni la religión, ni el capitalismo. Simplemente narra una enloquecida humorada de principio a fin, siguiendo uno a uno los pasos fundamentales del cómic: unos cuantos personajes planos reducidos a caricaturas simplísimas y reiterativas y unas cuantas acciones sucesivas y planas sin mayor desarrollo que la acumulación de aspectos grotescos que muevan a risa. Y ninguna ilación ni congruencia: simplemente un chiste y luego otro y luego otro.
Seguramente el público "serio" que leía Libros y no monitos en esos años, se hubiera preguntado: "Muy chistoso, ¿pero y a qué conduce todo esto?". De la misma manera que el público chistosito de México de los ochentas, cuando vio la Historia Patria en monitos, pudo decirse: "Pues sí, esto está lleno de dibujitos, pero no es una verdadera revista de monitos."
El público letrado de los cincuentas y sesentas aceptó a Heller, a Vidal, a Mailer, a Barthelme, a Barth, a Capote, a tantos otros, sobre todo porque parecían decir algo trascendente --a veces sí lo dijeron--, más allá de sus recursos vulgaristas o vulgares, pop o populacheros. Traían mensaje encerrado. Y eso no lo trae por ningún lado La conjura de los necios (A Confederacy of Dunces). Los ochentas erigieron a Kennedy Toole en su héroe precisamente porque no traía mensaje alguno, porque no era ideológico, porque no traía ninguna ideología de contrabando.
Desde luego que uno puede inventar que hay una visión catastrofista y crítica de los Estados Unidos en La conjura de los necios (traducida por Anagrama con gachupinismos alarmantes: nos enteramos que para los traductores baturros, los barrios de Nueva Orleáns son "parroquias", los hot-dogs "bocadillos de salchicha" y que los negros sureños hablan como cubanitos en zarzuela franquista, o bien como Trespatines en La tremenda corte). Pero John Kennedy Toole no se esmera en trazar una teoría ni un mensaje sino en escribir la historia más monstruosamente divertida que se le ocurre, a partir de elementos grotescos propios de los cómics de los años sesenta, tanto los fresas como los más atrevidos: hay dos --los protagonistas-- que son comunes a toda la tradición de la historieta: el agente Mancuso, el policía más incompetente de Nueva Orleáns, a quien su jefe envía diariamente a su jornada de peripecias con los disfraces más ridículos (es un poco la Zorra como hazmerreír del Cuervo), y el gordote insolente Ignatius Reilly cuya corpulencia (no más desproporcionada que la del Tractor de La familia Burrón) y cuya vanidad enloquecida lo van metiendo en problemones de pastelazo.
Los acompañan otros personajes como la ancianita madrecita que se pasa de buena (Doña Gamusita, de este Avelino Pilongano con cuerpo del Tractor y flatulencias de Hermelinda Linda), el negrito inocente víctima de policías y patrones que de puro traviesito precipita el gran desastre (en la versión española, habla como Memín Pinguín); una encueratriz nalgueable y torpísima y a la que todo le sale mal, como una Marilyn de tira dominical; una Madame Body-building como femme fatal, una ancianísima, un mariconsísimo, unos ricos tontos y vanos que a final de cuentas no son tan malos, unos obreros pueriles como manifestación de Roger Rabbit que casi hacen una huelga como por pura fiesta... Se necesita de veras imaginación ideológica y ganas de inventar esquemas, para pretender que la novela está proponiendo alguno. Está divirtiéndose.
Los motivos de la risa son la inútil pedantería de los estudiantes fatuos y la inútil filantropía de las estudiantes revolucionarias, la hijitis de la mami y la mamitis del hijito, y algunos medios no tan heterodoxos de ganarse el dinero, como la venta ambulante de hot-dogs en un carrito en forma de hot-dog, con el protagonista, que se siente el mesías medieval del mundo moderno, como vendedor vestido de pirata --y que se traga todos los hot-dogs antes de llegar a vender uno--, o la de tarjetas porno en las secundarias o algún show extravagante en un bar de quinta, donde estelariza una cacatúa en un número de strip-tease...
John Kennedy Toole fue de esos norteamericanos de los años setenta que no sólo tomaron lo pop en sentido irónico, sino también en serio; creyeron que las formas pop podían expresar grandes cosas, que se podía contar todo un mundo novelístico diferente y fresco con los instrumentos del cómic (otros lo pensaron en el cine, como en Help! o El submarino amarillo o en buena parte de Woody Allen; o en la novela policiaca, o en las artes plásticas, en fin...)
La Norteamérica que nos revela La conjura de los necios no está más desquiciada que la de Batman o la de Popeye, simplemente que se atreve en la escritura a audacias que el cómic convencional no soñaba (aunque ya lo intentaban los cómics "duros" que hablaban de porno, droga o violencia franca).
El enorme Ignatius vive una esquizoide y gigantesca soledad de mesías incomprendido y perezoso, que devora la pensión de su anciana madre como los kilos de galletitas y papas fritas que se lleva a su cama de sábanas cagadas, donde se masturba con ensoñaciones disparatadísimas, a la vez que usa a Boecio --la única huella de su largo pasado univesitario-- para condenar a quienes --todo el mundo de necios-- no lo veneran. Pero no hay nada de sátira contra lo Letrado en la Era McLuhan: es un chiste de un Panzón que recita tontamente La consolación de la filosofía, mientras arrastra su carrito de hot-dogs, vestido de pirata de Disneylandia y sin dejar de tragar...
Lo más que Ignatius llega a aproximarse al mundo real es una situación de rey de burlas: una loca lo elige para irrisión de una fiesta, que termina mal: las locas se divierten mejor entre ellas mismas y él, a final de cuentas, se toma tan en serio que no resulta tan divertido. Ni es tan eficaz, en la novela, su gran solución de cómic para lograr la paz final del mundo: cuando Ignatius descubre que a los homosexuales les gusta hacerse pasar por marineros o soldados --la apostura, el uniforme entallado, la mitología de efebos, el culto a lo gimnástico, etcétera--, decide que si se induciera a todos los soldados y marineros del mundo a hacerse homosexuales y a divertirse entre sí, no habría más guerras en el mundo... Con semejantes ocurrencias no es de extrañar que aun como personaje de burlas le fuera mal al enorme Ignatius.
Los personajes periféricos están mejor trabajados. La sátira de la madre es tanto más efectiva, cuanto que casi nadie se atreve a meterle crueldad a una Madre-anciana-viuda-y-al-borde-de-la-ruina: Kennedy Toole la hace semiborracha, cochinona, autoritaria, mezquinota, ambiciosa: el personaje realmente villanesco de la novela. Se necesitó mucho valor y mucha teoría literaria --saber que las novelas no son la vida-- para que una anciana de 79 años, la propia madre de John Kennedy Toole, preservara e hiciera triunfar la obra de su hijo, que en vida participó acaso tanto en el perímetro como en de las manías de Ignatius Reilly.
Quizás las escenas de viejitos especulando con matrimonios y dotes, al representar una especie de travestismo en la decrepitud del american dream, sean los momentos realmente devastadores de la novela, los que de veras hieren a la sociedad norteamericana y al lector, al hacerlo leerlos no como cómic --pastelazos contra la Pantera Rosa--, sino como tristísimas ruindades que se ven más podridas en esos viejitos verdes de insolentísimas dentaduras postizas que a esas alturas siguen jugando al novio para pescar herencias.
Creo que el mayor mérito de La conjura de los necios está en esta fidelidad al dibujo y a la atmósfera del cómic, a no decir más, a no pretender hacer mayores apólogos, fábulas o alegorías individuales, sociales o metafísicas de sus cartoons.
John Kennedy Toole nada tiene que ver, desde luego, en cuanto autor, con las brillantes plumas de su generación que produjeros impresionantes obras sistemáticas de múltiples valores, pero difícilmente dejará de ser leído, aun cuando muchos celebérrimos libros de aquéllos hayan sido olvidados, precisamente por esa diferencia.
Y será leído con gusto, sin muchas profundidades --un episodio de risa después de otro de risa: ahora la nalgada, ahora el pastelazo, ahora el resbalón y se cae toda la casa, ahora--, con la misma probable alegría de Yossarian en su hospital o de Myra Breckinridge junto a su didlo, si hubieran tenido el libro entre sus manos.
¡Y claro que la pluma de John Kennedy Toole sabía dibujar cómics!: "Lane Lee estaba en un taburete de la barra, las piernas cruzadas embutidas en pantalones de ante, las nalgas musculosas clavando al suelo el taburete y ordenándole soportarla de un modo perfectamente vertical. Cuando se movía levemente, los grandes músculos de sus carrillos inferiores cobraban vida para impedir que el taburete se inclinase o se balancease un centímetro tan siquiera. Los músculos ondulaban alrededor del cojín del taburete, y lo asían, manteniéndolo erecto. Largos años de práctica y hábito habían convertido su trasero en algo insólitamente versátil y diestro".
En breve: si John Kennedy Toole hizo a los cómics en su novela el mismo homenaje que Manuel Puig al cine, ¿en lugar de darle nombre a partir de la megalomaníaca cita de Swift, que habla de la conjura de los necios contra el genio, no convendría mejor llamarla "La conjura de los cómics" contra la tradición de la novela?

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