lunes, 1 de agosto de 2016

CRAVAN

CRAVAN: ANTOLOGÍA DE UNA INSIDIA
Por José Joaquín Blanco

Se dijo que Nietzsche era un loco que se creía Jesucristo, con quien efectivamente rivaliza, y con harta fortuna, en libros como Así habló Zaratustra. Pero Nietzsche fue muchas otras cosas.  Se dijo que André Breton era un bravucón que se pasó la vida jugando a ser papa, y efectivamente dedicó buena parte de su obra y casi toda su vida a pontificar, lanzar encíclicas, manifiestos, leyes canónicas y edictos de excomunión. Un papa de juguetería literaria.  ¿También fue otras cosas? Cardoza y Aragón desmenuza las mandalas de Pío Nadja I, en André Breton atisbado sin la mesa parlante.
         En 1939 Breton lanzó una Antología del humor negro —Barcelona, Anagrama, 1994— que tiene poco de humor y de antología, y mucho de los rituales de canonización y excomunión de la iglesita surrealista. (“Dadá fue la revolución; el surrealismo, la revolución hecha gobierno”, dice Cardoza). Una arbitraria y difusa concepción del humor negro, permite a Breton olvidarse de Aristófanes, de Catulo, de Petronio, de Apuleyo, de los goliardos, de Boccaccio, de Rabelais, de Fernando de Rojas, de Cervantes, de Quevedo, de Molière, y con el fanatismo surrealista de la modernidad, empezar la historia sólo en el siglo XVIII, pero sin Voltaire, sin Diderot y sin el Doctor Johnson. Su selección es arbitraria y despojada de gusto literario (Breton, ese archiliterato que archiodiaba las letras), aunque no de propaganda para algunos, a veces excelentes, vanguardistas franceses de su secta.
         Sorprende encontrar en este catálogo a André Gide. Fue, desde luego, uno de los involuntarios y molestos padres del surrealismo, por obras como El Prometeo mal encadenado, El caso del inocente niño asesino, La secuestrada de Poitiers, y  especialmente Las cuevas del Vaticano. Paternidad que nunca aceptó, y que siempre consideró espuria, como consideraba espurios a casi todos los surrealistas, salvo Antonin Artaud.
         En la época de la Primera Guerra Mundial, las lecturas de Nietzsche y de Dostoyevski, además de su propia orientación individual y del espíritu crítico del tiempo, impulsaron a Gide a asomarse a la irracionalidad de las leyes, de la religión, de la familia, del positivismo ateo, de los buenos sentimientos, de la poesía, de la ciencia, de la moral cristiana, etcétera. Los asesinos complicados de Dostoyevski produjeron en él la teoría del “acto gratuito”, que se asomaba a los enigmáticos crímenes sin motivo, que no respondían a la lógica ni a la moral de los penalistas y los psicólogos. Era sólo una burla de la mente estrecha del pensamiento occidental, pero los surrealistas lo tomaron como dogma: el asesinato como juego bobo, y urdieron su frase famosa de que el acto surrealista más puro sería el disparar porque sí contra una muchedumbre. (Cosa que hacen con frecuencia muchos criminales “locos” —hace meses tuvimos un caso en el metro—, aunque no estén en las jerarquías de Breton.)
         Gide desautorizó a los surrealistas, y muy pronto, en Los monederos falsos, se burló de ellos a través de una mascarada (que no se cuenta entre sus mejores páginas) de Alfred Jarry. Pío Nadja I tomó nota, y en su Antología del humor negro se cobró la factura.  Ciertamente elogia la inmoralidad de este protosurrealista héroe de Las cuevas del Vaticano, el asesino gratuito Lafcadio. Pero lanza, junto al texto gideano sobre Prometeo (un Prometeo antisurrealista que descree de la modernidad), la sensacional noticia de que Lafcadio realmente existió, en carne y hueso, y escribió ¡y escribió sobre Gide: sobre su homosexualidad, su riqueza, su tacañería, su austeridad puritana!
         Arthur Cravan (1881-1920) era sobrino de Wilde, y se las daba de ser un gran bravucón moderno, guapote, boxeador, inspiradote y vanguardista. Urdió seducir a Gide, para dejarlo sin un céntimo, en la tradición poco vanguardista de las cocottes folletinescas del siglo anterior:
         “Cuando yo soñaba febrilmente, después de un largo período de la más desenfrenada molicie, en ser muy rico (¡Dios mío! ¡Lo soñaba tantas veces!), como estaba en el capítulo de los eternos proyectos, y me excitaba progresivamente ante el pensamiento de alcanzar deshonestamente y de manera inesperada la fortuna, a través de la poesía —siempre he intentado considerar el arte como un medio y no un fin—, me dije alegremente: ‘Debería ir a ver a Gide, él es millonario. ¡Vaya broma! Voy a engañar a ese viejo literato.’”
         Narra como le puso sitio a Gide, cómo consiguió una cita, cómo fue recibido en una salita desnuda para una conversación parca sobre su tío, cómo fue despedido cortés pero inapelablemente por el puritano inseductible. En nada quedaron sus sueños, en los que “Mi estatura, mis hombros, mi belleza, mis excentricidades, mis frases provocaban su admiración.  Gide estaba encantado conmigo, le había conquistado por el lado agradable. Salíamos hacia Argelia —rehacía el viaje de Biskra y me disponía a arrastrarle hasta las costas de Somalia—. Pronto tenía una cabeza dorada, pues siempre me he avergonzado un poco de ser blanco. Y Gide pagaba los vagones de primera clase, las nobles monturas, los grandes hoteles, los amores... Gide pagaba siempre: y me atrevo a esperar que no me pondrá una demanda de indemnización e intereses si le confieso que en las malsanas desvergüenzas de mi imaginación galopante había llegado a vender su sólida granja de Normandía para satisfacer mis últimos caprichos de niño moderno”.
         Cravan publicó en una revista insignificante este relato hacia 1915, y como buen francés zafado se vino a morir a México. (Arthur Cravan et al: 4 Dada suicides, Tr. y Ed. Terry Hale et al, Londres, Atlas Press, 1995. En el Times Literary Supplement del 12 de enero de 1996, Ian Pindar sospecha que “el genio de la impostura” de Arthur Cravan fue más allá de su supuesta muerte, en las fauces de los tiburones del Golfo de México, pues siguieron apareciendo, milagrosamente póstumos, textos notoriamente posteriores a la fecha de 1920 que se solía dar de su muerte.)
         Un cuarto de siglo más tarde Breton dio maliciosa notoriedad a este texto que, primero, fue leído como una burla al anticuado y estorboso inmoralista, quien cometió el pecado de no dejarse engañar por un bobote; bien leído, resulta sobre todo una autoparodia de la propia mentalidad surrealista. El que iba por lana se quedó con un palmo de narices.
         Gide atacó la insolencia de los bravucones surrealistas a su modo.  En su Diario, el 1 de septiembre de 1931.
         “Los surrealistas preparan un número antirreligioso sensacional, me dice H. (Pierre Herbart). Me cuenta con entusiasmo la valentía de B. (Breton), quien, en el metro, cuando ve a un cura, se aprieta contra él y al cabo de unos instantes, en voz muy alta le increpa:
         “—¿Quiere usted dejar de manosearme? ¡Asqueroso! ¡Puerco! Y pensar que se pone a los niños en manos de individuos así...
                                “H. dice que esto es ‘admirable’. Yo no puedo ver la valentía en el aplastamiento de un ser que no puede defenderse y aplaudo la observación de Pierre Levesque:

                   “—Por antimilitarista que sea, B. no se atrevería nunca a comportarse así con un oficial, pues sabe que recibiría una bofetada”.

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