DIDEROT
EL ILUSTRADO Y CATALINA LA
ADOLORIDA
Por
José Joaquín Blanco
Curiosos
los enciclopedistas franceses: luchaban contra la Iglesia Católica
y eran amigos de todo tipo de abades y prelados, luchaban contra el despotismo
y se volvieron íntimos de la mayor déspota de Europa, la emperatriz Catalina de
Rusia.
La emperatriz Catalina invitó a Diderot
a Rusia (Arthur M. Wilson: Diderot,
Londres, Oxford University Press, 1972), después de haberlo salvado de la
miseria con oportunas y justas comisiones generosamente remuneradas —y
soberbiamente cumplidas, como la formación de la biblioteca de la emperatriz,
que resultó la mejor de Europa en asuntos modernos—, a fin de discutir mejoras
en la administración pública rusa. Era el año de 1773.
Luego Diderot se quejaría de que muy
amable y todo, la emperatriz nomás lo tiraba a loco, como un bufón del circo de
la ciencia: lo dejaba hablar, imaginar, proponer, y no le hacía caso en nada. Lo que la emperatriz quería era entretenerse
con el hombre célebre del momento y aparecer ante el mundo como una contertulia
privilegiada del gran pensador modernísimo, y nada más. La emperatriz le
contaba al conde de Ségur sobre la visita de Diderot a Rusia:
"Yo platicaba largamente y con
frecuencia con él, pero con más curiosidad que provecho. Si yo le hubiera creído, todo se habría
revuelto en mi imperio: legislación, administración, política, finanzas; yo lo
habría vuelto todo patas arriba para sustituirlo con teorías impracticables...
Así que, hablándole francamente, le dije: señor Diderot, he escuchado con el
mayor placer todo lo que vuestro brillante espíritu os ha inspirado, pero con
todos vuestros grandes principios, que comprendo demasiado bien, se harían
bellos libros y mal trabajo. Olvidáis en todos vuestros planes de reforma la
diferencia entre nuestras dos posiciones: vos no trabajáis sino sobre el papel,
que todo lo soporta: es uniforme, dócil, y no pone obstáculos a vuestra
imaginación ni a vuestra pluma, mientras que yo, pobre emperatriz, trabajo
sobre la piel humana, que muy por el contrario se irrita y se excita con harta
facilidad."
Diderot a la vez se molestaba contra
esa marisabidilla de emperatriz, cuyo poder le permitía todo, hasta sentirse
filósofa, y hasta practicar su famosa coquetería con el viejo Diderot: era una
anfitriona posesiva, celosa, llena de melindres al mismo tiempo femeninos,
políticos y literarios.
Diderot salió con vida de su temporada
con la emperatriz, cosa que no logran todos los filósofos que hacen amistad con
los leones. Y aunque después de conocerse ya no se quisieron tanto como antes
lo habían hecho por carta, se guardaron cierto cariño tibio y cortés, lo cual
no le impidió a Catalina la
Grande de Rusia escribirle a Mme. Geoffrin sobre la
repercusión que tuvo el enciclopedismo en sus propias nalgas imperiales:
"Vuestro Diderot es un hombre
extraordinario. No me levanto de mis
entrevistas con él sin tener las nalgas amoratadas y completamente negras. Me he
visto obligada a interponer una mesa entre él y yo para ponerme a mí misma y a
mi cuerpo al amparo de su gesticulación".
Mal le fue a Diderot con los
monarcas. El rey Federico II de Prusia
acusaba al escritor de ser un déspota con sus lectores. ¡Y el rey exigió sus
derechos democráticos como lector y clamó su monárquica rebelión democrática
contra el autor! Escribió esta
declaración de independencia:
"Diderot está en Petersburgo,
donde la emperatriz lo ha colmado de bondades. Pero se dice que se le encuentra
discurseador y aburrido. Machaca sin
cesar las mismas cosas. Lo que digo es
que yo no podría soportar la lectura de sus obras, con todo lo intrépido que
soy como lector. Reina en sus obras un
tono de suficiencia y una arrogancia tales que sublevan el instinto de mi
libertad".
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