miércoles, 1 de enero de 2014

MARIO PRAZ


MARIO PRAZ Y LA LITERATURA MALDITA

 

Por José Joaquín Blanco

 

JEAN LORRAIN

Si, como Rip Van Winkle (Washington Irving) al revés, el sufrido lector se despertara cien años atrás, en 1900, podría leer como asunto de actualidad una crónica “fin de siglo” de Jean Lorrain (Monsieur de Phocas) sobre el pintor “decorativo” y “literario” Gustave Moreau: cada cuadro toda una novela de damas fatales en suntuosidades sádicas de imaginarios imperios del Oriente: aquelarres sangrientos de Cleopatra y Salomé. Tal era el “espíritu del tiempo”:

         “Gustave Moreau, el hombre de las esbeltas Salomés rutilantes de pedrería, de las Musas que llevan cabezas cortadas y de las Helenas vestidas con túnicas malladas en oro vivo, que se erigen con una flor de lis en la mano, ¡parecidas a grandes flores de lis nacidas sobre un estercolero de cadáveres!...

         ¡Salomé, Helena, la Diana fatal a las razas, las Sirenas funestas a la humanidad! ¡Él también quedó encantado con la crueldad simbólica de las religiones difuntas y con los estupros divinos adorados, en otras épocas, por los pueblos!...

         Visionario como ninguno, ha reinado, dueño y señor, en la esfera de los sueños; pero enfermo, ha plasmado en sus obras un estremecimiento de angustia y de desesperación.

         El maestro hechicero ha embrujado a su época, ha embelesado a sus contemporáneos, contaminado de un ideal enfermizo y místico este fin de siglo lleno de especuladores y banqueros; y, bajo el resplandor de su pintura, se ha formado una generación dolorosa y lánguida de jóvenes... subyugados por los ojos de horror y de voluptuosidad muerta de sus hechiceras de ensueño...

         Cree necesario hacer aparecer a sus princesas extasiantes y extasiadas, en su desnudez acorazada de orfebrería; letárgicas y como entregadas a una semiensoñación, casi espectrales en su lejanía; así, sus figuras no hacen más que despertar enérgicamente los sentidos, doman poderosamente la voluntad con sus encantos de grandes flores pasivas y venéreas, salidas de los siglos sacrílegos y mantenidas abiertas hasta nuestra época por el poder oculto de su recuerdo condenado...

         ¡Ah! Él sí puede jactarse de haber traspasado el umbral del misterio, él sí puede reivindicar la gloria de haber inquietado a todo su siglo. Él sí, con su arte sutil de lapidario y esmaltador, ha ayudado mucho a la corrupción de todo mi ser.”

         Este recuerdo del otro fin de siglo viene a cuento porque el sufrido lector cayó en el pecado bibliofílico de adquirir un exquisito y carísimo (600 pesos) ejemplar de la edición española (Barcelona, El Acantilado, 1999, 937 pp.) de La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, del italiano Mario Praz (1896-1982), uno de los mayores ensayistas literarios del siglo, sin duda alguna. Ya lo había leído en inglés, y había visto una edición castellana de Monte Ávila, pero la exquisitez y eficacia de la nueva edición española (la mayoría de las abundantes citas en presentación bilingüe), le renovaron el apetito.

 

EL ITALIANO TERRIBLE

Mario Praz proviene, con algunos toques parricidas, de la dorada tradición de Gabriele D’Annunzio y Benedetto Croce. Fue camarada juvenil de Eugenio Montale y acaso de Valle Inclán, de quien celebra las Sonatas, cosa excéntrica porque no cita a ningún otro autor de lengua española en esta obra “universal” y monumental; y en la edad adulta, de su semejante norteamericano Edmund Wilson: ultraerudito antierudito, antiestético esteta, académico antiacadémico y periodista de fuste nomás para fastidiar a estetas, académicos, eruditos y a la afición en general.

         Pero también muestra algo de enciclopédico, de extravagante y desmesurado, a la manera de los escritores del siglo XVIII, como el Doctor Johnson, cuyas Vidas de los poetas imita y cuya pasión lexicográfica comparte. Praz fue periodista y ensayista independiente y catedrático universitario, primero en Liverpool y Manchester; luego en Roma. Toda una Institución Europea entre 1925 y 1982.

         Su maestría cerebral y verbal suele alzarse a verdaderas alturas del pensamiento y de la expresión lírica, como auténticos poemas en prosa, pero al mismo tiempo luce un garigoleado humorismo de ópera de Rossini: Una voce poco fa... Es profundo y mundano, conservador y anarquista, periodista y esteta, crítico y artista, payaso y pontífice.

         Desde un principio se estableció como un crítico y un profesor de ideas duras, beligerantes, sin negociaciones ni tolerancias. No hay más ruta que la suya, la que inventa caprichosamente sobre la marcha. Fustiga a los desventurados que no piensan como él con garrotazos bufos de la commedia dell’arte y con excomuniones de lingüista quisquilloso. Eso le agrada al sufrido lector: hace crítica verdadera, no diplomacia ni relaciones públicas.

         Digamos también que su actitud literaria se ostenta al mismo tiempo como golosa, pantagruélica —simultáneamente prolífico y devorador—, e irritable al extremo, atrabiliaria. Lo que no le gusta se le indigesta. Gruñe de a feo en mitad de sus crónicas preciosistas. Decía Quevedo: “Entre dos peñas feroces un fraile daba voces”.

         Si en mala hora vienen al caso Poe, Dostoyevski o Wagner (y en otros libros, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Calderón, Hemingway), el sufrido lector ha de taparse orejas y narices, pues signore Praz, como aristócrata libertino de tiempos mejores, no va a reprimir sus explosiones. Alza las nalgas en su trono académico y se descose, se desinfla en una pedorrera iconoclasta. (Wilson habla, pudorosamente, de “una característica de los escritos de Praz que a veces se le vuelve incontrolable: cierta malignidad que tiende a la majadería...”)

         El “Genio de la Via Giulia”, en Roma, desde sus cardenalicias habitaciones como salas del Museo Vaticano, reinaba sobre la cultura italiana a la manera de un pintoresco y sibarita marqués del siglo XVIII, capaz de imponer como dogma las manías de su propio castillo, donde nada más él mandaba y según le venía en gana, con sus caprichos y sus prejuicios asumidos como infalibilidad papal.

         Dandy, bon vivant y aristocratizante conservador por motivos más estéticos que sociales o morales. Se traga sin hipo todos los “vicios” de Proust, porque éste rinde los debidos honores a la vetusta aristocracia, pero no los de Lorrain, plebeyazo, ni los de Wilde y Gide, alborotadores “cerebrales” del Gran Arte.

         Aprueba e imita a Sainte-Beuve. Admite a Anatole France y a T. S. Eliot. No le impresionan los tiempos modernos: a todo mérito o novedad europeos les demuestra un origen italiano. Todo ya estaba en Dante o en Giovan Battista Marino (1569-1625).

         No lo sigo en esto: el manierismo de Marino en el siglo XVII, por importante que sea, no puede abolir la literatura barroca española, que fue en en su tiempo, largamente, la dominadora del mundo. Italia ha descollado muchas veces en muchas artes, y dirigió el Renacimiento europeo: en la literatura barroca, se vio notoriamente inferior a España; y Praz sencillamente no consiguió convencer a muchos de que las letras barrocas resultaban monopolio italiano de Marino. Hay una docena de españoles superiores a Marino, aunque pueda discutirse en tal o cual aspecto quién imitó a quién. Todos imitaban a todos.

         Ciertamente este poeta italiano ha sido ninguneado en toda Europa, especialmente en España. Su influencia en la literatura española se ha visto silenciada por siglos, salvo en revistas o tratados eruditos. Se ha pretendido, por mal entendido orgullo nacionalista, que los grandes autores españoles no recibían influencias extranjeras. Que Góngora había engendrado a Góngora, y Lope había surgido entero en partenogénesis del alma española.

         Pero la reacción extremista de Praz de entronizarlo como Duce sobre la cultura internacional de su siglo peca de desaforada y chovinista. Giovan Battista Marino, frente a Góngora, Quevedo, Lope, Cervantes, Balbuena, Calderón, etcétera, admite un opaco sitio secundario, aunque Praz cruja.

         Por otra parte, su detestado D’Annunzio le parece igualmente vasto (y basto) que, nada más, el “mediocre” Víctor Hugo. Sin embargo, le resulta mayor que cualquier otro decadente europeo, salvo el propio italiano crítico. Entre italianos anda el juego. A final de cuentas, en su libro, la polémica de la literatura romántica no es otra cosa que el muy personal torneo de campeones entre dos italianos rivales: D’Annunzio y Praz.

         Lo que fastidia bastante: no fue Italia, sino abrumadoramente Francia, la que creó el movimiento romántico de la decadencia. D’Annunzio resulta, así, un decadente tardío y localista. Incluso anacrónico, al baudelairizar en plenos años de Apollinaire. El romanticismo agónico lo cuenta en segundo rango, muy detrás de Baudelaire, Flaubert, Verlaine, Rimbaud (a quien Praz margina por completo, por capricho), Mallarmé... Aun en la Italia contemporánea, tanto Marino como D’Annunzio fungen como figuras secundarias, un tanto amaneradas, alejadas del resplandor de los Dantes y Petrarcas, Ariostos y Tassos. Pero Praz quiere volver protagonistas y jerarcas internacionales a las figuras que en su propia patria son secundarias.

         Francia o Inglaterra (casi no le importan Alemania ni España, para no hablar de todos los demás continentes) se le antojan a ratos imperfectas provincias florentinas o romanas meramente modernas, arribistas, naives. Que no nos distraiga su fama de anglófilo: la cultura inglesa fue para Praz un eco afortunado de su Italia ideal. ¡Ya estaba en Dante y en Marino!

         Encabezó con Edmund Wilson la tendencia hispanófoba en la literatura mundial: todo lo hispánico es aburrido, salvaje, desordenado y premoderno como una canallesca corrida de toros o una patibularia procesión de Semana Santa en Sevilla (Peninsula pentagonale):

         “Como a Mario Praz”, dice Wilson, “me han aburrido los hispanófilos y todo lo que tenga que ver con España, con excepción de algunos pintores. Me enorgullezco de jamás haberme interesado en el idioma español; nunca he avanzado mucho en el Quijote; jamás he visitado España ni ningún otro país hispánico. Pero Mario Praz, que sabe español y ha estado en España, me confirma con su reportaje en todos mis prejuicios”.

         Ah, cuando algo se les indigesta a los Inmortales...

         No sé que le haya importado a Praz obra alguna de la literatura latinoamericana, salvo Bomarzo, la efectivamente espléndida novela del argentino Manuel Mujica Láinez, que canta la grandeza del Renacimiento italiano a través de un miembro inmortal de la blasonada familia Orsini.

         Hay en su obra algunas referencias a nuestro país. A diferencia de ciertos mexicanos trasnochados que tienden a idealizar a Maximiliano, Praz encuentra un mero comediante ridículo en el barbudo de Miramar. Il professore tiene razón.

 

LA AGONÍA ROMÁNTICA

La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (1930) es un libro mundialmente famoso (el elitista Praz tuvo sus ribetes de bestseller), sobre todo a partir de su versión inglesa, The Romantic Agony.

         Rastrea con una erudición y un tino de anticuario lúcido y desaforado, todo el arsenal del decadentismo europeo, de Lord Byron a D’Annunzio (a quien apalea por “plagiario”) y a Valle-Inclán (el sabio Praz no tiene idea de la existencia de Rubén Darío, mucho menos del decadente Tablada, lo que no deja de escandalizar en un hombre que podía leer en castellano y que corrigió y aumentó su libro hasta bien entrados los años setenta, cuando las universidades italianas ya los incluían en los estudios hispánicos. Ya había entonces estudios italianos sobre el modernismo hispánico. Ya estaban traducidos al italiano los ensayos de Borges y de Paz).

         Para ello pasa estricta revista, desde luego, a Goethe, Schiller, Lewis (el de El Monje), Choderlos de Laclos, Diderot, Rousseau, Sade, Keats, Shelley y señora; Chateaubriand, Balzac, Sue, Hugo, Poe, Merimée, Berlioz; Delacroix, Wagner, Musset, Gautier, Baudelaire, Flaubert, los Goncourt; Swinburne, Verlaine, Lautréamont, Mallarmé, Huysmans, Mirbeau, Laforgue, Dostoyevski; Villiers de l’Isle Adam, Barbey D’Aurevilly, Walter Pater, Catulle Mendès, Marcel Schwob, Beardsley, Maeterlinck, Samain, Rollinat, Barrès, Henri de Régnier, Remy de Gourmont; Gide, Valéry, Proust, Montherlant... y mil otros nombres “perversos, exquisitos, sádicos” y abracadabrantes.

         Todo lo sabe —salvo, claro, todo lo que no sabe: pero eso, suponemos, no existe; lo que no conoce Praz sencillamente no existe sobre el planeta— con una exactitud y una abundancia de prestidigitador en show estelar, con cierta impertinencia de niño prodigio en examen de fin de cursos, decorado con todas las medallas.

         Se permite despachar los grandes asuntos con dos frases (quien las pesque, bueno; el que no, que se tarde en aprender) y regodearse en detalles insólitos, acaso insostenibles, como la supuesta “coloración glauca” de la mirada de todos los escritores malditos y en la luz de todos los pintores malditos; o sus a ratos muy bizantinas demostraciones de los asaltos lexicológicos perpetrados por D’Annunzio a otros autores.  Le encuentra muchos traslados excesivos, de frases o estrofas enteras; pero también el uso de un solo sustantivo, de un solo adjetivo que ya había aparecido en otro autor. El método se vuelve manía. Y por otra parte, sería muy fácil encontrar, en venganza, adjetivaciones, términos, ideas y hasta frases dannunzianas en la propia prosa de Mario Praz.

         Extrapolar la idea de plagio nos lleva al aburrido lugar común de que todo es plagio, de que todo ya ha sido dicho, narrado, cantado por otros, desde el principio de los tiempos. Lo importante estriba en que frases, asuntos o tramas parecidos den textos diferentes (atmósfera, composición, intención, energía). Si un texto es completamente danunnziano o praziano, pasan a muy segundo y acaso ocioso término sus parecidos generales o parciales con los antecesores o contemporáneos. Importa la diferencia.

         Por ejemplo: Praz cita cientos de novelas y obras de teatro sobre las desventuras de una muchacha inocente e indefensa en manos de un seductor sin escrúpulos, al parecer el gran tema de los siglos XVIII y XIX; pero no cabe la plagiomanía como manera de mezclar a Richardson, a Goethe, a Choderlos de Laclos, a Diderot, a Balzac, a Víctor Hugo, a Faulkner, a Nabokov, a Cervantes, a Shakespeare, a... la mitología griega. Ovidio habla de muchas muchachas desgraciadas en las seductoras manos de los dioses, y no había leído la Pamela de Richadson. 

         Otros cientos de novelas y obras de teatro convierten al delincuente en héroe: los bandidos se vuelven admirables y hasta redentores, por ejemplo. Están Goethe y Schiller, desde luego, pero también Robin Hood, que no los había leído... y las aventuras de Odiseo, Teseo y Jasón. Hasta el Popol Vuh reivindica a unos gemelos subversivos que asaltan un reino establecido...

         Importa lo que cada autor consigue hacer con el puñado de asuntos tradicionales, acaso invariable e inescapable, y con la lengua y las formas artísticas comunes. Siempre somos tradición y sociedad, hasta en los poemas más personalmente inspirados. Luis Miguel Aguilar encontró que el poeta González León se volvía más orginal cuando se parecía más a López Velarde, y mucho menos en los textos anteriores en que no resonaba, con música nueva, El són del corazón.

         Praz sabe esto, desde luego, y sus análisis estéticos y formales suelen deslumbrar; pero sufre la manía anticuariana del catalogador, y lleva demasiado lejos su obsesión por las semejanzas, más que por las diferencias, entre tantas obras producto muchas veces de la misma época, del mismo país, y de autores que comparten tendencias y doctrinas comunes.

         El sufrido lector aprovecha más el estudio de las diferencias entre las obras estudiadas que su agremiación forzada, que su etiquetación salvaje; y en nada gana con la malévola acusación crítica de que todos se fusilaban a todos. ¡Qué bueno que Baudelaire y Poe tengan cosas en común! ¿Por qué acatarrarse?

         No se le puede regatear la admiración al professore Mario Praz, autor también de El pacto con la serpiente (continuación de La carne, la muerte y el diablo..., FCE), Gusto neoclásico (Gustavo Gili Editores), Emblemática. Imágenes del Barroco (Siruela), Mnemosine, el paralelismo entra la literatura y las artes plásticas (Taurus), Miramar y otros ensayos (Breve Fondo Editorial, 1996), pero uno puede reírse de él alguna vez, con una depravada sorna finisecular; por ejemplo, frente al fracaso de su embestida desquiciada contra Óscar Wilde.

         Praz quiere convencernos de que todos los otros decadentes (unos 37 mil 845) fueron notablemente superiores a Óscar Wilde. Pero a quien se sigue leyendo —¡qué posteridad tan despistada!— en este nuevo fin de siglo es precisamente al autor de El retrato de Dorian Gray, obra calificada por nuestro crítico como “boba, derivativa, paródica, parásita, superficial, truculenta”, con gran abundancia de pruebas textuales y razonamientos rápidos y tupidos de puro nocáut. “¡Professore, que se está desinflando!”, se alarma el sufrido lector.

         Pero no tuvo éxito contra Wilde: es uno de los pocos fracasos críticos del Genio de la Via Giulia. Le encanta a Praz erigirse como cardenal hereje, con sus canonizaciones y excomuniones extravagantes. Se fascina en su doctrina a contracorriente.

         Regañado por haber olvidado a Théophile Gautier; por haberse conmovido con Poe o Dostyevski, exaltado con Wagner, iluminado con Nietzsche (¡prrrt, puff, cuasss!); por no haber advertido que todo el decadentismo se concentra en Las tentaciones de san Antonio, de Flaubert, y que lo demás es mera pacotilla; por andar rebuscando los versos “nobles” de Baudelaire, y no los llanamente cochinos, que fueron los que de veras importaron en su tiempo; y por haber admirado al chistosillo publicista Wilde, ese comicastro que trata de calzarse, tan presuntuosa como fallidamente, las grandes botas de Lord Byron, el sufrido lector entona sin embargo un sonoro “¡Braaavo!” (sobre todo al recordar que el libro costó 600 pesos) ante este ensayo canónico del siglo, escrito por el asombroso italiano que se presentó en las principales universidades británicas para demostrarles a los ingleses que no sabían —pero para nada— cómo leer su propia literatura (no hubo mayor autoridad que Praz sobre Swinburne, por ejemplo, y fue una de las más altas en asuntos isabelinos y victorianos), entre otras de sus rocambolescas aventuras librescas (que incluyen historias de la decoración y de los muebles —¡puro “estilo imperio”, y ya!— y hasta un paseo, algo descontentadizo y desabrido, por las iglesias barrocas de México hacia el año prehistórico de 1965.)

         Tradujo mucha literatura inglesa al italiano. Entre sus libros no traducidos al español: Secentismo e marinismo en Inghilterra, Storia della literatura inglese, La crisi dell’eroe nel romanzo vittoriano, Machiavelii en Inghilterra, Cronache literarie anglosassoni, La Casa della Fama, Belleza e Bizarria, Panopticon romano, Il Gardino dei Sensi. María Teresa Meneses está traduciendo La Casa della Vita, considerada por muchos su obra maestra. Como se ve, le gustaba llamar a sus reseñas “crónicas literarias”.

 

FAVOR DE NO DISGUSTARSE

Si el sufrido lector padeciese de mal humor, cosa que en literatura casi nunca conduce a algo bueno, se disgustaría con il professore Praz:

         1) ¿Para qué dedicó más de cincuenta años —siguió engordando el libro hasta vísperas de su muerte, y le adosó una continuación voluminosa— al decadentismo, una corriente que al parecer odiaba tanto en el plano estético, como en el intelectual y el moral? Sobre todo a partir de la mitad, este gran libro habla con irritación y tedio de su minucioso y babélico tema.  A su vez, irrita y aburre. Acumula y repite; repite y acumula. Más que libro parece bazar de antigüedades. (El apéndice sobre D’Annunzio sencillamente está fuera de lugar: una interminable ponencia o catálogo lexicológico para revistas especializadas.)

         Con frecuencia se aburre de estar explicando las cosas, y sin más avienta el montón de citas sobre el sufrido lector: “Ya te encaminé, ahora ármalas tú” (método, por cierto, que habría aplaudido Walter Benjamin).

         Edmund Wilson lo acusó de babelizar la literatura decadentista, al sobrepoblarla de figuras de segundo o quinto orden a las que caprichosamente concede el mismo nivel de los artistas mejores (The Bit Between my Teeth).

         Como Sainte-Beuve, Praz suele despreciar a los mayores escritores, a quienes medio mundo conoce, y ensalzar a los borrosos que sólo él ha rastreado en bibliotecas exclusivas, bazares y hemerotecas. Es metódicamente injusto con los triunfadores: no le perdona un mal detalle, ni en obra ni en biografía, a Lord Byron, por ejemplo; todo se lo tolera a Swinburne.

         Su libro habla de su propia epopeya de pantagruélico investigador de curiosidades, más que del asunto propuesto. Y de su peculiar método de catalogador.  Lo mismo le ocurre en sus estudios igualmente importantes pero menos célebres sobre el conceptismo y el neoclasicismo. Y nada ha de ser como se dice o se ha dicho, sino todo lo contrario: la historia literaria empieza en Praz. El sufrido lector ha de vivir el año 2000 como el 104 d. P., después de Praz.

         Benedetto Croce denunció que Praz olvidaba en este libro que los decadentes también fueron luchadores de la modernidad, de las libertades públicas y privadas, de un mayor rigor y de mayores intereses en asuntos culturales; y en fin, aventureros de una nueva conciencia y de una nueva sensibilidad. El “estremecimiento nuevo” que decía Baudelaire.

         Gracias a las misas negras de los decadentes la cultura europea salió del orden conventual y volvió práctica civilizada el amor libre, los placeres sensuales variados y desinhibidos, el divorcio, las diversas preferencias sexuales. Ventilaron las pulsiones del cuerpo y del alma. No constituyeron tan sólo un relajamiento “infernal”, sino una nueva naturalidad en las costumbres sexuales y emotivas. El erotismo que ahora es relativamente normal en las sociedades modernas surgió, en parte, de las quimeras decadentistas. ¡Hasta las telenovelas se han beneficiado de los escándalos de Baudelaire! ¡Hasta las canciones de Lara y Lecuona, para no hablar de los Rolling Stones y su “simpatía por el diablo”! Suprímase la herencia decadentista y no quería un solo video en MTV. 

         Pero Praz se considera demasiado culto como para creer en cualquier progreso (incluso en el de la moral sexual moderna de Occidente con relación al siglo XVIII o a la Edad Media, que al sufrido lector le parece indiscutible); se exaspera, sin embargo, frente a la premodernidad o antimodernidad sociales de España (primera mitad del siglo) o Latinoamérica: ¿en qué quedamos?

         El barroco de las iglesias mexicanas está ahí, de bulto, para asombro de la cultura europea que las creó. De Mario Praz, no: porque no lo encuentra eco suficiente, literal, de Marino. Casi, o sin el casi, lo califica de excentricidad tercermundista.

         Dejemos que los nostálgicos del arte novohispano chillen un poco:

         “Mucha de la fama mundial de la arquitectura eclesiástica mexicana viene del trasplante en tierra exótica... de temas nacidos en Europa... que resultó en un burdo y a la vez precioso lenguaje macarrónico... [“Professore, ¡que se desinfla!”]

         Hay un aire de familia entre estos penachos, esos vasos antropomorfos de barro, esos altorrelieves de las pirámides y los altares dorados de filiación churrigueresca. Con la repetición de círculos, rodelas, meandros, capiteles, nichos, volutas, tiras de papel, espejitos, se verifica un persuasivo fraude estético [“Professore, ¡que se desinfla!”] que deslumbra con la mera acumulación: aquí el arte visual limita con el arte culinario, y la decoración de las paredes con esa decoración de la piel humana que es el tatuaje.

         Altares dorados, grandes pasteles nupciales de los esponsales del alma con Dios... la primera vez que los vi, ¡te hacen sentir como insecto que anda a tumbos en la corola de una flor de aroma obstinado!...” [“Iglesias de México”, Tr. M. T. Meneses, en Miramar y otros ensayos]

         Que chille también la Secretaría de Turismo:

         “Si nos preguntaran qué imagen de México se nos quedó grabada diríamos sin duda que fue esta: tres viejos y andrajosos músicos, con un pífano, un tamborcito forrado de latón y un gran tambor pintado de azul celeste estaban sentados en los escalones [del sagrario de San Francisco Acatepec, 1965] y tocaban temas populares a un auditorio de niños y mujeres vestidos con harapos multicolores (aquí les gusta el verdecillo, el rosa, el violeta), en tanto que al lado un vendedor de pulque despachaba a los clientes la desabrida y nauseabunda bebida” [Ídem].

         2) ¿Cómo un abierto enemigo del psicoanálisis freudiano se pone a psicoanalizar mediante el improvisado método mariopraziano a 37 mil 846 decadentistas, y a unificarlos en una enfermedad común de “falso sadismo”? La filología representa el lado fuerte de Praz, no sus interpretaciones seudoclínicas.

         Sin embargo Praz, como Wilson, fue uno de los primeros ensayistas que se aventuraron a usar algo de la sicología moderna en la interpretación del arte. ¿Pero de veras cree que la homosexualidad de Gide lo convertía en un defensor automático de la falsificación de moneda, del robo y del asesinato? Por favor: ¡Muchos heterosexules han narrado fraudes, asaltos y crímenes! Por ejemplo: los autores de la Biblia. Por lo demás, Cristo falsificó, milagrosamente, el pan y el vino; se alió en la cruz al Buen Ladrón, defendió a la Mujer Adúltera, se hizo cuatísimo de la Prostituta Magdalena, bendijo al Leproso, y resucitó para salvar a todos los criminales. ¿Es que Cristo, Cristo... también?

         Las categorías criminológicas o patológicas del ensayo de Praz debieran incluir, completos, al Nuevo y al Antiguo Testamentos.

         3) ¿Por qué signore Praz no se hizo monsignore? Profiere muchos regaños de obispo. Cuando abofetea (y cuando bendice) en su mano parpadea un anillo episcopal.

         Primero denuncia todos los vicios morales del decadentismo: misas negras, Belles dames sans merci, incestos, violaciones, torturas, bestialidad, histeria, abusos sexuales contra otras razas o contra niños y muchachas desgraciadas; desapego por la acción y la vida real, onirismo masturbatorio, miserabilismo, sacralización del delincuente, sentimentalismo al revés, hacia lo innoble; “petrarquismo de los obsceno”, monstruomanía, necrofilia, sodomía, lesbianismo, sadismo, masoquismo, flagelación; gusto por lo asqueroso y por la mierda, vampirismo, hermafroditismo, priapismo, satiriasis, fetichismo; la podofilia —con o— o gusto erótico por los pies, siempre revela a un sádico, dice, y la atracción por el cuello y la nuca, también: así nos seguimos con todo el cuerpo; frigidez, esoteria, diabolismo, exotismo, dandismo; “algofilia” —que no es el gusto de “algo”, sino del dolor— y “eterofilia” —sin h: el gusto del éter, de lo evanescente— etcétera... aunque margina, escandalosamente, el trago y la drogadicción.

         Pero luego denuncia que, en su gran mayoría, los decadentes, esos farsantes, ¡no pecaban tanto! Que muchos de ellos eran personas relativamente decentes en su vida y se limitaban a escribir sus ensueños cochinos: “personas probas con páginas sórdidas”. Los excomulga en latín, les pega en la frente la insignia de los hipócritas: Lasciva est nobis pagina, vita proba (“En nosotros la página es lasciva, y la vida virtuosa”). 

         ¿Qué quería? ¿Que además “igualaran con la vida el pensamiento” en asuntos sencillitos como la tortura, el asesinato y el canibalismo? ¿De veras Flaubert, para ser congruente, estaba obligado a practicar las bárbaras escenas de Salambô en Rouen, con su mamacita y su sobrinita? ¿Tenía que presentarse al Jardin des Plantes con una cimitarra a troncharles la trompa a todos los elefantes, que es como empieza la novela? ¡Ah, Il professore!

         Quizás la literatura decadente se caracterice por su amargura, pero más acre resulta el mayor de sus filólogos, el políglota linajudo (descendiente de la nobleza de los condottieri), excéntrico diletante y afanoso anticuario: il professore Mario Praz, denunciador vitalicio de la tribu del Marqués de Sade... a la que inmortaliza con un censo populoso y detallista. ¿Para qué tanto monumento crítico a una sentina, a una atarjea “falsas”?

         De hecho, y a pesar de sus grandes denuncias episcopales, moralizantes, contra los decadentes, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica fue a su vez denunciada durante muchos años como propaganda del pensamiento sádico. Sus denostadores decían que a nadie le importaban los regaños del profesor, y que en cambio divulgaba infinidad de nombres, citas y asuntos, que el lector común jamás podría encontrar con tanta facilidad, inverecundia y abundancia en otra parte. Con el pretexto de condenarla y fustigarla, popularizaba la literatura “maldita”.

         Y la exageraba, añade el sufrido lector. Cada autor decadentista presenta dos o tres de los mil vicios enumerados; en el libro de Praz los gozamos todos, en citas brillantemente seleccionadas, de una sola vez. Antologa lo más escabroso. Subraya lo más sensacional. También de él habría escrito Jean Lorrain, como de Gustave Moreau: “Él sí, con su arte sutil de lapidario y esmaltador, ha ayudado mucho a la corrupción de todo mi ser.”

         Desde luego, el sufrido lector no desea, en absoluto, perder el buen humor (ni considerar mal empleados sus 600 pesos), y otorga al libro de Praz —como espléndido Museo Literario del Decadentismo— un sitio de honor en los más selectivos plúteos. (Hablando de erotismo “decadente”: plúteos quiere decir nada más anaqueles.)

 

LA CASA DE HIELO

Pero más que anticuario, expedito-sábelo-todo, esteta, teórico, crítico, historiador, sociólogo, sicoanalista de su propia escuela, viajero, políglota, filólogo o gourmet, Mario Praz fue un espléndido prosista, especialmente en crónicas de viaje o de libros y asuntos raros.

         Transcribo unos párrafos de su crónica literaria sobre “La casa de hielo”, en traducción de María Teresa Meneses (Miramar y otros ensayos, Breve Fondo Editorial, 1996, pp. 43-52).

         “La emperatriz Ana Ivanovna pasó a la historia como una soberana poco sabia, más bien fue disoluta y amante en demasía de las diversiones y del lujo...

         En el invierno de 1740 toda Europa, y particularmente Rusia, fue azotada por un frío excesivo: se helaron los árboles, hombres y animales murieron por millares. Algunos espíritus curiosos se aprovecharon para inventar algunas ‘inocentes diversiones’.

         Un oficial de Lubeck esculpió un león de hielo y lo rodeó con un bastión sobre el cual fueron colocados cinco cañones, un soldado y una garita también de hielo. Pero la emperatriz Ana Ivanovna supo hacerlo mejor: ordenó construir precisamente entre el Almirantazgo y el Palacio de Invierno una quinta de las delicias, toda de hielo, que hubiera merecido ser elevada al cielo y colocada en el planeta Saturno para que allí durase por toda la eternidad. El honor del diseño de la construcción de este edificio le pertenece al camarlengo Aleksej Danielovich Tatichev.

         Se seleccionó el hielo más puro, se cortó en bloques con compás y regla y se engalanó con elementos arquitectónicos. El agua hizo las veces de cemento. Los constructores pusieron manos a la obra ‘con ardor’, y así en poco tiempo surgió un edificio de ocho sazen, es decir, de aproximadamente diecisiete metros [de largo]: cuatro metros y medio de ancho y más de seis de alto; este edificio ofrecía un efecto más hermoso que si hubiera sido construido con el mármol más raro, porque cuando el sol caía sobre él parecía hecho de una sola pieza de zafiro, adornado con figuras de ópalo.

         Pero no terminaba aquí esta maravilla ante la cual, en el latín de Cristiano Crusio, debieron palidecer las Pirámides y los Jardines de Babilonia, y prorrumpir en aplausos los coros de las nereidas. Con diligencia el profesor Krafft nos hace la descripción de los ornamentos externos e internos, todos de hielo puro.

         Frente a la casa estaban colocados seis cañones sobre sus afustes y sus ruedas, y los proyectiles que lanzaban podían traspasar una mesa de dos pulgadas de espesor a sesenta pasos de distancia; además, dos morteros que lanzaban bombas; junto a los morteros, a los dos costados de la entrada principal, estaban dos delfines que a través de jeringas vomitaban nafta inflamada ‘que produce un espectáculo admirable’. Cañones, morteros, delfines, ¿es necesario decirlo?, eran de hielo.

         Estatuas de hielo adornaban la fachada del edificio, los marcos de las puertas y de las ventanas eran de hielo coloreado imitando el mármol verde; a las ventanas, formadas de delgadas planchas de hielo, se les aplicaron pantallas de tela pintadas con figuras grotescas que al iluminarse por atrás con bujías producían una hermosa vista...

         Sobre las pilastras que flanqueaban las entradas laterales había unas macetas de naranjos, con ramas y hojas de hielo, y junto a la casa algunos árboles sobre los que se posaban pájaros de hielo...

         Junto a la casa había, por último, un elefante de tamaño natural sobre el que aparecía un persa sentado: de día el elefante arrojaba agua de la trompa, por la noche nafta en llamas...

         De hielo también era el mobiliario de la casa... una cama con colchones, almohadas y cortinas, dos pares de pantuflas, dos gorros de noche y una chimenea con leña de hielo... sobre una mesa había un reloj de hielo tan transparente que se veía su mecanismo, y cartas de juego y fichas, todo helado... un mueble con servicio de té, unas copas, vasos y platos con sus comidas, ‘cada cosa de hielo y pintada del color natural de los objetos representados’...

         Este elegantísimo experimento científico debió parecerle incompleto a la emperatriz Ana Ivanovna sin el elemento humano... En esa casa, decidió Ana, se consumaría, para el solaz de los cortesanos, el matrimonio del bufón de la corte, un príncipe Galitzin que era enano, con una asistente de la Emperatriz, una calmuca con el nombre poco poético de Buzeninova (buzenina quiere decir carne de puerco)...

         [Se realiza la boda con gran ceremonia y se conduce a los novios a la recámara.]

         Son dispuestos centinelas en la casa para que la pareja no pueda alejarse de ella. ¡Qué tálamo de Himeneo! No se puede uno sentar, no se puede tocar nada; todo es de hielo: paredes, techo, muebles; de todas partes les llega un viento gélido, cada vez más cercano, cada vez más sobre ellos, hasta que les arrebata el aliento, los entiesa.

         Por unos momentos los consuela el fuego de la chimenea, la luz de las velas de hielo, pero este fuego no calienta: débilmente corre por la leña de hielo...

         Los recién casados sienten que les falta el corazón. Primero se esfuerzan por combatir el frío; corren por toda la recámara, se frotan las manos, tuercen la cara, hacen cabriolas, se pegan uno a otro. ¡Es como para reírse! Luego...

         La casa de hielo duró de enero a marzo de 1740, luego comenzó a deshielarse por el lado sur...”

         ¡Bravo, bravo professore!  Pero en serio, en serio, el sufrido lector se pregunta: ¿Este aborrecedor enciclopédico del decadentismo no ha escrito aquí uno de los mejores Cuentos crueles de Villiers de l’Isle Adam? ¿No ha reunido, como en la terrible bomba que denuncia, el sadismo, el exotismo, el lujo y la perspectiva helada? Nada más faltaría el morbo sexual, aunque hay que recordar que se trata de una sirvienta carne-de-cerdo y de un enano, en un himeneo sobre el hielo, bajo las órdenes de una emperatriz fatal, y en un tormento transparente a la vista de todo el mundo, de una legión de voyeurs...

         En suma: Mario Praz omitió incluirse no sólo como filólogo, sino también como artista, en su denuncia de la estética “perversa” del decadentismo: La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica.

         Lo reciben en su equívoco parnaso, sin señas de rencor y con hartos honores doctorales, el Marqués de Sade y Óscar Wilde.

         No todo es plácemes en el empíreo. Los españoles, indignados por el menosprecio del professore hacia el barroco español y los dogmáticos privilegios prazianos a sus grandes rivales: el secentismo italiano y los isabelinos ingleses —”¡Marino, Marino, agggh: Marino!”, refunfuñan— no olvidan sus rencores. Góngora y Lope sueltan unísonas trompetillas: Praz los ha reducido a malas calcas o a malos seguidores de Marino, y aun así, el buen eco de Italia sólo se produjo en Inglaterra, no en España. También San Juan de la Cruz y Calderón fueron catalogados por il professore como “bobos y fastidiosos”. A la “doctora” Santa Teresa le fue peor: Praz la insultó como ¡una santona de las masacres de toros, y un misticismo de banderillas, estocadas y olés de la canalla ebria!

         Pero el golpe de estado praziano de Marino contra Góngora sencillamente no se consumó. Señala Manuel Durán en la Antología de la poesía italiana (UNAM):

         “A Marino se le ha atacado casi siempre de oídas. Si bien su largo poema Adone contiene partes sumamente aburridas, si bien, en conjunto, no está a la altura de Góngora (falta por investigar por qué la música y la arquitectura italianas, por ejemplo, son superiores a las españolas de la época, pero en cambio la literatura es netamente inferior), algunos de los poemas cortos de Marino han resistido perfectamente el paso del tiempo. Sus obras semiserias son especialmente agradables...”

         Esta es la opinión general, incluso dentro de Italia. Un poeta menor de un movimiento europeo coronado por Góngora. Punto. La desaforada exaltación de Marino quedó pues como una mera excentricidad del professore, especialmente a partir de la reivindicación de Góngora por parte de la Generación del 27 en España. Los grandes poetas modernos italianos (Ungaretti, Montale, Gatto) siguieron otras sendas, no las de Marino. Góngora, en cambio, renovó bríos con Gerardo Diego, Alberti, Aleixandre, Cernuda, Lorca, Neruda, Lezama Lima, Paz...  Cada cual en su sitio histórico, aunque el catálogo praziano chirrie.

         A tal enjudia del autor italiano, que lo mismo hace aparecer, por arte de magia, obras maestras donde nadie las esperaba, que arroja a la vacinica los dorados nombres universalmente venerados, la llamaba Edmund Wilson il prazzesco.

         El rencor de Quevedo no se demora en discursos y expele ipso facto un refrán: “El señor don Argamasilla cuando sale chilla”.

 

MARINISMO Y GONGORISMO

En el siglo XVIII se hizo popular en toda Europa el término “marinismo” para decir gongorismo: la poesía extravagantemente artificiosa.

         Para entonces el desprestigio cultural de España era total, los europeos cultos desconocían el idioma y la cultura españoles, y supusieron que España estaba atascada en una excentricidad italiana.

         Los europeos aprendían italiano más frecuentemente que el español, como idioma musical y religioso. Los artificios marinistas, desechados por los poetas, sobrevivían en las arias serias y bufas de la ópera: las sopranos, los castrados, los tenores y hasta los bajos y los coros cantaban al estilo marinista. Hasta 1927, pues, el europeo estaba más cerca de Marino que de Góngora o Quevedo.

         Mario Praz reivindicó el marinismo como un brillante arte de formas y de maneras desde mediados de los años veinte, es decir, en la misma época que la Generación del 27 y críticos como Alfonso Reyes y Dámaso Alonso hicieran otro tanto con Góngora. Cegado por su chovinismo y su guerra personal en favor de Marino nunca apreció debidamente el barroco español, aunque le admitió ciertos logros menores. El sufrido lector atribuye, en parte, su hispanofobia, a cierta intuición de que tenía perdida “su” guerra por Marino y contra Góngora.

         No todo gongorismo es marinismo. Marino no logró las estructuras radicales de Las soledades, ni contó con la tradición de romances y poemas de lírica popular de España. De modo que se parece a Góngora sólo en algunos aspectos de los sonetos y de las canciones de éste, y no tanto en los romances ni en la rigurosa estructura de los poemas largos. Estéticamente es muy inferior a Balbuena, Góngora, Lope, Quevedo, Calderón, Sor Juana, pero equivalente a la segunda fila de barrocos españoles.

         Góngora (1561-1627) y Marino (1569-1625) florecieron al mismo tiempo y, por lo demás, extremaron los recursos del “dolce stil nuovo” y de Petrarca. En este sentido, el petrarquista, la poesía castellana clásica efectivamente resulta italianizante.

         Se piensa en Marino especialmente como un puñado de recursos conceptistas, establecidos en su Adone (1623), como el oxímoron violento (un pájaro como un mínimo gigante musical) y metáforas conceptistas del tipo de “canto alado”, “sonido volante”, “átomo volante”, “voz con plumas”, “pluma cantante”, en referencia a las aves canoras.

         Quevedo imita a Marino en “Al ruiseñor” (Cf. Poesía varia de Quevedo, Ed. J. O. Crosby, Madrid, Cátedra, 1988):

         “Flor con voz, volante flor,

         silbo alado, voz pintada,

         lira de pluma animada

         y ramillete cantor;

         dí, átomo volador,

         florido acento de pluma,

         bella organizada suma

         de lo hermoso y lo süave:

         ¿cómo cabe en sola un ave

         cuanto el contrapunto suma”.

         Aunque ni la forma de décima, ni la agilidad octosilábica, ni el concentrado juego mental de Quevedo  provengan del poeta italiano. La poesía barroca italiana inventó conceptismos parciales, imágenes episódicas, y no estructuras integralmente conceptistas, como lo hicieron en sus mejores obras los españoles.

         Marino no logró ninguna obra feliz en el género culto del barroco. El Adone fue una catástrofe estilística. No hay Soledades en él. Ni se acerca a los sonetos metafísicos de Quevedo: “Amor constante más allá de la muerte” (“Cerrar podrá mis ojos la postrera...”)

         Como sus contemporáneos españoles, Marino acudió por un lado al extremo cultista, y por el otro a la lírica popular. La tradición italiana era menos sólida y característica que la española en tonos populares de romances, jácaras o cantos picarescos, pero mucho más avanzada en la poesía cortesana elegantemente cómica, de “opera buffa”:

                   “Chi d’un cupido amante

                   il desir vaneggiante

                   o circonscrive o lega,

                   che si muove e se piega

                   lieve più ch’alga o fronda

                   che tremi in ramo a l’aura, in lido a l’onda?”

         (“¿Quién de un ávido amante / los pasos caprichosos / mantendrá encadenados / pues se mueve y se agita / más leve que alga o fronda / sacudidas por ondas o por brisas”. Tr. M. Durán.)

         Ahí logró Marino sus poemas perdurables (L’amore inconstante: el poeta al que le gustan, al mismo tiempo, todas las mujeres, sin excluir a ninguna). Sin embargo, su real trascendencia no está tanto en su propia obra, ni en su influjo (que Praz exagera) sobre la poesía culta de Italia, Inglaterra y España, sino en su inspiración para las letras elegantes y graciosas de las óperas. Marino = poesía de ópera del siglo XVIII.

         El mundo lo conoce a través de un imitador remoto (finales del siglo XVIII) que llegó más lejos que el maestro en el aspecto ligero de la poesía operística: el libretista de Mozart, Lorenzo da Ponte.

         Escuchamos al mejor Marino en boca de Leporello, el criado del Don Giovanni (1787) de Mozart.

         Cuando Praz predicaba el marinismo en Inglaterra, España descubría por fin los más amplios y profundos valores de su barroquismo en Góngora, Quevedo, Lope y otros poetas del siglo XVII. De modo que los estudios marinistas de Mario Praz se ven un poco rezagados y exagerados frente a los gongorinos de Dámaso Alonso, Reyes, Gerardo Diego, Jorge Guillén, Pedro Salinas... Aunque no se le pueda negar al professore un principalísimo sitio de avanzada entre los pioneros de la reivindación moderna de la literatura barroca europea.

 

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