martes, 7 de octubre de 2008

OLIMPO Y CALVARIO

Retratos con paisaje
Olimpo y calvario
Por José Joaquín Blanco
Recordaba el Segundo Fausto de Goethe como un aparatoso laberinto. Ahora que releo el primer acto me encuentro que no, que para nada: es simplemente un desfile de mascaradas y carros alegóricos. Los va anunciando un heraldo. Cada uno de ellos se presenta a sí mismo. El pueblo y la corte del emperador hacen comentarios humorísticos al respecto -no se creería tal visión sin esas llamadas del sentido común y del sentido del humor-; unas alegorías grecolatinas rococó que simbolizan las potencias del mundo y de la vida. Y finalmente el conjuro a Paris y a Helena.
Mefistófeles hace tres trucos: propicia tan ostentosas, efectistas y sorprendentes mascaradas; inventa la emisión inflacionaria de billetes con cargo a los tesoros enterrados en el reino, para salvar al emperador de la quiebra; y envía a Fausto al encuentro de las Madres, o ideas originales, para convocar los fantasmas de Helena y Paris. Paris entonces quiere abrazar a Helena, la más hermosa mujer de la creación. Fausto, celoso, lo desconjura y la visión se deshace.
Acto muy aparatoso para montarlo, desde luego: muy populoso para el teatro, pero no para el video, sobre todo en estos tiempos de MTV. Y muy sencillo. Un desfile carnavalesco del mundo, con dos locuras mefistofélicas: inundar el reino de papel moneda y permitir la convocatoria a los fantasmas de Helena y Paris. Nada más... aparte, desde luego de la poesía verbal en el original alemán.
Ocurren ahí tantos prodigios porque no ocurren en escena; se habla de ellos, es mero teatro verbal; no necesitamos ver un reino inundado materialmente de billetes: los personajes se encargan de contarnos eso. Ventajas del teatro de texto sobre el mero realismo objetivo y sobre el espectáculo. No hay que ver muchas cosas en escena sino escuchar los relatos de los actores, apenas ayudados de utilería y tramoya convencionales.
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El famoso despertar de Fausto:
FAUSTO: “Los pulsos de la vida laten con nueva animación para saludar amorosos al etéreo crepúsculo. Esta noche también tú, Tierra, estuviste firme, y con renovados bríos asientas mis pies; empiezas ya a rodearme de placer, despiertas y excitas en mí una enérgica resolución: la de aspirar sin tregua a la más elevada existencia” (II, 1, “Una floresta” -en la edición de Vasconcelos, SEP-UNAM, p. 214). Aspirar a existir a la mayor potencia: “Zum hochts Dasein immerfort zu streben”
Gide no le reprocha a Goethe que (a diferencia del claridoso Voltaire) escondiera en alusiones y en epigramas y papeles secretos, todo su desprecio y su horror del cristianismo y de la vulgaridad del modernismo burgués. Lo entusiasma que Goethe haya encontrado un camino “antivoltaireano”: no meramente irónico, negativo y burlón, sino sobre todo afirmativo, contra el cristianismo, en la exaltación del paganismo grecolatino. Un ideal de humanidad temporal, terrestre y entusiasta. Como diría Mefistófeles (II, 2, “Un laboratorio”): “El pueblo griego nunca valió gran cosa, pero os deslumbra con su libre sensualismo y seduce el corazón humano con pecados risueños, mientras que los nuestros siempre los encontrarán tenebrosos”.
Aquí tengo mis dudas. Maravilloso el paganismo grecolatino de Goethe, pero es rococó. Gide exagera mucho la importancia de la resurrección goethiana de la profunda vida pagana en la cultura moderna: los nuevos Edipos, Teseos, Filoctetes, Perséfonas desde luego no equilibraron el plato de la balanza cristiana: para el gran público incluso pudieron parecer meros bibelots museográficos o filosóficos. Se antoja mera obsesión de Gide oponer una Biblia pagana a la Biblia luterana. Una virtual Antibiblia de Homero, los trágicos; Lucrecio, Virgilio, Ovidio, Suetonio, Tito Livio, Plutarco... y Goethe, lo lleva a creer en un neopaganismo moderno muy semejante al de otro autor a quien se pasó la vida insultando: Anatole France.
Por más hermoso que resulte el paganismo antiguo, es muy lateral en la civilización moderna, cundida de valores y antivalores cristianos. Se puede soñar con Prometeo y con Baco; quienes mandan son san Pablo y el papa en turno. Mil virgilios no atenúan la fuerza de un catecismo. Una utopía cultural.
Gide: “Francia había tenido desde luego a Voltaire para ayudarla a luchar contra la esclavitud religiosa; pero lo hizo con una sonrisa socarrona que se llevó, en esa misma ironía, a la música y a la verdadera poesía [¿cuál verdadera poesìa, aparte de la suya, había en la Francia de su tiempo, ya tan lejana de Ronsard, Molière, Corneille, Racine?]. Estas últimas volvieron a recobrar sus derechos con Chateaubriand y nuestros primeros románticos. La acción de Goethe fue más duradera: alzó, frente al Calvario, un Olimpo visitado por las Musas que resonaba los más bellos cantos. Entendí, al leerlo, que el hombre puede deshacerse de sus pañales sin resfriarse; que puede arrojar la credulidad de su infancia sin empobrecerse y que el escepticismo (entiendo: el espíritu de búsqueda) puede ser creativo” (Essais critiques, La Pléiade; Al filo de la pluma, Tr. Nicole Vase, Universidad Autónoma de Puebla).
Muy bien, pero la grandeza de Goethe no tiene por qué restarle ni una pizca a la obra de Voltaire. Cada cual su diferencia, su obra y su influencia. (En vida de Voltaire no hubo en Francia otra poesía que la suya. Diderot consideraba -a través de El sobrino de Rameau- que el primer poeta francés era Voltaire, y también el segundo, el tercero y el cuarto; de haber enumerado a un quinto, habría tenido que ser necesariamente Voltaire... Ya había muerto Racine y todavía no nacían Chénier ni Víctor Hugo.) *
Ese Olimpo solar y laico, paradisíacamente terrestre, que Gide pretende que Goethe opone al Calvario lúgubre, culposo, restrictivo y supersticioso, no lo encuentro en la “Noche Clásica de Walpurgis” (Segundo Fausto, acto 2).
Veo por el contrario un espectáculo wagneriano de fuerzas primitivas de la naturaleza: el agua y el fuego, los vientos y los terremotos, las brujas y los monstruos, las figuras míticas de las lamias, las esfinges y las sirenas.
La majestad de Goethe no está en cuestión, ni su repugnancia del cristianismo; pero aquí entrevé los mitos terribles de la oscura formación del mundo. Y la extraña invención alquímica del Homúnculo, especie de alma humana creada in vitro por el sabio Wagner, que sólo adquirirá existencia corpórea incorporándose al caos del océano y siguiendo todo el curso de la vida que se ha remontado del fondo de las aguas desde el principio de los tiempos.
Es maravilloso Goethe, desde luego, como lo es también la literatura griega; pero hay que evitar extraer de ellos cómodas estampas rococós o parnasianas. El universo griego era terrible: que no nos desencaminen las bonitas estatuas. Ciertamente, como dicen por ahí “Los Telquinos”: “Nosotros fuimos los primeros en representar el poder de los dioses en una digna forma humana” (“Bahías roqueñas del Mar Egeo”). De ahí que nos imaginemos a todo griego antiguo como un dios hermoso. Unos cuantos Apolos y Afroditas “cumbre de la armonía”... entre miles de monstruos, híbridos, terrores, viscosidades, delirios y misterios.
Y quién sabe lo que querrían realmente decir esos Apolos y Afroditas, además de verse tan cueros como modelos de gimnasio; podrían ser de veras terribles. El sol y la fecundidad siempre son terribles. Y la gracia de ciertas aventuras licenciosas no impide, en los propios autores griegos y romanos, entrever grandes tabúes, restricciones y temores sexuales y sociales. Para ellos no era tan fáciles ni el sexo ni las pasiones como nos lo podría sugerir una estatua o un poema, o un fragmento de prosa seleccionado adrede, por chulo, de Safo, Platón, Ovidio o Plutarco. Junto a esos episodios edénicos, hay una selva de atrocidades, guerras, masacres, maldiciones, furias, terrores.
El neopaganismo moderno exagera al inventarse el Olimpo como un espléndido e inofensivo recreo hacia el cual escapar del tumefacto Calvario. Muchos griegos y romanos escaparon precisamente de ese Olimpo rumbo a nuestro Calvario, y no quisieron regresar a él, a pesar de los afanes del emperador Juliano. Simplificar el caos griego en un mero ademán adorable de Cupido, Apolo o Diónisos, equivale a simplificar el caos cristiano en un mero ademán adorable del Niño Jesús, de la Virgen o del Sermón de la Montaña.
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Acaso algunos frailes y cruzados, y desde luego innumerables aristócratas y burgueses cristianos -hubo mucha vida licenciosa en la Edad Media y el Renacimiento-, vivieron su sexualidad con menores sobresaltos que muchos marmóreos griegos –Edipo, Hipólito, Electra, Artemisa-, siempre rodeados de una selva de monstruos y dioses caprichosos, enigmáticos, terribles; que a veces lo permitían absolutamente todo y a veces lo prohibían también absolutamente todo, nomás porque se les pegaba la gana. A lo que se les pegara o no la gana lo llamaban Ananké, Fatalidad.
No son muy plácidas las tragedias de ninguno de los tres dramaturgos supremos, ni muy civilizadas que digamos. Si uno lee todo Ovidio (en la edición magnífica de Luis Miguel Aguilar, por ejemplo), y no una parca selección chula, encontramos ese caos violento, terrible y azaroso –anti rococó, anti parnasiano.
¿Eso era el Suave Parnaso: Edipo se arranca los ojos, las troyanas se rasgan los senos, las Erinias persiguen como lobas cósmicas al matricida vengador del padre; cadáveres en todas las calles de Troya y de Tebas; Medea asesina a sus hijos, Fedra se arrima con su hijastro virgen y petulante; Pasifae se esconde en una estatua de vaca para ensartarse el falo de un toro semental, que además resulta ser Júpiter? ¡Qué pacífico luce el Tiberíades frente a las sangrientas murallas, las grutas de las sibilas, los laberintos del Satiricón y del Asno de oro!
Dioses caprichosos, entre disolutos, guasones y/o pueriles, que celebraban a ratos, a toda orquesta, las mayores abominaciones (incesto, bestialismo, “metamorfosis”, violación, antropofagia, fraudes, crímenes, torturas sexuales) y a ratos castigaban cualquier minucia trivial. “¿Cuál de las tres diosas te parece mas guapa, eh, Paris?” “¡Ah sí, pues entonces que arda Troya!”, grita Pallas Atenea, marginada en el concurso de belleza por Afrodita. La noción cristiana de la Gracia se antoja tan gratuita como la guerra de Troya. Toda su mitología desborda maldiciones de sadismo sanguinario y “cósmico”: desaforada estupidez (toda esa gente supuestamente transformada en arañas y demás bichos o yerbajos, o devorada por perros a causa de cualquier tontería olímpica; todos sus impersonales “castigos del Destino”).
La cornucopia griega, y la goethiana, desde luego, permiten extraer todo tipo de teorías: v. gr.: que las bacantes eran la Dicha o eran el Terror, pero nunca imponer alguna en particular, sin una inmediata, escandalosa lluvia de contradicciones. Lo podían ser todo al mismo tiempo.
En alguna parte, Gide se delata: admite que los dioses griegos le interesan menos que los héroes. Ninguno le interesó tanto como Jesús: es un hecho. Lo entiendo. Por muy modelos de gimnasio que nos los esculpan, conocemos sus aleccionadoras barbaridades, más atroces incluso a ratos que las de Jehová u Osiris. Sus caprichos, que tal vez representaban meras metáforas –amplias, caóticas metáforas- y no los meros episodios de particular sadismo imaginativo o de sonriente libertinaje que advierte el lector moderno.
No me simpatiza ningún dios grecorromano. Cronos, Zeus, Hera, Démeter, Hécate, Poseidón, Hefestos; Plutón, Marte, Apolo, Diana, francamente me resultan detestables; y sólo por ciertos aspectos laterales, episódicos, me inclino hacia los perfiles más amables de Prometeo, Diónisos, Atenea, Hermes y Afrodita... Que las Musas, que las Gracias, que Cupido...
Los héroes, en cambio, como dice Gide, son magníficos, sin olvidar nunca que fueron asimismo, siempre, unos barbajanes de miedo: Hércules, Teseo, Edipo, Perseo, Jasón, Fedra, Electra, Helena, Aquiles, Odiseo, Ayax, Orestes... No hubo jamás un buen chico ni una chica bien portada en el Olimpo. Alevosos, voraces, iracundos, sanguinarios, defraudadores sin escrúpulos, siempre. Pero son superhéroes legendarios llenos de encanto terrenal, a diferencia de los dioses y de los héroes siempre levíticos o supraterrenales de otras religiones. (Muchos héroes de cómic contienen más mitología griega de lo que se cree.)
De cualquier manera, al Calvario terrorífico había que oponer algo. El mundo cristiano ya no aguantaba su propio espantoso cristianismo. Unos opusieron la ciencia del porvenir (Voltaire, Renan, Wells), otros la idealización del pasado pagano. Goethe probablemente busca ambas: admira las Madres, las Formas y las Figuras primigenias de los griegos, pero fatiga la ciencia enciclopedista.
A Voltaire, en cambio, lo escandalizaban tanto la Biblia como la Ilíada, y no admiraba esos episodios de guerreros sanguinarios, que por lo demás no dejaban de ser imitados en la cristiana Europa ilustrada; ni esas deliciosas beldades, descocadas y casquivanas, como ciertas marquesas francesas que Voltaire conocía demasiado... y que Fragonard supo expresar acaso mejor que los pintores paganos. Valéry afirmaba que la Ilíada era el libro más embetant que se recuerde...
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Nietzsche y Gide admiran en los héroes grecorromanos la osadía y la intrepidez para vivir descaradamente sobre la tierra (Hércules, Teseo, Edipo, Perseo, Jasón, Odiseo), lo que no es poca cosa; y gracias a esa admiración construyeron sus obras tan admirables, como ya lo había hecho Shakespeare... y discutibles. Las admiramos para discutirlas. No se puede elegir entre una u otra cultura, entre una u otra religión, entre una u otra época, nación, o raza: todas pueden ser terribles, y todas tienen sus aspectos asombrosos.
En realidad, desde el punto de vista conceptual, los griegos y los romanos hasta parecen, en momentos, un tanto bobalicones frente a las espesas y solemnotas religiones del Medio Oriente: asirios, egipcios, persas, judíos; incluso las americanas, las africanas... Por algo el Calvario asimiló al Partenón, y gracias a san Pablo y a otros helenísticos Jesús se nos volvió un galimatías platónico.
En otra parte, ha de ser en el Diario, Gide hace el chiste macabro de que casi todo el arte grecorromano es “falso”: trebejos charros de relumbrón y souvenirs turísticos. Reproducción masiva de lugares comunes de la decoración-a-la-moda de interiores o exteriores, al servicio de los nuevos ricos o de los nuevos poderosos.
Esto es: en un principio hubo creación auténtica, Fidias o Praxiteles o quien se quiera; pero una vez impuesta la manera de representar a tales dioses (Apolos, Minervas, Afroditas), a tales encueradas, a tales héroes (los Hércules que contaminaron con su imponente musculatura a todos los atletas, soldadones y césares), a tales efebos, a tales próceres, se instalaban por todo el Imperio Romano verdaderas industrias de reproducción en serie de estatuas, lienzos, joyas y cerámica, muy populosas.
Producían Apolos, Césares, Afroditas y Victorias por millares. En esos talleres, todo efebo se sentaba a extraerse una astillita del pie, para lucir mejor las piernas y el talle. Una estatua así se llevaba bien con el peristilo, los baños o el jardín. Toneladas de reproducciones de lo mismo durante varios siglos.
Probablemente veneramos en los grandes museos de Europa y los Estados Unidos meras copias de copias de copias –las que azarosamente sobrevivieron-, esculpidas o vaciadas mercenariamente, de prisa, en serie y con receta, en talleres al mayoreo, por la industria grecorromana de la santería o de los valores patrios.
Bien mirado, todo Apolo es un san Juditas Tadeo, un Lenin o un Soldier of fortune con ciertos aires pretenciosos de Brad Pitt.
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Me agrada releer muy lentamente el Segundo Fausto, sin perder de vista el ensayo de Gide sobre Goethe. Hace observaciones muy curiosas. Dice que la primera vez que lo leyó, a los 18 años, sintió vergüenza de sí mismo -por haber sido insensible hasta entonces a todo lo que no fuese religión- al ver la riqueza de la sensibilidad ante el mundo terreno con que Fausto despierta. Sin embargo, en los tres primeros actos, este segundo Fausto me ha impresionado poco; todo lo que no es Fausto me parece mucho más rico: Mefistófeles, el Homúnculo, Helena, los monstruos fantasmales, los coros, las alegorías.
En cambio, lo que señala respecto a que la obra y la vida de Goethe son tan admirables la una como la otra, que ambas se confunden, que “no puedo decir con precisión si, desde entonces, cuando pienso en Goethe, se trata de la obra o del hombre” -y que tanto me gustó en otro tiempo-, ahora me parece algo exagerado. Lo importante de Goethe son sólo sus libros. Es grande por ellos y no por ninguna otra cosa. No le admiro demasiado sus proezas extraliterarias, su ejemplo moral, sus amores, sus aventuras, sus amistades... se le conocen no pocas mezquindades (contra Hölderlin, contra Beethoven). Yo admiro en Goethe, y mucho, todos sus libros, especialmente sus poemas y ciertos pensamientos extraordinariamente sensatos (epigramas, correspondencia, Eckermann): se atreve a ser sensato, aun cuando suene por ello mismo a impío, a insensible, a amodorrado, a conformista, a soso.
Por ejemplo, la propia frase de Poesía y verdad que cita Gide, y que desmiente tantas teorías de instrucción, de educación; de regeneración o de corrupción; de conversión a sectas o ideologías, de búsquedas, iluminaciones o hazañas deliberadas con gran paciencia a brazo partido: “Hacia donde se dirija el hombre, independientemente de lo que emprenda, regresará al camino trazado para él de antemano por la naturaleza”. Nadie cambia mucho.
Pero el emblema de un Apolo o Teseo redivivo resulta exagerado, sin menoscabar con ello la grandeza de Goethe, de quien Thomas Mann se burla un poco en Carlota en Weimar. Todos los católicos odian a Goethe; el actual papa alemán, que fue nazi en su adolescencia, le echa la culpa del nazismo al “neopaganismo”: es decir... ¡a Goethe!
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Gide comenta las Elegías romanas: “Es que yo también debía liberarme de las trabas de una moral puritana... Nada podía ayudarme más que la lectura de las Elegías romanas. Estaba encantado de entenderlas tan bien. Me sabía de memoria esos amplios versos y me los recitaba a lo largo del día; acompasaban los apresurados latidos de mi ávido corazón. Admiraba interminablemente en ellos la legitimidad del placer con la sorpresa de alguien que, hasta ese día, se había topado por doquier con prohibiciones, interdicciones. ¡Qué impunidad! ¡Qué desahogo! Hacía mío ese tranquilo y armonioso florecer en la alegría”...
Goethe y Nietzsche recordaron las antiguas libertades de los héroes mitológicos.
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Algo opaco, por otra parte, el tercer acto del Segundo Fausto. Al menos en traducción. Acaso la portentosa máquina verbal de Goethe, capaz de convertir en “lenguaje alto” hasta sus erróneas “teorías de los colores”, lo salve en el original alemán mediante la forma pura, la prosodia, la versificación, la euritmia.
Ocurre en Esparta; Helena ha regresado de Troya y parecen ocurrir ciertas bodas entre ella y Fausto, que refieren a las de la Grecia Clásica y la Europa moderna, todo en fantasmagoría, con Mefistófeles disfrazado de vieja bruja griega. La unión engendra un ángel-efebo, Euforion, que simboliza a Lord Byron, su alianza de lo griego y lo germánico, lo clásico y lo romántico, el sueño y la acción; lo que se quiera. Todo muy vago y muy sonoro, declamado por coros y por los personajes narradores.
Sólo llama la atención, a la mitad del acto (“Patio interior de un castillo, rodeado por ricas y fantásticas construcciones de tipo medieval”), cuando la corifea y el coro anuncian la llegada -anacrónica, postmoderna- de imberbes soldados germanos, cierta descripción de la belleza varonil adolescente como mera fantasía -en realidad, nada ocurre: todo es una fantasmagoría urdida por Mefistófeles: humo, sombras-:
CORO: “Se me dilata el corazón. ¡Oh! Ved cuán comedida, con paso lento, la más graciosa muchedumbre de donceles desciende gallarda en ordenada comitiva. ¡Cómo! ¿A las órdenes de quién, pues, aparece tan presto alineada y dispuesta esta soberbia multitud de adolescentes? ¿Qué admiro más? ¿Es su marcha airosa, o tal vez la ensortijada cabellera que circunda su tersa frente, o son quizás sus finas mejillas, sonrosadas como melocotones y asimismo cubiertas de un vello suave cual terciopelo? De buena gana mordería en ellas, pero me estremezco al pensarlo, pues en un caso tal, la boca, horrible es decirlo, se llena de ceniza.”
(La nota del traductor no tiene desperdicio: “El Coro, recelando que tales mancebos son seres puramente fantásticos, compara sus sonrosadas mejillas con la fruta llamada manzana de Sodoma, que crece en las orillas del Mar Muerto, apetitosa a la vista, pero cuando uno va a gustarla se convierte en polvo y ceniza”.)
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Como muchas obras maestras, el Segundo Fausto queda aniquilado en traducción, por meritoria que sea. Su majestad era fundamentalmente verbal: conseguir esa construcción de versos sobre asuntos tan variados y áridos, como una soberbia demostración de la madurez del idioma alemán. Su Divina Comedia... a la que probablemente le pasa lo mismo.
Escandalicemos un poco: Que se sepa, sólo Voltaire se ha atrevido a fastidiar un poco al Unánime Dante (lo que desde luego aplaudo), en una carta del 18 de septiembre de 1759 al padre Bertellini (tomo V, pp. 723-725, de su Correspondance en La Pléiade): “Celebro el coraje con que usted osa decir que Dante estaba loco y que su obra es un monstruo”.
En italiano podrá ser la maravilla lírico-metafísica-todológica que por ahí dicen. En las varias ediciones castellanas que circulan en México se presenta un tanto indescifrable o, en efecto, “monstruosa”, ya en prosa devota; ya en prosa academicista (la de Sepan Cuantos, que aparece como contemporánea y anónima, es la chilapastrosa -aunque útil: peor sería nada- de 1871 de Manuel Aranda y San Juan, con notas de Paolo Costa: Barcelona, Empresa Editorial La Ilustración; la misma que prolifera en otras ediciones populares); y hasta algunas recientes de académicos universitarios con desplantes de “nuevo rico”: pretenciosas, en verso medido y ¡rimado!: contrahechas, chuscas, ilegibles (Círculo de Lectores, Seix-Barral).
(Desde luego: el aspecto truculento y sádico de Dante, sus especiosas torturas en el infierno, se goza mucho más en castellano a través de los Sueños y discursos de Quevedo, que en las traducciones castellanas de la Divina comedia.)
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El cuarto acto apenas despliega algunos rumores y comentarios sobre una rebelión contra el emperador, de la que éste finalmente triunfa. No es propiamente un poema filosófico, ni un poema político, sino una fantasmagoría donde se habla dispersamente de la filosofía, la guerra y el poder. Realmente árido.
El quinto acto, finalmente, peca de escasa acción y de excesiva grandilocuencia: conceptos inflados como “el Eterno-femenino”, o bien: “Todo lo Perecedero no es más que Figura. Aquí lo Inaccesible se convierte en Hecho; aquí se realiza lo Inefable”. En realidad se trata solamente de una “moralidad” medieval, de un auto sacramental o de un “milagro de Nuestra Señora”. La Virgen, instituida en madre de todos los hombres, salva hasta a los más réprobos, hasta a los Faustos que le vendieron su alma al diablo, a petición de otras mujeres generosas: Margarita, las madres y las hermanas, las novias y las hijas; la mujer como redentora del hombre.
Aunque Fausto no pecó mucho en esta segunda parte; nada más aburre (¿para qué envejecer entre diques, ganándole tierra al mar, con toda esa ingeniería aparatosa? ¿Fausto en Nueva Orléans?).
Mefistófeles y sus alegorías le roban la obra. Me quedo con los trucos y las bromas de Mefistófeles, con la primera aparición de Helena de Troya, con el Homúnculo y con toda la mascarada de monstruos y fantasmas.
No es común, por lo demás, que los sabios goethianos destaquen que, entre los últimos versos, Mefistófeles se descara como algo mayatón y quisiera tirarse a los angelitos pubertos. No todo era Olimpo feliz; había que profanar también al Calvario con una sacrílega burla perfectamente voltaireana, aunque sólo fuera en sus angelitos, quienes meramente aparecen para que se les diga:
MEFISTÓFELES: “Nos calificáis de espíritus réprobos, y sois vosotros los hechiceros, porque seducís a hombres y a mujeres. ¡Qué maldita aventura! ¿Será eso el elemento del amor? Todo mi cuerpo está de tal manera enardecido, que apenas siento eso que me abrasa la nuca. -Estáis oscilando de acá para acullá; bajad, pues, menead los graciosos miembros de un modo algo más mundano. No hay duda que la seriedad os sienta a maravilla, pero me gustaría veros sonreír una vez tan siquiera: esto sería para mí un eterno encanto. Quiero decir como cuando miran sonriendo los enamorados, con un ligero pliegue en la boca y nada más. Tú, mozalbete más crecido, tú me gustas en extremo. Esa facha sacristanesca no te cae nada bien; mírame, pues, de una manera un poco lasciva. También podríais ir un poquito más desnudos sin faltar al decoro. Ese largo camisón de arrugas es sobremanera honesto... Ahora se vuelven del otro lado... A ver por detrás... Esos picarones son de veras sobrado apetitosos...”
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Gide inventó acaso una inexistente divergencia entre Goethe y Voltaire. Sabemos que aquél, más joven, siempre admiró a su maestro “irónico”, “destructor”, “negativo”. Y en cuanto a que la “sonrisa socarrona” de Voltaire anuló, en su propia inteligente ironía, “a la música y a la verdadera poesía”, es otra manía de Gide perfectamente discutible, casi pueril. Herencia de las supersticiones románticas, parnasianas y simbolistas. Hay muchas formas de poesía, no sólo la chula. El “Poema sobre el terremoto en Lisboa”, algunos poemas amorosos, algunos epigramas bastan para incluirlo en cualquier antología de la poesía de su tiempo.
Por su parte, Salvador Novo supo escribir un Tercer Fausto.

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