sábado, 8 de agosto de 2009

AUDEN EN 1940


AUDEN EN 1940
Por José Joaquín Blanco
(En la foto, Christopher Isherwood y W. H. Auden en los comienzos de sus carreras.)

A finales de los años treinta, la fiesta de la poesía moderna había llegado a su fin. Se trataba, desde luego, del avance del fascismo, pero también del surgimiento, en los países democráticos, de un espíritu de seriedad, casi de severidad moral e ideológica, conforme se acercaba la Segunda Guerra Mundial, que parecía echar por tierra el espíritu de juego, innovación estética y feliz anarquía que la poesía europea había conocido desde Apollinaire y Dada. W. H. Auden se traslada a los Estados Unidos en 1939 (adquirirá esa nacionalidad en 1946) y publica al año siguiente un libro de poemas desencantado y feroz, pero sobre todo interrogante, ante el arte y el mundo de la nueva época: Otro tiempo.
Ya para entonces Auden había trazado una figura excepcional y un tanto extravagante en la poesía inglesa. Dueño de un virtuosismo técnico raramente conocido en la poesía moderna de cualquier país, escribía poemas irónicos y enigmáticos en los que se trenzaban los aspectos más tradicionales del arte y la cultura con los más novedosos de las vanguardias artísticas y políticas. Las baladas del viejo marinero hablaban de Freud y de Marx, del pleistoceno y los aeroplanos, de laboratorios químicos y enfrentamientos callejeros de los proletarios con la policía. Eran poemas de gran magia que superaban incluso sus muchos momentos de oscuridad arbitraria (algunos de sus enigmas son simplemente datos, trivia o chistes privados).
Christopher Isherwood, el gran amigo y cómplice de Auden en esos años, veía en la poesía de Auden una épica de niño de escuela, llena de bromas, guiños y sobrentendidos de clique, con una tendencia ritualista, que habría de prevalecer en la obra del Auden viejo: “una mezcla de óperas con misas solemnes”, y una curiosidad, una nostalgia de la cultura juvenil de historietas, novelas de aventuras, canciones y revistas populares de divulgación científica y técnica.
Los dramaturgos isabelinos, el romanticismo inglés, Yeats, Eliot y un nuevo convidado: Bertold Brecht, encaminaban esa poesía un tanto teatral, en el sentido de que frecuentemente pretendía ser monólogos o escenas de personajes de una comedia del mundo moderno, así como danzas y canciones ingeniosas de cabaret, al modo de Gilbert y Sullivan, Noel Coward y Cole Porter. Las altas musas en mitad del cabaret, o el Monte Parnaso sobresaltado por tonadillas de La ópera de tres centavos.
Stephen Spender habla de un poeta que siempre quiere divertirse, aun o precisamente en los temas y momentos más serios; celebra su talento para la parodia y la bufonería, aunque este ánimo “mefistofélico” solía asimismo sacar a relucir el ritualismo, el dogmatismo, la solemnidad y la severidad de un catedrático o de un sacerdote revestido, cuando se trataba de jugar o de tocar asuntos pequeños, chuscos o cotidianos.
En todo había optimismo: Freud, D. H. Lawrence y otros psicólogos estaban liberando al hombre moderno de sus represiones y de su esclavitud al Orden; Marx y los revolucionarios reivindicaban al pobre y al mundo obrero; la industria moderna redimía, con sus productos y costumbres homogeneizadores, la antigua división brutal de clases sociales. Era el amanecer el mundo, de un mundo que ya estaba en plena noche en 1939.
Posteriormente, Auden sería celebrado como el poeta clínico que en versos realiza “la más minuciosa disección de la enfermedad espiritual de nuestros días” (Louise Bogan), y como el primero que implanta en la poesía —siguiendo aquí, tal vez, a Kipling y a Eliot— el nuevo rol del idioma inglés como lengua internacional: “ha creado su extraordinario nuevo lenguaje, un brillante inglés internacional, que puede sumergirse en el francés o el alemán, o arrastrar pedazos de latín y de griego, y que actualmente está absorbiendo mucho inglés americano” (Edmund Wilson), para no hablar de sus biologismos, psicologismos y metalurgismos.
Finalmente, se hablará del poeta solitario, tras la caída de las ideologías, empeñado en componer su propia ideología cívica: odas, bucólicas y geórgicas al ciudadano que trata de ser más o menos bueno en el mundo más o menos arruinado de la era moderna, el poeta de la Ciudad Justa, con una religión y una conducta cívicas bien intencionadas pero siempre irónicas (nunca logró Auden dejar de ser el gran escandalizador de las buenas costumbres: se le acusó a veces de ser un poeta cómico del Bien: de no olvidar en su ética de la Ciudad Justa ciertos pasos de baile sospechosos, ciertos guiños de mascarada, ciertas ojeras de las parrandas de su juventud).
Otro tiempo es el libro del nudo (1940). Los revolucionarios, los proletarios, los marginados, los desordenados ya no aspiran a ningún tipo de épica —nadie tiene ya algo qué ver con el heroísmo—, sino a una silenciosa pesadilla. Fue uno de los primeros en predicar el absurdo:

La ley, dice el sacerdote con una mirada sacerdotal,
explicándose ante la gente no sacerdotal,
la ley son las palabras de mi libro sacerdotal,
la ley es mi púlpito y mi campanario.
La ley, dice el juez con desprecio,
con voz clara y muy severa,
la ley es como les he dicho antes,
la ley es como supongo que saben,
la ley es pero déjenme volver a explicarlo,
la ley es la ley.

Y que por favor, los viejos oradores no vengan con aquello de que “hay que cambiar la vida”, “hay que transformar el mundo”. El mundo moderno es terriblemente malo, pero es necesario tener la valentía (o la extravagancia, o el delirio) —no existen otros mundos— de vivirlo como si fuera todo lo contrario.
Auden anuncia este cambio, este desengaño, con un poema en que descalifica a Rimbaud, el profeta de su generación: para él, Rimbaud no fue una creación distinguida y revolucionaria, sino un estallido del caño de retórica, un especialmente dolido enfermo de la poesía, que se salvó al abandonarla, y correr a sus aventuras en África, en busca de algún tipo de solución real.
Su nuevo héroe, el Barteby de Herman Melville. Adiós, mares de Moby Dick; hay que ir diariamente a trabajar a la oficina “como si su trabajo fuera otra isla”. Hay que encontrar la bondad no en altas utopías sino en el compañero medio torpe y medio tartamudo. Y el Mal no está del otro lado, no es el gran enemigo, sino el pariente, el vecino, uno mismo:
El mal no es espectacular, y siempre humano,
comparte nuestra cama y nuestra mesa.

El nuevo Auden escandaliza a su generación con un nuevo héroe, Voltaire, a quien los románticos y los vanguardistas detestaban. No toleraban su fácil y lucrativa lucidez, ni su optimismo mundano, ni su risa de jocundo habitante de este mundo, tal como es. Auden lo celebra por amar la vida real, antes que otra cosa. Y cambiar las cosas reales, huerta por huerta: “Sí, la lucha contra lo falso y lo injusto/ siempre vale la pena. Igual que la jardinería. Civilizar.”
Por esos años, Auden —que tenía fama de Herodes: Herauden— compuso una de las canciones de cuna más famosas del siglo: “Pon tu cabeza, mi amor, tan humana,/ y duerme, sobre mi brazo infiel”, en la que celebra los amores imperfectos de gente imperfecta: “pero en mis brazos, hasta que amanezca/ repose la criatura viva,/ mortal, culpable, mas para mí/ enteramente bella”. El amor ordinario de la carne ordinaria es todo el paraíso, hay que temer “entre los glaciares y las rocas/ el éxtasis carnal del ermitaño”. Ningún mal nos será ahorrado, dice, pero hay minutos (nunca exentos de ironía y hasta de comedia bufa) de amor y paraíso, que son todo lo que queda de ese Dios al que en otra parte se refiere como “ese pan del que somos los pedazos”.
Este mundo indiferente a las tragedias personales es el descrito en Musée de Beaux Arts, donde los viejos maestros de la pintura jamás se equivocan, y pintan el sufrimiento como algo que ocurre sin que los demás lo adviertan siquiera: así acaeció la tragedia de Ícaro, en el cuadro de Brueghel, sin que afecte absolutamente al paisaje, a nada, a nadie. Queda al hombre irónico vivir su minuto lo mejor que pueda, irónicamente, y cantar en silencio, sin creerse su canción, en medio de la catástrofe o la ruina:
Oh mira, mira en el espejo,
oh mira, mira en tu desdicha,
la vida sigue siendo una bendición
aunque tú ya no puedas bendecir.

Oh, permanece, permanece en la ventana,
mientras las lágrimas salen y queman,
amarás a tu malévolo vecino
con tu malévolo corazón.

Abrir los ojos a una vida y a un mundo sin prestigios, donde el amor —amantes, sed humildes— es sólo un imperfecto alivio a una parca necesidad mutua; donde la solterona señorita Gee, tan fea y tan virtuosa, tan triste y tan solitaria, sólo recibirá del Destino un gran cáncer, y su púdico cadáver desnudo colgará en la sala de disecciones, donde esos jóvenes estudiantes, que nunca fueron sus novios, diseccionarán cuidadosamente su rodilla.
Una vida y un mundo enrevesados donde el estudioso James Honeyman, para honrar a su amada y a su hijo, todos tan dulces en el dulce hogar, inventa un gas letal que el enemigo lanzará en bombas, desde aviones, sobre sus propias cabezas; donde el buen chico Víctor prestará, movido por las desgracias del amor y de la honra, extraños oídos a un Dios colérico, que exige asesinar a la amada infiel; donde los tiranos imitan a Dios y gobiernan el mundo como dioses —el tirano, “cuando reía, los respetables senadores se carcajeaban;/ y cuando lloraba, los niños pequeños morían en las calles”--; un mundo, en fin, donde por millones, los perseguidos y fugitivos del fascismo ajetrean en vano consulados y embajadas, mientras tropas estrictas les pisan los talones.
Otro tiempo culmina en poemas fúnebres, sobre escritores que han muerto en la linde de dos mundos. Los patriarcas también abandonan el barco en naufragio. Como Voltaire, Freud luchó hasta la vejez por mejorar “un poco” el mundo real, con la ayuda extraordinaria de “la fauna de la noche”, los fantasmas prohibidos de quienes se esperó algún tipo de liberación. Freud prosiguió

su camino entre la gente extraviada, como Dante,
descendiendo a la fosa hedionda donde los heridos
llevan la fea vida de los rechazados,
y nos mostró que el mal no es, no, como pensábamos,
acciones que se deben castigar, sino nuestra falta de fe,
nuestra manera de negar,
la concupiscencia del opresor...

Yeats “desapareció en lo profundo del invierno:/ los arroyos estaban congelados, los aeropuertos casi desiertos/ y la nieve desfiguraba las estatuas públicas”. La poesía reducida a la más íntima modestia:

Fuiste tonto como nosotros; tu don sobrevivió
a todo: a la feligresía de las mujeres ricas,
a la decadencia física: a ti mismo. La loca Irlanda
te hirió y te arrojó a la poesía. Ahora
Irlanda sigue con su locura y con su clima,
pues la poesía no hace que ocurra nada: sobrevive
en el valle de su crianza, con el que los ejecutivos
jamás querrían tener nada qué ver...

y a su vocación desesperanzada:

En la pesadilla de la oscuridad
todos los perros de Europa ladran,
y las naciones esperan,
cada cual secuestrada en su odio;

la deshonra intelectual
nos mira desde cada rostro humano
y hay mares de piedad
encerrados y congelados en cada ojo.

Sigue, poeta, sigue derecho
hasta el fondo de la noche,
con tu voz liberadora
sigue persuadiéndonos de la alegría;

en los desiertos del corazón
haz brotar la fuente curativa,
en la cárcel de sus días
enseña al hombre libre cómo alabar.

1 comentario:

Sergio Zurita dijo...

Gran ensayo, querido Joaquín. Conmovedor y discretamente genial.