martes, 30 de junio de 2009

BRUMMEL Y LOS SUYOS

BRUMMEL Y LOS SUYOS
Por José Joaquín Blanco

El ideal del dandy nace, completamente armado, al día siguiente de la Revolución Francesa y campea durante todo el siglo XIX: Brummel, Lord Byron, el conde d’Orsay, Poe, Baudelaire, Barbey d’Aurevilly, Robert de Montesquiou, Wilde.
La literatura lo registra en Childe Harold, Beppo y el Don Juan de Byron, en El rojo y el negro y La cartuja de Parma de Stendhal, en la Comedia humana de Balzac (personajes como Henry de Marsay, Maxime de Trailles, Rastignac), en los Cuentos extraordinarios de Poe; en toda la obra de Baudelaire, en los poemas de Musset, Gautier, Verlaine y Mallarmé, en todo Wilde, en En busca del tiempo perdido de Proust. Se dice que también en Jean Lorrain y en Pierre Loti.
El último dandy indiscutido fue el propio Óscar Wilde, pero el dandismo siguió como fuerza visible en los ideales estéticos de Francia hasta Cocteau y el surrealismo, en Inglaterra hasta las novelas de Evelyn Waugh y los poemas de Auden; en Alemania hasta Stefan George y Rilke —encuentra su canto del cisne en la prosa de Walter Benjamin—; en la Italia de D’Annunzio, en los Estados Unidos de El gran Gatsby de Scott-Fitzgerald; y en nuestra lengua alcanza a Vicente Huidobro, a Luis Cernuda (Cf. Luis Antonio de Villena: Corsarios de guante amarillo. Sobre el dandysmo, Barcelona, Tusquets, 1983) y a los Contemporáneos (Cf. Guillermo Sheridan: Los contemporáneos ayer, FCE, 1985).
Nadie sabe qué cosa exactamente sea el dandismo, en parte porque nunca se trató de algo exacto, sino de un ideal, y sus textos definitorios (Balzac, Baudelaire, D’Aurevilly) buscan menos la descripción de un tipo, que la erección de un antihéroe, a quien por lo demás se le cantó desde un principio con nostalgia, como a una frágil quimera a punto de morir (Cf. Balzac, Baudelaire, Barbey d’Aurevilly: El dandismo, pról. de S. Clotas, Barcelona, Anagrama, 1974).
Se inicia como una exageración de la elegancia y de la excentricidad: es un ideal costoso que exige enormes inversiones en moda, mobiliario y tren de vida, y su espacio vital son los palacios, salones y celebraciones de la aristocracia. Pero a la vez nace con un destino irónico: el dandy no vive sus lujos, exotismos y extravagancias con naturalidad y desahogo, como tantos príncipes y banqueros, sino con ironía: contradiciendo, escandalizando y desengañando a ese mundo rico y elegante en que se mueve. Aunque hubo algunos verdaderos nobles y ricos entre los dandys, la mayoría de quienes aspiraban a serlo estaba más bien formada por pequeñoburgueses; de cualquier modo todos, sin excepción, salían de ese sueño de bulto del dandismo arruinados y cargados de deudas. Sus enemigos los acusaban de ser maniquíes lujosos y perezosos, frívolos, estériles, casi exánimes.
Había un voluntario autoengaño o malentendido en el dandismo, que consistía en asumir lo artificial como si fuera lo natural, y lo episódico como la esencia misma de la vida. No se esmeraban en ser muy ricos, sino en vivir como tales, o más que tales: los trajes, las corbatas, los desplantes principescos, las fiestas originalísimas eran tomados absolutamente en serio, como si fueran grandes empresas o batallas en sí mismas. Con plena conciencia, y amargo disfrute, los dandys hacían de su vida una extravagante obra de teatro para ellos mismos.
No se engañaban: no pretendían confundir la puesta en escena con la realidad, pero preferían esa puesta en escena a la realidad, con la misma decisión con que un artista prefiere el mundo que él mismo fabrica a la realidad exterior. En ello estaba su fatalismo y su (anti)heroísmo: escogían de la vida esas suntuosas e irónicas flores de trapo —sus nudos “increíbles” en las corbatas, sus trajes, sus chalecos, sus tableaux vivants de Alcibíades o Sardanápalo en salones o palacios, sus carros de múltiples caballos, sus conversaciones de intrincados aforismos—, a sabiendas de que eran artificiales, efímeras y costosísimas.
La tristeza, el desencanto incluso del propio dandismo, la esterilidad, conformaban el ánimo del dandy, siempre y cuando fuese asumido con serenidad y elegancia. De hecho, se expulsa del exigente ideal del dandy a todo aquel que tuviese otros intereses: quedaban fuera el enamorado, el desesperado, el artista, el político, el padre de familia o el empresario verdaderos. Quien tomara en serio algo del mundo real, fuera: sólo contaba ese celoso teatro imaginario —en la mayoría de los casos, duraba menos de cinco o diez años, y consumía grandes fortunas— al que dedicaban la vida entera (Cf.Patrick Favardin y Laurent Boüexière: Le dandysme, París, La Manufacture, 1988).
Llevado a este extremo, se llega al retruécano de los retruécanos: el dandismo nunca existió, dice d’Aurevilly (salvo, acaso, Brummel). La especie humana, tan falible, jamás pudo producir un dandy verdadero, ni siquiera el conde d’Orsay: sencillamente porque era demasiado guapo.
El dandy hereda, en una mezcla de alquimista, las tradiciones del aristócrata libertino del Antiguo Régimen y del revolucionario. Uno y otro conocieron la posibilidad del exceso, de traspasar límites, de imponer sus caprichos o ideas a la realidad. Pero el dandy no goza del poderío de un viejo conde ni de un líder de la Revolución Francesa: no es un noble de Las relaciones peligrosas ni de Sade, tampoco es Robespierre ni Saint-Just. Sin embargo, asume y magnifica sus desplantes, sus aforismos, sus extravagancias como indumentaria personal dirigida a impresionar... a otros dandys. No quería escandalizar al burgués, sino a sus semejantes, los únicos que podían aquilatar la valía verdadera de su personalidad y de sus representaciones.
El dandy surge en Inglaterra —suntuosa flor de podre de la morgue anglaise—, pero en una Inglaterra afrancesada que, sin sufrir la caída del Antiguo Régimen ni los costos de la Revolución, soñaba y se aterraba al mismo tiempo con los excesos de uno y de otra. Tuvo nombre desde el principio: George Bryan Brummel, tótem de la nueva tribu. Luis Antonio de Villena propone como antecedente a William Beckford de Fonthill, un riquísmo noble inglés de la segunda mitad del siglo XVIII, que se podía permitir enormes extravagancias; otros retroceden hasta Platón y Plutarco, y encuentran en Alcibíades el verdadero origen del gremio. Pero no era suficiente ser extravagantes supremos, se requerían otras cosas, que sólo la realidad europea del siglo XIX podía conceder: cierto liberalismo en la sociedad, que permitiera vivir en público episodios de vida social o tableaux vivants, a los que antes sólo podían tener derecho algunos nobles en el encierro de sus palacios; una crítica de actitudes más que de teoría, a la vida social, ya fuese monárquica, burguesa, o revolucionaria; cierta mezcla de clases sociales y un incipiente desarrollo industrial que permitiese, mediante la moda, que un noble menor o un pequeñoburgués pudiese representar en cotos aristocráticos excesos principescos; el espíritu romántico, que ya mostraba cierta simpatía por el diablo, por los destinos quebrados o marchitos, por los raros o excesivos sueños fracasados, por las ansias imposibles y los ideales quiméricos, y despreciaba los éxitos y los triunfos. Requería, finalmente, de una aristocracia en decadencia que les abriera las puertas, e incluso aclamara, a esos arribistas estéticos en los que gustaba de verse reflejada, idealizada.
Desde el principio ocurrió el amor imposible entre poesía y dandismo, con Lord Byron. Los poetas adoraban a los dandys, como héroes que trataban de vivir en la realidad un mundo poético. Pero los dandys se negaban a asumir las pasiones y las convicciones de los poetas, incluso la pasión y la convicción del poeta en su propio trabajo. No querían esencias, sino superficies. Ir más allá del rito y la superficie equivalía a apostatar del dandismo.
Por lo demás, el desencanto ideológico —ennui, spleen— del siglo XIX no encontró mejores expresiones que el dandy. Había desencanto de la religión, de la monarquía, de la burguesía y del socialismo. El dandy se atrevía a dar las espaldas por completo a la realidad, y a mirarla desde las alturas frías de su desdén, que no esperaba nada, ni pedía otra cosa que el perfeccionamiento de ese desdén operático y gratuito.
A su vez, los dandys amaban —amaban es una exageración: apreciaban— ciertos aspectos de las letras, la música y la pintura, pero como si fuesen artes decorativas. Apreciaban ciertas maneras, ciertas atmósferas. Especialmente su superfluidad. Ellos sabían que en la realidad burguesa o socialista, y a pesar de cuantas teorías se inventasen en sentido contrario, las artes no eran sino otro dandismo. Otra elegancia superflua y fatal. Otras corbatas increíblemente anudadas. Otros aforismos que no tenían mayor sentido que brillar un instante en una conversación de desencantados.
Ellos sabían que tampoco el arte tenía mayor sentido. A final de cuentas, era más valiente y elegante hacer un verso con el chaleco rojo, el cabello teñido de verde, una alcoba o un salón decorados como acuarela japonesa o pasaje de Las mil y una noches, con la manera de llevar el bastón, que con simples palabras. Lo supremo de la esterilidad, el dandy; abajo, meramente escrito o pintado, el arte; que los burgueses se ocuparan de la vulgaridad utilitaria. El pueblo no contaba. El dandy no condescendía con ningún sentimentalismo, y menos con los sentimentalismos sociales. En cierto sentido fueron grandes críticos de arte, al oponerse a las interpretaciones sentimentales, místicas o ideológicas de las obras artísticas, y ensalzar sus valores formales y efímeros.
En realidad, el dandy era un prodigio de equilibrista. Se dejaba de serlo, o no se llegaba a serlo, por un simple matiz. Aunque presumía de frío, podía llevar una agitada vida erótica, siempre y cuando no la tomara en serio; de otra manera caía en la vulgaridad del mundo real: un enamorado, un pasional. Podía escribir en periódicos, componer obras de teatro y poemas, sentarse al piano, pintar algunos cuadros: si el trabajo intelectual o artístico empezaba a gustarle demasiado, ya no era un dandy, sino un vulgar hacedor de arte. Había cometido el pecado de tomar el mundo real en serio. Igualmente, podía frecuentar la banca y la bolsa, o la política (Disraeli), pero si las inversiones o el poder lo preocupaban demasiado, ya era demasiado tarde: había quedado rota la estricta vocación del dandy.
Este tipo de negación elegante y fatal de la sociedad se volvió modelo literario de los antihéroes de la poesía y la novela del siglo XIX: vivir fuera de las normas (pero sin tentaciones socialistas ni bohemias), apreciar como el oro de la vida cosas evanescentes: el brillo, la gracia, el exotismo, la elegancia, la impasibilidad, pero a un grado de especialización máximo, de manierismo en las costumbres. Baudelaire reúne el patrimonio del dandy y lo vuelve vocación del arte nuevo. Su repulsa de la moral, del arte y de la vida modernas. Su búsqueda del exaltado instante estéril, pero lleno de forma, una forma desconcertante y provista de una artificiosa belleza glacial, de una teatralidad enigmática. Una exótica religión sin dioses, pero con rituales “bizarros”, minuciosos, implacables. Más que la de Baudelaire (quien fracasó, de tan apasionado y de tan endeudado, como dandy) la poesía dandista por excelencia fue la de Mallarmé, el autor más querido de Montesquiou.
Aunque se afirma, una y otra vez, que “el dandy no hace nada”, que ni siquiera se toma el trabajo de protestar, sino que solamente desconcierta con su elegante happening personal, sirve de recipiente a multitud de cambios mentales y emotivos que turbia y clandestinamente ocurren a lo largo del siglo. Uno de ellos es el cambio en la moral sexual. El paso de la norma cristiana a la norma cívica en la sexualidad propicia muchas pulsiones, protestas, apetencias y experimentos que rara vez se atreven a decir su nombre —algunos, nunca lo tuvieron—, y que se refugian en la impasibilidad erótica del dandy. Hablar de homosexualidad disfrazada es decir demasiado, aunque parece que a partir de Byron se volvió un “rito de protesta” mucho más celebrado de lo que se ha creído. Sin embargo, muchos dandys consumados que amaron —amaron es un decir: hicieron el amor— sobre todo a mujeres, experimentaron algo más que misoginia: un auténtico “horror de la mujer”, del sexo de la mujer, que por lo demás pobló todo el arte del siglo de mujeres fatales, de Salomés y Mujeres Araña. El dandy se proponía ser también impasible con respecto al sexo: buscaba, o celebraba, el amor artificial “hermafrodita y estéril”, “angélico”. Cuando, como en Poe o en Baudelaire, se celebra el sexo femenino, se crean mujeres quiméricas, gigantas, hetairas, misterios sáficos, esfinges demoniacas, momias, fantasmas, lamias, hechiceras, tigresas, bestias tropicales... ante las cuales el dandy puede ser lúbrico, pero sin dejar de ser estoico, de mantener su corazón y sus sentidos finalmente impasibles. De hecho, el amor por la mujer asesina al dandy y lo transforma en vulgar burgués, como le ocurre al pobre de Swann cuando se enamora de Odette, a lo largo de En busca del tiempo perdido.
A finales del siglo XIX ya cuesta trabajo ser dandy. Los casos emblemáticos, Óscar Wilde y Robert de Montesquiou (el Des Esseintes de Al contrario de Huysmans y el Charlus de Proust), ya saben demasiado. Les falta la inocencia moral de sus predecesores. Aunque ambos prefieren la vida a la obra, escriben demasiado y con mayor codicia artística de la permitida. Son elegantes y brillantes, pero ya han aprendido que nadie escapa —ni el dandy— de la vulgar condición humana: no pueden ocultar pulsiones carnales y emotivas verdaderas, más allá de cualquier teatralización, de cualquier estilización. Las drogas dejan de ser elíxires: se han vuelto tan populares que se las conoce como vulgar droga. Y no sólo el mundo real los aburre, también su personal mundo teatralizado. Está El retrato de Dorian Gray, está la agonía de la lujuria y del corazón en Monsieur de Charlus (En busca del tiempo perdido).
Pero queda el ideal de una elegancia íntima en la manera personal de habitar el mundo. Sí vale la pena endeudarse por meses (o de por vida) a cambio de una corbata de “león” o de un derroche extravagante. Sí vale la pena retar a todo un medio social (sin llegar a la ruptura) a cambio de permitirse tal extravagancia fina, tal discreta insolencia, sencillamente para ser otra cosa que los grises destinos previstos para la especie opaca. Vale la pena vivir los poemas —ciertos matices, cierta rima— fuera de la página. López Velarde soñaba con los dandys; Salvador Novo, en los años veinte, hizo más que soñar en ellos.
De hecho, los beatniks, los hippies, los millones de seguidores de los Rolling Stones, los punks, los chicos techno, algo conservan del sueño de Brummel. Ser en la vida real algo brillante y pasajero, desconcertante, ataviado, novedoso, vistoso, caro, sólo para uno mismo... y para retar solamente a quienes, como uno mismo, siguen el mismo sueño.
A final de cuentas, el dandismo no es sino tomar una canción, una obra de teatro, una novela o un poema por la realidad. Ser durante unas horas en la disco —el dandy radical lo era de tiempo completo— una especie de Rolling Stones, o más que los Rolling Stones. Nomás por serlo. Porque eso es la vida, no el trabajo del día siguiente, ni la familia en casa. Óscar Wilde declarará esta radical estetización de la propia vida que es el dandy en la autobiografía que escribió en un solo renglón: “La muerte de Luciano de Rubempré [Las ilusiones perdidas, Esplendores y miserias de las cortesanas, de Balzac] es el drama de mi vida”. Madame Bovary (a quien Baudelaire consideró una mujer de espíritu masculino) no fue una simple adúltera, sino una dandy del adulterio. Una travesti del dandismo, como su admiradora George Sand.
Óscar Wilde es el emblema y la muerte del dandy en el sentido de que —aunque dandy imperfecto, porque también fue un gran artista, y un gran apasionado— no pudo realizar ese imposible equilibrio de retar sin romper, de ser original sin exiliarse, de ser lo opuesto a la norma pero dentro de la norma. Rompió, fue exiliado y execrado. Y todo porque había que buscar algo nuevo para su propia vida. Ya no resistía el tedio del dandy. Él mismo solicita su tragedia. Se le urge, cuando todavía estaba a tiempo, que lo suspenda todo y escape. Contesta con un suicidio de dandy: “Es preciso ir tan lejos como sea posible... Y ya no puedo ir más lejos... Es necesario que me ocurra algo... que me ocurra algo... diferente”.

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