sábado, 1 de agosto de 2020

LA BONDAD DEL HOMBRE LOBO


LA BONDAD DEL HOMBRE LOBO




En la vida del ingeniero no pasaba nada, ni siquiera la ingeniería: era, aunque ejecutivo, un empleado más.

     Durante los primeros años de su matrimonio, al menos su mujer estaba llena de noticias a la hora de la cena: las novedades de la reciente ama de casa y de cómo iban creciendo los niños, pero a cierta edad los niños ya no quisieron compartir sus secretos, ni le quedaba a la señora nada doméstico por descubrir, de modo que al ingeniero y a su esposa empezó a no pasarles absolutamente nada a lo largo de cenas inumerables, diarias, idénticas, frente a la monotonía de la televisión.

     Le echaron al cansancio la culpa de su aburrimiento atroz; la recíproca compasión hacia sus falsas fatigas fue algo parecido a una novedad, que no duró mucho; sin necesidad de confesárselo tuvieron que renunciar casi simultáneamente al truco: cada cual sabía que ambos estaban mintiendo, y al tedio vino a añadirse cierta embarazosa certidumbre de hipocresía y ridículo.

     Dejaron de quejarse de sus "extenuantes" jornadas y trataron de asumir su tranquilidad modesta, su hogar dulce, sus muchachos sanos y enigmáticos, su amor domesticado.

     Pero se volvía ya tan difícil que cada cual creyera que realmente estaba vivo, que era capaz de atraer al otro, y escalar no sólo la pasión fingida de las noches de amor sino aun las horas que pasaban juntos para nada, que asaltaron a la señora jaquecas verdaderas y mil y un síntomas de enfermedades imaginarias.
     Eso sí fue novedad, y el ingeniero se avivó y sintió reverdecer su amor por su esposa; lo atormentó el remordimiento de darle una vida aburrida, de haberla arrastrado en su propia monotonía melancólica, y se esforzó por distraerla, por sacarla más frecuentemente al teatro, al cine, a restoranes, a bailar --pero no surtió efecto duradero: tampoco afuera pasaba nada, y uno bostezaba y la otra tragaba tranquilizantes cada vez más fuertes.

     Apenas tenían más de treinta años y ya se sentían viviendo horas extras.

     La desdicha es la madre de la imaginación, y para salvar a su esposa y reanimar su vida familiar, ocurrió que el ingeniero dio por contar mentiras: jamás llegar a casa sin una noticia emocionante, que alargara la sobremesa, le provocara a su mujer orgullo, odio, celos, inquietud, algún sabor de victoria o derrota, y la pusiera a cavilar de tal modo, para aconsejar a su marido, que se le olvidaran las jaquecas y la hipocondria; los días se le hicieran pequeños, y llegara a la noche animosa y estimulada, pronta a recompensar, proteger, castigar, consolar al intrépido ingeniero, que tantas batallas libraba en el mundo ingrato, exterior y peligroso.

     El caso es que esta idea no fue tanto del propio ingeniero (a quien nunca se le ha ocurrido nada) sino de este subalterno borrachín y truculento, para servir a ustedes.

     Pero no le voy a disputar méritos a mi entonces jefe, que es además mi leal y viejo amigo, de esas almas de Dios con principios sólidos --como la lealtad y la amistad--, al grado de emplearme aun o precisamente cuando el trago, algunas anomalías contables y mi jocosa y desordenada vida me tenían en bancarrota, después de seis ceses sucesivos en otras tantas compañías.

     Vagamente recuerdo la mañana que me presenté completamente borracho en la oficina (no para escandalizar, sino porque era día de quincena y andaba sin un peso). La maledicencia de los colegas y las mecanógrafas contra mis costumbres, mi pereza y ciertos gastos de representación amparados por comprobantes de cabarets exóticos, se alzaron en clamor contra mí, y me habrían linchado si el ingeniero (es decir, mi amigo el Tololote) no se hubiera interpuesto súbitamente, en un acto de decisión que me dejó perplejo y todavía más borracho.

     No podía creerlo: ¡él, fajándose los pantalones!

     El, que a los trece años, estrella del equipo de futbol americano, aún no sabía que "eso" tenía otros usos que el de hacer pipí, y abrió tamaña bocota y los ojotes como para echarse a llorar, cuando me digné explicárselo en un instantáneo curso audiovisual que arrancó las carcajadas de toda la flota.

     --¡Orden, señores, señoritas! ¡A sus lugares! ¡Y que no se vuelva a hablar así de nuestro mejor elemento! Quince minutos de un hombre de talento benefician más a la empresa que años de trabajo rutinario.

     Y miró a sus subalternos con cierta majestad, como si él no tuviera nada qué ver con los "años de trabajo rutinario".

     La majestad le sentaba bien: es un hombre grande, esbelto, duro y la edad le va confiriendo cierto perfil de cónsul romano.

     Me hizo servir un café mientras arreglaba que me subieran la nómina, para no extender el escándalo por pasillos y escaleras.

     No lo probé. Llevaba mi anforita de bolsillo.
     Esa mañana el mundo estaba más borracho que yo, pues el ingeniero, el Tololote (también conocido en la escuela como el Babas), me aceptó un trago que debió despellejarle la garganta: tomaba rara vez, muy poco y muy bueno.

     --¿Qué no puedes tomar otra cosa? --me dijo.

     Alcé la vista e hice un ademán resignado.  El era la hormiguita con puesto ejecutivo, patrimonio, ahorros, familia; yo, la cigarra endeudada: hecho un desastre, resignado desde hacía años a mi destino de perdedor. Además, cualquier cosa emborracha.

     Me tomó del brazo y me sacó amablemente del edificio, como si me hubiera dado un vahído o un infarto.  Ya en la calle:

     --Te invito a almorzar, ¿qué se te antoja?

     --Unos tragos.

     Y de pronto estábamos en una cantina tempranera.

     Me obsesionaba lo que el Tololote había dicho en la oficina: me hacía recordar algo de la prepa, cuando él salía de clase como atarantado de tanto tomar en serio a los maestros, con un caos de datos y charlatanería en la cabeza, y me preguntaba humildemente si yo sí había entendido tal o cual cosa.

     Yo siempre entendía las dos o tres cosas que los maestros, a fuerza de repetirlas como si estuviesen ante deficientes mentales (lo estaban), terminaban embrollando por completo.

     Le explicaba al Tololote expeditamente lo fundamental, y él se pasaba las tardes estudiando y haciendo nuestras tareas: como salían parecidas, algunas veces lo acusaron de copiarme, y aguantaba la tormenta como los buenos, hasta con la creencia de que merecía el regaño: al fin y al cabo el despejado del grupo era yo y ¡claro! ¡claro! El Tololote seguía siendo incapaz de inventar nada.

     Una vez el maestro de física quiso hacer un examen en el pizarron, no para calificar los resultados (casi todos los alumnos se equivocaban; sólo el Tololote acertaba por él y por mí), sino el proceso de cada operación, y ver dónde demonios estaba nuestra dificultad ante esos problemas que, según decía, en Japón los resolvían los niños desde primaria.

     Pasaron dos o tres alumnos: sencillamente no tenían la menor idea; pasó el Tololote, y lenta y pulcramente llegó al resultado correcto, sin saltarse ninguna de las etapas archididácticas que señalaba el libro; pasé yo, que no sabía nada: recordaba cosas dispares, y con todo aplomo fui armando un quimérico laberinto del que los imbéciles compañeros se reían más y más a cada cifra.

     El profesor veía en silencio, con extrañeza; se puso los lentes, cotejó su registro; me dejó terminar cuando ya el salón era un pandemonium y yo llegaba a una fórmula monstruosa, gigantesca.

     --¡Orden, muchachos, señoritas! ¡A sus lugares! ¡Y que no se vuelva a hablar así de nuestro mejor alumno! ¿Creen que quien ha sacado tan buenas calificaciones no puede resolver un problema tan sencillo? Se equivocan: trató de volar por sí mismo, de inventar y no sólo de remedar como mona o perico lo que dice el libro. Tengo que reprobarte por esta vez, muchacho: no se logra el éxito en el primer intento, pero debes estar más orgulloso de esta mala nota que de un diez por tareas rutinarias.  Quince minutos de un hombre de talento benefician más a la patria que años de trabajo rutinario.  Sólo usando sus propias facultades e inventando sus propias soluciones podrán llegar a algo en la vida, como los japoneses. ¿Quién sigue?

     Y todos se lo creyeron, hasta el Tololote: me miraba como si en mí resplandeciera un héroe.

     --Lo que dijiste en la oficina, eso de los quince minutos del hombre de talento...

     --Ya se te olvidó hasta sumar --me respondió--, tengo que volver a hacer todos los días todo tu trabajo. ¿Qué te pasa? Siempre fuiste el más brillante, el mejor. ¿Qué te pasa?  ¿Quieres deshacer tu...?

     Yo no quería deshacer nada: mi vida estaba casi deshecha desde que éramos chamacos.

     Me decían el Hombre Lobo (en realidad la Zorra, pero yo soy quien cuenta la historia): era ya tan feo como ahora, aunque seguramente más chistoso, con el hocico entreabierto y los dientes amontonados; grasoso, panzón y pelos de púas, que lucía con desaseo como si nada me importara en este mundo.

     Dicen que a esa edad se tienen ideales: yo ya sabía que no se tenía ninguno, como no fuera el de domesticarse y prepararse largos años para oficinista de mayor o menor rango.

     Para nadie estaban "todas las oportunidades abiertas", salvo las concedidas desde el nacimiento a quienes no las iban a perder por malas calificaciones.

     Me dediqué a irla pasando y al reventón. Lo bailado, ¿quién me lo quita?

     Claro que desde muy pronto el irla pasando se vuelve cada vez más difícil y el reventón más melancólico.

     A los diecisiete años me sentía, era un Don Juan; hace unos meses, en cambio, en una de tantas madrugadas en que se termina sin más dinero que para pagar a una prostituta vieja y patibularia, pero con la exaltación suficiente para amar como en película porno en la oscuridad de un hotel de paso, el espejo del luminoso baño nos reflejó cuando nos lavábamos, y solté mi carcajada  licantrópica (la misma con que asustaba en la primaria a las niñas que insistían en apodarme Zorra y no Hombre Lobo):

     --¡Mira! --le dije--, ésos somos y todavía estamos haciéndonos pendejos con que "¡ay, qué rico, ay, ay!"

     La mujer se abatió, se descompuso más, y soltó el gag de la película:

     --Trabajo por necesidad, no para que me insulten.

     Pero ahora se trataba de que al pobre Tololote no le pasaba nada en la vida, y que podía arruinar su hogar si no le empezaban a pasar cosas que lo volvieran interesante ante su mujer, y a ella ante él, y estaba por echar los mismos lagrimones de aquella tarde, también en la prepa, en que me confesó que había oído pelear a sus padres: se decían cosas como monigote, boba, bueno para nada, ya estoy hasta aquí de aburrida, ¿y tú crees que la paso muy bien contigo?, si no fuera por el pobre muchacho, etcétera. Se divorciaron, y poco después se reconciliaron: a cierta edad ya no hay cambios para bien.

     El Tololote, buen hombre, carecía de ambiciones y estaba dispuesto a sacrificarse. Su vida había sido un continuo miedo a equivocarse y una temprana sospecha de que ya había cometido un error irreparable. ¿Cuándo? ¿Por qué?
     Le habían dicho que estudiara y estudió, que jugara y jugó, que se portara bien y se quedó quietecito, que la ingeniería era una carrera próspera y se graduó, que esa muchacha simpática de tan buena familia y se casó; si le hubieran sugerido que qué lindo ser misionero en Africa, allá lo tendríamos destruyendo ídolos y repartiendo caramelos.

     No había modo de pervertirlo: quería a su esposa; la solución de otras mujeres, descartada, lo que era desde luego involuntariamente sabio: después de cuatro o cinco aventuras, todas son la misma ¡y cómo se añora la primera!

     Ah, Tololote, Tololote, ni modo de cambiarte y además ¿ya para qué?: igual que de chamaco, cuando te negabas con humildad y hasta con vergüenza a ir a las parrandas o a fumar mota, como si fueras (lo eras) demasiado bobo para ello; o cuando admirabas nuestras fanfarronadas marxistas o impías como una ciencia demasiado alta para ti, y tu papel de Tololote consistía en sacar el domingo a pasear al perro, ir con tus papás a misa y comer con los abuelitos.

     Vienes a descubrir hasta los treinta y tantos años que, salvo desastres, nada pasa en esta vida, como hasta los trece supiste que "eso" hacía otras cosas, además de pipí.

     Tanto mejor desengañarse temprano, aunque en cierta medida te convino enterarte tarde: la única diferencia es andar desabrido con dinero o sin él, pero es toda la diferencia.  De modo que ya hiciste mucho dinero y estás protegido, pensé, y no te quejes.

     Mientras yo pensaba estas cosas, él me miraba con ansiedad como si yo estuviera a punto de dar con la fórmula secreta, como aquella vez que inventé la física en el pizarrón.

     Fue entonces cuando se nos ocurrió fabricar noticias imaginarias para "reactivar" su hogar y a su mujer.

     Nada más fácil ni más divertido.  Como el Tololote era hombre serio y responsable, no quedaba otro ámbito que la oficina. ¿Por qué no asignarles a cada uno de mis malquerientes colegas de la oficina un papel adverso o favorable en una biografía imaginaria del Tololote?

     --Cierra la boca, Tololote, es muy sencillo...

     Lo era: podíamos imaginar que la mitad de ellos eran sus enemigos, que intrigaban para quitarle el puesto y hasta para mandarlo a la cárcel, alterando, destruyendo o falsificando documentos y cálculos, de modo que sobre él recayera la culpa de varios desastres que se cernían sobre la empresa.

     No sabía --según iba a relatarle a su mujer-- desde cuándo se venía desarrollando la conjura, pero había tenido que detener obras en proceso al descubrir, por casualidad, un presupuesto evidentemente ridículo, y que a varios pedidos sencillamente no se les había dado trámite.

     Convenía empezar por ahí, un gran misterio, para ir, día con día, sospechando de Alanís o de Cifuentes, de la señorita Vila o del ingeniero Márquez.

     Por lo pronto, debía llegar ahora sí "extenuado" a casa, después de haber supuestamente revisado y rectificado toda la documentación de los últimos meses.

     Sus superiores, desde luego, estaban furiosos, le contaría a su mujer: lo acusaban de negligencia criminal y hasta de fraude.
     --Pero ¿Alanís? ¿Cifuentes? --objetó--. ¡Si son excelentes personas...!  ¡Y la pobre señorita Vila!

     La pobre señorita Vila era una arpía más chaparra que yo e incluso a mí me duplicaba el peso: estaba enamorada de las tortas con chipotle del estanquillo de abajo, y devoraba diariamente media docena que se hacía traer, una a una, por el ujier esquelético y entrecano.

     Cierta venganza contra la apostura un tanto angelical del ingeniero, me inspiró para pegoteársela de aliada en nuestras intrigas imaginarias, lo que indudablemente provocaría suspicacia y hasta celos en su mujer.

     Yo sabía, desde luego, que el Tololote era el peor actor del mundo, y me reía para mis adentros de sus grotescas improvisaciones de la mentira  --él, que siempre decía la verdad--, pero al fin y al cabo sólo las representaría ante su ingenua esposa (eso fue condición fundamental), que era otra Tololota a quien le dijeron que estudiara y estudió, que jugara y jugó, que ese muchacho formal de tan buena familia, y se casó.

     --A grandes males, grandes remedios --le dije, y no entendió, pero como se trataba de un refrán lo acató (el Tololote nunca sabe qué responder a un refrán), y con gran éxito.

     Su esposa se angustió durante las siguientes semanas: se imaginó a Alanís y a Cifuentes como gángsters de televisión, y al ingeniero Márquez, tan cortés, como un verdadero hipócrita.

     Se ofreció a acompañar a su marido para ayudarlo en la revisión de documentos y para arrancarle los ojos a Alanís; le propuso que renunciara al empleo, y ya trabajaría en otra cosa: ella sabía hacer pasteles riquísimos, ¿por qué no ponían un restorán?  ¿Por qué no acudía de inmediato a la policía?  ¿Y de veras, estaba tan seguro el Tololote de que la señorita Vila era de confiar?, porque había agentes dobles, como la Mata Hari...

     La emoción, la intriga, el peligro efectivamente devolvieron la vida a ese hogar.  Todos los días el ingeniero me contaba su representación de la cena anterior y recibía su nuevo rol dramático para la cena siguiente.

     Me divertí muchísimo el día del aniversario de la empresa, en el gran banquete de los funcionarios y los principales empleados con sus esposas: la Tololota repartía miradas de odio, de agradecimiento, de suspicacia, de desconfianza entre los compañeros de trabajo de su marido, que desde luego la notaron un poco rara, como nerviosa, ahí todo el tiempo haciendo caras.

     --Tenemos que terminar ya con esto --me dijo el ingeniero días después--; no sé de dónde saca mi mujer que la señorita Vila es el cerebro de todo, para seducirme o por despecho amoroso... ¡la pobre señorita Vila!

     Yo ya sabía que las mujeres hermosas (la Tololota es bellísima, aunque una total timidez la obligue a vestirse todavía como colegiala, con vestidos claros y ligeros, muy holgados) atribuyen una diabólica inteligencia  a las feas, y quien hubiera visto y oído qué tan estrepitosamente la señorita Vila sorbía el consomé de res y el tuétano de un gran hueso que arrebató del plato de Cifuentes, podría imaginarse cómo la Tololota presintió que esa gorda pretendía sorberse a su marido.

     --Hemos estado calumniando a gente inocente y mi mujer se ha vuelto una fiera...
     Tuvimos que improvisar un fin un poco ortodoxo para una trama de misterio, y como malos novelistas policiacos, sacarnos de la manga un personaje de último capítulo que sirviera de chivo expiatorio: un agente de la empresa competidora había sobornado a los veladores, etcétera, etcétera.

     Solo y contra todos, el ingeniero había resuelto y reparado los problemas.

     La noche en que llegó a cenar a su casa, después de un supuesto juicio ante el Consejo de Administración, le dijo a su esposa: "Los vencí, los hice polvo"; bueno, es una noche que me debes, Tololote.

     Después del relativo éxito de mi farsa, ya no quedaba mucho qué hacer en la oficina y renuncié, porque al fin me había ganado un ideal: el de hacerme de dinero rápidamente, para seguir con mis vicios sin parecerle a nadie un sujeto desdichado.

     Omito el rubro de tal actividad, no por miedo a los soplones, que nunca leen, sino para evitar que a algún posible lector desempleado se le ocurra hacerme competencia.

     De modo que yo estaba muy quitado de la pena y sumido en un mundo semihamponesco, en el que pasan demasiadas cosas a cada minuto, cuando recibí, meses después de nuestro precipitado y chirle desenlace detectivesco, la visita del ingeniero.  Estaba furioso, fuera de sí, y tuve que dar gracias al cielo de que los ángeles no usaran pistolas. Prácticamente me asaltó y sus manotas me zarandearon por los hombros, como si estuvieran desarmando una silla (en la prepa el Tololote me llevaba 25 cm; cuando se graduó, 35).

     --¿Qué pinches ideas le has ido a meter en la cabeza a mi mujer?

     --¿Yo?

     Nuevos acontecimientos se habían precipitado sobre las tranquilas sobremesas nocturnas del hogar del ingeniero, tan aseado, ordenado, bien abastecido y modestamente confortable: una casa de muñecas de una chica bien comportada, pues.

     --No la he visto; no he sabido nada de ella desde el banquete de tu compañía.

     Me creyó: por esta vez acertó; me atareaban demasiadas preocupaciones como para perder el tiempo en el hastío de la vida de los Tololotes.

     Se dejó caer sobre el nuevo sillón de mi nuevo departamento y se llevó las manotas a la cara.

     --¡Se está vengando de mí!  Alguien se lo contó todo y me está pagando con la misma moneda.

     Se tardó dos o tres horas en aclarar sus propios pensamientos y en informarme mínimamente de lo ocurrido.

     Tuve que aceptar que a veces la torpe realidad imita a los genios, aunque con excesos de realismo y de parlamentos cursis o truculentos que una imaginación brillante jamás permitiría. ¡A la Tololota le estaban ocurriendo cosas, y se las contaba al marido en la cena!

     Se trataba de un vulgar y cotidiano robo: unos ladrones se habían introducido en plena mañana de día laboral al condominio de arriba, dijo, y habían escapado con gran botín en cosa de segundos.

     El vecino agraviado oyó ruidos cuando llegó a su casa y trató en vano de abrir la puerta, atrancada por dentro, continuó la Tololota. Cuando logró derribarla (exceso de realismo, digo yo: además de perder lo robado, tendrá que reponer o restaurar la puerta: ¿por qué no llamar tranquilamente por teléfono a un cerrajero? Ahorros son ahorros y de peso en peso etcétera), no se le ocurrió sino descolgar tamaño machete guatemalteco que adornaba su pacífica sala, y ¡bajar por las escaleras siete pisos, blandiendo el arma y profiriendo alaridos de apache!, en busca de los ágiles amantes de lo ajeno que ya andarían muy lejos, después de haberse descolgado hacia el edificio de junto, por la misma ventana que habían roto para entrar.

     Machete en mano, como personaje de película folkórica, el vecino despojado subió y bajó varias veces los siete pisos de escaleras, exigió revisar todos los departamentos y cuartos de servicio, interrogó a todos los vecinos y a sus sirvientas. Pero nadie había oído ni visto nada, ni siquiera el portero que seguía lavando coches frente a la entrada del edificio. La Tololota resplandecía al narrar el gran suceso.

     El botín primero consistió en una televisión con su videocasetera, pero conforme aumentaba el número de vecinos que lo escuchaban, la víctima acumulaba en su lista: equipos de sonido, computadoras personales, hornos de microondas, miles de dólares, docenas de centenarios, las joyas de su mujer, y hasta sus hermosos lentes Giorgio Armani y el álbum de fotos de la familia. ¡Todo se lo habían robado!

     Todas las vecinas se improvisaron de detectives y por supuesto cada cual desconfiaba de las demás, o se hacían alianzas de unas contra otras; la inspección de todos los departamentos había sacado a relucir escenografías íntimas que se prestaban a todo tipo de maquinaciones, como la colección absolutamente excesiva de cremas y perfumes de la viuda del E-402, que muchas veces llegaba con sobrinos diferentes, o el refinamiento de la recámara y las batas de seda del solterón del E-704, que todos los días andaba muy guapito y encremado, y en ropa sport, como si no trabajara en nada, ¿de dónde sacaba para destacar tanto? Ese era el sospechoso favorito de la matrona del E-901, decía la Tololota, cuyos ocho hijos eran los sospechosos que prefería ella misma. Pero ocurría que la de la voz, por su parte, creía ser objeto de miradas "inadmisibles" del vecino asaltado, que le había reclamado a gritos: "¡Cómo no va usted a oír nada! ¿Está sorda?", el cual a su vez, en lugar de apoyo recibió ultrajes policiacos: le exigieron facturas, sabiendo los policías muy bien, como desde luego lo sabían, que tales aparatos no podían ser sino de contrabando porque en esos años comprar derecho era cosa de pendejos.

     Cada noche el ingeniero recibía una nueva hipótesis sobre el posible ladrón que en hábito de vecino honorable convivía en el mismo edificio con ellos.  El Tololote, por lo demás, no se atrevía a investigar por su cuenta si el robo había ocurrido: corría el riesgo de exhibir a su mujer como mitómana o difamadora ante el vecindario.

     La Tololota casi desmanteló la casa para resguardar cuanto objeto pudiera representar algún valor en la casa de su hermana (donde se perdieron inmediatamente varios: los sobrinos suelen necesitar dinero).
     Como era natural, todos los vecinos podrían parecer culpables, por cínicos o por hipócritas, por modestos o dilapidadores.

     El ingeniero, que vivía atormentado por los remordimientos de haber difamado y mentido --tener remordimientos, ya es que te pase algo, ¿o no, Tololote?--, pensó en un principio que todo era idea mía, que incluso su esposa se habría confabulado con los vecinos para hacer como que sí había ocurrido todo aquello para beneficiar al monótono ingeniero con algunas noticias para la cena y "reactivar" la vida familiar.

     Nunca supe cómo terminó --si llegó a algún fin-- el Caso del Asalto A Través De La Ventana Rota, pero no se necesitaba sino imaginar lo rudimentario: primero, siempre en la versión de la narradora, los alterados vecinos formaron una hermandad instantánea contra cualquiera que fuera el malo; luego empezaron a recelar y a hablar mal unos de otros, a multiplicar cerrojos interiores, a organizar sistemas de alarma, a depositar sus valores en los bancos o en casas de familiares; finalmente, con el paso de las semanas, concluyeron en que el vecino despojado se merecía el castigo: ¿quién tiene tanto valor en su domicilio? ¿cómo sabían los ladrones que había que robar ese departamento y no otro?  Seguramente, en todo caso, las malas amistades: todo se paga en este mundo, y al que mal le va es que mal hizo, etcétera.

     De modo que, sin quererlo, asumiendo que al menos algo de ese caso hubiera ocurrido verdaderamente, la realidad y yo conspiramos para que algo pasara en la vida hogareña del ingeniero y de su mujer, o bien, si todo fue invención, desperté el ingenio de la señora Tololota.  En tanto sus muchachos crecían educados tal como lo habían sido sus padres y llegaban a la ocasión en que escucharían un altercado entre ellos, como le ocurrió al Tololote adolescente.

     Los Tololotes se separarán y reconciliarán; a cierta edad, ya lo dije, no hay cambio para bien, especialmente en aquellos que nunca han cambiado.

     Ultimamente he recibido frecuentes invitaciones del ingeniero para cenar en su apacible y muelle casa absolutamente doméstica, casi infantil; me las arreglo para llevar a las prostitutas más escandalosas, a fin de que por lo menos eso cause alguna animación en sus vidas.

     Veo con satisfacción la ansiedad, el deleite, la ávida curiosidad con que las almas puras buscan, aunque sea de lejos, algo del venenoso vértigo de los pecadores.

     De mí, ¿qué puedo decir, sino que siempre los atraigo, cada vez más feo, obeso y marcado por mis también rutinarios vicios?

     Seguramente les parezco una especie de ídolo exótico, un Buda mínimo que representa la total disolución.

     Tan soy un gran espectáculo para ellos que la Tololota es la única persona, y sólo últimamente, que me ha llamado Hombre Lobo y no Zorra; en agradecimiento, a la hora de los postres, lanzo en su honor una de mis carcajadas licantrópicas.

     La Tololota sí sabe, a diferencia de su cada vez más próspero marido, lo que significa "licantrópico": lo buscó en El Pequeño Diccionario del Hogar.





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