jueves, 9 de abril de 2009

JEAN FRANCO: LAS MISTÉRICAS

JEAN FRANCO: LAS MISTÉRICAS
Por José Joaquín Blanco



En la época barroca de la Nueva España floreció una escritura involuntaria e iletrada: la de las monjas místicas y/o histéricas (mystériques, les dice Luce Irigaray) a quienes sus confesores tiránicos (como Antonio Núñez de Miranda y el obispo Manuel Fernández, que fastidiarion a sor Juana) ordenaban contar sus experiencias religiosas, a fin de que la jerarquía clerical pudiera estudiarlas y aprovecharlas como materia prima para la educación de otras mujeres y monjas, y para dotar a su patria criolla de alguna santa, que era por entonces el gran prestigio internacional que más se ambicionaba.

Es difícil saber cómo leer --si es que realmente se puede leer-- ese material al mismo tiempo rutinario y extravagante, por lo demás totalmente adulterado (los confesores traducían a su lenguaje escolástico y hagiográfico --abstracto, académico, pío, teologal, sermoneril-- el habla iletrada e ingenua de las monjas místicas, y no nos queda más que la lectura y la interpretación masculinas --burocráticas, teologales-- que la jerarquía clerical hizo de ellas, salvo aisladas citas que tampoco ofrecen muchas garantías de pureza textual. Los confesores son los autores de los escritos de las mistéricas, que así devienen mero asunto de sus amos espirituales que las deforman y contrahacen).

La estupenda hispanista inglesa Jean Franco --autora de un estudio sobre Vallejo y de varias historias de las letras hispanoamericanas-- dedica a estas monjas, "escritoras a pesar de sí mismas", el primer capítulo de su sugerente libro Plotting Women. Gender and representation in México (Londres, Verso, 1989). Se ocupa principalmente de las poblanas sor María de Jesús Tomelín (1574-1637) y de sor María de San José (1656-1736), y de la capitalina del convento de San Jerónimo, sor María Magdalena Lorravaquio Muñoz (1576-1636). (Habla en otros capítulos de sor Juana, de las "ilusas" y de la interpretación femenina de la realidad mexicana de épocas posteriores).

Las monjas novohispanas --casi todas ellas blancas, hijas legítimas, ricas o favorecidas de los ricos-- pertenecían a una sociedad que no estaba para nada interesada en ampliar el sector blanco dirigente de su población, y que destinaba buena parte de sus mujeres al convento. Aunque muchos conventos no eran sino cómodos edificios de condominios donde las religiosas no pasaban tan mal su vida terrestre en cuanto a comodidades, lujos, caprichos y golosinas, en prácticamente todos ellos --salvo incidentes aislados, que fueron vistos precisamente en su propio tiempo como excepcionales, como pleitos y hasta algún asesinato por la elección de las abadesas-- reinaba una estricta disciplina cultural, moral y religiosa. Los cerebros y la sexualidad de las monjas estaban bien sometidos a la autoridad y a la cultura masculina de los prelados y confesores, que las examinaban continua y minuciosamente, para prevenir estallidos que pusieran en peligro el dominio de la jerarquía sobre ellas. (Las leyendas de la disolución moral o del romanticismo de las monjas dentro de los conventos aparecen hasta el siglo XVIII en Europa, y más como armas anticlericales de un Diderot o de un Monje Lewis, que como fiel reflejo de una realidad religiosa. En la Nueva España, las monjas no fueron famosas como expertas en libertinajes.)

En muchos casos, sin embargo, la imaginación y la sensibilidad --sobre todo en lo inconsciente, lo involuntario o lo inadvertido-- de las monjas no pudieron ser dominadas tan estrechamente por la cultura clerical institucional ni por sus intelectualizados confesores. Algunas pobres mujeres, a su pesar, no pudieron prescindir de su capacidad de interpretar ellas mismas su mundo, así fuera mediante intensidades emotivas e irracionales y a partir de los desechos de la predicación de los frailes (todos sus viajes, raptos y visiones, no son sino sobrexcitadas versiones inocentes de los puntos de los Ejercicios Espirituales: "contempla alma mía el infierno y cómo se cuecen las carnes a fuego lento... contempla alma mía a la Virgen en su Trono de Gloria... Contempla alma mía las llagas de tu Creador", etcétera). Lo que dicen --lo que sus confesores les hacen decir-- no importa mucho a grandes trazos: sí la forma en que lo dicen y lo que de ellas se escapa, entrefiltrado, en el discurso dominante.

Es ahí donde Jean Franco ve algunos fragmentos del rostro de esas mujeres novohispanas, despojadas de la cultura letrada --no debían leer latín, ni saber escolástica, ni podían predicar o polemizar o escribir por sí mismas--, y arrojadas a una cultura sin letras ni conceptos, de pura emoción: una cultura inefable que las arrebataba como una embriaguez y que luego no podían expresar en palabras. Ahí hablan del terror de una cultura católica que siempre se siente, en el fondo, dominaba por el demonio; de cuerpos sexuales a los que la religión sobrexcita con espasmos terroríficos.

Esta cultura era tolerada --algo había que dejarles a esas pobres mujeres a las que todo se negaba, pues de otro modo explotaban-- pero a la vez muy vigilada: las jerarquías persiguen siempre todo tipo de cultura y expresión individual, letrada como en el caso de sor Juana o iletrada como en el de las mistéricas, por lo mucho que acarrea de independencia al individuo el ser capaz de interpretar por sí mismo al mundo, ya sea en categorías, ya sea en afectos y raptos.

Las místicas voluntariosas, malportadas, arrogantes, presumidas, ruidosas o soberbias eran de inmediato reprimidas: sólo se permitía el misticismo a las calladitas; tampoco debían ser marisabidillas: una mística con algo de teología de inmediato embrollaba las cosas y salía hereje: sólo se permitía el misticismo a las tontitas. Y a cambio del don de poder interpretar creativa y personalmente su vida y su mundo, se les exigía una mayor modestia, continuos castigos corporales, y obediencia irrestrica a los confesores, que las usaban de materia prima para producir muy bien pagadas y exitosas obras de orgullo religioso novohispano.

"La vida de la mística, dice Jean Franco, tendía a ser una sensación constante. No sólo Dios le comunicaba secretos, sino que las transportaba a lugares distantes (un santo paralelo con el vuelo de las brujas); ella veía visiones y alucinaba. Cuando su gratificación llegaba al colmo, perdía todo sentido del ser y de los límites. No sentía necesidad alguna de comunicar este "derretimiento" a los otros, sino cuando Dios le ordenaba hacerlo. Sólo signos exteriores --profundos suspiros, un estado de trance, señas en el cuerpo-- revelaba al mundo exterior lo que estaba ocurriendo. ¿Era esta jouissance particularmente femenina lo que, como mantiene Luce Irigaray, también feminizaba a los hombres que en ella participaban?". En aquellos siglos barrocos, el hombre místico parecía algo maricón; el verdadero macho barroco era más bien ascético, no veía visiones, se latigaba duro y sabía obedecer las reglas establecidas.

Cuando esta vía individual, iletrada, corporal se escapaba de los conventos y caía entre mujeres del pueblo, producía las "ilusas", perseguidas casi como brujas por la Inquisición --un misticismo escatológico de vómitos, sangrados menstruales, sexualidad pública (que no excluía la masturbación, el lesbianismo, el trato con menores)--, que amenazaban con quitarle la chamba a sus confesores, al erigirse como semichamánicas poseedoras de trato directo con Dios, hacedoras de milagros, profetizas, sibilas en trances y éxtasis, como en el caso de Ana Rodríguez de Castro y Aramburu. (Este tipo de precipitada sabiduría callejera y heterodoxa de estas mujeres --alumbradas, iluminadas, encendidas o llanamente prendidazas-- ha recibido la atención de Josefina Muriel, Solange Alberro, Dolores Bravo, Claire Guilhem). (1990).

miércoles, 1 de abril de 2009

LUIS GONZÁLEZ Y GONZÁLEZ: NACIDOS PARA TRIUNFAR

LUIS GONZÁLEZ Y GONZÁLEZ: NACIDOS PARA TRIUNFAR
Por José Joaquín Blanco



Parecen referirse a nuestros días algunas de las observaciones que Luis González hace del México de finales del siglo XVIII y la primera mitad del XIX: "A periodos de fe en las riquezas efectivas y potenciales del país, en la aptitud física o intelectual de sus hombres y en su ejército, suceden etapas de melancolía, de una profunda sensación de inferioridad étnica y geográfica, sentir contra el que se reacciona enseguida para caer otra vez en actitudes de engreimiento y sobrestimación... Las etapas de nacionalismo ufano suelen darse en épocas de bonanza económica, innovaciones culturales y concordia social, y generalmente concluyen en sacudimientos contra cualquier dependencia, en luchas emancipadoras. Las etapas de depresión nacen en horas de crisis, esterilidad y desasosiego y pueden concluir en peligrosos entreguismos."

Recopilado, como otros ensayos dispersos, en el volumen Todo es historia (Cal y Arena), "El optimismo inspirador de la independencia" estudia un factor siempre pasado por alto en las investigaciones históricas, sobre todo en las dadas a la superstición cientificista: lo que se da en llamar factores difusos o subterráneos, "el espíritu del tiempo", la psicología de la historia, que en muchos casos resulta no sólo pertinente sino aun indispensable. Es necesario aceptar a veces que grandes o importantes hechos surgieron sin la finalidad que ulteriormente les han asignado las generaciones posteriores, y con otro tipo de matices y características.

La arrogancia criolla: he ahí, en gran medida, el origen de nuestra nacionalidad y de varios desastres, del 16 de septiembre y de la derrota ante los Estados Unidos, de muchas constituciones y de todavía más abundantes golpes de estado, hasta que vino la generación de la Reforma a desplazar a los criollos como Casta Elegida.

Aunque la arrogancia criolla se remonta al siglo XVI (las pretensiones franciscanas de lograr en las Indias una iglesia mejor que la europea, la infatuación criolla de la riqueza y de la fertilidad americanas) y produce en el siglo XVII, como lo documenta Francisco de la Maza en El guadalupanismo mexicano, algunos de los títulos más fanfarrones concebibles, entre los profetas criollos que ya ven a su patria desplazando a Roma y a Jerusalén como capital religiosa del mundo, y a España y demás países europeos como potencia imperial, es en el XVIII cuando expresa su energía más convencida y espontánea.

A esta sobrestimación nacionalista se deben, en parte, defensas encendidas admirables como la de Clavijero, o las bibliográficas de Eguiara y Eguren y Beristáin y Souza, pero también supersticiones como la de que México era un cuerno inagotable de abundancia --quizás complementarias del auge minero borbónico, pero no del panorama general del país-- que probablemente los vanagloriosos novohispanos contagiaron a Humboldt, y no al revés, como se había venido diciendo.

González nos documenta que nunca, como a fines del siglo XVIII, en vísperas de la independencia, se gritó más sonoramente el desplante de "¡Como México no hay dos!", y con resultados más catastróficos: los arrogantes criollos sacaron al país a la moderna palestra mundial, creyendo que todo sería un desfile y que ningún carro alegórico recibiría más vítores que el suyo, y lo hicieron enfrentarse a guerras internacionales, al comercio y a la tecnología adversos del capitalismo vigoroso, y a sus propios intereses y disenciones internos, que lo desgarraron con no menor violencia que las adversidades extranjeras.

Terrible consejera es la arrogancia, tanto la de la infatuación del dinero y del poder (hace apenas diez años, estábamos "administrando la abundancia" petrolera del San Jacinto lopezportillista), como la otra, no menor, de la ideología, el berrinche y la mística: el voluntarismo político que, cegado frente a la realidad, erigido en vanidoso mesías de tambores fanáticos, termina por funcionar como inmejorable aliado de sus propios enemigos.

Los padres de la independencia soñaban sueños de oro: "Sin embargo, no se quiere demostrar que el engreimiento haya sido el factor determinante de las guerras de independencia. La lectura de muchas páginas conduce simplemente a creer que la élite de la sociedad novohispana dieciochesca, sin su fe, caliente e ilusa, en las riquezas del subsuelo patrio, en la inteligencia y buena disposición de sus compatriotas, en las costumbres de su pueblo, en el vigor del brazo militar y en el auxilio manifiesto de la providencia divina, factores todos que aseguraban una próspera vida independiente..., la separación de España no habría sucedido ni del modo ni en el tiempo de todos conocidos".

Los ilustrados mexicanos consideraban a su patria:

"Admiración del universo",

"Primera potencia del mundo",

"El mejor país de todos cuantos circunda el sol",

"El más dilatado y fecundo de todos los países del globo",

"Perla de la corona española",

"Niña bonita de España",

"Blanco a quien dirigen sus tiros las naciones extranjeras",

"México, a sus frutos propios como la grana y la vainilla, reune las producciones de todo el mundo, hasta el te, idéntico al de China" (Fray Servando).

"Opulento reino, rico país",

"Ricos, dilatados y fértiles dominios",

"El país más opulento del mundo"

Podrían añadirse ejemplos de sor Juana ("Pues yo, señora, nací/ en la América abundante,/ compatriota del oro,/ paisana de los metales;/ adonde el común sustento/ se da casi tan de balde,/ que en ninguna parte más/ se ostenta la tierra madre"), de Sigüenza y de docenas de poetas novohispanos, resumidos todos en las tres más optimistas, compendiosas y emblemáticas líneas patrióticas --heráldica triunfal-- de nuestra literatura. Así resume México Bernardo de Balbuena:

Es todo un feliz parto de fortuna
y sus armas un águila engrifada
sobre las anchas hojas de una tuna.

En otro ensayo de Todo es historia, Luis González parece sugerir que un gran pecado de la historiografía mexicana ha sido el desdén de la dimensión de la pobreza mexicana, que es desde luego asunto de desigualdad e injusticia, pero también de pobreza real, de pobreza a secas. (En su opinión, Cosío Villegas fue el primero en demostrar en que el territorio no era, para nada, ningún cuerno de la abundancia.)

Y en efecto, buena parte de nuestros más emprendedores cálculos políticos, desde los ilustrados independentistas, cuentan en su contra el defecto común de haber supuesto que disponían de un capital material, humano y espiritual (religioso o ideológico) infinitamente superior al real, y con esos cálculos exorbitantes desde luego que no hay modo de evitar ninguna catástrofe.

Debe recordarse que a principios de la guerra con los Estados Unidos abundaban los criollos ilustrados y poderosos que festinaban la victoria mexicana como algo inmediato y facilísimo; así López Portillo iba a vencer a las usurarias finanzas internacionales: en un dos por tres.

La superstición mexicana en las riquezas totales (la plata, el petróleo), y en esas otras riquezas no menos volátiles e impresionantes: el apoyo total y personal de entidades celestiales (la Virgen de Guadalupe), del genio de los caudillos (sobre todo si son presidentes) o de la irrupción liberadora de las masas (de Monte de las Cruces a la manifestación de hoy), no son fibras menores en el tejido nervioso de nuestra historia.

Y estas arrogancias van unidas, desde luego, como Quetzalcóatl a Tezcatlipoca --y que diga Moctezuma cuál fue más funesto--, como Cosme a Damián --y hay que preguntarle lo mismo a Abad y Queipo--, a la furia autodenigratoria: al "Como México no hay dos... afortunadamente; nada tiene remedio; ¡qué país! ¡mexicano tenía que ser!; No somos nada; Pura mugre y corrupción; ¡Maximiliano, sálvanos! U.S. Army...; Pobre México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos; El lado erróneo de la frontera; Lo mejor de México es Veracruz, porque por ahí se sale" (atribuido nada menos que a Ignacio Ramírez).

Porque México conoce también los abismos vertiginosos del desprecio y del odio de sí mismo.

Nuestra tensión trágica: el tironeo neurótico de posturas tan extremadas.

Recordemos ahora las cuentas felices de los mexicanos antiguos, los criollos que se creían los reyes de todo el mundo: dice González: "Según la intelectualidad novohispana, México, 'la bolsa donde la Providencia derramó a manos llenas el oro, la plata, los ingenios, la fidelidad y la religión' ofrecía indicios de ser ahora la nación escogida (sobre todas las del mundo, para mandarlas y dirigirlas). Se veía claramente el favor de Dios en la imagen guadalupana, aparecida mediante milagro. En la Virgen de Guadalupe vio el criollo de la última centuria colonial la particular preferencia divina por México, el único país a donde se envió de embajadora a la madre de Jesucristo, el Dios-hombre".

La Virgen de Guadalupe compartió --comparte-- esta dualidad funesta, al cabo la guerrera Inmaculada del Apocalipsis: es la madre de quienes nada tienen y también de quienes tienen demasiado, o pretenden tenerlo.

Dijo el Cura Hidalgo: "Realizada la independencia, se desterrará la pobreza, se embarazará la extracción de dinero, se fomentarán las artes y la industria. Haremos uso libre de las riquísimas producciones de nuestro país, y a la vuelta de pocos años disfrutarán sus habitantes de todas las delicias de este vasto continente".

Cuando la euforia petrolera, Henry Kissinger exclamó: "Mexico is condemned to success!".

También estaba condenado al éxito, gracias a la Virgen, durante la independencia, según profecía de Morelos: México "espera, más que en sus propias fuerzas, en el poder de Dios e intercesión de su santísima madre, que en su prodigiosa imagen de Guadalupe, aparecida en las montañas del Tepeyac para nuestro consuelo y defensa, visiblemente nos protege".

También condenaron al éxito a nuestro país el progreso liberal, el libre mercado, el espíritu moderno laico, el orden republicano, el capitalismo de Estado, el Estado benefactor, el corporativismo postrevolucionario, el Tercer Mundo, el petróleo, la plata, el henequén, el turismo, la restauración capitalista mundial de los años ochenta... (1989).