martes, 30 de junio de 2009

BRUMMEL Y LOS SUYOS

BRUMMEL Y LOS SUYOS
Por José Joaquín Blanco

El ideal del dandy nace, completamente armado, al día siguiente de la Revolución Francesa y campea durante todo el siglo XIX: Brummel, Lord Byron, el conde d’Orsay, Poe, Baudelaire, Barbey d’Aurevilly, Robert de Montesquiou, Wilde.
La literatura lo registra en Childe Harold, Beppo y el Don Juan de Byron, en El rojo y el negro y La cartuja de Parma de Stendhal, en la Comedia humana de Balzac (personajes como Henry de Marsay, Maxime de Trailles, Rastignac), en los Cuentos extraordinarios de Poe; en toda la obra de Baudelaire, en los poemas de Musset, Gautier, Verlaine y Mallarmé, en todo Wilde, en En busca del tiempo perdido de Proust. Se dice que también en Jean Lorrain y en Pierre Loti.
El último dandy indiscutido fue el propio Óscar Wilde, pero el dandismo siguió como fuerza visible en los ideales estéticos de Francia hasta Cocteau y el surrealismo, en Inglaterra hasta las novelas de Evelyn Waugh y los poemas de Auden; en Alemania hasta Stefan George y Rilke —encuentra su canto del cisne en la prosa de Walter Benjamin—; en la Italia de D’Annunzio, en los Estados Unidos de El gran Gatsby de Scott-Fitzgerald; y en nuestra lengua alcanza a Vicente Huidobro, a Luis Cernuda (Cf. Luis Antonio de Villena: Corsarios de guante amarillo. Sobre el dandysmo, Barcelona, Tusquets, 1983) y a los Contemporáneos (Cf. Guillermo Sheridan: Los contemporáneos ayer, FCE, 1985).
Nadie sabe qué cosa exactamente sea el dandismo, en parte porque nunca se trató de algo exacto, sino de un ideal, y sus textos definitorios (Balzac, Baudelaire, D’Aurevilly) buscan menos la descripción de un tipo, que la erección de un antihéroe, a quien por lo demás se le cantó desde un principio con nostalgia, como a una frágil quimera a punto de morir (Cf. Balzac, Baudelaire, Barbey d’Aurevilly: El dandismo, pról. de S. Clotas, Barcelona, Anagrama, 1974).
Se inicia como una exageración de la elegancia y de la excentricidad: es un ideal costoso que exige enormes inversiones en moda, mobiliario y tren de vida, y su espacio vital son los palacios, salones y celebraciones de la aristocracia. Pero a la vez nace con un destino irónico: el dandy no vive sus lujos, exotismos y extravagancias con naturalidad y desahogo, como tantos príncipes y banqueros, sino con ironía: contradiciendo, escandalizando y desengañando a ese mundo rico y elegante en que se mueve. Aunque hubo algunos verdaderos nobles y ricos entre los dandys, la mayoría de quienes aspiraban a serlo estaba más bien formada por pequeñoburgueses; de cualquier modo todos, sin excepción, salían de ese sueño de bulto del dandismo arruinados y cargados de deudas. Sus enemigos los acusaban de ser maniquíes lujosos y perezosos, frívolos, estériles, casi exánimes.
Había un voluntario autoengaño o malentendido en el dandismo, que consistía en asumir lo artificial como si fuera lo natural, y lo episódico como la esencia misma de la vida. No se esmeraban en ser muy ricos, sino en vivir como tales, o más que tales: los trajes, las corbatas, los desplantes principescos, las fiestas originalísimas eran tomados absolutamente en serio, como si fueran grandes empresas o batallas en sí mismas. Con plena conciencia, y amargo disfrute, los dandys hacían de su vida una extravagante obra de teatro para ellos mismos.
No se engañaban: no pretendían confundir la puesta en escena con la realidad, pero preferían esa puesta en escena a la realidad, con la misma decisión con que un artista prefiere el mundo que él mismo fabrica a la realidad exterior. En ello estaba su fatalismo y su (anti)heroísmo: escogían de la vida esas suntuosas e irónicas flores de trapo —sus nudos “increíbles” en las corbatas, sus trajes, sus chalecos, sus tableaux vivants de Alcibíades o Sardanápalo en salones o palacios, sus carros de múltiples caballos, sus conversaciones de intrincados aforismos—, a sabiendas de que eran artificiales, efímeras y costosísimas.
La tristeza, el desencanto incluso del propio dandismo, la esterilidad, conformaban el ánimo del dandy, siempre y cuando fuese asumido con serenidad y elegancia. De hecho, se expulsa del exigente ideal del dandy a todo aquel que tuviese otros intereses: quedaban fuera el enamorado, el desesperado, el artista, el político, el padre de familia o el empresario verdaderos. Quien tomara en serio algo del mundo real, fuera: sólo contaba ese celoso teatro imaginario —en la mayoría de los casos, duraba menos de cinco o diez años, y consumía grandes fortunas— al que dedicaban la vida entera (Cf.Patrick Favardin y Laurent Boüexière: Le dandysme, París, La Manufacture, 1988).
Llevado a este extremo, se llega al retruécano de los retruécanos: el dandismo nunca existió, dice d’Aurevilly (salvo, acaso, Brummel). La especie humana, tan falible, jamás pudo producir un dandy verdadero, ni siquiera el conde d’Orsay: sencillamente porque era demasiado guapo.
El dandy hereda, en una mezcla de alquimista, las tradiciones del aristócrata libertino del Antiguo Régimen y del revolucionario. Uno y otro conocieron la posibilidad del exceso, de traspasar límites, de imponer sus caprichos o ideas a la realidad. Pero el dandy no goza del poderío de un viejo conde ni de un líder de la Revolución Francesa: no es un noble de Las relaciones peligrosas ni de Sade, tampoco es Robespierre ni Saint-Just. Sin embargo, asume y magnifica sus desplantes, sus aforismos, sus extravagancias como indumentaria personal dirigida a impresionar... a otros dandys. No quería escandalizar al burgués, sino a sus semejantes, los únicos que podían aquilatar la valía verdadera de su personalidad y de sus representaciones.
El dandy surge en Inglaterra —suntuosa flor de podre de la morgue anglaise—, pero en una Inglaterra afrancesada que, sin sufrir la caída del Antiguo Régimen ni los costos de la Revolución, soñaba y se aterraba al mismo tiempo con los excesos de uno y de otra. Tuvo nombre desde el principio: George Bryan Brummel, tótem de la nueva tribu. Luis Antonio de Villena propone como antecedente a William Beckford de Fonthill, un riquísmo noble inglés de la segunda mitad del siglo XVIII, que se podía permitir enormes extravagancias; otros retroceden hasta Platón y Plutarco, y encuentran en Alcibíades el verdadero origen del gremio. Pero no era suficiente ser extravagantes supremos, se requerían otras cosas, que sólo la realidad europea del siglo XIX podía conceder: cierto liberalismo en la sociedad, que permitiera vivir en público episodios de vida social o tableaux vivants, a los que antes sólo podían tener derecho algunos nobles en el encierro de sus palacios; una crítica de actitudes más que de teoría, a la vida social, ya fuese monárquica, burguesa, o revolucionaria; cierta mezcla de clases sociales y un incipiente desarrollo industrial que permitiese, mediante la moda, que un noble menor o un pequeñoburgués pudiese representar en cotos aristocráticos excesos principescos; el espíritu romántico, que ya mostraba cierta simpatía por el diablo, por los destinos quebrados o marchitos, por los raros o excesivos sueños fracasados, por las ansias imposibles y los ideales quiméricos, y despreciaba los éxitos y los triunfos. Requería, finalmente, de una aristocracia en decadencia que les abriera las puertas, e incluso aclamara, a esos arribistas estéticos en los que gustaba de verse reflejada, idealizada.
Desde el principio ocurrió el amor imposible entre poesía y dandismo, con Lord Byron. Los poetas adoraban a los dandys, como héroes que trataban de vivir en la realidad un mundo poético. Pero los dandys se negaban a asumir las pasiones y las convicciones de los poetas, incluso la pasión y la convicción del poeta en su propio trabajo. No querían esencias, sino superficies. Ir más allá del rito y la superficie equivalía a apostatar del dandismo.
Por lo demás, el desencanto ideológico —ennui, spleen— del siglo XIX no encontró mejores expresiones que el dandy. Había desencanto de la religión, de la monarquía, de la burguesía y del socialismo. El dandy se atrevía a dar las espaldas por completo a la realidad, y a mirarla desde las alturas frías de su desdén, que no esperaba nada, ni pedía otra cosa que el perfeccionamiento de ese desdén operático y gratuito.
A su vez, los dandys amaban —amaban es una exageración: apreciaban— ciertos aspectos de las letras, la música y la pintura, pero como si fuesen artes decorativas. Apreciaban ciertas maneras, ciertas atmósferas. Especialmente su superfluidad. Ellos sabían que en la realidad burguesa o socialista, y a pesar de cuantas teorías se inventasen en sentido contrario, las artes no eran sino otro dandismo. Otra elegancia superflua y fatal. Otras corbatas increíblemente anudadas. Otros aforismos que no tenían mayor sentido que brillar un instante en una conversación de desencantados.
Ellos sabían que tampoco el arte tenía mayor sentido. A final de cuentas, era más valiente y elegante hacer un verso con el chaleco rojo, el cabello teñido de verde, una alcoba o un salón decorados como acuarela japonesa o pasaje de Las mil y una noches, con la manera de llevar el bastón, que con simples palabras. Lo supremo de la esterilidad, el dandy; abajo, meramente escrito o pintado, el arte; que los burgueses se ocuparan de la vulgaridad utilitaria. El pueblo no contaba. El dandy no condescendía con ningún sentimentalismo, y menos con los sentimentalismos sociales. En cierto sentido fueron grandes críticos de arte, al oponerse a las interpretaciones sentimentales, místicas o ideológicas de las obras artísticas, y ensalzar sus valores formales y efímeros.
En realidad, el dandy era un prodigio de equilibrista. Se dejaba de serlo, o no se llegaba a serlo, por un simple matiz. Aunque presumía de frío, podía llevar una agitada vida erótica, siempre y cuando no la tomara en serio; de otra manera caía en la vulgaridad del mundo real: un enamorado, un pasional. Podía escribir en periódicos, componer obras de teatro y poemas, sentarse al piano, pintar algunos cuadros: si el trabajo intelectual o artístico empezaba a gustarle demasiado, ya no era un dandy, sino un vulgar hacedor de arte. Había cometido el pecado de tomar el mundo real en serio. Igualmente, podía frecuentar la banca y la bolsa, o la política (Disraeli), pero si las inversiones o el poder lo preocupaban demasiado, ya era demasiado tarde: había quedado rota la estricta vocación del dandy.
Este tipo de negación elegante y fatal de la sociedad se volvió modelo literario de los antihéroes de la poesía y la novela del siglo XIX: vivir fuera de las normas (pero sin tentaciones socialistas ni bohemias), apreciar como el oro de la vida cosas evanescentes: el brillo, la gracia, el exotismo, la elegancia, la impasibilidad, pero a un grado de especialización máximo, de manierismo en las costumbres. Baudelaire reúne el patrimonio del dandy y lo vuelve vocación del arte nuevo. Su repulsa de la moral, del arte y de la vida modernas. Su búsqueda del exaltado instante estéril, pero lleno de forma, una forma desconcertante y provista de una artificiosa belleza glacial, de una teatralidad enigmática. Una exótica religión sin dioses, pero con rituales “bizarros”, minuciosos, implacables. Más que la de Baudelaire (quien fracasó, de tan apasionado y de tan endeudado, como dandy) la poesía dandista por excelencia fue la de Mallarmé, el autor más querido de Montesquiou.
Aunque se afirma, una y otra vez, que “el dandy no hace nada”, que ni siquiera se toma el trabajo de protestar, sino que solamente desconcierta con su elegante happening personal, sirve de recipiente a multitud de cambios mentales y emotivos que turbia y clandestinamente ocurren a lo largo del siglo. Uno de ellos es el cambio en la moral sexual. El paso de la norma cristiana a la norma cívica en la sexualidad propicia muchas pulsiones, protestas, apetencias y experimentos que rara vez se atreven a decir su nombre —algunos, nunca lo tuvieron—, y que se refugian en la impasibilidad erótica del dandy. Hablar de homosexualidad disfrazada es decir demasiado, aunque parece que a partir de Byron se volvió un “rito de protesta” mucho más celebrado de lo que se ha creído. Sin embargo, muchos dandys consumados que amaron —amaron es un decir: hicieron el amor— sobre todo a mujeres, experimentaron algo más que misoginia: un auténtico “horror de la mujer”, del sexo de la mujer, que por lo demás pobló todo el arte del siglo de mujeres fatales, de Salomés y Mujeres Araña. El dandy se proponía ser también impasible con respecto al sexo: buscaba, o celebraba, el amor artificial “hermafrodita y estéril”, “angélico”. Cuando, como en Poe o en Baudelaire, se celebra el sexo femenino, se crean mujeres quiméricas, gigantas, hetairas, misterios sáficos, esfinges demoniacas, momias, fantasmas, lamias, hechiceras, tigresas, bestias tropicales... ante las cuales el dandy puede ser lúbrico, pero sin dejar de ser estoico, de mantener su corazón y sus sentidos finalmente impasibles. De hecho, el amor por la mujer asesina al dandy y lo transforma en vulgar burgués, como le ocurre al pobre de Swann cuando se enamora de Odette, a lo largo de En busca del tiempo perdido.
A finales del siglo XIX ya cuesta trabajo ser dandy. Los casos emblemáticos, Óscar Wilde y Robert de Montesquiou (el Des Esseintes de Al contrario de Huysmans y el Charlus de Proust), ya saben demasiado. Les falta la inocencia moral de sus predecesores. Aunque ambos prefieren la vida a la obra, escriben demasiado y con mayor codicia artística de la permitida. Son elegantes y brillantes, pero ya han aprendido que nadie escapa —ni el dandy— de la vulgar condición humana: no pueden ocultar pulsiones carnales y emotivas verdaderas, más allá de cualquier teatralización, de cualquier estilización. Las drogas dejan de ser elíxires: se han vuelto tan populares que se las conoce como vulgar droga. Y no sólo el mundo real los aburre, también su personal mundo teatralizado. Está El retrato de Dorian Gray, está la agonía de la lujuria y del corazón en Monsieur de Charlus (En busca del tiempo perdido).
Pero queda el ideal de una elegancia íntima en la manera personal de habitar el mundo. Sí vale la pena endeudarse por meses (o de por vida) a cambio de una corbata de “león” o de un derroche extravagante. Sí vale la pena retar a todo un medio social (sin llegar a la ruptura) a cambio de permitirse tal extravagancia fina, tal discreta insolencia, sencillamente para ser otra cosa que los grises destinos previstos para la especie opaca. Vale la pena vivir los poemas —ciertos matices, cierta rima— fuera de la página. López Velarde soñaba con los dandys; Salvador Novo, en los años veinte, hizo más que soñar en ellos.
De hecho, los beatniks, los hippies, los millones de seguidores de los Rolling Stones, los punks, los chicos techno, algo conservan del sueño de Brummel. Ser en la vida real algo brillante y pasajero, desconcertante, ataviado, novedoso, vistoso, caro, sólo para uno mismo... y para retar solamente a quienes, como uno mismo, siguen el mismo sueño.
A final de cuentas, el dandismo no es sino tomar una canción, una obra de teatro, una novela o un poema por la realidad. Ser durante unas horas en la disco —el dandy radical lo era de tiempo completo— una especie de Rolling Stones, o más que los Rolling Stones. Nomás por serlo. Porque eso es la vida, no el trabajo del día siguiente, ni la familia en casa. Óscar Wilde declarará esta radical estetización de la propia vida que es el dandy en la autobiografía que escribió en un solo renglón: “La muerte de Luciano de Rubempré [Las ilusiones perdidas, Esplendores y miserias de las cortesanas, de Balzac] es el drama de mi vida”. Madame Bovary (a quien Baudelaire consideró una mujer de espíritu masculino) no fue una simple adúltera, sino una dandy del adulterio. Una travesti del dandismo, como su admiradora George Sand.
Óscar Wilde es el emblema y la muerte del dandy en el sentido de que —aunque dandy imperfecto, porque también fue un gran artista, y un gran apasionado— no pudo realizar ese imposible equilibrio de retar sin romper, de ser original sin exiliarse, de ser lo opuesto a la norma pero dentro de la norma. Rompió, fue exiliado y execrado. Y todo porque había que buscar algo nuevo para su propia vida. Ya no resistía el tedio del dandy. Él mismo solicita su tragedia. Se le urge, cuando todavía estaba a tiempo, que lo suspenda todo y escape. Contesta con un suicidio de dandy: “Es preciso ir tan lejos como sea posible... Y ya no puedo ir más lejos... Es necesario que me ocurra algo... que me ocurra algo... diferente”.

miércoles, 24 de junio de 2009

UN BRAVO POR LOS CASTRADOS

UN BRAVO POR LOS CASTRADOS
Por José Joaquín Blanco

La reivindicación de los castrados llegó tarde, a partir de los años setenta, y no ganó a un público amplio (europeo) sino en los noventa, con algunos libros (Dominique Fernandez: Porporino ou les Mystères de Naples; entre nosotros: Sergio Pitol: El desfile del amor), la película Farinelli y media docena de discos compactos (Le Temps des Castrats, L’Age d’Or des Castrats) que, interpretados por contratenores —Jochen Kowalski, James Bowman, Derek Lee Ragin, Alfred Deller, Paul Esswood—, retomaron el gran repertorio del siglo XVIII (Bach, Purcell, Scarlatti, Cavalli, Pergolesi, Hasse, Porpora, Broschi, Caldara, Haendel, Gluck, Mozart) para esas voces. (Hay “sopranistas” naturales, sumamente raros, como Aris Christophellis.)
Destaca el rol de Orfeo, en la bella ópera de Gluck, que ha sido éxito travesti de la Callas y de muchas divas. ¿Por qué escandalizarse de que en otros siglos los hombres cantaran en roles de mujeres, si en el nuestro todas las divas cantan en los roles de hombres, y vestidas como grandes héroes y guerreros, compuestos para los castrados?
De haber ocurrido poco antes, cuando cierta androginia causaba furor en el rock (David Bowie, Lou Reed, Mick Jagger, Boy George, Freddy Mercury, Prince, Michael Jackson, Madonna), habría gozado de mayor aceptación, y no el tímido reconocimiento a su excentricidad. Los años sesenta y setenta fueron su oportunidad, cuando la contracultura estaba en auge: Si se aceptaba con relativa tolerancia la contracepción, la esterilización voluntaria, el travestismo y la transexualidad (que, dicho sea de paso, es solamente una castración, toda vez que las mujeres artificiales no reciben en el quirófano un sexo femenino verdadero, sino una mera simulación plástica), ¿por qué seguir siendo tan intolerantes frente a la antigua castración con fines musicales? ¿Por qué el sí para las vasectomías, las ligas de trompas y los transexuales, y el no sólo para los castrati?

LA VOZ INCONCEBIBLE
Ignoramos cómo nació la ocurrencia de despojar de los testículos (no del pene, cuyos pleno crecimiento y función eréctil no se dañaban en las operaciones exitosas) a los niños o adolescentes que destacaban en el coro, a fin de impedir que las hormonas masculinas destruyeran la agudeza y la claridad de la voz infantil. En realidad, no sabemos cómo cantaban realmente los castrados. No era solamente una prolongación de los registros infantiles, ni una imitación de la voz de mujer.
Era eso, y algo diferente: una potencia nueva, por la más amplia caja torácica masculina y las cuerdas vocales más fuertes, que permitía a los castrados una voz artificial prodigiosa, la cual se usaba en catedrales y capillas no sólo para representar a los altos ángeles en misas, misereres y aleluyas, y en la ópera personajes femeninos, sino sobre todo a los grandes personajes heroicos que requerían una voz angélica o sobrehumana: los dioses y los héroes de las mitologías. Sí, para cantar como Orfeo se necesitaba algo más que una voz de tenor: una voz de castrado.
Ahora nos resignamos a que las divas interpreten, ridículamente travestidas en guerreros, los papeles de Jerjes, Julio César, Escipión, Pompeyo, Hércules, Mitridate, Ciro, Alejandro, Aquiles, Orfeo, Rinaldo, que fueron escritas para los castrados. “Nada en toda la música es tan bello como una voz fresca y joven de castrado. Ninguna voz de mujer tiene su firmeza, su fuerza y su suavidad”, escribió el poeta Wilhelm Heinse. Y el propio Diderot: “¿Estabais ahí cuando el castrado Caffarelli nos sumía en el arrobamiento?”
Los papas, los reyes y los empresarios se los arrebataban. Italia, Inglaterra, Austria, Alemania, Rusia, Francia. Se les escuchaba en el imperio turco. Cristina de Suecia interrumpía guerras internacionales y provocaba conflictos diplomáticos para ganarse a los castrados más brillantes para su palacio. Tanto admiraba Felipe V de España a Farinelli, el único ser en el mundo que pudo extraerlo de sus profundas depresión y neurastenia, que le dio rango de ministro de Estado, para escándalo de Voltaire (Cándido). Hasta Napoleón contrataba para su servicio particular a los castrados, al mismo tiempo que lanzaba humanitarios edictos liberales contra la castración. Los principales roles para un castrado, además de la música eclesiástica, eran los de héroes mitológicos o de la historia antigua, no los de soldado, torero, rentista, poetastro pobretón, tendero o buen vecino que a nadie se le antojaban en los siglos XVII y XVIII, y que se volverían protagónicos hasta el siglo XIX. Eran personajes increíbles, magníficos, para los que se buscaban voces portentosas, inauditas.
Escribe Patrick Barbier: “Muchas horas de trabajo diario durante años procuraba a estos cantantes una capacidad respiratoria que, añadida al desarrollo de la caja torácica, les confería una potencia y una autonomía respiratoria realmente admirables. Sacchi decía que Farinelli poseía ‘lo que es más importante, una capacidad pulmonar de inspiración y espiración de una amplitud extraordinaria’. Además, la situación muy particular de la laringe del castrado y el acercamiento de las cuerdas vocales a las cajas de resonancia acentuaban la sensación de plenitud, de brillo y nitidez que fascinaba al auditorio. Por último, las cuerdas vocales del castrado, generalmente más cortas que en el hombre pero más largas que en la mujer y, sobre todo, más musculosas, debían de producir un sonido intermedio donde se fusionaban, en un cuerpo masculino, los más bellos atractivos de la voz del niño y de la mujer”.
Alcanzaban tonos sobrehumanos durante un tiempo increíblemente largo. Sus acrobacias vocales empezaron a tocar lo inconcebible en el siglo XVIII “con cantantes que pasaban alegremente del grave al medio y al agudo, con aterciopelado igual en todas las gradaciones. Cusanino pasaba del Do 3 al Do 5 (o Do agudo). Pacchiarotti del Si bemol 2 al Do 5, Marchesi del Sol 2 al Do 5 y Farinelli del Do 2 al Do 5, y hasta el Re 5 (Re sobreagudo). Aún más excepcional, pero no necesariamente más estético, era el Fa sobreagudo del castrado Domenico Annibali, que no debía de tener muchas ocasiones de utilizar. En un caso absolutamente único, el de Luca Fabris, el exhibicionismo vocal resultó literalmente mortal. Una noche el maestro Galuppi exigió a su discípulo una nota tan elevada que el joven castrado tuvo un ataque y murió en escena”. (Partrick Barbier: Histoire des Castrats, París, Grasset, 1989; versión castellana de Javier Vergara Editor, Buenos Aires: Historia de los castrati.)
En la película Farinelli se intentó crear en un laboratorio —“reinventar”— una voz de castrado, mezclando las voces de la soprano Ewa Malla-Godlewska y del contratenor Derek Lee Ragin: “Como nadie hoy en día posee un rango vocal de castrado (hasta tres octavas y media), se convocó a la soprano y al contratenor, para que aquella cantara las partes más agudas y éste las más graves”, nos informan los productores. El montaje tuvo más de 3 mil “puntos de edición”, además de los trabajos para “homogeneizar los timbres” de ambos cantantes... Un castrado cibernético. ¡Frankenstein en la ópera!

LOS PRESTIGIOS DE NÁPOLES
El auge de los castrados duró solamente un siglo, el de las Luces, aunque ya brillaban en el XVII y siguieron dando la batalla en el XIX: de Monteverdi a Rossini. El empeño de crear estos ángeles de la música surgió en el Vaticano y buena parte de Italia (Nápoles, Venecia, Milán, Bolonia) a principios del siglo XVI, al parecer como remedio a la prohibición papal de que las mujeres cantaran en la iglesia y los teatros —lo que obligaba, para suplirlas, a estar formando continuamente coros desechables de niños que, al poco tiempo, conforme crecían y les cambiaba la voz, había que reemplazar. Hubo cuatro escuelas o conservatorios de castrados en Nápoles.
La castración o “eviración” fue desautorizada desde mediados del XVIII por los científicos racionalistas, humanitarios y progresistas de la Enciclopedia y luego por la Revolución Francesa, como monstruosidad y ultraje a la condición humana. El papa León XIII prohibió definitivamente el uso de nuevos castrados en la música eclesiástica hasta 1902, pero siguió empleando a los que ya había hasta 1913.
La castración con fines de canto siempre estuvo sometida a debate. La Iglesia Católica desautorizaba teóricamente esa mutilación, aunque instruía, empleaba y premiaba a algunos cientos de mutilados, que formaban parte conspicua de los coros de las iglesias y de la corte del papa y de todo tipo de obispos y cardenales. (Para lo único que sirvió esa prohibición fue para que la castración, como el aborto, se practicara semi-clandestinamente, en condiciones higiénicas desastrosas.)
Se trataba además de una mutilación ejercida a niños muy pobres, incluso en contra de su voluntad, por la ambición de atraerles, a ellos y a sus familias, las riquezas y el renombre del éxito musical. Siempre se supo que se trataba de un verdadero tráfico de infantes, en el que estaban involucrados la propia familia del niño, los colegios de música, los jerarcas eclesiásticos, los profesores y empresarios musicales y los altos funcionarios de reyes y príncipes.
Para agravar más las sombras del procedimiento, ocurría que las más de las veces esa operación no era realizada por cirujanos profesionales, sino por empíricos y barberos, en condiciones de sanidad deplorables, de modo que muchos niños operados (hasta en un 80 por ciento) morían o sobrevivían —lesiones, hemorragias, infecciones— en condiciones trágicas. La técnica consistía en drogar a los niños y cortarles los testículos dentro de agua hirviente —para atenuar la hemorragia—, a veces mezclada con leche o con hierbas que se suponía antisépticas, y dejarlos cicatrizar.
Aun cuando tenía éxito, la castración no aseguraba una voz extraordinaria, ni siquiera pasable, en la mayoría de los casos; de modo que muchísimos castrados nunca brillaban como cantantes, sino que se pululaban como sombras de coros, colegios y sacristías.
Los argumentos en favor eran poderosos, aunque no lo parezcan tanto dentro de nuestra humanitaria lógica moderna. Los castrados no sufrían mayores riesgos que los que se cernían sobre los soldados de las especialmente sangrientas guerras del siglo XVIII, y escapaban de las salvajes condiciones de los campesinos y trabajadores de minas o fábricas. Espantarse del castrado y no del soldado, del campesino o del trabajador era llana hipocresía humanitarista de tartufos bien pensantes. Multitud de jóvenes pobres arriesgaban tanto como el castrado en la guerra o el mar, para salvarse a sí mismos y a sus familias de la miseria.
Dice pintorescamente Dominique Fernández, en nuestra época: “Quienes se levantan contra la barbarie de la castración olvidan las considerables desventajas que compensaban una pequeña disminución física [sic], por lo demás menos radical de lo que se piensa... [pues] eran capaces de hacer el amor. Cuando tenía éxito, la operación los dejaba estériles, pero no impotentes”.
Miles de hombres y de mujeres ofrecían en esos siglos no sólo su sexualidad, sino sus personas y destinos completos, al servicio de Dios y la iglesia. Escandalizarse del destino sexual del castrado, y no del de los miles de frailes y monjas también era un tartufismo. Con la humanitaria lógica actual, incluso la maternidad sería monstruosa en esos siglos, pues infinidad de bebés y de madres morían en el parto, o quedaban en muy malas condiciones.
De hecho, el castrado era una especie de fraile, y como éste contaba con el gran argumento: “Nada es poco, ni un órgano humano, ni la propia vida, ofrecido en honor y a la gloria de Dios y de su Iglesia”. Se sacrificaban los testículos para la mayor gloria de Dios... y del papa, los cardenales, los obispos, los reyes, y luego de la afición en general, que aplaudía a rabiar, sin mayor escándalo, a sus ruiseñores absolutos. Incluso en la puritana Inglaterra, donde causaron furor.
El arte también lo exige todo. Los boxeadores, los toreros, algunos acróbatas y corredores de autos también corren riesgos mortales para escapar de la miseria, hacerse de prestigio y enamorar al público. Entre los músicos del Vaticano y de Nápoles no se decía que habían castrado, sino “mejorado”, a los niños cantores. En Francia, que apenas se les había “incomodado”.
La verdad es que el escándalo frente a los castrados en la edad moderna se debió menos a motivos realmente humanitarios —sólo Dickens se acuerda de qué les pasaba a los niños obreros—, que al represtigio en el siglo XIX del sexo masculino. Las partes viriles son mucho más estimadas en la época moderna que en la barroca: las “vergüenzas” de antes se volvieron el intocable orgullo del hombre del siglo XIX, que admiraba menos a los ángeles y a los mitos, y más a los soldados, a los aventureros, a los seductores, y finalmente a los padres y abuelos de buena familia... figuras todas ellas poco alabadas en la época barroca.
Ni la virilidad (los reyes se polveaban, maquillaban y enseñaban la pierna), ni la fertilidad (que era una calamidad para las mujeres), ni la procreación (indeseable para los ricos, porque dividía los patrimonios; y para los pobres, porque aumentaba la miseria) eran en los siglos XVII y XVIII los emblemas de oro en que los convirtió el romanticismo y la familia burguesa... y que nuestras pastillas, condones, diafragmas, dispositivos, vasectomías, abortos y ligas de trompas de fin de milenio están descascarando. La tragedia de los castrados fue sobre todo la de quienes murieron o quedaron lisiados y enfermos, y la de quienes no siguieron cantando como ángeles, a pesar de la operación.

LA PROFESIÓN Y LOS MITOS
Pero muchos castrados, acaso trescientos en total, sí llegaron a ser cantantes magníficos en tres siglos europeos; algunos, una docena, se volvieron las grandes estrellas internacionales de su tiempo, adorados no sólo por papas, cardenales, reyes y nobles, sino por el propio pueblo, como si se tratara de las actuales estrellas de rock: Farinelli, Caffarelli, Giziello, Marchesi, Mateuccio, Pacchiarotti, Senesino, Sifacio... Nacieron al mismo tiempo que la ópera, y fueron sus mayores estrellas durante siglo y medio, desplazando muchas veces a las mejores sopranos. (Los tenores contaban poco; los bajos, casi nada.)
Buena parte de su éxito se debía no sólo al “artificio” de dotarlos de una voz más aguda y potente, sino a su esmerada educación en el virtuosismo vocal, de la que carecían las sopranos y los tenores. Los castrados eran los cantantes mejor educados en los siglos XVII y XVIII. Solían ser, además, músicos tan preparados —contrapunto, ejecución de instrumentos, composición— como los ejecutantes y compositores más reputados. Estudiaban en rigurosas academias de Nápoles durante más de diez años con los mejores maestros de Europa, y no se limitaban sólo a interpretar, ya que el gusto de la época les permitía inventar o improvisar todo tipo de variaciones sobre la partitura (Da capo), al grado de transformarla por completo, e insertar sobre óperas o programas dados sus arias favoritas. Eran verdaderos inventores de música. Algunos escribieron sus propias obras, y casi todos fueron también maestros en colegios y coros importantes. Rossini se indignaba de que los castrados solamente se interesaran en su despliegue de virtuosismo, de florituras, sin respetar las proporciones ni el tejido dramático de las óperas, pero no quiso exterminarlos, sino llamarlos al orden, a la obediencia de las partituras.
Hay mitos sobre los castrados que no cuentan con apoyo testimonial. Uno es el de considerar que la operación los feminizaba tanto sexual como físicamente. Sí hubo muchos castrados redondos como matronas —también existieron curas, banqueros y carniceros “completos” gordísimos—, pero se sabe de bastantes que fueron galanes muy atractivos, de exitosa estampa viril. Y no fueron homosexuales famosos sino todo lo contrario: reputados amantes de marquesas mal casadas. Se les acusó rara vez de seducir hombres, y sí, todo el tiempo, de ser preferidos por las damas aristocráticas, por su glamur y por la ventaja de que no corrían el peligro de embarazarse de ellos. Hasta cundió el mito de que, aliviados de tan pesadas bolsas, poseían una potencia, una agilidad y una duración mayores.
Marchesi, Caffarelli y Farinelli no fueron menos lascivamente asediados por las damas que un moderno cantante de rock. Para Stendhal (defiende a los castrados en sus biografías de Haydn, Mozart, Metastasio y Rossini), el castrado Velluti no sólo era un gran cantante, sino “uno de los hombres más apuestos de su siglo”, y cuenta que en Viena las mujeres llevaban medallas con el rostro de Marchesi.
Madame Vigée-Ledrum (Souvenirs 1790-1793) narra cómo las damas romanas irrumpían en gritos y en desamayos cuando cantaba Crescentini. Caffarelli y Rauzzini conocieron arriesgadas peripecias, típicas del Don Giovanni de Mozart, para escapar de los iracundos maridos de sus amantes. Pacchiarotti se batió en duelo por una marquesa. Sifacio se disfrazó de monja para seguir amando a una viuda, a quien la celosa familia había encerrado en un convento. Bernacchi, monógamo y casi feminista, no aceptaba cantar a precio alguno si no era al lado de su amante, la soprano Antonia Merighi.
Sorprende, por lo demás, la longevidad de muchos de ellos, que llegaban a los sesenta, setenta y ochenta años, en una época en que el promedio de vida no pasaba de los cuarenta (lo que acaso se explique por la vida disciplinada y sana que su difícil profesión de cantantes virtuosos les exigía: rara vez se les acusó de ebriedad o disipación, aunque sí fueron víctimas del vicio del juego.) Stendhal encuentra que, a los setenta años, Pacchiarotti siempre “centellea”, siempre canta de modo “sublime”; y no sólo canta: “en seis conversaciones con este gran artista, he aprendido más que en todos los libros: es el alma que habla al alma”.
Muchos de los castrados triunfadores fueron empresarios, maestros, filántropos notables, con devoción por sus familias y por la religión. Todo lo opuesto a su fama de “invertidos disolutos”. Claro que se puede sospechar, en los más jóvenes y apuestos, que ofreceran ocasionalmente algo más que cantos a sus benefactores cardenalicios, como documentan Casanova y Balzac (Sarrasine), pero en la infinidad de documentos maliciosos que existen contra ellos no se les acusa concretamente de ejercer venalmente la homosexualidad.
Es razonable suponer que se dedicaban de lleno a su mayor atractivo, el canto, que tanto les redituaba y más les había costado. Tenían que ensayar arduamente todos los días, pues todo su destino estaba en el virtuosismo profesional, y su fortuna en triunfar como cantantes virtuosistas contra sus feroces competidores. Por su parte, los cardenales y marqueses homosexuales podrían contratar para sus amores a muchos efebos comunes y corrientes, que les saldrían infinitamente más baratos. Un buen castrado en el siglo XVIII llegaba a ganar, por su canto, más que un general; a cualquier purpurado podría costarle toda su fortuna hacerse de semejantes amantes canoros. Y los cardenales son avaros, siempre. Sólo se sabe de una relación homosexual abierta de este tipo: la del castrado Cortona, quien por lo demás alguna vez había intentado casarse formalmente (el matrimonio estaba prohibido a los castrados), con el hijo del duque de Toscana, un Médicis.
La decadencia y extinción de los castrados se debió a varias razones: a la filosofía moderna, humanitaria y naturalista, de los enciclopedistas, que exigía el respeto a las “normas” de la naturaleza y a los derechos humanos, y que se volvió ley en toda Europa a partir de Napoleón; al romanticismo, que condenaba los artificios, virtuosismos y “monstruosidades”, y celebraba el culto “natural” a los roles sentimentales: el amor “normal”, y ya no los mitos, se volvió el asunto de las óperas del siglo XIX, permitiendo el triunfo definitivo de las sopranos: Lucia de Lamermoor, Carmen, La Bohème, La Traviata, Tosca, Madame Butterfly... La única excepción a esta regla, Wagner, no encontró sitio en su Walhalla para los castrados barrocos.
Philosophes, enciclopedistas, románticos, liberales, socialistas y positivistas odiaron a los castrados como a una monstruosidad barroca más, como si fueran retablos escandalosos, dragones o quimeras de la música. Finalmente, al ser derrotado en cuanto poder terrenal, el Vaticano no pudo seguirse manejando a través de los ambiguos arbitrios de los papas y cardenales, y tuvo que aceptar las leyes europeas modernas y prohibir definitivamente la contratación de castrados en sus iglesias (aun así, había en 1913 un castrado en el Vaticano, Alessandro Moreschi —un castrado sin técnica, pues las escuelas napolitanas para castrados fueron suprimidas cien años antes—, quien había tenido la mala ocurrencia de grabar varios discos en 1902 y 1904, que para nada hacen justicia a todos los “¡bravo!” que durante más de un siglo Europa entera entonó en loor de los ángeles del altar y los ruiseñores de la ópera).
La Iglesia siguió —sigue— usando las efímeras voces infantiles para sus coros “sublimes”. A la fecha, los coros femeninos no son lo más habitual ni lo más destacado de la música católica, a diferencia de los coros negros protestantes, con todas sus Mahalias Jackson en los Spirituals, que a veces aburren tanto como si Roberto Carlos le cantara al papa Juan Pablo II.
Puede uno imaginarse a un castrado de buena estampa, que representa a un héroe griego; ahí está, trepado en una colina de cartón piedra, más ataviado que el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Porta espada, escudo y lanza relucientes, un casco de plumas en la cabeza (“de por lo menos seis pies de altura”, especifica Stendhal). Y canta, canta Da capo durante más de un cuarto de hora apenas unas ocho frases, con todas las variaciones “inconcebibles” que se le ocurran, entre un heroico estruendo de trompetas (menos potentes que la voz del castrado), y todo para vencer a un mudo y magnífico león de utilería, acaso revestido de tres o cuatro docenas de larguísimas cabelleras rubias naturales, frente a un público consternado o eufórico que está en un momento insólito, sobrehumano. En su entusiasmo se imagina que el arte es más que la vida, que es una vida diferente, maravillosa, de otro modo, en otra parte. Cree que el hombre puede crear reinos de prodigio, paraísos artificiales.