jueves, 17 de septiembre de 2009

KLAUS MANN


KLAUS MANN: LA FRAGILIDAD Y EL PELIGRO

Por José Joaquín Blanco

Ayudado por unos cuantos high-balls, Klaus Mann (1906-1949) escribió en su diario en 1941: "Estoy cansado de todos los clichés, de todos los trucos literarios. Estoy cansado de todas las máscaras, de todas las mañas que sirven para disfrazarse. ¿Es del arte en sí mismo de lo que estoy cansado? Yo me quiero confesar".
Su última obra había sido un excelente estudio sobre André Gide, el maestro del autoanálisis y de la confesión como arte, de modo que estaba más que entrenado en ese género --por lo demás, casi todas sus obras, aun las más ambiciosamente "creativas" o imaginativas, tenían mucho de confesión apenas disimulada --Chico de esta época, Mefisto, El Volcán.
Pero Klaus Mann --de quien se había burlado así Bertolt Brecht: "El mundo entero conoce a Klaus Mann, el hijo de Thomas Mann. Pero, de hecho, ¿quién es Thomas Mann?"--; el brillante exponente de la generación alemana de entreguerras, el activista antinazi, el sofisticado occidental europeo que recientemente se había norteamericanizado y hasta uniformado como soldado voluntario de los Estados Unidos --y hasta pretendido elaborar una mitología del soldado norteamericano como el Hombre Nuevo del Mundo Redimido, salvado de Hitler--; el adorador de las mitologías yanquis de Whitman y Thomas Wolfe, el valiente reportero-aventurero de guerra y de paz por todo el mundo, de China a la guerra española, del Moscú de la preguerra a la invasión de Alemania (cuando le toca interrogar personalmente al prisionero Goehring, hacerlo responder a la pregunta: ¿Hitler ha muerto?); el decadente homosexual stefangeorgeano (el culto a Maximin) con no escasa afición a las drogas, simultáneamente magnetizado por la profundidad de Gide y el vitalismo teatralizado de Cocteau, por el vanguardismo radical de René Crevel y por los ángeles terribles de Rilke; el combativo narrador de atmósferas y personajes de farsa diabólica, la danza suicida de los años veinte y treinta de Europa, que encontraba la principal fuente de respiración intelectual en la atmósfera enrarecida de Kafka; en fin, este hombre que apenas rozaba los 35 años (n. 1906), pero que cargaba el apellido más literaria y moralmente prestigioso de Alemania --todos los Mann eran heroicos, geniales y famosos--, ¿conseguiría, verdaderamente, confesarse en un libro?
La elaboración de esta obra le llevó los últimos años de su vida. Se empeñó en complicarse la tarea. Para empezar, por un berrinche antinazi y antigermánico llevado a la extravagancia, acababa de abjurar no sólo de la nacionalidad, sino de la propia lengua alemana, y en su fascinación pro-norteamericana había decidido cambiar, así de rápido, de lengua aun para escribir. De modo que redactó The turning point en inglés: lo hizo rápidamente y alcanzó a publicarlo a finales de 1942: no tuvo mayor resonancia, y hoy en día se lee --a pesar de sus abundantes pasajes de importancia y belleza-- sobre todo como una muestra de propaganda bélica de la Segunda Guerra Mundial.
Pronto Klaus Mann advirtió que su berrinche había llegado demasiado lejos: secretamente empezó su desencanto de los Estados Unidos y de la demoracia norteamericana --sobre todo a la caída de Hitler, cuando ya no era obligatorio creer que toda la bondad del mundo estaba repartida entre Stalin, Roosevelt y Churchill--, y aunque esto no lo cuenta expresamente en los libros (sino en cartas privadas, o lo deja entrever entre líneas), se resolvió en su decisión de reescribir tal obra en alemán, con múltiples adiciones, ampliaciones y supresiones.
(Piensa: ¿qué tanto sirve vencer al nazismo si sus vencedores se han contaminado de él? En efecto, todas las burocracias aliadas, sobre todo la norteamericana y la inglesa, se convierten el día de la victoria en aparatos mucho más autoritarios de lo que el liberalismo burgués permitía: el nazismo había militarizado y burocratizado a Occidente más allá de toda medida. Orwell no escribió 1984 pensando en la URSS, sino en la propia Inglaterra burocratizada y militarizada de Churchill. Y el maccarthismo era el nazismo modernizado, con TV: Klaus le escribe a su hermano Golo Mann: "Nos van a matar a todos los intelectuales". La hoguera de libros de Berlín se vuelve la cacería de intelectuales de Washington).
Terminó la versión alemana --el verdadero original-- en abril de 1949; se suicidó en Cannes un mes después, el 11 de mayo, a los 43 años de edad, cuando parecía que --según la lógica aparente de su obra y de su pensamiento-- el sol volvía a sonreír, una vez abatido el enemigo de toda la civilización, una vez comenzado el Orden Nuevo, el optimista Viraje --Der Wendepunkt-- por el que venía luchando al menos desde 1932.
Esta obra quedó oscurecida largos años, pero a finales de los setentas alcanzó una exitosa reconsideración, como algunas de los otros libros de Klaus Mann, especialmente Mephisto, Der Vulkan, Flucht in der Norden, Treffpunkt in Unendlichen, Kind dieser Zeit, Alexander.
En español sólo se conocía su magistral estudio de André Gide (Biografías Condesa); hace algunos años apareció en Emecé la biografía novelada de Tchaikovski, Sinfonía patética.
Pero no, Klaus Mann no consiguió la confesión. Muchas de las libertades que no tuvo se lo impidieron: no podía hablar a fondo de una familia tan mesiánica como la de Thomas Mann; no debía exponer demasiado los desórdenes de la vida de un chico que, por muy bohemio y loco que se quisiera, seguía siendo el hijo de Thomas y el sobrino de Heinrich Mann; y si bien le estaba permitido explayarse cuanto quisiera sobre las ruindades de Alemania en la "farsa infernal" del nazismo, no podía intentar ni siquiera pálidos esbozos de crítica de los Mesiánicos Aliados. Der Wendepunkt. Ein Lebensbericht (Le Tournant. Historie d'une vie, en la versión francesa), fue concluido en pleno maccarthismo, cuando cualquiera que hubiese jamás dudado de la perfección de los Mesiánicos Aliados tenía que ir a defender su pureza ideológica y de conducta ante el Senador Joseph Maccarthy.
De modo que el crítico que tanto elogió la sinceridad en Gide, no cuenta sinceramente nada significativo de su vida en esta obra; el periodista de combate que tantos defectos encuentra en Alemania, aun antes y después de Hitler, y en la Italia de Mussolini, no descubre ninguno en los otros países, ahora triunfadores --Francia, Estados Unidos, Inglaterra, aparecen como fotos publicitarias; aun la URSS es vista amablemente-- (¡cuántos esfuerzos le lleva expresar, casi con disculpas, su temor de que De Gaulle sea un político "conservador"!), y en fin, el heroico activista antinazi, el gran empresario cultural de la Alemania en el exilio, el director de las combativas revistas de exiliados Die Sammlung (desde Amsterdam) y Decision (Estados Unidos), es decir, el campeón del pensamiento europeo independiente en épocas de crisis, termina como el ingenuo propagandista de los marines, el reportero del órgano oficial de la ocupación norteamericana de Europa, Star and Stripes. No fueron los existencialistas los grandes profetas y víctimas del "compromiso" en la literatura; tuvieron patriarcas anteriores, como Klaus Mann.
Pero si Klaus Mann no consiguió este arte de la confesión --sobre todo porque había demasiados secretos, o asuntos delicados o problemáticos que no se sentía con el derecho ni con el arrojo de tocar--, logró algo muy importante: un testimonio de primer orden de la vida de los demás. Der Wendepunkt pertenece al género gertrudesteiniano de la "autobiografía de todo mundo".
Narra con aptitud magnífica el temperamento de la intelectualidad europeizante de Alemania; el "tango infernal" de Mefisto cuando la moneda se fue (con la inflación) a las nubes, y las grandes ciudades como Munich y Berlín se volvieron los cabarets más memorables de la tierra, desde Babilonia; describe con una prosa tan sentida como inspirada, las vacilaciones del propio Espíritu Europeo, cuando parecía --y lo parecía de a de veras, en serio-- sucumbir ante una barbarie extravagante y prefabricada de pandilleros militaristas: es decir, cuando la Cultura Europea había enfrentado su propia devaluación práctica, y estaba a punto de volverse insignificante, impracticable (y no hablemos sólo de poesía o de óperas, sino de la cultura de la familia, las leyes, el gobierno, la individualidad, la vida privada); sigue el itinerario de la gran tribu de escritores alemanes en el exilio, la duda de muchos de ellos, la caída oportunista de varios ante el nazismo; encarna el contradictorio y exaltado espíritu de vanguardia y de libertad de los años veintes, cuando al borde mismo de la crisis todo pudo ponerse en tela de juicio, y se estuvo dispuesto a experimentar con todo, desde el sexo en las calles de Berlín o los baños turcos de Budapest, hasta las formas y las ideas, los conceptos y las emociones en los ateliers parisinos o los café-cantantes alemanes, en las entretelas de "ismos" como el comunismo, el surrealismo, el expresionismo, el freudismo, el...
No narró tanto su vida como el paisaje que la rodeó. Su vida, acaso por fortuna, queda enclavada --y en clave-- en sus novelas, pero el paisaje sí que ha sido capturado con mano conmovida y maestra en Der Wendepunkt: "La historia de un hombre que ha tenido que pasar los años decisivos de su vida en un vacuum espiritual, esforzándose con fervor por integrarse a alguna comunidad, por someterse a algún orden, pero siempre errante, siempre vagando sin tregua ni reposo, siempre inquieto, siempre en busca".
Estas son las grandes virtudes de su estilo, precisamente las que han logrado que, después de un cuarto de siglo de olvido, se recuperen en Europa sus libros.
Es el Mann inquieto, el imperfecto, el dudoso; es el Mann nervioso, el excesivo, el que se rompe; es el Mann que se levanta y tropieza y va de nuevo al suelo; es el Mann que sueña alto, sin fingir --con todas las mañas académicas del mundo-- que sueña.
Su Mephisto es menos doctoral, pero mucho más diabólico --de un diablo más verosímilmente existente en la vida conocida-- que el Doktor Faustus de su sólido padre: ¿Quién imita a quién? ¿La naturaleza o el arte? ¿Klaus a Adrian Leverkühn o viceversa? ¿Thomas Mann sirve de modelo a las diatribas antipaternales de Klaus y/o Klaus --aun avant la lettre-- a las tragedias del talento y la sensibilidad excesivas, de la imaginación radical dentro de los ambientes de la decente burguesía alemana, del decentísimo creador de La muerte en Venecia, Tonio Kröger).
Digamos simplemente que en Klaus, La montaña mágica se vuelve un verdadero Der Vulkan.
Poco después del suicidio de Klaus Mann (1949), su padre Thomas tuvo que contestar el pésame de Herman Hesse: "Mis relaciones con Klaus eran difíciles y de ninguna manera exentas de un sentimiento de culpabilidad, ya que mi existencia siempre arrojó de antemano una sombra sobre la suya... Klaus trabajaba demasiado rápido y con demasiada facilidad; eso explica algunos de los defectos y negligencias de sus libros".
No: eso no los explica. A diferencia del padre, que escribió novelas de cientos de páginas sobre la sólida clase burguesa y sus terrores --sobre cómo encauzar constructivamente el erotismo, lo enfermizo o delirante, la imaginación y el espíritu dentro de la respetable vida burguesa--, y se dio el lujo de aspirar a la perfección y a la inmortalidad, el hijo escribió libros de prisa en épocas de prisa sobre vidas exiliadas y en peligro. Su combustión resulta tan mérito propio, como la solidez en los libros del padre. ¿Por qué la supersticiosa elección entre lo sólido y lo combustible, lo perfecto y lo transitorio? Todo coexiste. Hay épocas y espíritus para todo. Durante décadas --de mediados de los treintas a mediados de los sesentas-- no se le perdonó a Klaus el no ser Thomas, ni a sus libros el carecer de solidez, perfección, objetividad, morosidad; pero pronto se supo que la vocación de Klaus Mann era otra: todas sus obras han sido reeditadas, muchas con éxito --algunas han llegado a la pantalla, como Ludwig de Visconti, o Mephisto de István Szabós--; todas las opiniones desfavorables están revisándose.
¿El artista contra el burgués? "El burgués, escribió, el hombre normal que se siente bien en su piel y en este mundo, que reverencia y admira (aunque nunca sin cierta reserva recelosa), el poder-del-espíritu, los nobles-ideales, la pura-belleza-del-arte, todos estos productos sublimes de una moralidad dudosa, de una servidumbre dolorosa y de un tormento orgullosamente disimulado. El creador, en cambio, experimenta una curiosa mezcla de desprecio y de envidia ante tanta ignorancia inocente. ¡Cómo debe ser fácil la vida, piensa él, para quienes no tienen sueños ni una misión! Estos inocentes felices --¡ellos no saben de la maldición de la locura creadora; no saben nada del martirio de ser elegidos! ¡Qué lisos y vacíos son sus rostros! ¡Qué bellos son! ¡Qué atractivos! ¡Si tan sólo se pudiera ser como ellos! Pero uno, de veras, ¿querría ser como ellos? ¿Se cambiaría por uno de ellos?". Este párrafo es propio de todo el clan Mann --Tonio Kröger, o bien Hans Castorp frente a Madamme Chauchat, la central noche de carnaval de La montaña mágica--, pero en Klaus rompe el equilibrio y asume un radicalismo patético: una apuesta por la derrota. No sólo se escoge la dificultad artística, sino que se diría que se la corona de una necesaria catástrofe sin la cual no valdría la pena. Su dignidad estaría sobre todo en su derrota, en su dolor, en su tragedia --y aun más, en su patetismo grotesco, en su caída brutal no exenta de ridículo ni de sarcasmo.
Todos los Mann (Heinrich, el de El ángel azul, Thomas, Klaus) se enfrentaron en sus novelas al mismo tema: el poder denigratorio del amor o la pasión sobre el hombre refinado (sobre todo si es artista, o de temperamento artístico): la capacidad que tiene el amor de convertir a sus víctimas en payasos, ancianos ridículos, enfermos delirantes, bestezuelas lastimosas sin dignidad burguesa --a veces, sin ningún tipo de dignidad.
En Klaus Mann esta devastación de las pasiones se encumbra. La aplaude. Se diría que ha erigido todo un culto a tal devastación, en su propia obra y en la de los demás. Aun en la de su padre.
Cuando Klaus escucha de labios de Thomas Mann el episodio de la esposa de Putifar de José y sus hermanos, escribe: "Ella se despoja de su dignidad como de una máscara inoportuna. El amor rompe su orgullo, le estropea el rostro, la convierte en una vieja lúbrica; este amor imposible, irrealizable, inadmisible, que ella siente por el esclavo extranjero, quien por lo demás se muestra reservado e inflexible. La mujer de Putifar se abandona a su pasión absurda con igual extremismo masoquista del que animara en otro tiempo, en el Lido de Venecia, al novelista envejecido, Gustav Aschenbach, que se dejó llevar por emociones de naturaleza muy semejante. En José, es la aristocrática egipcia la que se rebaja y se envilece como, entonces, el escritor alcanzaba el cólera y a quien Eros había herido. Por su amor trágico y grotesco, ella arriesga todo, su rango, su prestigio, su hogar, sus bienes. Este amor imposible es su maldición, su cielo, su fiebre y su exilio" (Der Wendepunkt)
Klaus Mann se enfrenta sentidamente a este asunto --"su amor trágico y grotesco"-- sobre todo en su biografía novelada de Tchaikovski, Sinfonía patética, 1935. Los entretelones autobiográficos --o al menos, las referencias irónicas o dramáticas de sí mismo a propósito del músico-- son varias: la obligación del destino homosexual de ser trágico --de ser siempre fatal, y casi siempre suicida; el fracaso como artista serio, la duda del artista sin asideros ni pruebas contundentes de su propio genio, sobre si realmente lo es, o simplemente la hace de payaso, que puede significar la mayor tragedia concebible en su destino --si uno no es, a final de cuentas, a fool playing Goethe, como dijo creo que Thomas Wolfe; la condición de no-plenamente-europeos de los rusos y los alemanes (los nacionalismos ruso y germánico como enemigos del arte europeo u occidental), que convierte a algunos de sus mejores artistas en una especie de permanentes exiliados. Los Mann en Alemania, como en su tiempo Tchaikovski en Rusia, fueron acusados de ser demasiado afrancesados, cosmopolitas, heterogéneros, "occidentales", como para ser al mismo tiempo "verdaderos" ejemplos de sus patrias respectivas. Klaus Mann consideraba que su autobiografía sería "la historia de un alemán que quería llegar a ser europeo, de un europeo que quería llegar a ser ciudadano del mundo".
El Tchaikovski de Klaus Mann es un hombre solitario, envejecido a los cincuenta años, que ha fracasado en todo --aunque sólo él lo sabe--, menos en un éxito servil, "comercial" --tiene fama, dinero y prestigio, exclusivamente entre quienes no le interesan demasiado; jamás entre los que admira o ama, ni entre los que quisiera amar o admirar--: se le celebra con ironía, se le aplaude como músico con no pocos guiños irónicos, como si se aplaudiese al músico-payaso, al músico-cursi, al músico-de-circo, a un talento de music hall.
La Sinfonía patética está habitada por una soledad de lujosos e incómodos cuartos de hotel, entre fantasmagóricas compañías de meseros y camareros ávidos y funcionarios o agentes insoportables. Al llegar a los 50 años, el músico no sabe si ha logrado cumplir en algo los dos grandes impulsos de su vida: el erotismo y el arte, o si frente a ellos no ha conseguido sino gesticulaciones lamentables. Su Sinfonía patética es este final dolor. Su confesión de vencido.
En la novela de Klaus Mann, el contagio de cólera que sufre el músico poco después del estreno de esa sinfonía, es premeditado: un suicidio. Se ha insistido en la importancia de Tchaikovski para Klaus Mann como un Aschenbach, como un vencido del erotismo, un caído en la lucha con el ángel; es sin duda mayor su perfil, como el de un artista dotado y laborioso, que después de trabajar con ahínco y honestidad toda su vida, se encuentra frente a la duda total: ¿He llegado a algo? ¿No me he estado engañando a mí mismo y a los demás? ¿No he hecho como artista, en el fondo, más que el ridículo? El propio Klaus no lo admiraba especialmente como músico: "Era precisamente el hecho de que se pudiera dudar de su genio, las fallas de su carácter, las debilidades del hombre y del artista lo que me lo hacía familiar, comprensible y digno de amor". (Der Wendepunkt)
La novela consigue por esta solidaridad un patetismo entrañable, digno, tan sentido como imbuido de un respeto y una seriedad fundamentales hacia el fracaso, o la posibilidad del fracaso de toda una vida. El lector participa en el feroz juicio privado del músico y al personaje novelístico, y aunque no podrá fallar en un sentido definitivo, encuentra la seriedad, casi la solemnidad religiosas de un proceso tan definitivo y encarnizado. La Sinfonía patética es el peregrinaje final del viejo Tchaikovski hacia su muerte, la consecución o la constatación de sus fracasos personales y artísticos: la invocación a la muerte, porque la vida vencida ya le resultaba insoportable; porque ya no tenía fuerzas para seguir fracasando. Tiene la belleza de la derrota implacable, tiene la nobleza del vencido absoluto.
El suicidio, por lo demás, es el gran tema de Klaus Mann. Es buen asunto de la familia Mann, desde los tiempos de la tía Carla. La generación de Klaus es una generación de suicidas: son los hijos de los padres exitosos, primero, que caen abatidos por la sombra incontrastable de sus sólidos próceres, en los frenéticos veintes berlineses de danzas patéticas, o frente al terror del avance nazi. Su "ángel con rostro de boxeador", el escritor francés René Crevel, ¿por qué se mató? Dice Klaus: "Se suicidó porque tenía miedo de la demencia. ¿Por qué se suicida uno? Porque ya no quiere uno, porque ya no puede uno vivir la siguiente media hora, los próximos cinco minutos. De golpe se está en un punto muerto, en un punto de muerte. Se llegó al límite: ya no hay un paso más. ¿Dónde está la llave del gas? ¡A nosotros, el phanodorm! ¿Sabe amargo? ¿Y qué con eso? La vida no ha tenido un sabor particularmente bueno". Crevel había dejado como último recado: "Estoy disgustado de todo".
Klaus Mann hace a Tchaikovski tragar adrede agua contaminada para infectarse del cólera. "El poderoso físico del enfermo se resistió más de tres días al abrazo de ese oscuro poder para cuya llegada con tanta diligencia se había preparado Piotr Illich y cuya presencia él mismo se había conjurado, por fin. Ahora que estaba realmente ahí y lo sacudía y ya no lo soltaba, su rostro era manso y tentador como el que antes le mostrara durante tantas noches, durante ese dulce cuarto de hora previo al sueño, cuando flotaba en la habitación con su máscara maternal y efébica. Ahora ya no necesitaba disfrazarse y mostrarse seductora; ahora llegaba despiadada, fea y cruel... Vemos ahora a Piotr Illich Tchaikovsky caído, acosado por todos sus dolores, sucio de vómitos y defecaciones, sacudido por las convulsiones. Sobre ese rostro señalado por el severo Señor y ya devastado, comienzan a aparecer manchas negruzcas. También sus brazos y piernas han adquirido una tonalidad negruzca. Nasar y una robusta enfermera se empeñan en masajearle las extremidades. El doliente Piotr Illich los deja hacer con una martirizada expresión en sus ojos azules. Sólo se defiende cuando Vladimir (el sobrino amado, Bob) pretende intervenir en esas curaciones. ¡No! ¡No!, grita entonces el enfermo, ¡No quiero que me toques! ¡Te lo prohíbo! ¡Podrías contagiarte! Además, huelo mal... Y el joven Bob se retira de la cama y las lágrimas corren por su rostro, que se ha perfilado aún más durante esos terribles días. ¡Sal de la habitación!, grita martirizado desde su lecho. Mi aspecto es repugnante. No quiero que me veas así. ¡Vete!".
El amado se presenta como cadáver en corrupción frente al efebo; el músico, el artista, acaso se confiesa a sí mismo en el último momento de lucidez, en la agonía: he sido vencido, mi arte no fue serio.

viernes, 4 de septiembre de 2009

MANN, EL WAGNERIANO




MANN, EL WAGNERIANO
Por José Joaquín Blanco

“Más se aprende de los buenos panfletos que de los himnos”, dijo Thomas Mann a propósito de las diatribas de Nietzsche contra Richard Wagner, y a lo largo de toda su vida escribió muchas veces a la nietzscheana sobre este músico, en cartas, conferencias y artículos, que su hija reunió en un volumen: Richard Wagner y la música (Wagner und unsere Zeit), Ed. Erika Mann, Tr. Jordi Sánchez, Barcelona, Plaza & Janés, 1986
Wagner fue la pasión de su vida y el modelo no tan velado de sus masivas novelas. En él vio la monstruosidad del ego romántico, capaz de las ambiciones del genio, de las utopías del revolucionario y de la barbarie del superhombre (o sea, un superanarquista o un superbakunin, según lo definió Shaw —The Perfect Wagnerite (1898-1923), Man and Superman (acto III) y Écrits sur la musique, 1876-1950, Ed. y Tr. de Georges Liébert et al, París, Éditions Robert Laffont, 1994—); los abismos de arriba y los abismos de abajo. Su ambición de la novela como el arte total compite con la teoría wagneriana de la ópera como summa de las artes. Y su fuga del realismo burgués hacia la novela mítica recorre los pasos que Wagner caminó de Rienzi a El anillo del Nibelungo, Tristán e Isolda...
Mann le aprendió a Wagner el truco que escandalizaba a Nietzsche: crear una obra con tan diabólica trampa que lo mismo fascine al público ignorante que a los artistas refinados. Y esto, cargando sus novelas, como Wagner lo hizo en sus óperas, con “una nueva especie de mito y música, capaz de elevar de forma inconmensurable el rango espiritual, la dignidad artística... imprimiéndole una gravedad auténticamente alemana...” (1937). Ópera de ideas, novela de ideas.
Wagner extendió el uso musical del leitmotiv en la ópera: hizo que cada personaje o asunto tuviera su tema propio (a veces varios), que como personaje musical en sí mismo transita y se desarrolla en las diversas arias y escenas, incluso en las diferentes óperas de su tetralogía, dentro de vastos tejidos contrapuntísticos que ponen a la ópera a rivalizar con la sinfonía. “Realmente, no es difícil advertir un hálito del espíritu que anima a El anillo del Nibelungo en mis Buddenbrook, en esa procesión épica de generaciones unidas y entrelazadas gracias a un conjunto de motivos centrales” (1911).
El gran tema de Thomas Mann, como es sabido, fue la enfermedad. La presencia subrepticia y clandestina de la enfermedad —de la tuberculosis a la locura— y de la muerte. “Todas las heroínas de Wagner se distinguen por un sublime histerismo, un algo sonambulesco, mágico y nigromántico, que pone en su calidad de heroínas románticas un ingrediente de turbulenta modernidad. Pero la figura de Kundry, la rosa infernal, es una pieza de patología mística en su atormentada duplicidad, en su desdoblamiento como instrumentum diaboli, y penitente ansiosa de redención; está pintada con una crudeza clínica, con un atrevimiento naturalista en la investigación y exposición de la enfermiza vida anímica... y en Parsifal... se dice de Klingstor que es el demonio del pecado oculto, la rabia de la impotencia contra el pecado; nos sentimos transportados a un mundo místico de atormentados estados anímicos, el mundo de Dostoyevski” (1933).
El apasionado de Wagner escucha en esas óperas la “nostalgia de la muerte” de Novalis, y se encamina a La muerte en Venecia: “los fastos necrofílicos de Tristán” (1933). “El reparto de Parsifal, ¡qué galería de personajes, qué colección de excéntricos escandalosos! Un mago castrado por su propia mano; una desesperada que se desdobla en corruptora y Magdalena penitente, con catalepsias entre uno y otro estado; un sumo sacerdote que se empeña en ser redimido por un joven casto...” (1933). Las novelas de Mann no ofrecen un reparto menos espectacular.
El auge de Wagner, que lo puso a la par de Bach, Mozart y Beethoven, si no más arriba, empezó en su propio tiempo (coincidió con la preeminencia de Prusia, después de su victoria contra Francia en 1870) y no ha cedido entre los melómanos de todo el mundo. Hay quien dice que no existe mejor música sobre la tierra que la marcha fúnebre de Sigfrido en El crepúsculo de los dioses, o el coro de los peregrinos de Tannhäuser, o la música marítima —”ya casi atonal”— de Tristán e Isolda, o la inmolación de Brunilda, o la cabalgata de las valquirias, o la forja de la espada, o los murmullos del bosque, o... Mann, por su parte, se atrinchera en la tradición y en el rigor, y prefiere lo menos wagneriano de Wagner: Parsifal (consagración del tercer acto), Lohengrin (preludio) y Los maestros cantores (la concepción musical del Tristán, pero depurada de caos y de epilepsia, y hasta reluciente de cotidianeidad, sentido común, humor y gusto por la música, aun cuando carezca de declamación y de profecía).
Llega a vociferar contra el segundo acto de Tristán e Isolda que, “con sus embelesos metafísicos, es más para jóvenes que andan desconcertados con su sexualidad”, como dice —con la lengua completamente mordida— el autor de La muerte en Venecia, El elegido y José sus hermanos. G. B. Shaw celebra que desde el preludio de esa ópera, se escuche ya no el amor sentimental, sino la sexualidad ardiente en pleno teatro y a toda orquesta. Es tal la morbidez del sexo y de la muerte en la música de Wagner, para no hablar de sus aspiraciones a la santidad y al misticismo, que uno se pregunta cómo no fue incluida en las listas de cultura decadente que los nazis ordenaban quemar. Los admiradores nazis de Wagner muchas veces simplemente pretendían no escuchar grandes partes de su música o escuchar en ellas otras cosas.
En contraste con su hermano Heinrich, Thomas Mann fue desde joven un liberal-conservador, enemigo de las grandes musas políticas de los tiempos modernos, que como sabemos enloquecieron a Wagner: el socialismo, el patriotismo, los misticismos religiosos y esotéricos, el milenarismo, el imperialismo, el anarquismo, la filosofía voluntarista de Schopenhauer. Quería una Alemania “republicana, burguesa y decente”, bien limitada y domesticada por Francia y por Inglaterra.
A diferencia del alemán democrático antinazi habitual, que defendía la existencia de dos Alemanias (la de Hitler y la del exilio, y consideraba el culto nazi de Wagner como una profanación), Thomas Mann ve a Hitler claramente en Wagner: lo encuentra en “su ambición de conquistar a los más sofisticados y a los más simples”, abrumándolos con pathos, con aluviones emocionales; en su adoración del público, que lo lleva a recurrir a los elementos que ese público amaba, “tanto los demócrata-revolucionarios como los nacionalistas”; en la ensoñación de una santa barbarie germánica superhumana y ajena a la “decente” burguesía civilizada de Francia e Inglaterra.
Lo mismo le da Wagner al público la utopía luterana, populachera y democrática, de Los maestros cantores, que todos los fastos vaticanos de Parsifal y Tannhäuser; los héroes sencillos y los príncipes y artistas neurasténicos, las hadas y los ogros; coquetea con las purísimas ninfas del Rhin y con la generosa Brunilda, sin dejar de hacerles guiños a los demonios que asesinan a Sigfrido; predica contra el poder, atesorándolo con codicia; canta, en los murmullos del bosque, la vida primaveral, y la encamina a la noche hiperestésica de las culpas emocionantes.
“Yo encuentro el elemento nazi no sólo en la cuestionable literatura de Wagner; lo encuentro también en su ‘música’... El entusiasmo que provoca, el sentido de grandeur que con tanta frecuencia nos invade en su presencia”. Esta música a su modo contracultural o de crítica a la civilización burguesa “con su liturgia y su aliteración, su hondo arraigo en el suelo por un lado y su mirada vuelta hacia el futuro por el otro, con su apelación a una sociedad sin clases, con su revolucionarismo mítico-reaccionario, con todo ello, es la precursora ideal” del nazismo (1940).
Pero, en tal caso, ¿alguien se atrevería a condenar la música religiosa europea porque en ella se puede ver el fanatismo de las guerras a muerte entre sectas cristianas, de las cruzadas, de los autos de fe y el exterminio de herejes y de pueblos enteros en tres continentes? ¿El canto gregoriano y los motetes fueron “un precursor ideal” de la Matanza del Templo Mayor en Tenochtitlan? Y luego: ¿En Rameau se escucha la revocación del Edicto de Nantes? ¿Gershwin tiene algo qué ver con los yanquis en Vietnam? ¿Milhaud con los franceses en Argelia? ¿El buen Elgar suena al colonialismo inglés en la India? Desde luego: ni la cultura ni el arte son inocentes —el canto gregoriano y los motetes sí sonaron en las masacres de la conquista de América—, y todo tiene que ver con todo; pero el hecho histórico es que las óperas de Wagner fueron estrenadas entre 60 y 80 años antes del auge del nazismo.
George Bernard Shaw recuerda que El anillo del Nibelungo fue ideada y compuesta parcialmente desde 1848, a la luz revolucionaria de Bakunin y de Marx. Sigfrido es el Hombre Nuevo de esos revolucionarios, que triunfaría sobre el capitalismo, la iglesia, la familia, la burguesía y el Estado caducos de Alemania. (El enano Alberich y sus nibelungos esclavizados en las minas, acumulando y acumulando oro; el odio a la inteligencia de Loge y a la experiencia de Mime, la fe en el comenzar desde cero de un joven nuevo, todo él vitalidad y “voluntad de vida”, no contaminado por la cultura burguesa).
Pero Wagner se tardó un cuarto de siglo en componer la tetralogía, y para entonces ya era un viejo bribón acostumbrado a los reyes y a ser el profeta total de una Alemania engrandecida, de modo que aceptó en su vejez, con júbilo, un Sigfrido imprevisto pero sumamente oportuno: Bismarck. Su teatro de Bayreuth no fue el teatro de masas que ensoñara en 1848 sino un resort del turismo plutocrático. Los sueños de juventud suelen conocer tales metamorfosis. Nietzsche rechinaba los dientes.
En El anillo del Nibelungo el triunfo del héroe dura poco (la victoria sobre el dragón, el enfrentamiento con el propio Wotan y la liberación de Brunilda, a quien apenas alcanza a amar en una sola escena), y sobreviene la destrucción de todo y la vuelta al caos original, sin dioses y sin héroes. Como en el Tristán, se canta aquí la muerte, la derrota, la destrucción: la gran “marcha fúnebre” de Sigfrido, la “inmolación de Brunilda”. En su vejez, Wagner ya no creía en el triunfo del Hombre Nuevo: de Sigfrido celebra la derrota; su héroe final no fue ya ningún revolucionario, sino un pacifista religioso: Parsifal.
Por lo demás, como el artista fáustico, como la propia Alemania, Wagner conjuga al ángel y al demonio: es una “combinación de barbarie y refinamiento, tan alemana, con la que también Bismarck sometió a Europa, más un erotismo como aún no se había exhibido en sociedad... un amaneramiento, una pretensión, una autoalabanza y autoescenificación demenciales... El Tristán completo ya no podría yo soportarlo...” (1949).
La solución del arte, de Alemania y del mundo era, para Thomas Mann, Goethe: la cabal civilización burguesa, sin barbaries, abismos ni genialidades peligrosas. Pero mientras que a Goethe logró con suma habilidad, en una hazaña de virtuosismo sin paralelo, convertirlo en el dócil personaje cómico de Lotte en Weimar: el sabio en pantuflas que siempre resulta menos interesante que una dama saludable —la cual, a final de cuentas, tiene mejor plantados los pies en este mundo que todos los libros—; mientras la solución civilizatoria de Goethe se prestó para su magistral broma, Wagner continuó obsesionándolo: la enfermedad, la muerte, los mitos, la noche, las nupcias del pecado y la virtud, la locura, las ambiciones del superhombre, el hambre de lo nuevo y lo inconmensurable, los mares infinitos de ese Tristán que ya no quería oír completo.
Nunca pudo burlarse del Doctor Fausto wagneriano (no fue un Germán Valdés que filmara, por ejemplo, “Trin-tán y Vitolda”), aunque sí del “mozartiano” Goethe que proclamaba preferir. Los escritos de Mann sobre Wagner suenan más a novela que a ensayo: son a su vez un drama wagneriano, una insubordinación contra el nuevo salvaje “oro del Rhin”.

martes, 1 de septiembre de 2009

THOMAS MANN: LA MUSA ENFERMA


THOMAS MANN: LA MUSA ENFERMA

Por José Joaquín Blanco

1. TONIO KRÖGER Y SUS HERMANOS
Tonio Kröger (1903), de Thomas Mann es una novelita casi sin anécdota, cuya materia narrativa apenas si está dispuesta para cubrir una intuición que se le irá volviendo obsesiva al autor de La muerte en Venecia (1911) --el derrumbe del artista en la propia ciudad del arte--, hasta culminar, en 1947, debidamente acrecentada y solemnizada como epítome de toda una vida de creación artística y de reflexión sobre las artes, en el Doktor Faustus: la intuición de que, en el mundo moderno, burgués, el verdadero artista no es tan burgués, que resulta en su sociedad un extranjero y hasta un enemigo, que tiene pactos con los enemigos o con Lo Enemigo de la vida burguesa.
Esta enajenación cultural y social del arte y el artista con respecto a su sociedad abarca un amplio repertorio de actitudes, desde las extremosas y contestatarias, tanto en el sentido individual e íntimo como en el social --inspiradas, más que en cualquier otro autor, aunque Mann echa mano de todo el romanticismo europeo y del alemán en particular, en Nietzsche--, hasta las más melancólicas y modestas, como la de Tonio Kröger, que aquí aparece sin más como un "burgués descarriado", que no logra todavía causar grandes problemas a su civilización ni a sí mismo, pero que ya consigue arruinarse la vida "normal" o "natural", la que deseaba, y ganar a cambio --y como remuneración vital de su obra-- un vacío, una irrealidad, un enajenamiento con respecto a los suyos, un hielo, un fuego helado: una distancia de extranjero entre los suyos, que lo ven con crecientes frialdad y suspicacia, casi como a un criminal o a un proyecto de criminal.
"A menudo --dice Tonio Kröger-- me encuentro mortalmente cansado de representar lo humano, sin participar lo más mínimo en el fondo de la comedia... A mí me parece que nosotros, los artistas, compartimos un poco el destino de aquellos cantores pontificales que requieren de tan especial preparación... Cantamos la belleza conmovedora. Sin embargo..."
Tonio Kröger aparece como un temperamento inicialmente enemigo de su clase saludable. Aquí empieza a fallar un tanto la teoría de Thomas Mann: el artista no "se hace" enemigo o extranjero de su propia sociedad, sino que ya nace descarriado, herido o marcado. No tiene en verdad mucha culpa ni mérito en lo que le pasa: ya era así: más sensible de lo que debiera permitirse dentro de su vigorosa clase burguesa de banqueros, comerciantes y propietarios sólidos, sanos y de cortos y concretos criterios. (El apellido Kröger está emparentado con el de Buddenbrook en la saga de la nobleza mercantil y financiera de la ciudad de Lübeck, a la que canta Thomas Mann). El artista aquí no es tanto un productor de cultura, cuanto un temperamento hipersensible. Sólo en Doktor Faustus el artista logrará, al menos, ser el constructor y el dueño en gran medida de su propia culpa.
Aquí el artista es todavía un semejante al enfermo de La montaña mágica --enfermo a causa sobre todo de la represión de las pulsiones que la burguesía no permite, como venganza del cuerpo y la naturaleza contra el lecho de Procusto de la civilización pragmática y bursátil--, un hombre que ama demasiado la vida, al grado de que --como enseña el evangelio-- deberá perderla. Y en efecto, sus dos amores --como los de Hans Castorp-- le son finalmente indiferentes precisamente porque Tonio los ama demasiado, los sobreinventa y sobrecarga de emotividad y fantasía, los aleja de tanto querer acercárselos: el amigo de su adolescencia y la muchacha de quien se enamoró en la primera juventud. Si los hubiese tomado ligeritos, como actos y episodios tan burgueses y cotidianos como los de sus vecinos, no habría tenido mayor dificultad.
"La literatura, dice Tonio Kröger, es todo menos un oficio; es una maldición, para que usted lo sepa... Empieza uno por sentirse marcado, experimenta un antagonismo inexplicable frente a los otros, los normales, ¡los ordenados! Ve entre él y los demás un abismo de oposición, de disconformidad; su inadaptación al medio se hace cada vez más profunda; uno se queda solo y desde entonces ya no puede haber comunicación posible entre el mundo y él... para descubrir en el seno de la masa humana a un artista, a un artista auténtico, no a uno cuya profesión burguesa y civil sea el arte, sino a un artista predestinado y sentenciado a serlo... El sentido del aislamiento, de no pertenecer a ninguna parte, de verse extraño y extranjero en el mundo, todo esto se refleja claramente en su rostro..."
El arte aparece en Tonio Kröger, de Thomas Mann, como un camino opuesto, enemigo de la vida. Si de joven Tonio cree que su talento será reconocido vitalmente cuando llegue el éxito, y entonces tendrá una revancha de su juventud incomprendida a través de la admiración popular, también se equivoca: no importará para nada, así sea mil veces superior, así sea el de Dante o el de Goethe.
La vida es otra. La vida es indiferente a estas construcciones "espirituales" veneradas más por convencionalismo que por convicción --aún en la época, anterior a la Primera Guerra Mundial, cuando la hipócrita burguesía europea pretendía venerar el Espíritu--: el arte crece siempre --y siempre es siempre-- hacia mayor soledad, hacia un mayor exilio, hacia una mayor frialdad, hacia un mayor vacío, hacia una mayor irrealidad, hacia un mayor enajenamiento.
"En el repliegue último de mi alma --dice Tonio--, abrigo contra el artista toda aquella misma reserva que mis honorabilísimos antepasados, allá en la estrecha ciudad nórdica, contra el juglar ambulante o algún artista aventurero", o contra un claro delincuente.
En la gran escena final de Tonio Kröger en el balneario nórdico, la Antivenecia, el artista asiste tres lustros después, irreconocido, como fantasma, a una puesta en escena --pero excluido del todo-- de los sueños de su juventud, con su amigo y su amada enamorados y felices, ajenos a sus preocupaciones y dramatizaciones y sobre-emotividades sospechosas de arte.
Ellos son la vida clara y pura y de bulto; él, la fantasmagoría oscura y envidiosa, la irrealidad, las quimeras torcidas y huidizas en el vacío.
Lo importante de esta novela, sin embargo, es la final constatación de que el arte es más puro en cuanto más se aleje de la vida; que el sargento o el banquero que en sus ratos libres hace versos cursis y sinceros, no hace sino repetir la melcocha sentimental-moralizante de siempre; de que precisamente por revelar sincera y claramente el sentimentalismo y el moralismo burgueses, resulta una expresión estúpida y repugnante a una mente y una sensibilidad un tanto aguzados, un tanto despiertos.
Una constatación de que el arte, que debiera expresar y depurar la vida, termina erigiéndose como una realidad enrarecida y diferente, que contagia a sus cultores de un sudor helado, de un rito de fantasmas.
Tonio Kröger se niega todavía al pacto diabólico del Doktor Faustus (le faltan medio siglo, las vanguardias, dos guerras mundiales, el nazismo). Todavía dice, bienintencionado e ingenuo, que no se dejará arrastrar por las quimeras y los fantasmas del arte; que, en el fondo, su "amor más profundo y más secreto" corresponde a "los seres límpidos y dinámicos, a los dichosos y los agradables, a los sencillos y los vulgares" que ni lo entienden ni lo estiman: a los burgueses felices.
Eso es desde luego falso: él tampoco entiende ni estima mucho a estos "naturales" e "inocentes" no corrompidos por la cultura: ni siquiera los conoce: apenas usa sus atractivos rostros --escoge precisamente a los rostros ad hoc, que son minoría en la burguesía como en cualquier clase-- para encarnar y vestir a una quimera más, pariente del Buen Salvaje de Rousseau, la del Burgués Sencillo, futbolero o jinete, puro, intocado por el arte, pero cuya expresión honesta resulta siempre "trivial e inservible".
El artista desterrado y descarriado, en cambio: "Es preciso ser algo extrahumano o inhumano; es preciso mantener una relación lejana y extraña con el mundo sensible para ser artista".

2.- LOS BUDDENBROOK
Sin duda alguna, la temprana novela de Thomas Mann (portentoso ejemplo de precocidad: toda una Comedia Humana a los 25 años) que le valió el Premio Nobel y la popularidad mundial, Los Buddenbrook (1901), es la menos intelectual de sus obras extensas --mucho menos llena de aparato u hojarasca teórica que La montaña mágica, Doktor Faustus y José y sus hermanos.
Tal vez por ello mismo sea la más propiamente novelística, y una de las más frescas (con, desde luego, La muerte en Venecia y El elegido). La razón es muy sencilla: Thomas Mann, uno de los mayores novelistas de nuestro siglo, nunca fue un pensador importante, y en la medida en que intentó u ostentó serlo, lastró sus libros de teorías secundonas, banales o peregrinas, que se soportan (y mal) por la belleza propiamente narrativa --la creación de personajes concretos, de atmósferas, de movimientos de la pasión y de los intereses-- que por fortuna nunca deja de faltarles.
(En cambio, su obra no narrativa es mala: ensayos sobre política, sobre filósfos o autores importantes, sus diarios, su espantoso prólogo cuasi-frazeriano a la edición inglesa de José y sus hermanos, sobre el Mito y la Atlántida y el infinito y las zarandajas, son petulantes y falsamente eruditos, con pedantería de amateur engolado en todología al por mayor. El buen pensador de apellido Mann no se llamaba Thomas, sino Heinrich).
Cuando, en 1925, Mann recibió el Nobel, André Gide creyó hacer un buen elogio a su par alemán al contradecir a la Academia Sueca, que explícitamente lo premiaba por Los Buddenbrook, y exaltar La montaña mágica. Pero de las dos, la buena novela es Los Buddenbrook.
La razón es sencilla: La montaña mágica, como materia narrativa, se basa en una intuición genial pero breve, escueta, que no debió de superar la extensión de la novela corta: el amor entre dos personas todavía hermosas por fuera pero corroídas en los pulmones y las vísceras por enfermedades fatales y crecientes, que ahora, por primera vez en la historia de la humanidad, gracias a la radiografía, podían contemplarse; el clímax de La montaña mágica es la adoración (no exenta de necrofilia ni de amor por lo sucio, como en Aschenbach) de Hans Castorp por Madame Chauchat en la noche de carnaval, su acercamiento ambiguo, y el presente que ella le deja: la radiografía de sus pulmones averiados, su foto interna de la enfermedad, de la carne que va corrompiéndose, corroyéndose; casi una anticipada foto de su cadáver.
La montaña mágica era, según afirmación del propio autor, la contraparte de La muerte en Venecia, su otra novela de amor terrible. Pero Mann traicionó su materia narrativa concreta para lanzarse a una vaga alegoría de Europa y el universo a través de las aburridísimas y casi siempre bobas discusiones de dos pedantes verbosísimos, Naphta y Settembrini, de los que no quisiera saber nunca más en mi vida. Pero el amor de Hans Castorp por la enferma, pasional Madame Chauchat, el delirio en la nieve y la existencia física de los condenados a muerte en el hospital de las alturas montañosas de Suiza, bien valen esos rollos que, en las relecturas, uno puede saltarse (y hasta, para abreviar, arrancarles las páginas).
De ahí que La montaña mágica sea más exaltada como vaga alegoría de la Decadencia de Occidente en la época prenazi, que leída con gusto como novela, cosa que sí ocurre con Los Buddenbrook, difamada como "novela de la decadencia burguesa" --o, para usar el buen chiste de Guillermo Cabrera Infante, como "la novela sobre los dolores de muelas", por los que sufre uno de sus protagonistas, pero que ha vendido un cuarto de millón de ejemplares tan sólo en la versión castellana de Plaza & Janés (excelente traducción de Francisco Payarols).
Los Buddenbrook bastaría para establecer a Thomas Mann como uno de los tres o cuatro mayores novelistas del siglo. Este joven que termina un novelón perfecto, sin caídas ni negligencias, sin espacios muertos, sin desperdicio alguno, todo concentrado y nuevo y lleno de ambición y de vida, todo en movimiento, sin página que arrancar ni línea que saltar, diríase que de principio a final de su millar de páginas sólo hay músculo y nervio, no se atrevía aún y por fortuna a profetizar en sus novelas. Narraba, narraba, narraba con una sed inextinguible de crear existencias minuciosas y concretas. Y narrar es el genio de Thomas Mann.
El asunto era poco original y sin mayor distinción. Una novela burguesa realista sobre una dinastía de comerciantes en una ciudad de Alemania del Norte, Lübeck. La vena de Balzac y Zolá, pero sin las tentativas críticas de éstos. Thomas Mann narra el cuento de hadas de la opulencia mercantil de esta familia sin acordarse de la fealdad y la vulgaridad y la llana desdicha cotidiana que estaban fuera de las casonas patricias como la mansión Buddenbrook, ni de la miseria del 90% de la población (los pobres sólo aparecen para, sonrientes, recibir regalos navideños de sus amos o intentar revoluciones socialistas absurdas que de inmediato abandonan, quitándose el sombrero y tartamudeando, cuando sus amos les dicen: ¿Oye tú, qué tanto haces ahí sin trabajar?).
Como Scott-Fitzgerald en El gran Gatsby, en Los Buddenbrook Thomas Mann salta del realismo al cuento de hadas. Ni él ni su familia fueron tan distinguidos como los Buddenbrook, de modo que narra en ellos, desde abajo, desde la perspectiva de quien nunca fue "tan" burgués, sus propios sueños de riqueza, comodidad, familia estable y casi aristocrática, belleza física (¡Esa manera de Thomas Mann de describir a los muchachos! ¡Ese muchacho Morten como alucinación junto al mar de la heroína, cuando adolescente, casi le gana al pastorcillo que se desnuda para seducir a la luna, con que arranca José y sus hermanos!); sus propios sueños de seguridad rotunda y fértil en el mundo. No es el retrato de una clase: Los Buddenbrook es el sueño de la clase burguesa alzado bien alto. Su catedral inspirada.
Se dice que Los Buddenbrook es una novela de la decadencia burguesa. ¿Cuál decadencia? No, todo lo contrario: es la novela de la exaltación de la burguesía a los terrenos de la tragedia. Thomas Mann logra en Los Buddenbrook llevar a los tenderos de Lübeck a los terrenos trágicos antes sólo aptos para aristócratas arruinados o héroes mitológicos. Les da algo de Troya y de la Casa de Usher.
Para ello, crea tres personajes antiburgueses al final de la familia, a través de los cuales se cuenta casi toda la historia: la mujer Tony, sobre todo, cuya mentalidad y sensibilidad de princesa voluntariosa, así como su mala fortuna, la vuelven un poco Ifigenia; el hermano loco o juglar, que no es malo ni particularmente perverso, pero que no es burgués, y el no serlo lo lleva a terminar encarnando la locura y la perversión; y el vástago final, Hanno, ese sí ya trágico sin remedio: como a los finales descendientes de la dinastía de García Márquez, a éste le ocurrió nacer con su cola de puerco: en Thomas Mann significa nacer artista, nacer con toda la tragedia erigida en toda la grandeza. Nacer con la z de Nietzsche en el corazón.
La mayor experiencia espiritual de Thomas Mann fue la lectura de la obra y la contemplación del personaje de Nietzsche. El arte, el pensamiento, la fertilidad, la nobleza espiritual, la pasión verdadera como formas altas de la enfermedad de la existencia. Atreverse a ser héroe significaba atreverse a ser enfermo.
Toda la obra de Mann es el diálogo entre la enfermedad y el espíritu, un diálogo como los de La montaña mágica, que empieza por lamentar estar lejos de la realidad, pronto ya se encuentra feliz de estar retirado de ella, y enseguida ya ni siquiera la toma en cuenta: no vale la pena. Enfermedad y genio, equivalencia del exceso y la caída, de lo alto y lo bajo, encuentros subrepticios del demonio y el ángel, lo excesivo y lo insuficiente.
Cuando los buenotes comerciantes de granos han establecido su firma, la han extendido, han ganado reputación local y nacional, su crédito ha cruzado las fronteras, su prestigio les ha concedido grandes honores locales, casi ducales, es el momento en que termine su siglo de banalidad dorada. Thomas Mann les regala la enfermedad, la tragedia, el arte, el fracaso, el ridículo, la abyección: pone a vivir a sus tres descendientes finales más que a todos los próceres patricios.
Un bufón que sólo quiere pasarla bien y que no encuentra nada malo en bufonear ni en darle su gran apellido a una puta, que de inmediato lo encierra en un hospital. La princesa, criada, cuidada y traficada como joya de la dama burguesa, termina defraudada por cada uno de sus maridos, llorando un apellido que se ha vuelto fantasma. Y Hanno, el último de la estirpe, como un ángel medieval, "oye voces", pero esas voces son las palabras del Doktor Faustus, palabras musicales, armonías wagnerianas, a la vez que huye de todo lo que sea real: de sus almacenes, del trato social, de la vida diaria que no le ofrece más que fastidios, espantosos dolores de muelas y de cabeza.
(Es bien conocida la enemistad de Mann y Brecht; Mann se vengó de este último anticipadamente: un cuarto de siglo antes de que el dramaturgo lo insultara en la prensa alemana, el novelista ya lo había ridiculizado como el memorable dentista Brecht y su papagayo Josephus, en la cámara de tortura de la Mühlenstrasse, de Los Buddenbrook.)
Con un truco que luego, abundantemente, usaría Faulkner para sus sagas (algo envejecidas, en relación con la todavía nuevecita de Mann), Los Buddenbrook extrae a su familia burguesa de la monotonía realista al dotarlas de un final aristocrático-artístico (ultrasensible, desmedido, loco, bizarro, pasional, equívoco o equivocado) y al narrarlas a través de personajes ennoblecidos por el fracaso, la desdicha y el dolor: es la burguesía tendera alemana, pero nietzschenizada. Se diría que es más Nietszche y Ecce Homo que la buena moralidad mercantil luterana.
Estos débiles de realidad, y fuertes de corazón y de pensamientos, como Tony, y desde luego el propio narrador Thomas Mann muestran una enorme hambre por los paraísos de la normalidad adinerada de la burguesía tendera. Qué manera de narrar las casas, los muebles, las fiestas familiares, las salidas al campo, la ambiciones terrestres y las peripecias de la formación de los grandes capitales alemanes. "Esto sí es vida", dicen los personajes de Mann, ya delirando entre sus sueños mitológicos y musicales, entre sus Ideas y sus Quimeras. "Hemos visto la Salud", dicen sus personajes enfermos, como fantasmas que acaban de espiar a un Deportista que se ducha. Pero saben que ellos no son de ese mundo.
Los Buddenbrook son la idealización del sueño burgués por quienes no resultaron favorecidos ni incluidos en él, sino como los enfermizos y fantasmales encargados de apagar la luz, cerrar el local y decir: aquí se soñó este hermoso sueño de plenitudes terrenales, que no nos toca a nosotros compartir.
Quizás uno de los aspectos más ricos de la novela, sea la visión ética de los personajes finales victimados: el autosacrificio continuo de Tony en aras de la familia, una serie de abdicaciones de sí misma que no conducen sino a fracasos, escándalos y humillaciones. Aunque ella, la princesita final, ya es demasiado refinada y fuerte y capaz de independencia como para ser una mera comparsa de tendero, ha de renunciar completamente a su yo cada vez, desde que es aún una niña --y cuando, por una vez, tímida y ensoñadamente intenta la rebeldía, prometiéndose a un chico en la playa--, en honor de la prosperidad y la gloria de la familia dinástica. Ella ya está en posibilidad de pensar diferente a un libro de caja de la Casa Buddenbrook, pero elige no hacerlo; no ayuda a la familia, no se ayuda a sí misma, sino al espíritu trágico, a su alta y noble fatalidad.
El último vástago, Hanno, también tiene ese don, pero como primogénito, ni siquiera puede saber que lo tiene: lo intuye y escapa de esa rebeldía a través de la enfermedad y la música. Y el malo, el solterón, la vergüenza de la familia: el bufón y libertino y dandy y enfermo Christian, que da el apellido Buddenbrook a una puta que lo extorsiona y encierra en el hospital.
Tony, Hanno y Christian Buddenbrook --más que los Johann patricios, o Thomas, el difícil imitador de los patricios, que muere en su esfuerzo, caído literalmente en el lodo en mitad de su esfuerzo-- implican la independencia imposible de vida y pensamiento, la independencia sacrificada, en cuya tensión torturada han de encontrarse la mayor parte de la ternura y la pasión de vida que a cien años de distancia no han perdido, sino parecen multiplicar, Los Buddenbrook.