martes, 1 de junio de 2010

EL ORO DE LOS TRASGOS

EL ORO DE LOS TRASGOS

Por José Joaquín Blanco

Don Baltasar de Jáuregui ni siquiera tenía el derecho de firmarse con el “don” ni con el “de”. Soldado Baltasar Jáuregui, a secas; soldado irregular y sin otras pruebas de sus méritos militares que dos o tres cartas ante escribano de ancianos conquistadores (igualmente dudosos y sospechosos), dizque sus compañeros de armas; una pierna baldada y el cuerpo entero cosido de cicatrices.
A sus ochenta años seguía presentándose todos los días al Palacio del virrey, para averiguar cómo iban sus asuntos, pero rara vez se le permitía entrar. Las antesalas de Palacio, y aun las puertas y la calle, estaban siempre llenas de escribanos, litigantes, solicitantes, quejosos de todas las castas. Todos cargados de legajos.
Jáuregui era a quien más odiaban los guardias, de puro necio, y al que más frecuentemente echaban por la fuerza a la calle, derribándolo, a pesar de su vejez y de los charcos de inmundicias que rodeaban el Palacio.
Jáuregui los increpaba a su vez con tremendas maldiciones, que nadie alcanzaba a escuchar entre el barullo del mercado de la plaza, el escándalo de cerdos (en venta frente a Palacio, a pesar de las ordenanzas), gallinas, guajolotes, borregos, burros, mulas y caballos.
Se le había dicho claramente desde hacía diez años que esperara sentado a que se resolvieran sus asuntos. Los negocios de Palacio van despacio, y si tienen que viajar a España tardan más todavía. Que se encomendara a algún santo o a alguna potencia celestial; el arcángel san Rafael, arcángel viajero, tenía fama de acelerar todo tipo de trámites.
Los asuntos de don Baltasar de Jáuregui eran su miseria, después de más de medio siglo de batallar contra los indios desde Honduras hasta Nuevo México. Ninguna recompensa: ni oro, ni tierras, ni indios, ni títulos, ni siquiera un puesto de criado en Palacio.
Muchos conquistadores verdaderos y una epidemia de farsantes llevaban litigando lo mismo desde los propios tiempos de Hernán Cortés. A ninguno se le creía mayor cosa, aunque escribiera (pocos sabían escribir) o dictara sus aventuras para convencer a los funcionarios. Acaso les habría convenido ser mudos. Entre más contaban, precisaban, abundaban en sus aventuras de guerras con los indios, menos se les creía. Decían puras barbaridades, cosas fabulosas: hablaban de indios guerreros enormes y terribles, de flechas de obsidiana que cortaban más que las espadas de Toledo, de gigantescos ídolos de piedra cuya sola vista infundía terror, de batallas tremendas que hacían palidecer a las del Cid contra los moros.
Se rumoraba de cierto soldado loco, igualmente senil, que, desde Guatemala, dejaba atrás todas las novelas de caballería con su enorme e ilegible relación “verdadera” de sus bravuras de conquistador, a fin de conferir lustre al barato apellido Díaz. Y que un tal Gaspar algo (probablemente un simple Pérez) se proponía componer un largo y enfadoso poema sobre estas cuitas (que haría publicar en Madrid, y que estaba destinado a histerizar tres siglos más tarde a don Marcelino Menéndez y Pelayo).
Como si no estuvieran a la vista los indios, taimados y levantiscos pero nada terribles, serviles y suplicantes: ahí mismo, acuclillados en la plaza, embrutecidos de pulque: a ver, ¿quién les tenía miedo? Con la sola mirada cualquier fraile dominaba centenares o millares de indios. “Pura plebe y ya. Peor que plebe: a su lado los gitanos y la chusma sevillana lucirían como toda una aristocracia”.
Y como si las más altas autoridades políticas, eclesiásticas y eruditas no hubieran declarado que la Virgen y el apóstol Santiago habían realizado todo el trabajo de la guerra, al frente de batallones de meros borrachines y perezosos. Por ejemplo: convencieron previamente a Moctezuma y a sus sacerdotes de que los españoles eran dioses: en efecto, con ellos venía Cristo. Por ejemplo: llegaban la Virgen y el apóstol en el momento decisivo de la batalla, arrojaban polvo a los ojos de los indios, verdaderas tolvaneras, con sus manos sagradas, de modo que la soldadesca se limitaba a degollar a puro ciego ocupado en restregarse los párpados.
Por ello la justicia real y la divina habían impedido que quienes se llamaban “soldados de la conquista”, salvo unos cuantos capitanes, sacaran algún fruto de sus aventuras fabulescas. Nada más había que verlos en la plaza, misérrimos y medio locos; algunos dedicados a los oficios más bajos, como remendar botas, o a vender hortalizas y gallinas como cualquier indio. Había incluso muchos indios menos pobres que ellos. Y algunos a quienes hasta se les permitía llamarse oficialmente “don” y “de”, como los infatuados caciques de Texcoco y Tlaxcala.
Los funcionarios, los frailes y los españoles que habían llegado a la Nueva España después de las guerras, estaban hartos de tanto embuste. Cincuenta, sesenta años de sufrir a los innumerables “soldados” que, para granjearse cualquier tipo de limosna, contaban una y otra vez, exagerándolos hasta la demencia, su bravura contra los indios feroces, sus heroicos servicios al rey y a la religión, mientras mostraban muñones, llagas, cicatrices o tumores que más parecían resultado de riñas de taberna o de enfermedades sexuales que auténticas rúbricas de alguna batalla.
Don Baltasar de Jáuregui, quien no se perdonaba el “don” ni el “de” al menos para pedir limosna entre las marchantas indias del mercado y los criollos y mestizos pobretones, probablemente había ido enloqueciendo (si es que no obraba de mala fe), según se decía, de tanto contar las mismas historias. Se le había pillado en contradicciones. A veces tal hecho terrorífico lo situaba en Honduras, otras –igualito- en Chiapas, en Tenochtitlan, en Michoacán, en Cíbola o en la Nueva México. Su audiencia, conformada principalmente por mozalbetes y guasones, la chusma de los “arrebatacapas”, se divertía haciéndolo desatinar.
Y por otra parte, ¿acaso no lo habían contado ya todo los frailes, desde el púlpito? Nada de lo que éstos referían coincidía con las quimeras de “don” Baltasar. ¿Acaso no se alzaban ya los palacios, los conventos y los templos, demostrando con todo esplendor quiénes verdaderamente habían ganado esta tierra? Cervantes de Salazar y algunos poetas habían cantado la nueva ciudad-monumento de los triunfadores. ¿Quién iba a creer que los auténticos adalides eran ese puñado de “soldados” piojosos, purulentos, ignorantes, decrépitos, andrajosos?
Muchas veces don Baltasar de Jáuregui recibía insultos o legumbres podridas en plena nariz, en lugar de limosna, a cambio de sus relatos. Pero había uno que siempre funcionaba, y se lo solicitaban con frecuencia. Trataba de la primera vez que, si hemos de creerle, se comió chorizo en la Nueva España.
Después de delirar, como en las novelas de caballería, sobre los palacios llenos de oro y joyas de Moctezuma, de los templos altísimos como mezquitas, de los tambores y atabales de Huichilobos que atronaban cual volcanes en erupción, de los sacerdotes pestilentes y renegridos como el mismo demonio, de las batallas con bergantines en la laguna; de la destrucción casa por casa de toda la ciudad de Tenochtitlan y del incendio final, cuando los escombros de la que había sido “la más rica metrópoli del orbe” quedaron atiborrados de cadáveres: unos pudriéndose en tierra, florecientes de gusanos; otros flotando hinchados y rodeados de nubarrones de moscas, lentamente devorados por los zopilotes, picotazo tras picotazo; en fin, después de repetir todos los lugares comunes de la charlatanería de los “soldados” limosneros, llegaba la mentada hora del chorizo.
Decía don Baltasar de Jáuregui que para huir de la peste de los miles y miles de cadáveres mexicanos, los conquistadores triunfantes se habían retirado unos meses a Coyoacán. Y que lo primero que hicieron ahí fue un gran banquete de celebración, con comida cristiana, es decir: de marranos, porque ya estaban hartos de la indígena: los elotes tostados, las tortillas insípidas en tacos de insectos y renacuajos asados y los puros quelites hervidos.
En una reciente flota de Cuba habían llegado muchos marranos, y así se preparó la comilona, con bastante vino de Castilla que habían recibido, o comprado más bien a precio de oro, para la ocasión. Disponían asimismo de algunos instrumentos de música y se armó un baile, aunque las mujeres españolas que andaban de soldadonas eran muy pocas y muy feas. Con la ayuda del vino, algunos conquistadores se pusieron mantas y prendas de mujer, y se contoneaban al modo de las rameras, jugando a las damas de danza de sus propios compañeros, como en carnaval, para que todo mundo bailara muchas horas. Algunos danzaban hasta encima de las mesas.
Decía también que todos andaban cargados de oro y de piedras preciosas: el botín de guerra, que luego les robó el propio Hernán Cortés y sus capitanes, y que todo aquello lo traían colgado y atado al cuerpo, como vastos almacenes bípedos de la más extraña mercadería del infierno.
Que además de los tejos o barras de oro fundido, portaban ídolos, animales y demonios de oro y de piedras preciosas, de modo que cada soldado pesaba como diez, y a cada paso de baile se tambaleaba; y luego, con la borrachera, allá iba a dar al suelo con todas sus riquezas tres o cuatro veces por danza. La tierra llana retumbaba a cada caída, para no hablar del crujir de tablones, losas, escaleras.
Que en ese banquete, donde “por primera vez se comió chorizo en estas tierras”, y demás anheladas variedades del cerdo, todos los soldados juraron que se mandarían hacer armaduras de oro, y camas de oro, y palacios de oro; y que les sobraría oro para comprarse duquesas y marquesas españolas que vinieran a servirlos como esposas y queridas.
Que llegaron a reñir sobre quién iba a construirse un palacio de oro más alto que el otro, o sobre quién se iba a casar con tal o cual princesa de Italia.
Entonces las carcajadas de los escuchas de don Baltasar de Jáuregui llegaban a tal estrépito que se presentaban los guardias de Palacio, dispersaban a la chusma, le daban (por no dejar, pues era incorregible) una tunda al loco Baltasar, y regresaban con presteza a mantener el orden entre la turba de solicitantes, demandantes, quejosos y pedigüeños que esperaban turno a la puerta y en las antesalas de Palacio. Todos cargados de legajos.
Don Baltasar se levantaba con muchos esfuerzos, recogía alguna monedilla o cualquier objeto de ínfimo valor que le hubiesen arrojado, como llaves oxidadas y herraduras rotas, y se iba a comprar un buen trozo de chorizo, que ya lo fabricaban muy bien los propios indios. Como estaba totalmente desdentado, lo mordía con los dedos, desmenuzándolo, y luego se lo llevaba a la boca. Se tardaba horas en deglutirlo, con una mirada soñadora: tan loco lo habían dejado sus sueños de oro.
Recordaba que el padre Motolinía había predicado alguna vez que todas las riquezas “malditas” que los españoles tomaban de los indios era “el oro de los trasgos”, o de los duendes, que desaparecía en cuanto lo tocaban. Al Marqués del Valle y a otros escasos afortunados no se les esfumó todo ese oro, ni a los frailes, que no lo escatimaban en sus templos; ni mucho menos al rey y a sus funcionarios. Pero a los soldados sí.
Y cuando se les desapareció el oro de Tenochtitlan fueron tras el de Yucatán, Guatemala y Honduras: se les volvió a desvanecer. Y luego tras el de Nueva Galicia, y las Siete Ciudades, y Florida y la Nueva México: siempre desaparecía: “El oro de los trasgos”.
Entonces don Baltasar de Jáuregui miraba el resto de su chorizo entre las manos, volvía a morderlo con los dedos (las uñas como afilados y negros colmillos), a desmenuzarlo hasta dejarlo finito, finito; se lo llevaba finalmente a la boca, lo ensalivaba muchas veces y lo tragaba con cierta dificultad, con una infatigable nostalgia y con los ojos vidriosos, como al borde de un llanto pequeñito, casi agotado.