domingo, 1 de diciembre de 2019

Las tribulaciones de una mexicanista


LAS TRIBULACIONES DE UNA MEXICANISTA

Por José Joaquín Blanco


1
No me gusta aburrir a mis alumnos, ni mucho menos a mis nietos, con el cuento de qué bonito era el México al que llegué para quedarme a finales de los años cuarenta. Era espantoso; aunque menos bronco, más controlado. Había algunas zonas lindas y pacíficas, pero muchas otras (hablo de la capital, y mucho más de la provincia) adonde ni los extranjeros ni la gente más o menos acomodada se atrevían a aventurarse. Y no digamos por la miseria, sino por las epidemias. Había epidemias en todas partes.
         Pero a nadie le gustaba hablar de eso. Que antes de la Revolución todo estaba mucho peor y que, de cualquier manera, decían, ¡por fin la Revolución había terminado! “¡Qué matazón, Julie; qué hambres, qué destrozadero, qué horrores!” Ya les iría tocando a otras regiones la prosperidad, a su turno. Cuestión de orden y paciencia.
         Se veía mucha prosperidad. Todo mundo se andaba construyendo casotas, y a cada rato se inauguraban avenidas, carreteras, escuelas, hospitales. Era un primor ver a las enfermeras almidonadas de las campañas de vacunación. No sólo el gobierno estaba de plácemes; también los hombres de negocios rebosaban optimismo, y hasta fuera del país se hablaba de México como de una inminente potencia industrial.
         La verdad es que me escandalicé bastante durante mis primeros tiempos en México, por el grado y la extensión de la pobreza, y eso que yo venía de una granja de Kansas azotada por la Depresión; y en mi infancia conocí algo de hambre y de ropa remendada, casi harapos. Para no hablar de la situación de los negros en el sur de los Estados Unidos. Pero la pobreza mexicana tenía algo de repugnante hasta para el pensamiento. No sólo dolía verla, sino imaginarla como algo que venía de siglos y continuaría por siglos: que la civilización mexicana tenía eso en su centro: la convicción, la resignación de que la miseria más atroz era inevitable, esencial, perdurable; y que no quedaba otra solución que levantar islotes que escaparan de ella.
         “Es el síndrome del gringo”, me dijo mi esposo. “Pero ve el mapamundi: todo el mundo es así, hay muy pocos países afortunados”. Que entonces eran mucho menos que ahora, pues toda Europa estaba en ruinas, Asia peor, y buena parte de los Estados Unidos tenía aún sus espectáculos patéticos. “Ya se te pasará.”
         Pero yo no venía a cambiar el mundo. Me había sacado una especie de lotería y estaba convirtiendo mi vida en un cuento de hadas. La granjera que de chiquilla andaba descalza en Kansas (Somewhere over the rainbow) había llegado, por una beca del New Deal, al Daylon College. Estudiaba ahí un poco de “artes”, lo que significaba todo y nada, cuando me encontré en una fiesta a todo un grupo de latinoamericanos increíbles, inscritos en Business Administration o Entrepreneurship, entre los que estaba Rodolfo, mi futuro esposo.
         Guapísimos, bronceados, deportistas, algo calaveras y llenos, llenos de dinero. Todos eran desde luego hijos de potentados latinoamericanos. Algunos de ellos hasta han resultado ministros y presidentes de alguna república. Me parecían maravillosos. ¡Todo ese dinero a tan temprana juventud; esos carros, esas parrandas, esos regalos!
         Les chiflaban las rubias de ojos azules o verdes (más los azules que los verdes), y ahí andaban siempre con su cortejo de colegialas disfrazadas, a sus expensas (la ropa, el maquillaje, los sombreros carísimos), de artistas de cine. Por pura puntada nos íbamos los fines de semana a los grandes hoteles, o rentaban yates, o nos colábamos en fiestas de celebridades.
         Yo no me los tomaba tan en serio. Eran simples chicos ricos, más atractivos por exóticos, por caballerosos y liberales en las costumbres (claro: andaban fuera de casa, ya los quisiera haber visto frente a sus abuelitas); y se fijaban en nosotras. Ningún chico rico de mi tierra se había fijado en mí: sólo mis vecinos de Kansas, quienes en el mejor de los casos apenas contaban con la carcacha oxidada de su papá para un paseo el sábado, oyendo swing en la radio. Y mis paisanos eran hoscos. Y puritanos. Y mandones. Con los latinoamericanos, en cambio, puro relajo.
         Ahí andábamos pues las güeras afortunadas bailando conga con el alegre club latinoamericano. Lo peor de esos chicos, que ni estudiaban ni nada, que ni siquiera aprendieron propiamente el inglés, es que no sólo se chiflaban por las rubias: se casaban con ellas. Y yo no lo pensé dos veces para aceptar a Rodolfo (hice bien: vivimos bastante contentos durante más de cuarenta años). Y las dudas de mis padres (sobre todo porque Rodolfo me exigía cambiar de religión, y el papismo no era muy bien visto en Kansas) se disiparon pronto.
         Mis futuros suegros los invitaron a su casota en la Colonia del Valle, llena de bugambilias y jacarandas; los pasearon por Cuernavaca y por Taxco, los presentaron con sus amistades, que a mis padres les parecieron tan elegantes como los europeos (sobre todo las mujeres) y de una moral cristiana, aunque papista, intachable. (¡Tantas novenas, rosarios, primeras comuniones, velorios, obras de caridad!) El tiro de gracia fue la fábrica de conservas de mi suegro, ligada a un gran consorcio norteamericano: ¡Nunca se había soñado en mi granja de Kansas que alguien de la familia llegase a ser dueño de una fábrica de conservas!
         Muchas cosas de México me gustaron de inmediato. Sobre todo las mujeres, tanto las señoras casadas como las chicas de mi edad. Me visitaban todo el tiempo, me invitaban a sus casas, me platicaban de mil cosas mexicanas como si me estuvieran catequizando (también me catequizaron en forma, para que me volviera una católica completa). Era yo como su favorita muñeca gringa. En un dos por tres empecé a hablar en español, y en español coloquial de clase media, que perfeccioné en cursos de la Universidad Femenina.
         Pero aun así, y ya con mi primer hijo (y la magnífica nana Chabela que Toña Suárez me hizo traer directamente de Meztitlán), me entraba como cierta tristeza, como cierto aburrimiento. No me bastaba el hogar, necesitaba otras cosas. Todo era un cuento de hadas, pero sin mi patria, ni mi familia, ni mis viejas amistades. Entonces Cecilia Valderrama, algo feminista, me recomendó que siguiera estudiando: “¿El college es una especie de universidad, no? ¡Pues sigue estudiando “artes”! Hay unos Cursos de Verano magníficos en la Universidad Nacional, y además puedes meterte de oyente a cuantas clases regulares quieras; y hasta inscribirte formalmente!” Así comenzó mi vocación de mexicanista.

2
Por gratitud a mis amigas mexicanas, todas tan católicas, empecé mi aprendizaje del mexicanismo por los viejos templos del centro. Nunca me gustaron. Tan tiznados, tan sombríos, tan retacados de santos mustios o angustiados, con tanto oro entre la mugre y ese aire viciado de flores, cirios y mala ventilación.
         Había una complacencia, no sé si gubernamental o clerical, por el deterioro y la mugre. “¿Por qué no mandan limpiar los cuadros? ¿Por qué no encomiendan a los conscriptos, a quienes nomás tienen como tontos marchando las horas de las horas en torno a parques y patios con fusiles de palo, para que limpien las fachadas con escobeta y jabón?”. ¡Y las bancas, y los pisos! Además de tanta agua bendita, deberían correr por esas iglesias raudales de algún santo líquido desinfectante.
         Seguía yo a unos maestros viejitos, muy célebres en la Universidad, que sonreían con benevolencia ante mis ocurrencias de gringa boba. “¡Pero Julie, no ve que así perderían la pátina!” Tuve que ir al diccionario para distinguir entre pátina y patena. (Corría el chiste de que para permitirle un beso al novio, las gringas le desinfectábamos primero la boca: ¡y ya eran los tiempos de Colgate y Astringosol, que usaba toda la clase media mexicana!)
         Como no me atrevía a enfrentar a los eminentes catedráticos, la agarré contra Rodolfo, y brotó toda mi educación de granjera de Kansas: “¡La mugre es la mugre, y se lava! Punto. ¡Las cosas deterioradas están mal, y se reparan! Punto.”
         Rodolfo se me río en la cara: “No seas inocente, mijita —en cuanto nos casamos, empezó a engordar y a encalvecer velozmente, y a decirme “mijita”—; yo no sé lo que sea el arte, pero sé que así es el arte: así están los palacios y templos de París, Florencia, Roma, Venecia, ¡puerquísimos! Te voy a llevar a Europa.”
         Y nos fuimos a Europa a mediados de los años cincuenta, y encontré que todas las Obras Cumbres de la Humanidad estaban deterioradas y puerquísimas. Ganas no me faltaron, en el propio Louvre, de agarrar cubeta, cepillo y jabón y destiznar aunque fuera un poco alguna célebre estatua de piedra. Rodolfo se carcajeaba. Pocos años después me le carcajeé yo: André Malraux, Ministro de Cultura de De Gaulle, mandó limpiar medio viejo París con chorros potentísimos de agua y no sé qué sustancia química. Los edificios quedaron entonces casi dorados, chulísimos.
         Los mexicanos conocen cuanta baratija gringa exista, menos su literatura. Sólo saben de Tom Sawyer por la película. Pero cierto hondureño cabrón, cabrón de veras, con nariz de pájaro, también mexicanista amateur, cansado de mi perpetua cantilena contra el “barroco mierdoso” y “la pintura novohispana donde se distingue menos a los santos que a tres siglos de caca de moscas”, me echó un día en cara ¡al propio Mark Twain!, en Innocents Abroad. Knock Out!, como se desgañitarían los locutores de las peleas de box por radio. Era una de esas horribles ediciones en papel periódico de Penguin Books, de la época de la guerra.
         En ese libro, a Mark Twain le molestaban las turistas gringas que sólo encontraban ruinas en Grecia o en Italia: “¿Es que acaso esos genios antiguos nunca terminaban lo que empezaban? ¿Toda su arquitectura consistía en unos cuantos cimientos y columnas rotas? Si una empieza a construir algo es para terminarlo, ¿no? Para nomás botar el tiradero ¡qué chiste!”... Algo así.
         Nada me indigna más que se me tome por gringa boba. De modo que de plano le contesté:
         —Pues bien pudieron los aztecas y los otros mil pueblos mesoamericanos inventar algo más ingenioso que las pirámides. Son cerros artificiales de piedras. En Egipto se explica, por el desierto. Pero si algo sobra en México son cerros, ¡y naturales!
         Por fortuna no fui denunciada a Gobernación, ni me aplicaron el artículo 33. Nada más risas y más risas. También le dije que era una extravagancia mexicana contar siempre con tantos templos semivacíos y con tan escasas cárceles atiborradas. Sería más cristiano habilitar tantas iglesias y conventos sobrantes como reformatorios.
         Para entonces ya llevaba varios años en México: era tan mexicana como el chile cuaresmeño, con hijos mexicanos (ésos me salieron en su juventud un tanto agringados, rocanroleros y jipiosos, pero se corrigieron a tiempo); y tan hábil para cocinar arroz rojo, mole poblano y chiles en nogada como cualquier veterana de San Martín Texmelucan. (Por nada del mundo, sin embargo, como pancita, mondongo, nenepil, birria ni menudo. Tampoco insectos vivos, aunque sí los fritos o cocinados: poquitos y de botana.) Así que no dejaba que me vieran tan fácilmente “el ojo de gringa”, como también les llamaban a los azules billetes de cincuenta pesos.
         En una discusión durante los entonces inevitables juegos semanales de canasta, whiskies de por medio (mis amigas beatonas y finas eran bien whiskeras), sin mayor tapujo señalé que el hecho histórico más interesante que yo había descubierto en “ciertos mexicanos”, era su hipocresía cultural. Se les atragantaron los whiskies.
         Enronquecían con elogios, de pura lengua para fuera, sobre las iglesias barrocas del centro, a las que casi nunca iban; sólo asistían de diario unos cuantos pobres y dos o tres turistas perdidos. Pero se hacían construir en sus colonias residenciales un tipo bien diferente de templos: modernos como naves espaciales; iluminados, ventilados, limpísimos, atractivos como lujosos salones de baile; con alguna moderación en las imágenes (y no puras bodegas de borrosas y cacofónicas Inmaculadas), y aun así colocaban en los hincaderos sus pañuelos almidonados, para no ensuciarse las medias nylon —en esos años, ninguna mexicana de cualquier clase social admiraba más a la Coatlicue que a un buen par de medias nylon— con la basura de las proletarias rodillas anteriores.
         Algún cura de “la nueva ola” (empezaba la nueva ola de los curas, medio dandies, revestidos de resplandecientes ornamentos de Balenciaga y hasta medio existencialistas-en-Cristo: ¡El Altillo!) me dio la razón:
         —¡Esos templos no se construyeron para museos tenebrosos, sino como lugar de oración y de reunión de los fieles! El gobierno se empeña en mantenerlos como antiguallas para hacerlos más desagradables. Para decir: ¡qué apestosa y derrochadora fue la época clerical! Si por mí fuera, todo lo mandaría limpiar y reparar; y lo que hubiese que derribar, ¡pues abajo con ello! Hay que contar con templos eficaces y no con antiguallas. Precisamente lo que se hacía en los tiempos virreinales. Nada se construía ni se pintaba “para siempre”, sino para que sirviera en su momento; y cuando dejaba de servir, ¡pues se tiraba lo caduco, y se construían y pintaban nuevas cosas! El gobierno quiere que, si una vieja silla está rota, siga rota en exhibición perenne: que eso es La Historia Patria. Puros escombros. ¿Qué memoria nacional puede ser una memoria de puros escombros? Qué raro que los gobiernos liberales se dediquen, primero, a bombardear y derribar cuanto edificio religioso encuentran, ¡y luego conviertan en joyas históricas intocables los escombros que dejaron!
         —Ay, padre, lo van a quemar vivo.
         —Ni se crea, Julie; muchos políticos opinan lo mismo, pero no se atreven a decirlo por el momento. Vendrán tiempos mejores.
         Y en efecto, por esos años, supuestamente todavía anticlericales, surgieron infinidad de nuevos templos con vitrales modernísimos (¡hasta de Vasarely!), pisos relucientes de mármol, Cristos menos sanguinolentos y angelitos menos nalgones y mosqueados.
         Los nuevos curas hasta tomaron de Walt Disney cuanto quisieron para amenizar las Sagradas Escrituras: una veía en todas las iglesias a Bambis de cartulina (años del furor por Bambi y por Dumbo en dibujos animados), como el ciervo del salmo que corre “a la fuente de agua viva”. Sólo faltó el Pato Donald —un Scrooge— como Judas en la Última Cena.
         Pero la academia es dogmática, y a nadie importaba mi opinión, sino que repitiera las de un Genaro Estrada, un Jiménez Rueda, un Marqués de San Francisco, un Guiza y Acevedo, un Valle-Arizpe, un Monterde, un Toussaint, un Justino Fernández y un De la Maza. Había que dar lección: memoricé sus libros y aprobé mis exámenes. Resulté una gringa un tanto boba, pero finalmente mona y bienintencionada.
         Además, todo mexicano se impone la tenaz misión de convertir al mexicanismo a todo gringo, como los curas se empeñan en volver católico a todo protestante. De modo que yo era su tarea inmortal, je: su “misión”. Algún día ganarían y me verían embobada ante los estípites. Mangos.
         Se requirieron pronto mis servicios de traductora para los paseos históricos de los alumnos y visitantes distinguidos norteamericanos. Me pasé años de traductora histórica de la legua, de Acolman a Taxco, y de Tepozotlán a Tonanzintla (¡qué iglesita de cómics es Tonanzintla, qué paraíso para Mickey Mouse!), hasta que me ascendieron a guía oficial bilingüe. Digo que también quedé autorizada a explicar historia en español a mexicanos.
         Conozco pues todo templo, capilla o convento del centro de México. Luego, siguiendo a Malraux, se limpiaron y sacudieron un poquito; algunos hasta se restauraron en forma. Eran a veces, en efecto, preciosos; un alarde de habilidad indígena y de los arquitectos o albañiles españoles y criollos, generalmente improvisados, que los levantaron; me seguían pareciendo rarísimos, con una concepción de la religión y hasta del ser humano que ya la sociedad mexicana, incluyendo la más conservadora, no compartía. Para nada.
         ¡Tan estrechos y tan altotes, y llenos de estorbos visuales (capillas, estatuas, cuadros, confesionarios, enrejados para canónigos, ir y venir de monaguillos y sacristanes; cajones de limosna, dispositivos para docenas de veladoras, florerotes y candiles mochos y gigantescos)! ¡Lo único que jamás se veía era el altar, donde supuestamente ocurría la acción! Ahí, de espaldas al público, se escondía el cura a trajinar con sus hostias, como el avaro a contar su dinero.
         Cuando funcionaban como simples museos, daban tristeza: vacíos, pretenciosos, pedagógicos. Libros de texto obligatorio de perenne y engolada Historia Patria. Como los mastodontes marmóreos de Washington. Cuando también funcionaban como iglesias se veían mejor: los fieles les daban un sentido actual, aunque contradictorio. ¡Tanta moda Life en el vejestorio de San Pablo!  Esas Inmaculadas de enmarañado largo pelo suelto miraban con envidia a sus devotas, todas rizadas con tubos o a la permanente.
         A principio de los años sesenta, durante una boda en plena Profesa, tuve que fingir un ataque de tos para no delatar un acceso de risa loca: el Concilio había transformado el concepto de música sacra, y (desde luego sin pagar derechos de autor) el clero mexicano adaptaba en castellano varias canciones de Broadway para acompañar el ofertorio y la comunión. ¿Qué era lo que se estaba cantando entre la mugre y las antiguallas de La Profesa? ¡To dream an impossible dream!, aplicado, claro, a la eucaristía.
         Poco después hasta en Huexotzingo se cantaba, con la letra trucada, música de Los Beatles. Al ratito van a cantar “Like a prayer”, de Madonna, frente a los falsos De Vos, Correas, Villalpandos y Cabreras. Y a Elvis: ¡Oh Ecce Homo, love me tender! O a los Stones. (Yo prefería rezar, cuando me daba por comunicarme con el Más Allá, entre la naturaleza: en La Alameda, Chapultepec, El Desierto de los Leones, El Chico, durante mis paseos, que en semejantes bodegas polvosas de lo barroco-sagrado. El poeta Carlos Pellicer me daba la razón.)

3
No está bien que una abuela relate las debilidades y defectos del marido difunto. Hay que cuidar la imagen paterna, como se dice hasta en Kansas. Y más cuando se trata de un hombre como Rodolfo, quien siempre me adoró y me consintió, así como a los hijos. No tuvimos mayores tropiezos que lamentar en nuestra familia. Pero de que era un calavera, ni negarlo; y eso lo supo todo México.
         No me puedo llamar a escándalo. Lo conocí calavera. No fui su primera novia ni la primera güera a quien propuso matrimonio, aunque creo que sí la primera que lo aceptó. Los “latinos”, aun con mucho dinero, tenían una fama terrible hasta en Daylon College. Tampoco yo era una virgencita ni regaba las flores, como dicen por acá. Pero nos queríamos y creíamos en la familia. Eso ocurría entonces lo mismo en un rincón de Kansas (bueno, en Kansas no hay tantos rincones, pero da bien la idea) que en la Colonia Roma: sólo lo verdaderamente terrible justificaba la ruptura total de la familia: el divorcio.
         De modo que no me divorcié de Rodolfo cuando, sin querer, yo siempre tan despistada, tan mexicanista de la legua, medio camuflada de tehuana, explicando a los turistas “cultos” y a los aficionados a la historia “el cordón de San Francisco” y el “árbol de los Guzmanes”, me fui enterando de sus amoríos y parrandas disfrazadas de viajes de negocios.
         Su fábrica se había ramificado por Monterrey, Guadalajara, Puebla. No sé cómo le hizo para no quebrar, con semejante vida. ¡Al contrario, prosperaba y prosperaba! Y el muy menso lo lucía, como buen mexicano que siempre anda presumiendo todo lo que tiene y hasta lo que no. Diario la letanía: Que ya era más y más y más rico. Yo me sospecho que la oficial economía “proteccionista” de esa época, y otros tratos con el gobierno, le impidieron la ruina que habría encontrado en otro país, pero de inmediato, al competir con empresarios menos enamoradizos y parranderos.
         Tanto presumió su dinero que le cayó el castigo celestial. Las mujeres mexicanas entonces (y creo que también ahora) estaban legalmente desprotegidas contra tales donjuanes: les costaba cien pesos en los juzgados sacarle al seductor un peso por engaño o abandono, o para pensión de sus hijos.
         Pero las norteamericanas habían avanzado más. Y ya les conté que a Rodolfo lo chiflaban las gringas de ojos azules y verdes (más los azules que los verdes). De modo que un buen día me citó un empleado del Consulado de los Estados Unidos. Resultaba que mi entrañable Rodolfo se había hecho de dos queridas, una en Monterrey y otra en Guadalajara (eché de menos a alguna en Puebla), ¡ambas gringas, güeras y de ojos azules!
         No se había casado también con ellas, afortunadamente, pero sí las había seducido en territorio norteamericano, presentándose como soltero y con formales promesas de matrimonio ante infinidad de testigos. Eso allá puede constituir un delito: una especie de fraude, y las despechadas se atreven a reclamar a los donjuanes ricos por millones de dólares.
         Las había traído a México, las había nacionalizado no sé cómo, y claro: les había puesto casa y hecho varios hijos. Le estaban reclamando un dineral en tribunales de Houston e Ithaca. El empleado consular me informaba de la situación y casi me aconsejaba interponer, como la esposa legítima, y cuanto antes, mi propia denuncia, para ganar prioridad en el atraco conjunto de las güeras ojiazules a los bienes de mi marido, ya calvo y panzón.
         Que si lloré, que si no lloré; que si le menté la madre, que si me pidió perdón de rodillas; que si le impuse recámaras separadas; que si en respuesta me llevó un gallo de veinte mariachis, a quienes corrí ipso facto a florerazos (siempre he detestado a los mariachis y a los tríos; otra cosa es la marimba); que si acudí a mi conciencia (caminando como loca con mi rosario por los Viveros de Coyoacán), y sobre todo a la de mi madre, en una larga distancia a Kansas que duró tres horas (mi madre en eso resultó casi michoacana: “¡La familia es lo primero! ¡Siempre al lado de tu marido y de tus hijos! ¡Que esas prostitutas cazafortunas no le quiten ni un centavo, porque también es tu patrimonio y el de tus hijos!”.
         Total, me alineé como buena soldadera al lado de Rodolfo, ahora sí que como María Félix al final de Enamorada, con trenzas y todo. (Por cierto, para regatear en la Merced y en la Lagunilla, me daba la chifladura de peinarme de trenzas: nada conmueve más a un marchante mexicano que una güerita con trenzas y listones de colores. Se sienten halagadísimos. Hasta quisieran regalártelo todo.)
         Rodolfo siempre tuvo suerte, el mañoso. Todo su dinero en bancos norteamericanos pasó a mi nombre de soltera (nos habíamos casado en México). No le arrancaron un dólar, aunque estuvo años sin poder entrar legalmente a los Estados Unidos (lo hacía a cada rato con un pasaporte “oficial” falso y otra identidad).
         Y lo peor, lo peor (ya para entonces mis hijos eran adolescentes), es que terminamos como los chamacos locos que bailaban conga en Daylon College: me visitó con mayor frecuencia cuando estábamos peleadísimos y en recámaras separadas que cuando roncaba sus borracheras, a toda máquina, a mi lado. Y para que vean que también en Kansas se cuecen habas, ¡a veces nos peleábamos a risa y risa, ambos, como si estuviéramos cometiendo una simple travesura!  (Es justo señalar que dejó en su testamento cantidades considerables para tres de los hijos de sus aventuras.)

4
Ustedes pueden colegir que en los primeros años de mi matrimonio, Rodolfo aplaudió mis aficiones mexicanistas para darle más fácilmente vuelo a la hilacha. Pero también porque me veía contenta. Luego, cuando se reformó (o dizque reformó: o lo reformaron el envejecimiento prematuro y la mala salud a los que lo condujo su ajetreo), siguió aplaudiendo cuanto se me ocurriera.
         He sido siempre una mujer robusta, alta, de buen sueño y costumbres sencillas, con demasiada energía: en sus últimos años, debió haberle causado todo un alivio tenerme algunas horas fuera de casa. Todavía hoy, puedo ir con mis nietecitos a los toros (no todas las gringas nos desmayamos frente a los toros), al futbol, al mercado, y ni quien se atreva a faltarme al respeto. O así le va.
         En justicia, debo colocar en la balanza que yo también me di el lujo de uno que otro novio, no siempre tan platónicos, pero sin la exageración de Rodolfo, quien en cuestión de amores me parecía uno de esos personajes de canción ranchera, gritoneada por marichis ebrios y medio meados en el Tenampa.
         El primero fue el hondureño cabrón, de nariz de pájaro. Me sedujo con el truco de fregarme a sol y sombra con el mote de “inocente”, o sea el de gringa boba. Yo ya tenía mi Maestría en Historia, de la Universidad Nacional, con mención honorífica; y tesis sobre “Las resemblanzas o ‘citas mexicanistas’ en la plástica prehispánica, colonial, pintoresca del siglo XIX y el muralismo”. Esas cosas parecían una genialidad en los años cincuenta.
         Edmundo O’Gorman quiso rezongar un poco durante el examen, pero ahora sí que nos miramos de feroces ojos claros a feroces ojos claros; y terminó aprobándome y asistiendo a la gran tamalada con que celebré en casa mi recepción profesional. Luego anduvo diciendo que no me había aprobado por mi tesis, que según él era “disparatada e indigesta”, sino nomás por mis tamales “de celestial monjita de Antequera”. Cursi y mamón, el sabio O’Gorman. La verdad es que me había tenido años en el Archivo General de la Nación localizando y fichando documentos para sus obras eruditas.
         El hondureño cabrón carecía de todo aval académico, pero dizque era poeta, y publicaba sus ocurrencias en varios periódicos. Eran textos un poco literarios (para disimular su falta de conocimientos históricos), donde narraba, por ejemplo, que entraba a tal museo o recinto y una bellísima musa imaginaria, con huipiles guatemaltecos y milenarias joyas zapotecas, sostenía con él discusiones sesudísimas y llenas de arranques líricos. Esa musa inconsútil y discutidora, algo deletérea, se llamaba Ligeia (Poe, por supuesto). Era yo.
         Por esos años el museo de piezas prehispánicas estaba en Palacio Nacional, sobre la calle de Moneda. Era tan tétrico y oscuro como Catedral, Santo Domingo o La Profesa. También le faltaba (y a todo Palacio Nacional) su buena escobeteada y un montón de ventanas o respiraderos. En esto también los mexicanos son exagerados, excéntricos, seguidores del peor cine del Indio Fernández, con el rigor mortis de la fotografía de Gabriel Figueroa.
         Todas las piezas prehispánicas, que en sus buenos tiempos estuvieron al sol, en las propias pirámides, plazas y exteriores de otros edificios, las exhibían en salas sombrías como cuevas. Así se veían más terroríficas, supongo, más misteriosas: con mayor “pátina” de cubil de caníbales. Y claro: no se distinguía nada en detalle. (Volvieron a las andadas hace unos cuantos años, en la exposición de no sé cuantos siglos de arte mexicano, en San Ildefonso. ¿Por qué la lata mexicana de concebirlo todo en “docenas de siglos”? Toda piedra es milenaria. Y el más humilde cerro resulta más antiguo que cualquier énfasis de museografía cavernícola. Punto.)
         Los grandes artistas náhoas no esculpieron monolitos para encerrarlos en clósets ni en cuevas. Era escultura solar, de exteriores. Tampoco para estar arrejuntadas como en camión de segunda (ya no hay camiones de segunda: digamos, en pesera, o en metro), sino aisladas y bien destacadas, a la vista de la muchedumbre.
         Bueno: pues ahí estaban el poeta hondureño y Ligeia discutiendo. Ella decía que a esas piezas les faltaban luz, espacio, muchedumbre y... ¡sangre! ¿Se trataba o no de destripar víctimas propiciatorias? El hondureño fingía escándalo, feliz en su fuero interno de que se denostara a los aztecas (como buen centroamericano, se sentía maya, celosísimo de la preeminencia azteca; y por entonces se creía que los mayas habían sido unos santitos que nomás contaban estrellas y jamás cometían travesura alguna).
         Decía el hondureño que en tal caso el Vaticano debiera estar tapizado de las osamentas (si se pudiesen exhumar) de los millones de asesinados en las guerras entre sectas, y los de las cruzadas y en la conquista de otros continentes, como las fotos de los campos de concentración hitlerianos. Ligeia respondió, con voz del Cuervo de Poe: “Me parecería lo más justo. ¿Por qué sólo Cristo y los mártires han de ser exhibidos en su desgracia? Que se exhiban también las desgracias que tales “sufrientes” provocaron a otros pueblos, a otras religiones”. (Como se ve, sigo igual que en Kansas: antipapista; que mi compadre san Cayetano, a la edificación de cuyo modernísimo templo en Insurgentes Norte contribuyó abundantemente mi marido, me perdone. Luego le mando sus flores: He nombrado a san Cayetano el protector oficial de las gringas bobas.)
         No sé si me gusta o no el arte azteca. Pero me impresiona. Debo decirlo: me horroriza. Lo admiro con el horror de ciertos grabados y cuadros de Goya. Los mayas, en cambio, me fascinaban: esos efebos, esas estelas como páginas de inconcebible geometría. Ya dije lo que entonces se pensaba de los mayas. Ahora acaso haya que admirarlos también con terror.
         Eso decía en los diarios Ligeia. El hondureño cabrón de nariz de perico le respondía que no había que leer “literalmente” ese arte, sino como “símbolo”, como “forma pura”. ¿Símbolo, forma pura el arrancadero de corazones? ¡Pues que sí! De la misma manera se admiraba en el Viejo Mundo a Ares, a Apolo, a Atenea, a Artemisa, a Zeus, a Hera, a Poseidón, cuyas atroces aventuras cantan los libros clásicos; y de las que —atacó Ligeia— sólo nos olvidamos por debilidad pornográfica, frente a su look nudista de cover girls y top models.
         Ligeia añadió una frase de alguna celebridad europea de la época (no he encontrado la cita en Gide ni en Valéry, pero me suena más a éste último, aunque el primero se atrevió a “aburrirse” con “el bélico acento” de La Chanson de Roland): La Ilíada es una historia de asesinos, una aburridísima nota roja como directorio telefónico de apuñaladores arbitrarios y mañosos; una exaltación del guerrerismo y la masacre totalmente injusta. Las troyanas tenían toda la razón.
         Ligeia sonaba muy drástica en los periódicos mexicanos de los años cincuenta, pero en Europa se tomaba muy en serio la frase extremista de Theodor W. Adorno de que, después de Auschwitz, constituía casi un crimen la poesía lírica (la cita probablemente es inexacta, pero así circulaba).
         Ligeia, en esos años, estaba horrorizada de la guerra y del arte guerrero. La aterraban particularmente la Unión Soviética y los propios Estados Unidos, enloquecidos en su producción de bombas. Estuvo a punto de quemar su pasaporte norteamericano en una manifestación semicomunista en Avenida Juárez.
         Se parecía a sus contemporáneos de medio mundo... menos de los de México, quienes no había sufrido la guerra y ya habían olvidado los costos humanos de su Revolución; seguían venerando a puro prócer de batallas y cantando su bélico himno: “¡Mexicanos, al grito de guerra,/ el acero aprestad y el bridón./ Y retiemble en su centro la tierra/ al sonoro rugir del cañón!”. ¡Cuánto aztequismo criollo! Y mestizo. Con razón destacan tanto a los aztecas, sobre infinidad de pueblos mesoamericanos menos guerreristas. Yo prefiero a los totonacas, a los Voladores de Papantla.
         ¿Pero qué quería decir el hondureño cabrón de nariz de cacatúa con eso de que había que olvidar la historia azteca, y ver en sus monolitos “la pura forma”? Primero, claro, que había que disculparlos. Ligeia arremetía: No fue una extranjera boba y turistona, sino multitud de pueblos mesoamericanos, quienes se quejaron ante Cortés, y tomaron las armas a su lado, para acabar con esos Hitlers de grandes penachos de quetzal; tan estorbosos, si hemos de creerle al Códice mendocino.
         Aquí ardió Troya, hablando de Hitlers; y agradezco a Dios y a todos los angelitos cachetones de Tonanzintla que nadie haya identificado a Ligeia. Los lectores la tomaron como un simple personaje caricaturesco del extranjero bobo e ignorante, sobre todo del “pinche gringo”, quien se permitía alegremente echar bombas H en Hiroshima y Nagazaki, y arrasar Corea desde bombarderos (¡todavía ni siquiera llegaba Vietnam!), pero ni aun después de medio milenio les perdonaba a los aztecas su chulo ábaco de cráneos semiputrefactos (aunque hay quien defiende que se trataba de puros cráneos mondos y lirondos —el tzompantli—), ni unos cuantos costales de corazoncitos tiernos.
         La gringa boba era un personaje típico del teatro de los años cuarenta y cincuenta de México (un dialogo de Novo, las carpas), del cine (Tin Tan, Pedro Infante), de la radio, de las novelas. Al mexicano se le trataba igual del otro lado: ¡lo que, dizque con la mejor intención, hizo Hollywood de Cantinflas en Pepe!
         Por “forma pura” había que ver en los aztecas a puros precursores de Picasso y Henry Moore, de los fauvistes y los expresionistas alemanes; de Dadá, Artaud, Breton y Tamayo. ¡Qué pedantería! A Ligeia no le gustaban los vanguardismos: era fervorosa partidaria de Diego Rivera (no en sus amontonaderos demagógicos de políticos contemporáneos, como en la escalera de Palacio Nacional, sino en su gauguiniana recreación del indio popular, en la vegetación, en el mercado, en sus fiestas y bailes, con las marchantas de flores y las madres-niñas que en su rebozo cargan el bebé a la espalda: porciones de San Ildefonso, Educación, Chapingo, Cuernavaca; tanta obra de caballete).
         Por entonces, ya muerto, ¡cómo se volvió deporte nacional fastidiar a Diego Rivera! Cuando algo de veras horrible inventan los mexicanos, como los mariachis y los tríos, ¡cuánto lo celebran!  Si logran algo bueno: a derribarlo a pedradas. Ligeia siempre defendía a Diego, incluso comunista y dizque caníbal y todo. (De Frida se sabía muy poco en aquel tiempo: casi no exhibía.)
         Incluso, para molestar al hondureño, Ligeia alegó que ¿con qué derecho se permitió, durante milenios o siglos, a miles de artistas, pintar puras caras de santos, reyes y pontífices —los políticos, en ocasiones viciosos y cruentos, de su época—; y sólo ahora y sólo a Diego se le reprochaba que pintara apenas un centenar de veces (bueno: que sean doscientas) a Lenin y a Zapata? ¡Vayan a contar los Santiagos y otros apóstoles matonsísimos; reyes, pontífices y soldadones en pie de guerra, con todas sus armas, en los museos europeos! O nomás échenle un ojo a los librotes “de arte” sobre Napoleón.
         El hondureño cabrón con pico de guacamaya reunió sus Cartas a Ligeia, en un volumen lujosamente ilustrado a costas de la Secretaría de la Presidencia; ganó el Premio Nacional Manuel Acuña de Letras y la Orden del Águila Azteca.
         Ligeia cree ahora que el Pico de Pato tenía razón en buena medida. Algo deben expresar esos monolitos que impresiona, que conmueve más allá del terror, incluso a la gente pacífica, a los espectadores no-sanguinarios. “La pura forma”. Pero, incluso en su vejez, Ligeia sigue haciéndole chistes al cabrón hondureño —quien ha escrito, con una infidelidad que no he de perdonarle, otras Cartas, ahora a cierta musa Belén, mulata, cubana, unos cuarenta años menor que yo, sobre la pintura abstracta, el arte pop y esa tomada de pelo que son las “instalaciones”; volumen también oficial, lujoso y laureado—: ¿Qué de sublime “forma pura” tiene un Tláloc con lentes? ¿Era miope? ¿No se le mojaban ni empañaban las gafas durante sus tormentones en Teotihuacán? ¡Y tantos Tláloc con anteojos, que su pirámide parece aparador de óptica! ¡La “forma pura” de las gafas!
         Y basta de Ligeia y del hondureño cabrón, con pico de tucán y amarillentos colmillos postizos, retacado de medallas mexicanas. En ciertos epigramas clandestinos, Salvador Novo lo ridiculizó de lo lindo; también, el malvado Novo, sin conocer su identidad, le jaló las orejas a Ligeia.

5
Ya sé que me van a decir que las gringas güeras (sobre todo las maduronas) van a iglesias ruinosas y museos, plazas típicas y paseos culturales, nomás a ligar nativos o latin lovers. Bueno: tales insignes sitios y recintos a veces cumplen funciones menos nobles, como bailes y comilonas de financieros, caciques sindicales y políticos. Han servido de escenografía para concursos de belleza y para los falsetes y jeremiqueos de las rondallas del Bajío.
         ¿Y por qué, sobre todo en las mujeres, sólo ha de ser lícito ligar en tugurios urentes como los de Garibaldi? ¿Acaso durante siglos las más decentes, serias y limpias muchachas de México no han echado novio en el interior y en el atrio de las iglesias, en los jardines y plazas públicas (dando vueltas alrededor del quiosco), a la salida de la escuela, en los cines, en su camino a la panadería? ¿No fue Frida a conquistar a Diego frente a uno de sus murales?
         Como a mí me dio por el mexicanismo, resultó natural que encontrara amistades, pretendientes y novios durante mis tareas culturales. A los ligadores que cazan gringas en sitios de cultura, por lo menos les cuesta su trabajo intentar alguna conversación elaborada, y presentarse (eso en aquellos años) más bañaditos, despiojaditos y peinaditos, en contraste con tanto engreído lanchero de playa o del asfalto. ¡Este México donde se dan harto paquete los ligadores de lobby de hotel, apestosos a loción barata; y se desprecia al empeñoso galán que tiene que trepar toda la Pirámide del Sol en pos de su elegida extranjera! No comprendo.
         En el propio Castillo de Chapultepec me salió otro novio. Cerca del sitio donde se dice que se arrojaron los Niños Héroes. (Sé que no eran tan niños. He revisado el lugar, lo he trepado y destrepado, y no muestra un talud tan pronunciado como para que hayan caído tan fácilmente hasta el pie del cerro en un segundo. Se habrían caído uno o dos metros y ya.)
         Bueno: estaba yo profiriendo maldición y media contra la vedette de Carlota y sus franceses, contra ese museo como “camerino de ópera”. Entonces el Castillo estaba lleno de puro lujo imperial: vajillas, muebles, joyas, alfombras, cortinas, espejotes, probablemente falsos y producto del gusto de las esposas de Don Porfirio y Obregón, si no francas imposturas recientes de los museógrafos; y la gente desde luego admiraba hasta las lágrimas a una emperatriz que sabía vivir como toda una actriz de cine, una María Félix), cuando Speedy González (lo llamaremos así, porque este loco, necio y desconsiderado me hizo luego la vida de cuadritos), me soltó una andanada de insultos.
         Lo que más me dolió fue que captara con tal aplomo mi acento gringo. Ya me había encontrado yo a muchísimos güeros en México, dedicados a la ranchería. Así que ni mis ojos ni mi cabello constituían mayor escándalo. Y muchas personas me habían jurado que el acento inglés (si es inglés lo que se habla en Kansas, cosa que se suele negar en Harvard) ya no se me notaba para nada; y menos entonces, cuando todos los mexicanos andaban agringadísimos con sus hot dogs, sus O.K., sus Kodak, Chevrolet, Banana Split, Oldfashioned, Bikini, Sunbathed, Wash and Wear, Revlon, Lovable y Helena Rubistein, y cuanta frasecita pescaran en un comercial o en una película.
         El See you later alligator!, que bailaba hasta Resortes, venía siempre en seguida del vals canónico en las fiestas de quince años de la más folklórica vecindad. El maestro Novo ya vociferaba contra el Spaninglish y Octavio Paz se había aventado la payasada de que la putrefacción de la esencia de México era “el pachuco”. (Se trataría en todo caso del pachuco de Pachuca, ciudad por entonces polvosa y apestosísima.)
         Por otra parte, ya cundía del otro lado la voz de alarma sobre “la invasión demográfica” de los braceros e inmigrantes mexicanos: que solapadamente andaban recuperando todos sus antiguos territorios, y hasta otros más, como Chicago y Nueva York; que tanto idioma español por todas partes amenazaba con destruir la “unidad cultural” (!) de los Estados Unidos. Y hasta Ella Fitzgerald cantaba, con gran éxito, a Consuelito Velázquez: “Bésame mucho” (Kiss me, kiss me forever). Pocos años después se vería al presidente Kennedy y a Jackie “postrados” ante la Virgen de Guadalupe en la Basílica, recibiendo la comunión de las manos “indígenas” del arzobispo Miguel Darío Miranda.
         Pues ahí tienen a Speedy González, estudiante de Derecho bastante guapo (y tan “caucásico” con su bigotito recortado a la Errol Flynn, que pudo haberse paseado a sus anchas por una convención de republicanos), ¡denunciándome como agente de la CIA! (La CIA era una institución reciente, y me avergonzaba y repugnaba, como a buena parte del pueblo norteamericano, hasta la punta de los pelos. Resultaba ni más ni menos nuestra KGB, nuestra Gestapo. Y lo decíamos en alta voz.)
         Era política de la CIA, teorizaba Speedy, denigrar a los países “latinos” (ergo, Carlota) sólo para exculpar a los “anglosajones” de sus tropelías. Obviamente resultó lector de Alamán, Pereyra y Vasconcelos: Maximiliano (¡austriaco!) por lo menos quiso una patria “latina”, dentro de la hermandad “latina” de naciones; y entregó su vida por “crear un bastión latino contra el imperialismo yanqui” y etcétera, etcétera. (¿Pero acaso Britannia no fue muy latina: una importante provincia romana... lo que no sucedió con México, patrimonio durante siglos de los sajones Habsburgo? ¿No hay mucho de latín en el idioma inglés y en la cultura inglesa? ¿No todo Washington imita —parodia— a Roma... mientras todo el Distrito Federal se conforma con imitar —parodiar— a Los Ángeles? ¿Quién, a la larga, es más “latino” o “sajón” que quién?).
         Me reclamó perentoriamente, por supuesto, la devolución inmediata de Texas, Nuevo México, California y demás territorios robados. Como si yo llevase conmigo, en el monedero, la friolera de unos 2 millones 500 mil kilómetros cuadrados. Le contesté que reconocía la injusticia de tal despojo territorial (hasta cierto punto: también los españoles y mexicanos despojaron a muchos indios; que habían atracado a otros, quienes...), pero que lamentaba, por el momento, no poder atender su comprensible y vastísima reclamación; la que, de cualquier modo, sería más formal y sensato presentar, con el mismo alarde de bravuconería con que me insultaba, a la Embajada de los Estados Unidos o a la ONU. No tartamudeé ni pronuncié una sílaba falsa en mi español. Pero la ira me había puesto más roja que un jitomate.
         Mis alumnos o “guiados” parecieron en un principio estar de su parte. Pero cometió el error de llamarle “pinche gringa” a una dama; y no faltó alguna señora del grupo, bastante humilde, quien sin más averiguaciones lo tildó de majadero, y lo mandó a buscar mejor cosa en qué entretenerse, si no tenía nada de provecho que hacer. Siempre he simpatizado más con las mexicanas que con los mexicanos:
         —¡Siga usted con su clase, por favor, miss!
         —Gracias, señora: Estábamos en que el Maréchal Bazaine, un traidor, un corrupto y un cobarde a quien se execra en la propia Francia; y fue condenado primero a muerte y luego a prisión perpetua en una isla remota, de donde por supuesto se escapó...
         A los quince días llegué con otro grupo al Castillo de Chapultepec, ¡y ahí estaba Speedy González! No suelo ser  nerviosa ni mucho menos timorata, pero a ninguna maestra o guía de aficionados a la historia le gusta que un barbaján, en un instante, destruya el efecto y los conocimientos que una se tarda hora y media en comunicar al grupo. ¡Y que le costaron tantos años de difíciles estudios adquirir!
         Caminé de sala en sala impartiendo la peor exposición de mi vida. (Hasta olvidé mi “aria de bravura” de indicar que las tropelías cometidas por el ejército norteamericano en México, les fueron cobradas con creces durante su Guerra Civil.) Pero Speedy González no me volvió a denunciar como agente de la CIA, ni siquiera abrió la boca; de hecho no se integró al grupo, se limitó a seguirnos a cierta distancia. Al final se me acercó con toda cortesía, me ofreció disculpas y me regaló un prendedor con la imagen de la Virgen de Guadalupe, que rechacé. (Semanas más tarde tuve que aceptarlo, porque resultó que lo había hecho él mismo, con sus propias manos, pues tenía la afición de las artesanías.)
         Speedy era demasiado joven, demasiado atractivo y demasiado loco. Se enamoró de mí como un desesperado de película. Yo creo que se imaginaba que conquistarme a la brava era su modo de recuperar El Álamo. La gente loca es contagiosa, y al rato yo andaba haciendo locuras: iba a bailar con él a tugurios espantosos, pero dizque “auténticos”; desafiábamos a la policía con manoseos descarados en los parques públicos; me obligó a inventar una excursión a Chichén Itzá para acompañarlo a Acapulco. Un montón de locuras que pueden resultar fatales en una mujer de cuarenta y tantos años, por muy guapa y “juvenil” que intente conservarse.
         Rodolfo lo intuyó todo y se abatió por completo. Su mirada de tristeza me impedía deglutir hasta los corn flakes del desayuno. Mis hijos, ya grandecitos, creyeron que me estaba volviendo neurótica, con tantos tatamudeos, confusiones, explicaciones sin pie ni cabeza, lágrimas repentinas:
         —Ay mami, ¿no te caerían bien unas sesiones con el sicoanalista?
         Entonces me dominó un llanto histérico, pero interminable, hasta que me llevaron a mi recámara, me dieron un somnífero y soñé dos o tres horas unas pesadillas que ni la Coyolxauhqui.
         Speedy no admitió que rompiéramos. En vano razonamientos, ruegos, súplicas, llantos. De plano me exigía que me divorciara de inmediato para casarme con él. Que me tenía “metida en el alma”. Llamaba por teléfono a casa a todas horas, y tuve que inventar toda una historia surrealista para cambiar de número. Con el fin de escondérmele, debí pedir licencia de varios meses como profesora ambulante o guía de aficionados a la historia (fue entonces cuando aprendí a bordar chaquira, en lo que me volví campeona); empecé a salir siempre con el chofer a todas partes, hasta para ir al salón de belleza de la esquina.
         Todos los días llegaban a casa cartas y ramos de flores que las sirvientas, sobornadas por mí, debían destruir y esconder en la basura sigilosamente y al momento. Un día me dijo Rodolfo: “Fíjate que la Colonia del Valle ya me cansó. No es la misma de antes, mijita. Me ofrecen una casa bastante cómoda en San Ángel, a buen precio; tiene un jardín más grande”.
         ¿Y dónde creen que me volví a encontrar a Speedy, muchos años después? ¡Pues en el Estadio Azteca! Llevaba yo a mis nietos al futbol (mis hijos y sus esposas me salieron bastante huevones en eso de criar niños: se apoltronaban a jugar turista o a ver con ellos la tele, y ya). Un gentío enorme. Él ya vestía, y debía serlo, como todo un abogado de importancia. ¡Hasta para ir al futbol, con su esposa y su bebé!
         Todos nos empujábamos para entrar, porque había un caos enorme en la puerta. Chabela y yo abrazábamos a mis nietos como fornidas Mamá Ganso, o Mamá Gallina, según dice ella. Abuela abuela sería yo, pero la misma güerota robusta de siempre, que no me dejaba de nadie, y le entraba sabroso a las mentadas; y empujaba duro, aunque por ahí me gritaran: “¡Pinche gringa, no empuje!”. (Me descubrían lo de gringa porque cuando los chamacos de la chusma se pasaban de albureros, los consternaba con dos o tres maldiciones de importación.)
         Pues ¿creerán que así y todo, con su chamaquito sobre los hombros, y su esposa de aire sometido y mustio detrás, a unos cuantos pasos, tuvo el empacho de emparejárseme y soltarme, con esa voz de Arturo de Córdova cuando quiere y no quiere llorar: “¡Tú me arruinaste mi vida entera!”?
         Uno de mis nietos me preguntó:
         —¿Qué te dijo ese señor, abue Julie?
         —Anda revendiendo boletos, mijo.
         —¡Nosotros ya tenemos boletos! —le espetó mi nieto mayor, con toda la decisión de un aficionado al futbol en pleno mediodía de domingo.
         Providencialmente fluyó entonces la muchedumbre. Y al ratito ya estábamos en nuestros asientos mis dos nietos, la gran Chabela y yo, gritándole puras vivas al Atlante. A fin de cuentas, la patria de una abuela son sus nietos. Y cierro con el escudo del Atlante mis tribulaciones como mexicanista.


lunes, 28 de octubre de 2019

EL HOSPITAL DE LA SANGRE


EL HOSPITAL DE LA SANGRE

I
Los temblores de 1985 echaron por tierra uno de los hospitales de beneficencia más antiguos y prestigiosos de la ciudad de México, el Hospital Juárez, cerca de la estación Pino Suárez del Metro, en la calle San Pablo, donde desemboca Izazaga para llegar a La Merced. Se le llamaba popularmente el Hospital de la Sangre.
Dicen que fue el primero donde se urdieron los diabólicos experimentos quirúrgicos del positivismo, que consistían en una especie de transfusión sanguínea. Aunque no se trataba de una técnica del todo reciente -existía en la Europa del siglo XVII, y los incas la practicaban desde mucho antes-, escandalizó a la ciudad de México de la época de Santa Anna.  ¿Cómo era posible extraerle sangre a un cristiano para inyectársela a otro? ¡Eso era casi un coito, o más que un coito! “¡Sangre de Cristo, fortifícame!” ¿No se le estaría transfundiendo al otro también el alma, el demonio, la herencia, la memoria, las virtudes, los pecados y no sé cuántos espíritus? Frankenstein asomaba por el rumbo de San Pablo.
Y sin embargo, la maldita ciencia funcionaba algunas veces (claro: los científicos tramposos ocultaban sus múltiples derrotas -pues se desconocía el concepto de incompatibilidad de tipos sanguíneos, para no hablar de la higiene-, y sólo exhibían sus escasos triunfos): había moribundos decentes que sanaban de repente, milagro de la ciencia positiva, ¡gracias a la sangre que les compraban a los indecentes pelados!, muertos-de-hambre y léperos que desde la madrugada hacían cola para vender su medio litrito a la semana.
¡Semejante comercio del diablo! En lugar de trabajar, los malvivientes iban ahí nomás a vender su sustancia divina, porque la sangre la da sólo Dios: es la vida misma, y de inmediato se iban a gastar esos buenos pesos tan malhabidos en pulque y francachelas.  Ni en tiempos de Huichilobos se había oído de tal chapuceadero de sangre.
Se le llamó Hospital Juárez en 1877, en memoria del codicioso presidente que había hurtado al clero esos terrenos y fincas pertenecientes al Colegio de San Pablo. Claro: antes el arzobispo Lorenzana se los había arrebatado (1788) a los agustinos, quienes le pusieron pleito y parece que los recobraron, al menos en parte. Los agustinos, desde luego, a su vez se los habían birlado (1569-1575) a los franciscanos. Y vaya usted a saber a qué calpulli o cacique aztecas se los habían sustraído los “hermanos seráficos”, al día siguiente de la conquista, con el “paulino” fray Pedro de Gante a la cabeza. Ladrón que roba a ladrón...
Un terreno de lo menos recomendable, como se ve. Aunque el Colegio de San Pablo floreció a lo largo de todo el siglo XVII, y rivalizó con la universidad, con los colegios jesuitas y con los conventos de San Agustín, San Francisco, San Diego y Santo Domingo, como centro de estudios, grillas y disputas teológicas, ya en el XVIII no era sino una inversión inmobiliaria. Amplios terrenos que se rentaban para ferias: la “feria de San Pablo”, y hasta para corridas de toros.
Ahí se construyó en forma, primero en madera y luego en mampostería, una plaza muy concurrida en los últimos tiempos de la colonia: la “plaza de San Pablo”, los “toros de San Pablo”.
Se volvió cuartel en la época de Santa Anna; luego hospital militar y civil, de fama macabra y sangrienta. Entonces el Benemérito se apoderó de todos los terrenos (1860), exclaustró a los escasos agustinos que quedaban en el Colegio de San Pablo y dedicó todo el sitio y sus instalaciones, según opinión de sus detractores, exclusivamente al tráfico de la sangre. El Templo de la Sangre. El Laboratorio del Diablo. El Mercado de la Sangre.
A lo largo del siglo veinte, hasta el mismo día del primer temblor de 1985, seguían yendo ahí a vender su sangre todo tipo de desarrapados. A partir de esos temblores, y como consecuencia de la epidemia del sida, se prohibió la compraventa de sangre.
         En la terrorífica leyenda del Hospital de la Sangre se omite, sin embargo, un dato curioso. Fue también un primer intento mutualista de Seguro Social entre pobres, que se pagaba no con dinero, sino con sangre: un accidentado, un enfermo, una parturienta recibían atención médica a cambio de la sangre que sus familiares o amigos donaran en su nombre: “Vengo a donar mi sangrita por la curación de mi cuñada”...
Banco de Sangre, también: había quien depositaba sus medio litritos por anticipado, en espera de la operación, cuando se los devolverían (espero) con módicos intereses, a tasa fija o variable. Cuestión de mililitros en épocas de baja inflación.
        
II
Pero también se omite un secreto a voces desde el siglo XVI: el nombre, San Pablo, que siempre ha quemado como tizón vivo en la boca de todo cristiano, y especialmente a partir de Lutero, cuando los protestantes se abanderaron con la doctrina y el ejemplo de san Pablo contra la doctrina y el ejemplo de san Pedro.
No fue común dedicarle al apóstol de las epístolas, a esa especie de apóstol-por-correspondencia, muchos templos, conventos ni colegios.
No se podía prescindir de él, porque fundó la teología cristiana y estableció la tremenda revolución de que el cristianismo no fuera exclusiva ni principalmente judío ni para judíos, sino universal y sobre todo para los gentiles o paganos. El apóstol Santiago (llamado “el menor” o “el justo”, hermano de Jesús y primo y tocayo del borroso Santiago “el mayor”, aunque era más joven, dizque apóstol de España) y el apóstol san Juan, lo detestaron y escribieron cartas, sermones y partes del Apocalipsis contra él.
Lo llamaron el “Apóstata” porque renegaba del judaísmo en favor de los paganos, y se lucía más como “ciudadano romano” que como judío.  Porque muy pronto se cambió el nombre judío Saulo por el romano Paulo.
Se proclamaba el “Apóstol de los Incircuncisos”, el “Apóstol del Prepucio” (sic) y dueño de la iglesia de todo el mundo, salvo Jerusalén, “ciudad maldita”, y el ghetto judío de Roma, que casi con lástima cedía a Pedro, Santiago y Juan, simples “apóstoles de la circuncisión”.
Lo llamaron el “Falso Apóstol” –el apóstol número trece; el trece a la mesa de la eucaristía; el treceno de una docena bien contada- porque nunca conoció a Cristo, ni lo escuchó en vida: dizque Jesús se le apareció durante su camino a Damasco, y lo privilegió con una instantánea revelación personal, sin testigos. Muy cómoda, muy teatral, muy aparatosa. Propiedad completamente suya. ¿Quién le iba a negar, corregir o enmendar lo que él decía que sólo él había visto y escuchado?
Lo llamaron el “Precursor del Anticristo”. El “Nuevo Simón Mago”, que era un milagrero de feria. El “Nuevo Balaam”. El “Nicolaíta” (Nicolás: “embaucador del pueblo”), el “Farsante”. El “Propagador de la Fornicación” o la “Gran Prostituta” o “Jezabel” (porque predicaba el matrimonio interracial de cristianos judíos con cristianos paganos). El “Falso Visionario”, el “Falso Milagrero”, el “Impostor”, el “Tragón Impuro” (porque permitía que los cristianos comieran los alimentos prohibidos por la ley judía, los no-kosher).
 Santiago, el “hermano” de Jesús; Juan, su “discípulo amado”, el montón de hermanos y primos y tíos y demás parentela galilea de Jesús dijeron de san Pablo todo tipo de cosas. La familia de Jesús era tremenda. Con decirles que san Judas Tadeo también era hermano de Jesús...

III
No había modo de ocultarlo. Los insultos existen en el Nuevo Testamento, donde también aparecen sus quejas y sus respuestas. En los Hechos de los Apóstoles, en el Apocalipsis, en las Epístolas, incluso en sesgos de los evangelios de Mateo, Lucas y Juan. Y en infinidad de escritos de los primeros tiempos del cristianismo no admitidos en la Biblia cristiana, pero sí en los tomotes de los Padres de la Iglesia. Clemente Romano, el obispo Policrates, san Policarpo, san Irineo, san Ignacio, san Justino, etcétera.
Antes de que se formaran y consolidaran las jerarquías eclesiásticas, los episcopados y el papado, así como el canon del Nuevo Testamento, durante un buen siglo (hasta el 130 d. C., más o menos), las dos corrientes cristianas: los judíos que consideraban a Cristo como una mera reforma dentro del judaísmo, y los paganos helenísticos y romanos que lo adoraban como un nuevo Dios universal, sin razas, debieron coexistir a codazos.
La gente de Pedro contra la gente de Pablo.
Y las rencillas subsistieron en los textos sagrados y en la escritura de todos los teólogos cristianos de los primeros siglos. (Ernest Renan desmenuza el babélico embrollo, lleno de citas textuales y referencias precisas en más de diez idiomas, a lo largo de los siete tomos de su Historia de los orígenes del cristianismo.)
Entonces se inventó volverlos gemelos.  El papa de los judeocristianos y el papa de los pagano-cristianos en una sola entidad bifronte. Al mismo tiempo los evangelios y las epístolas, cada cual en su sitio durante la misa.
Se le inventó en Roma un protobispado-protopapado a san Pedro, y una especie de Embajada-Universal-Extraordinaria-y-Plenipotenciaria-Para-el-Mundo-Pagano a san Pablo. Se les inventó que habían muerto juntos, martirizados por Nerón (año 64), en Roma.
Y a partir de entonces, y hasta Lutero, no se dejaba que san Pablo anduviera solo. Ni un solo paso. Siempre se le amarraba una pata a la pata de san Pedro. La ortodoxia acuñó una sola frase inmutable: “san Pedro y san Pablo” para esposar a quien mejor conoció a Cristo con el que mejor lo alucinó.
En 1572 los jesuitas fundaron en la ciudad de México su colegio perfectamente ortodoxo: “Colegio de San Pedro y San Pablo”.
De san Pablo se dijeron y se siguen diciendo cosas muy extrañas. Se dice que hay un cristianismo de Jesús (o de san Pedro, o de los galileos, o de la familia de Jesús) y otro de san Pablo.
Que Pablo duplicó el cristianismo (o lo multiplicó) al extenderlo indiscriminadamente a todos los gentiles, sin que previamente se convirtieran al judaísmo, como querían los apóstoles Pedro, Santiago y Juan. Con ello, permitió que se le infiltraran infinidad de filosofías (el gnosticismo), supersticiones y ritos egipcios, sirios, romanos y helénicos. Hasta cosas de Persia y de Babilonia.
Que como nunca conoció a Jesús en carne y hueso, sino como mera visión, Pablo lo volvió dios. Y que incurrió, en consecuencia, en idolatría. Deificó a un hombre, entronizó a un nuevo ídolo. El tremendo Cristo-de-san-Pablo.
Para sus discípulos y parientes verdaderos, históricos, galileos, Cristo era sólo un hijo de Dios (como a final de cuentas todo ser humano), aunque el elegido para una reforma radical: la del Mesías o Cristo, pero nunca un dios humano “igual” a Dios Padre.
Con san Pablo empieza ese lío del monoteísmo politeísta que adora a un solo Dios que son tres sin dejar de ser uno sin dejar de ser tres. Así lo explicaba el Patriarca Pérez frente a la Alameda: “Este era un gato con los pies de trapo y los ojos al revés, ¿quieres que te lo explique otra vez?”
El “apóstata” san Pablo, además, declaró concluida a Ley de Moisés. No había más que “su” Jesús. Nadie tenía por qué practicar “las obras”, los ritos, las creencias, las obligaciones del Antiguo Testamento, sino empezar de nuevo a partir de la aparición de Cristo... ¡al propio san Pablo! La historia universal se reiniciaba a partir del momento en que Cristo se le apersonó a Pablo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”
San Pablo no escuchó el Sermón de la Montaña, sino el Sermón-Confidencial-de-Damasco, personalizado. Para sus seguidores, el cristiano debía creer solamente en el Cristo que había ensoñado san Pablo, muy a su modo y a su gusto.
Dos cristianismos. San Pablo es teólogo, autoritario, moralista; Jesús resulta tolerante, populachero y amigo de malvivientes de buen corazón, como la Magdalena y el “publicano” o cobrador de impuestos.
El fanatismo de la Doctrina frente a las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña. André Gide quería ser un cristiano sin san Pablo.
Los logros de las misiones de san Pablo a lo largo y ancho del Imperio Romano resultaron más exitosos para el cristianismo que una mera reforma dentro de la religión judía, como querían los discípulos “históricos”, los parientes y compadres de Galilea, y san Pedro. No se podía prescindir de él. Todo lo más: amarrarlo al pie de San Pedro y que jamás anduviera solo. 
Porque de que san Pablo agarraba el paso por su cuenta nadie sabía adónde iba a parar. Solo, ni un solo paso.

IV
Durante la Edad Media el papado encumbró a san Pedro, y san Pablo quedó como una adherencia doctrinal universalista, especializada. Casi un simple nombre el calce de las epístolas. Uno tenía las llaves del cielo, y el otro había abierto (siglos y siglos atrás) las puertas del cristianismo a los gentiles.
No se permitía el culto individual a san Pablo. Olía a revelaciones personales muy extravagantes; a un cristianismo sin iglesia ni obispos; a un trato directo de cada persona con Jesús, y a una ruptura total con el judaísmo. A cualquier parroquiano se le podía ocurrir que Jesús se le había aparecido de repente en el camino a su pueblo, o de regreso del mercado, y que le había dicho esto y lo otro.
Quizás fray Pedro de Gante (o fray Pedro de Moere, o Muer, o Mura) quebrantó la regla de jamás tratar a san Pablo a solas, sin san Pedro, en homenaje a su emblema misionero, cuando le dedicó un templo en el solar que ocuparía el Hospital de la Sangre.
A final de cuentas, los franciscanos desembarcaron en México como san Pablo en tierras de paganos o gentiles. Pablo era El Misionero por antonomasia. Sin duda alguna, fray Pedro de Gante sabía ya para entonces de la rebelión de Martín  Lutero (31 de octubre de 1517). Creía que Lutero era un vulgar rebelde contra el papa, acaso un endemoniado más, hacia 1523.
De haber conocido las críticas luteranas a la corrupción católica, las habría sin duda compartido, como el resto de los franciscanos que desembarcaron en México. Todos echaban pestes de la iglesia corrupta.
Acaso fray Pedro de Gante no supo entonces que en Lutero renacía san Pablo y su teoría de que la fe obraba sola, sin iglesia; que el creyente se comunicaba directamente con Dios, sin intermediarios.  Y estableció el extraño caso de fundar en México una iglesia de san Pablo sin san Pedro, la cual se convertiría sucesivamente en el colegio agustino de San Pablo, la feria de San Pablo, los toros de San Pablo, el cuartel de San Pablo, el barrio de San Pablo, el hospital de San Pablo y el Hospital Juárez u Hospital de la Sangre. Quedan el nombre de la calle y una ruinosa iglesia del siglo XVIII.
No hubo otros homenajes célebres a san Pablo sin san Pedro durante el período colonial (salvo unos cuantos pueblos sin mayor importancia, y que debieron su nombre al azar, pues al fin y al cabo sobrevivía en el calendario) porque corrió la voz de que un san Pablo solo equivalía a un Lutero.
Y san Pablo se convirtió en el mayor o único santo de los protestantes. Desde entonces, los católicos mexicanos sólo trataron con un san Pablo chaperoneado por san Pedro, indefectiblemente.
Lo que sí conocía fray Pedro de Gante era que el buen Saulo de Tarso, judío fanático, el más fariseo de los fariseos, el más zelote de los zelotes, era un asesino. Encabezó el linchamiento de los primeros cristianos que mataron a pedradas a san Esteban. Nada menos. Incluso se quedó, como trofeo, con las ropas ensangrentadas del muerto. Toda su vida confesó llevar en el alma la sangre indeleble del diácono san Esteban. Las vidas de santos siempre son vidas edificantes o ejemplares. Con la “leyenda dorada” de su santoral, no sé cómo se atreven los obispos a criticar a la prensa amarillista.
Esta truculenta conversión del más sangriento de los perseguidores del cristianismo originario en su mayor misionero, gracias a una visión personal de Cristo en el camino de Damasco, heredó al cristianismo el endiablado acertijo de la “Teoría de la Gracia”.
En la religión judía todo era claro: un Dios racial había hecho un pacto con su raza favorita. En una religión no-racial, como el cristianismo, ¿quiénes serían los favoritos del Señor? ¡Misterio!
Cristo tiene un Libro cerrado con Siete Sellos donde están escritos desde el principio de los tiempos los nombres de los elegidos, y que no se conocerá sino hasta el final de los tiempos.
Quien quiera salvarse mediante la buena conducta, las prácticas religiosas, las penitencias y las buenas obras, se equivoca. A lo mejor su nombre no aparece en el Libro de los Siete Sellos del Apocalipsis. Quien se proponga condenarse persiguiendo y asesinado cristianos a diestra y siniestra, y matando a pedradas al pobre de san Esteban, ¡de pronto se salva, gratuitamente!, pues por eso tal teoría se llama de la Gracia. Un “acto gratuito”: su nombre sí está en el Libro de los Siete Sellos.

V
“¡La religión de lo arbitrario!”, clamaba Michelet, cuando pretendía que la Revolución Francesa había liberado a los oprimidos de la tierra de la Religión-de-lo-Arbitrario, del Club o la Mafia de los Misteriosamente-Elegidos. “Ahora sí todos iguales, y cada cual arquitecto de su propia conducta y su propio destino... Le Peuple!
Me cuentan que todo esto predicaba en la ciudad de México, durante los buenos años del callismo, el cismático Patriarca Pérez (quien además se llamaba Joaquín y estudió en Tulancingo), auxiliado por el no menos abominable heresiarca Manuel Monje, en su nueva “Iglesia Mexicana” de Corpus Christi, frente a la Alameda.
Dicen que san Pablo sin san Pedro se le aparecía en sueños y lo usaba de intermediario para comunicarse con el presidente Plutarco Elías Calles. Nada se sabe de cierto, salvo que a los cuatro años de ser ungido obispo mediante un rito protestante en Chicago, murió en la Cruz Roja de la ciudad de México (1931).
-¿Cómo es posible que haya existido una iglesia de san Pablo sin san Pedro durante la Colonia? –preguntaba nuestro nativo heresiarca Manuel Monje.
-Así la Reforma se iba abriendo camino en México desde los principios mismos de la evangelización –respondía el Patriarca Pérez.
-¿Fray Pedro de Gante habrá sido un enviado de Lutero?
-O del propio san Pablo...
-Lo que no entiendo es por qué, cuando fray Pedro de Gante predicaba el pensamiento de san Pablo entre los indios, decía, enseñándoles un dibujote tosco: “Santo que tiene, santo que tiene espada en la mano, ¿qué santo será?”. Yo habría respondido de inmediato: “San Pedro”, por la oreja que Simón Pedro le cortó al soldado romano durante la aprehensión de Jesús. San Pedro El Mochaorejas. ¡Pero no! Fray Pedro de Gante quería que le respondieran precisamente: “San Pablo”.
-Bueno, el emblema de san Pedro debían ser Las Llaves.
-¿Pero por qué La Espada para san Pablo? Cuando asesinó, no fue con la espada, sino a pedradas. ¡Pobre san Esteban!
-Se vería muy feo un santo apedreador. Definitivamente muy vulgar. No es emblemático.
-O Una Pluma...
-Los evangelistas llevarían preferencia:  san Marcos, por ejemplo. Porque ya sabemos que ni san Mateo escribió El evangelio según san Mateo, ni el erudito, helenístico y gnóstico Evangelio según san Juan fue escrito por el ignorantón y provinciano “discípulo amado”... Emblema de la Gracia: los misterios del Señor son inescrutables y el Enemigo-con-Espada se convirtió en el Propagador-de-la-Palabra...  Los últimos serán los primeros; los asesinos se erigirán en santos, y el mayor enemigo de Dios es su mayor amigo; este era un gato con los pies de trapo y los ojos al revés, ¿quieres que te lo cuente otra vez? –interpretó el Patriarca Pérez.
-Así sea y amén –añadió, adulador, su compinche el presbítero heresiarca Manuel Monje.
Desde las ventanas de su cismática iglesia de Corpus Christi admiraban el Hemiciclo a Juárez, en la Alameda. Eran los buenos años del general Calles, y el monumento de Juárez tenía a sus pies unos leones poderosos, de mármol, como todo un Nerón.