martes, 24 de septiembre de 2019

Las tripas del padre Panchito


Las tripas del padre Panchito

Por José Joaquín Blanco



                                               1
La señora Elvira se ve pequeña, flaca y sólida. Parece menos vieja de lo que es; en realidad, tiene una salud y una fuerza asombrosas, que oculta bajo una bata gastada, acolchonada, para que le compadezcan su soledad y su vejez. Sin embargo, la frescura de su piel, bastante tersa todavía, y su energía incesante la delatan.
         Sucede que se ha quedado sola en un caserón lleno de muebles, adornos y trastes viejos que de tan cuidados y pulidos hasta se ven finos. No siempre lo son. Pero dan cierta impresión de museo que asombra a los jóvenes. A la señora Elvira le gusta engañarlos, y señala sus objetos curiosos casi con desdén como baratijas heredadas o compradas por aquí o por allá “el año de Maricastaña”, pero como sugiriendo que a lo mejor no todos son tan baratijas.
         Se levanta casi de madrugada a asear todo el caserón, de un extremo a otro, aunque le han recomendado que cancele cuartos —cuatro recámaras, sala, comedor, cocina, alacena—, o que cubra con mantas algunos muebles que no usa, como sus grandes sillones, la consola de los años treinta y el piano. No quiere. Y cuida escrupulosamente su jardín, su gallinero, su gran patio enlosado lleno de macetas blancas con espejitos.
         No acepta criadas de planta que la ayuden. Nomás la enchinchan. La lavandera va los viernes en la mañana, y un chamaquito bien recomendado la ayuda en las tareas más difíciles (como acomodar la leña, podar los nogales, acomodar las bugambilias, cargar los bultos de alimento para las gallinas, acercarle al zaguán el tambo de la basura) de tarde en tarde, después de la escuela.
         Se pasa todo el día limpiando, para las escasas visitas que recibe, más o menos de su edad, pero acompañadas de una prole estupefacta que todo lo curiosea. Damas de la Cruz Roja, de las cofradías, de los clubs de cocina y bordado, “leonas” y rotarias, y sus amigas de toda la vida.
         Todos sus hijos, casados y con vástagos, viven en ciudades distintas y lejanas, donde han conseguido los empleos que no hay en Tulancingo. La llaman con frecuencia por teléfono, le escriben, le mandan dinero más que suficiente para sus gastos —¡hasta tiene sus inversiones en el banco, de lo que ahorra!—, pero sólo pueden visitarla cada uno o dos años: entonces ve su jardín jubiloso de nietos. A ella no le gusta viajar a esas ciudades, por no dejar la casa sola.
         De todos sus hijos, más o menos prósperos y honorables, sólo le salió torcida Chabela, dice, porque, primero, no pudo tener hijos, y luego se le divorció.
         —¡Pues vente a vivir conmigo, mija!
         —Mamá, cómo crees; aquí en Matehuala me va bien con mi mercería. Capaz que en Tulancingo me muero de hambre. Todo mundo tira un muro y convierte una recámara en una tiendita. Y ahí están sentados todo el santo día en sus tienditas sin vender nada, ocupados en papar moscas.
         —Donde come una comen dos, y sirve que me acompañas, mija; porque cualquier día me voy a morir y ni quién se entere hasta que salga la peste por las ventanas.
         —Ay mamá, no te pongas patética.
         —Tú nomás quieres seguir de divorciada para darle vuelo a la hilacha, mija.
         —¡Cómo crees, a mi edad! Y además me paso todos los días, incluyendo sábados y domingos, en la mercería. Ya ves que en ocasiones se vende más los fines de semana.
         Total, como hasta por teléfono se peleaban, Chabela dejó de llamarla y de escribirle. Sólo por navidad, cumpleaños y 10 de mayo. Y con puras vaguedades y monosílabos. Hace años que no se ven.
         Su hermana Carmela, en cambio, vendió todo y se fue a vivir a un departamentito en Naucalpan, para estar cerca de su hijo mayor y de sus nietos.
         De pronto, esta tarde, que va llegando Chabela llena de regalos, y acompañada de un señor gordo y mudo.
         —¡Ay mija, me hubieras avisado para hacerte siquiera unos mixiotitos de conejo! No tengo nada qué ofrecerles. Ya sabes que me la vivo a conchas con nata y café con leche.
         —Ni te preocupes, mamá. De lo que traigo antojo es de los tamales de allá por la iglesia de los Ángeles. Voy a comprar unos antes de que oscurezca. ¿La Avenida 21 de Marzo sigue llena de baches?
         —Está peor.
         El señor se ofrece a acompañarla.
         —No, por favor, Danny —el gordo mudo se llama Danny—, hazle un poco de compañía a mamá. No tardo nada.
         Pero el gordo, mudo. “Sí, muchas gracias; no, muchas gracias”. La señora Elvira, tan platicadora, no le saca una palabra más. Debe hacer ella toda la conversación.
                                              
2
—De veras que en Tulancingo ya nadie respeta nada, ni a los bancos —dice la señora Elvira—. ¿No asaltaron Bancomer en agosto como si fuera película de vaqueros? Nunca habían asaltado aquí un banco. ¡Uh, qué tremolina! Hasta pasó en la televisión. Se alcanzaba a ver parte de la floresta, aunque acorrientada con tanto vendedor ambulante, y esos plásticos de colores tan chillantes que usan para sus puestos...
         El gordo, mudo.
         —Yo digo: ¿qué diablos hacemos aquí, si hay igual de asaltos y robos y atrocidad y media que en Pachuca o en México? Mejor irnos de plano a la capital, por lo menos habrá más cines y cosas en qué distraerse, no que en nuestros cines puras películas de balazos y de encueradas, de plano para albañiles. Y si ya nos toca en México la de malas de un susto, o de que nos mediomaten, o de que nos maten de veras, pues lo mismo puede ocurrir aquí, ¿no? En febrero no hubo sólo tiros, sino ráfagas de ametralladora, dicen. ¿Para qué querrán ametralladoras en Tulancingo? Ni modo que para robar barbacoa.
         Danny no tiene idea alguna al respecto.
         —Yo no me voy a México con mi hermana Carmela por lo de la casa. Ella vive muy a gusto en Naucalpan, pero en un huevito de departamento, y cuando me viene a visitar dice que en México ésta sería casa de ricos. ¿Ya vio el jardín? —Danny no muestra ganas de pararse del sofá—. Ni modo de llevármela. Y está tan vieja. Si la pudiera vender, no me darían por ella ni lo que cuesta el huevito de mi hermana en Naucalpan. Así que me quedo en Tulancingo: que nomás al mercado, que a misa, que al chisme. Los envidiosos de Pachuca nos dicen Tulanchismes.
         Seguramente Danny ya se sabe el chiste, porque ni siquiera sonríe. A la señora Elvira empieza a parecerle misterioso.
         —Nada de eso se veía en mi juventud. Ya le decían ciudad pero resultaba más bien un pueblito, unas cuantas cuadras decentes alrededor de catedral y eso era todo. Luego puros cerros, llanos, rancherías y milpas. Sin embargo, mi papá afirmaba que a Tollanzinco lo distinguía su prosapia. Así, su “prosapia”. Murió hace treinta años. ¿Y creerá usted que desde entonces no he tenido humor de ir a buscar la palabra al diccionario?
         El mudo no da señas de entender la palabra prosapia.
         —Que desde mucho antes de los aztecas. Significa “la pequeña Tula”, y contaba papá que por aquí pasaron los toltecas antes de ir a fundar la gran Tula; o a lo mejor después, cuando se acabó la gran Tula. Pero el doctor Garduño, que ya lo conocerá usted y verá que es un diablo de bromista, me dijo el otro día, en la reunión de las damas de la Cruz Roja: “pequeña Tula” equivale a “pequeña ciudad”. O sea que siempre nos dijeron pinche pueblito.
         Tampoco por el lado de la historia la señora Elvira consigue nada. Intenta el turismo.
         —Tulancingo tiene sus atracciones turísticas, no crea usted que no. Los boy scouts las mantienen vivas. Y no nada más las ruinas de Huapalcalco, odiadas por todas las mujeres de Tulancingo, porque cuando alguna anda un día algo crecida o altanera no falta la comadre que rumore: “¡Mírala! ¡Se siente la reina de Huapalcalco!”, que es como decirle a una cien veces india. Y a todas nos han llamado alguna vez “la reina de Huapalcalco”... ¿Ya le mostró Chabela la catedral?  No es tan vieja como parece, pero tiene muertos de muina a los de Pachuca desde hace siglo y medio. Por entonces creo que ni había Pachuca; en todo caso, una ranchería. ¿Ya sabe usted lo que en pócar significa la jugada Pachuca?: ¡cuando le salen puras cartas que no sirven para nada! En eso si resultó famosa. Esa jugada es célebre hasta en Las Vegas...
         —Antes de Juárez —prosigue, ya como un sermón— a quien se le ocurrió inventar el Estado de Hidalgo, la gran población de la zona era indiscutiblemente Tulancingo. Toda la riqueza de la región, de partes de Veracruz, de Puebla, del Estado de México, se concentraba aquí. ¡Y había verdaderos palacios que asombraban hasta a los europeos, como el de la familia Adalid! Lo contó una marquesa española con bombo y platillo... Por eso establecieron aquí la catedral y al señor obispo y no en Pachuca. Unos dicen que el obispado está en Tulancingo, y no en Pachuca, porque es anterior a la creación del estado y de su dizque capital. Además, por esas épocas todavía no llegaban los ingleses a establecer sus minas en Pachuca, ni esa torre tan fea con su reloj, siempre descompuesto: que dizque “el Big Ben del Nuevo Mundo”, como la denomina en broma el doctor Garduño, quien fue gran amigo de mi marido toda la vida. Estuvo a su lado durante sus últimas horas, haciéndole chistes para distraerlo, mientras le aplicaba el suero y el oxígeno; aunque creo que mi pobre Isidro ya ni lo entendía, pero escuchaba su voz. Y como que se reía, o eso era lo que yo me figuraba: la gente pone caras muy raras cuando se muere. Eran un par de guasones... Papá decía que el malvado de Juárez quiso castigar a Tulancingo por católico, por “mocho” como diría el Benemérito, porque en realidad a nosotros nos tocaba el privilegio de ser la capital. En Pachuca, en cambio, Juárez estableció su club de masones. Ya nadie se acuerda de los masones hoy en día, y sí de que la catedral y el señor obispo están aquí.
         El mudo acepta finalmente un anís.
         —La otra “efeméride”, también palabreja de mi papá, fue la victoria de Vicente Guerrero sobre Nicolás Bravo en las épocas de la Independencia. El malvado doctor Garduño explica que así de apocada es la gente de Tulancingo que se puso el nombre del derrotado, nomás porque era mocho. Pero fue el gobierno el que nos puso Tulancingo de Bravo; nosotros somos Tulancingo a secas. “La ilustre cuna del ínclito luchador El Santo y del no menos edificante Gabriel Vargas, autor de La familia Burrón”, bromeó Isidro, mi esposo... Cuando se juntaban los jueves a cenar y a jugar dominó o baraja, a veces en su casa, a veces en la nuestra, el doctor Garduño y mi marido se dedicaban a burlarse de Tulancingo, nomás para escandalizarnos a las esposas. Creo que con el tiempo a Claudia, su mujer, que en paz descanse, y a mí se nos pegó su travesura. Tuvieron otros amigos de dominó y de baraja, pero no les duraban mucho. Hay gente simplona que se escandaliza con cualquier bromita. Decían que Isidro y el doctor, aunque excelentes personas, pecaban a ratos de “irreverentes”. “Aquí la gente siempre ha estado, por sistema, de parte de los enemigos de la patria, afirmaban, y apoyamos a Maximiliano”. Se conserva la casa donde se hospedó, que no es ninguna maravilla, pero no deje de visitarla: queda aquí a la vuelta. Por eso nos ven feo los de Pachuca y hasta los de Ixmiquilpan. Que por mochos... Sea como fuere, la gran batalla “hidalguense” de la Independencia se libró en Tulancingo. Hasta hay láminas de eso en los libros de historia. Pero no se ve en ellas, ni me han dicho nunca, dónde ocurrió exactamente. Me imagino que en el cerro, y que luego bajaron al cuartel. Todavía me acuerdo del gran cuartel amarillo que estaba junto a la catedral, como vigilándola... Desde catedral se oían a media misa los clarinetazos, las palabrotas, las marchas. Pero los soldados también iban a misa los domingos, de uniforme y todo, cuando venían a visitarlos sus familias. ¡Y los viera usted tan devotos, y que depositaban sus buenas limosnas!
                                              
3
Mientras habla, como el mudo también parece sordo, la señora Elvira de plano se pone a contemplar los retratos de sus padres, de su marido, de sus hijos y nietos, en una especie de relicarios plateados de tamaños diversos que pueblan una pequeña mesa redonda con mantel de encaje, y se sirve otro anís. “Sólo a Chabela se le puede ocurrir pescar a este gordo sin remedio.”
         —A mi papá le tocó ver a Madero, cuando pasó en su gira electoral por el nuevo ferrocarril. Lo fue a vitorear porque se trataba de un prócer, aunque los curas decían que era un diablo, que le hacía al espiritismo y había ganado la revolución a través de puros médiums. Pero luego los médiums lo abandonaron, se pasaron al bando contrario... “Hay que andarse con cuidado con los médiums”, concluyó mi marido. No me tocó ver eso, por supuesto, pero sí la persecución cristera. Aunque no hubo batallas cristeras por aquí, ni siquiera escaramuzas. De cualquier modo se armó un gran escándalo social y cerraron las escuelas religiosas, que eran nomás dos, feas y chiquitas. Y todos los días, muy lavaditos y con nuestros cuadernos, docenas y docenas de chamacos íbamos a misa y a tomar clases clandestinas con curas y monjas a casas particulares, a las ocho en punto de la mañana. Para despistar al gobierno, poníamos cara de ir a la tienda. “Nomás de argüenderas, dice el doctor Garduño; si hasta los hijos del presidente municipal de entonces iban ‘a escondidas’ a esas casas.” Ah qué el doctor Garduño, ya se lo presentaré a usted. A sus años sigue enamorando a las enfermeras.
         Danny se ha vaciado el anís sobre la corbata. Por mudo, la señora Elvira lo castiga y no se levanta a ofrecerle una servilleta. Nomás se la señala con la mano.
         —Era una ciudad fresca y ventosa, con casas bajas de muros gruesos y balcones bajos, de fierro. Todas las casas que conocí en mi infancia tenían patio, jardín y hasta huerta y gallinero. Había unas cuantas fábricas de ropa y mucho comercio. La leche se distribuía en burros, como la leña. Buenísima la leche de Tulancingo, hasta la fecha. Fíjese qué curioso: durante el día muchas casas dejaban el portón abierto, o tenían un cordón para jalarlo, abrir y ya, sin molestar a los dueños con que vinieran a recibirla a una. Todo el mundo entraba a las casas de todo el mundo como si cualquier cosa. Nada más gritábamos para avisar: “¿Comadrita, dónde está usted?” “¡Manuelita, buenas tardes!”  Y nadie robaba nada. Sin embargo, en la noche, toda la gente atrancaba los zaguanes con grandes vigas y hasta barras de fierro, como en espera de bandoleros. Dice el doctor Garduño que sólo les teníamos miedo a los fantasmas. Y que aquí deben darse en mata, porque prefieren los pueblos de mochos para andar espantando a la gente a medianoche; que los pueblos mochos son el Acapulco de las ánimas en pena.
         ¡Milagro! El gordo se levanta, no sin esfuerzos, y llena su copita de anís. La señora Elvira desconfía por sistema de la gente callada: “No sabe una a qué atenerse con ella”.
         —Aquí pues casi nunca pasaba nada. Muy temprano, cuando iba yo a la escuela, a misa, o a comprar tamales, me encontraba con muchos borrachos harapientos: se quitaban caballerosamente el sombrero de paja hecho trizas y me decían: “¡Dios la lleve con bien, niña!”; y se iban corriendo para que no los atraparan los policías. Tulancingo contaría entonces, allá por los años cuarenta, con unos tres gendarmes. Conformaban toda la fuerza pública del municipio. Se dedicaban a pescar a unos cuantos borrachos mañaneros para hacerlos barrer las calles principales. No se tenían que esforzar mucho, porque no correteaban a los que todavía pudieran caminar, aunque fuera a tropezones; simplemente despertaban a los que se habían quedado dormidos en la banqueta, que eran bastantes. Luego, los tres gendarmes dizque dirigían el tráfico. ¡Qué va! Lo complicaban más...
         El mudo parece interesarse más en todos los adornos, cuadros y muebles de la sala que en el relato. “Si quiere saber algo de ellos, que se tome el trabajo de preguntar, ¡nada más eso me falta!”, piensa la señora Elvira.
         —Por entonces todo Tulancingo olía feo, a puro pulque. Había pulquerías en todas partes, hasta en el centro. A veces la gente decente clamaba contra el vicio, pero luego se quejaba de que las clausuraran, porque mucha gente decente era dueña de pulquerías, incluso de las disfrazadas de tiendas de abarrotes, que daban servicio a escondidas durante toda la madrugada. Los gritos y cantos rancheros de los borrachos parecían, en efecto, aullidos de fantasmas. ¡El Acapulco de las ánimas en pena! Además, los borrachos no eran del mero Tulancingo, sino campesinos de los ranchos de las afueras, y ¿qué iban a hacer los pobres si les daban las diez de la noche aquí, ya bastante achispados? Entonces no había peseras, ni tantos caminos de terracería. Sólo los camiones que pasaban de México rumbo a Tuxpan, que además no admitían borrachos. Ni modo que se fueran caminando o en burro por llanos y cerros hasta sus ranchos, en plena oscuridad: seguían bebiendo, tristones, sin desórdenes, hasta que clareara.  Al menos no los dejaban entrar con machetes a las pulquerías, y en esas épocas sólo dos o tres ricachones poseían pistolas... ¿Le gusta el piano? Yo creo que ya ni sirve. Hace como veinte años que nadie lo toca.
         —Es muy antiguo —dice Danny.
         —El Palacio Municipal, de masones, lo mismo estuvieran de parte de Don Porfirio que de Madero o de Calles y Cárdenas, no se levantó en la plaza central, floresta como le decimos aquí, aunque ahora hay más flores en mi casa que en toda la floresta, para no estar cerca de los curas de catedral, sino a dos cuadras, en la calle Hidalgo. Hace poco lo demolieron, y construyeron otro en las afueras de la ciudad. Así está bien. Entre más lejos, mejor. Tenía unas oficinitas para pagar contribuciones y una cárcel con rejas de palo. A eso se reducía todo el mentado “palacio”. Tampoco los presos eran del mero Tulancingo, sino de los ranchos. Gente amolada que se había robado un becerro o apuñalado a un compadre durante una bebedera. A los peligrosos los mandaban a Pachuca. Muchas veces estaba vacía, y era cuando tocaba a los borrachos barrer las calles; otras, sobre todo durante las fiestas de septiembre y diciembre, llenísima. Claro que el presidente municipal nomás cobraba y cobraba contribuciones a todo el mundo, hasta por respirar, pero no gastaba ni en un plato de frijoles al día para los presos. Correspondía a la Cofradía de San Miguel conseguirles zapatos que bolear o remendar, sillas de mimbre qué zurcir o como se diga; en fin, cualquier trabajillo para que se ganaran unos pesos. A veces, nomás para fastidiar al presidente municipal, el señor obispo les mandaba a algún seminarista con una canastota de tacos y una bandeja de chiles jalapeños en escabeche. El domingo siguiente respondía el presidente municipal, en anónimas notas furiosas de Claridad. El periódico de los trabajadores, contra los “tartufos oscurantistas” que vivían entre puro oro, vestían oro, y nomás regalaban tacos de tripas a los presos, y sólo una vez al siglo... Eso es un Ecce Homo, o así lo llamaban entonces. Todas las casas viejas tienen uno. Se ve chistosa la cabeza sola, ¿no?, como degollada. Con sus ojos tan lindos, tan azules, y la corona de espinas, y las lágrimas de cristal. Pero fíjese que un día me distraje y rompí el capelo, que era francés y de tiempos de don Porfirio. Me fui a México a buscar uno, y ya no encontré capelos de esos en ninguna cristalería. Se me ocurrió ponerle una pecera al revés. Ni se nota, ¿verdad?
         —Parece muy antiguo —dice Danny.
         —Una ciudad bonita, tranquila, verde. Muy barata. En parte porque no teníamos idea de los lujos y nos conformábamos con cosillas que hacíamos en familia o entre conocidos. Mi prima Lulú me confeccionaba los vestidos, por ejemplo, y le quedaban muy bien, según los figurines de la revista La familia. En bodas, santos, cumpleaños, quinceaños y fiestas de fin de cursos tenía la sociedad tulancinguense ocasiones de sobra para bailar y divertirse. Existían desde luego varios ricos y estirados, los dueños de los ranchos, las fábricas y los grandes comercios, pero ya para entonces había carretera, la que pasa por Pachuca, y vivían en la capital la mayor parte del mes... ¡En el candil ni se fije! Ni siquiera está conectado. Ya no hay foquitos de esa medida. Eran alemanes, del año de maricastaña.
         —Es muy bonito, señora —dice Danny.
                                                        
4
—Será que fui una chica distraída, o boba, pero no me enteré de que pasara nada en Tulancingo hasta que me casé. Mi Isidro se dedicaba a hacer quesos: él fundó la marca “La Princesa”, que cuando enviudé se la traspasé al licenciado Zapata, un señor muy culto que hasta daba clases de francés, pero le convino más dedicarse a los quesos. Entonces ocurrieron dos noticias de escándalo, que incluso se publicaron en la capital: la llegada de los protestantes y el asesinato del padre Panchito. Los Testigos de Jehová se colaron poco a poco, casi sin que la ciudad se diera cuenta. Convencieron a gente muy pobre de las afueras: los adoctrinaron, los vistieron como agentes de funeraria, y los mandaron a predicar como profesores a las calles más adineradas. Tocaban muy mustios la puerta y decían: “Les traemos un mensaje del Señor”. Eran muy sermoneadores y pedantes, y dizque nos querían enseñar la Biblia, como si no nos pasáramos la vida entera de misa en misa. Si algo abunda en Tulancingo son los rosarios, las novenas, los sermones y los evangelios. Pero el caso es que casi nunca habían terminado siquiera la primaria ni sabían hablar con corrección. En cambio nuestros curas ya ve que se las dan de eminencias: teólogos, filósofos y no sé cuántas cosas más. Primero nos burlábamos mucho de los Testigos. Les decíamos que antes de hablar de Cafarnaum se aprendieran las tablas de multiplicar. Pero de repente, en las seis iglesias católicas de Tulancingo, al mismo tiempo, se nos puso en alerta. Se trataba de una invasión sajona-protestante en contra de México y de la Virgen de Guadalupe. No sólo eran herejes, sino traidores a la patria. A la salida de misa, los curas nos regalaban calcomanías con la imagen de la Virgen de Guadalupe y el letrero “Somos católicos y no admitimos propaganda contra nuestra Santa Religión”, para pegarlas en puertas y ventanas. Hasta en los parabrisas de los coches. A los Testigos les azotábamos la puerta en las narices, y ni se inmutaban: supongo que cada azotón de puerta les ganaba indulgencias para el cielo, o como las llamen en su religión. Los curas decían que se trataba de una invasión en forma, que lo mismo ocurría en todas las ciudades del país. Que los Estados Unidos querían comprarnos por un plato de lentejas, con todo y la Virgen de Guadalupe. Nos sentimos patriotas. Mirábamos feo a los Testigos. Los niños de la escuela de monjas Fray Pedro de Gante los correteaban a pedradas. Hubo unos cuantos descalabrados. Entonces los Testigos fueron a quejarse a Pachuca, y ¡claro!, en Pachuca les dieron toda la razón: Tulancingo era un antro de mochos salvajes: y se nos advirtió que “toda ofensa o trasgresión a la Libertad de Cultos sería firmemente castigada por la autoridad, conforme a la Ley”. Así lo publicó Claridad. El periódico de los trabajadores. En realidad, a mí me caían más gordos los políticos de Pachuca que los Testigos, y más Pachuca que los Estados Unidos, sobre todo entonces, cuando compramos televisión y veíamos caricaturas. Los curas nos prohibían muchas películas, telenovelas y radioteatros por inmorales, pero no las caricaturas, aunque también fueran de protestantes. Yo me imaginaba que los Estados Unidos eran el país de las caricaturas. Puro Gato Félix en Nueva York... El caso es que los Testigos se ensoberbecieron con el apoyo pachuqueño y de la CROM, y compraron una casa en plena floresta, frente a catedral, para levantar su templo. La estatua de Juárez en mitad de la floresta, de cara también a catedral, como vigilándola, era todo lo que Tulancingo podía tolerar de “libertad de cultos”. Las cofradías y las escuelas particulares organizaron una manifestación callejera contra la construcción de ese templo “invasor”. Toda una verbena. Nunca se había visto una manifestación, como no fueran los desfiles escolares del 16 de septiembre y algunas mascaradas en carnaval, pero decentes, a medio día: un simple cortejo de carros alegóricos con pierrots y colombinas. Quizás San José, que tiene su capillita junto a catedral, nos hizo el milagro de sembrarle alguna neurona a las autoridades de Pachuca, y sospecharon que dos templos antagónicos tan cercanos en plena floresta propiciarían muchos pleitos los domingos, o algo así. Cedieron los Testigos y levantaron su templo, muy chiquito por cierto, a cuadra y media de ahí... ¿Usted no es Testigo de Jehová, verdad? Digo, porque no quisiera ofenderlo.
         —No, señora, también soy católico.
         —¡Me quita un peso de encima! Tenía usted una cara tan seria que dije ¡ya metí la pata!
         —No se preocupe, señora, ¿y ese reloj, también es antiguo?
         —Antiquísimo, ¡y funciona! Le doy cuerda todos los días.
                                                        
5
—El otro gran escándalo corrió como pólvora un mediodía de sábado. ¡Habían asesinado al padre Panchito! Nadie quería en Tulancingo a ese sacerdote viejo, chimuelo, paupérrimo. Su sotana parecía más verde que negra, de lo usada, y con sus parchecitos. “¿Cómo es que el señor obispo no le manda hacer otra sotana? Si todos los días luce traje nuevo y tiene tres coches”, decían las chismosas. Pero las beatas respondían: “Le da mucho dinero, pero el padre Panchito es así, avaro y fodongo. Se lo guarda. Y nunca se baña.” “No me confieso con él, me dijo mi amiga Clara, porque tiene un aliento a infierno y apesta a sudor de meses. ¿Has visto que se atreve a consagrar la hostia con las manos puercas, con unas uñotas bien negras?” El padre Panchito tenía una capillita muy vieja, dizque colonial, que más bien parecía troje abandonada de película del Charro Negro, lejísimos, más allá de las milpas, en una ranchería llamada Santa Anita de los Quelites. Servía como cura de los campesinos de ese rumbo. Pero vivía en el centro de la ciudad, con su prima Flora: nadie podría decir cuál de los dos era más viejo (aunque él, desde luego, le llevaba unos veinte años), más feo, más sucio y más tacaño. Una se encontraba regateando a Flora en el mercado por un solo rábano, por tres ramitas de perejil, por un jitomatito medio podrido. “¿Cómo te voy a comprar por kilo, marchanta, le decía a la india, si nomás guiso para el padre Panchito y para mí, que comemos con templanza?” Hasta las marchantas la despreciaban y le regalaban las hierbas más ajadas, más revolcadas que tuvieran por ahí, nomás para que no les siguiera ahuyentando a la clientela. Yo la escuché alegar con una de ellas: “¿Cómo me quieres vender en diez centavos este ramo de epazote; si nomás lo arrancaste del cerro y ya? Que sean cinco y te va bien”... Parecen figuritas de porcelana, ¿no? Dan esa impresión por el cristal de la vitrina. Pero son de migajón laqueado. Hubo un tiempo en que todas las mujeres de Tulancingo tomábamos clases de arte en migajón. Las azucenas me salían chulísimas.
         —Muy bonitas, señora —dice Danny.
         “La gente que no conversa, una de dos: o no piensa nada o tiene puros malos pensamientos”, reflexionó la señora Elvira.
         —Flora había pecado, y cuando ya estaba más que madura. Quién sabe cómo lo logró. Pagó su culpa en vida, lo que dicen se toma muy en cuenta para descontarle castigos en el purgatorio: quedó abandonada y casi se muere en el parto. La acogió su primo el padre Panchito, con una niña muy güerita, monona, pero algo bizca. La niña creció en la soledad con que se castigaba en Tulancingo a los hijos naturales. Había malhablados que sugerían que el padre Panchito se emborrachaba a escondidas, a solas como buen maniático, con el vino de consagrar; y que una noche... “pues a la prima se le arrima”, como dicen, ¿no? Pero la niña era muy güerita, y tanto Flora como el padre Panchito muy prietos. Seguro el papá fue uno de esos rancheros güeros que a veces vienen de Ixmiquilpan, dizque descienden de ingleses. A lo mejor se fue a confesar todo borracho a la capilla, y ahí se aprovechó Flora. La niña salió a la madre. Se fugó antes de cumplir los quince años. Era marisabidilla, por la disciplina que le imponía su tío: contaba con su primaria, su buena caligrafía, sus nociones de taquigrafía y mecanografía. Todo lo que se necesitaba entonces para ser secretaria o dependiente en un establecimiento chico. Que se había ido a Tuxpan; que no, que a México; que no, que a Pachuca; que no: que hasta Tamaulipas había ido a dar. Yo tenía ya a todos mis hijos cuando ocurrió el crimen. Dispuse de dos fuentes de información: Claridad. El periódico de los trabajadores, insinuaba que el avaro padre Panchito había escondido un dineral de limosnas y de los ingresos de sus servicios religiosos en su casa, además de múltiples joyas y libros viejos que un antiguo obispo le había dejado en custodia, cuando huyó en la época cristera. En su casita, o enterrado en la capillita, ocultaba ese tesoro. La niña, decían, lo había descubierto y muchos años después se lo había contado todo a un amasio. Y que regresó entonces la mujer con el amasio, dizque para presentárselo a su mamá y a su tío, pues se pensaban casar. En la casa, dicen, amarraron y amordazaron a Flora. Y dieron tormento al padre en plena capilla, una noche, hasta que falleció. Excavaron silenciosamente toda la casa y toda la capilla sin que nadie se diera cuenta. Eso sería un miércoles o jueves. El doctor Garduño opina que Flora murió infartada con su esparadrapo y enredada en mecates. El padre Panchito quedó descuartizado a machetazos como santo mártir, sobre el propio altar. Lo descubrieron sus feligreses cuando el domingo encontraron la capilla cerrada. Esperaron y esperaron hasta que les entró la curiosidad y se treparon a observar por las ventanas. ¡Y qué espectáculo! Pero los curas y las beatas no se creyeron el cuento masón: se trataba de una conjura contra la Iglesia. Acusaron a los Testigos y a los campesinos borrachos de los alrededores, que como seguían siendo algo indios, pues a lo mejor les quedaba algo del culto al diablo y de los sacrificios humanos. La autoridad municipal fue “salomónica”, como diría el doctor Garduño. Ordenó la búsqueda de la sobrina, aunque nadie la hubiese visto en veinte años, ni a su acompañante. Pero había otro detalle, añadió mi marido, haciéndose el detective: el trabajo de excavación requería muchas manos de hombre. La autoridad trabajó pues en dos frentes. Se publicó por todo el país, ¡como si se pudiera reconocer a una mujer madura en una imagen de angelito!, la foto de la niña medio bizca en su primera comunión: “¡ASESINÓ A SU PROPIA MADRE Y A SU TÍO SACERDOTE!”; con su nombre completo y algunos viejos documentos que sacaron del Colegio Plancarte, la escuela católica para niñas, donde lucía por cierto una caligrafía envidiable en composiciones devotas sobre las apariciones de Fátima. Y les arrancó a palos una larguísima confesión, de veras horripilante, a media docena de campesinos, todos ellos malvivientes y con antecedentes de peleoneros. Nunca apareció la mujer. Y después de unos años, el gobierno de Pachuca se aburrió de estar “manteniendo” a los presos y los puso en libertad.
         Danny reprime bostezos y mira su reloj de pulsera. “¡Qué mal educado!, piensa la señora Elvira: Bien podía mirar disimuladamente el reloj antiguo que dizque tanto le gusta.”
         —¡Pero diga algo por Dios, buen hombre! ¡Parece que los ratones le comieron la lengua! Hasta me da pena estar yo sola de platicadora... ¿O prefiere que prenda la tele?
         —De ninguna manera, señora. Me interesa muchísimo todo lo que usted dice. Pero así soy yo, callado, ¿qué se le va a hacer?
         —Pues hablar.
         —Es que no se me ocurre nada, señora.
         —Sírvase otro anisito, a ver si así.
                                                        
6
—Si bien al principio el clero local se puso de luto y abundaron las misas por el alma del mártir, víctima quizás de algún secreto importante comunicado en confesión, poco después mostró incomodidad y fastidio hacia el padre Panchito, quien ciertamente no constituía ninguna figura edificante del sacerdocio. Se supo que era medio maníaco, aunque no loco; digo, de los de atar. Todo lo hacía mal y en desorden, de modo que nunca lo aceptaron en buenas parroquias. Bilioso. Y con medio mundo terminaba de pleito. Un antiguo obispo, por caridad, lo mandó a esa capillita abandonada, donde no desentonaría entre los pobres rancheritos. “Acaso tuvo algún intercambio de insultos con un loco o un matón”, piensa el doctor Garduño. Porque le digo que el padre Panchito era muy corajudo y malhablado con los pobres, aunque muy callado frente a la gente decente (¡zámpate esa!). Que Dios lo guarde en su seno. Ahí no terminó el asunto. De repente todo Tulancingo se enteró de que poseía un tesoro colonial: una capilla de origen franciscano, la que digo yo troje abandonada de película del Charro Negro. No había sido muy saqueada porque nada tenía de valor, salvo seis candeleros, el crucifijo, la custodia y el cáliz, todos de metal barato apenas sobredorado, que luego aparecieron en Tepito. ¡Pero la capillita dizque resultaba todo un tesoro histórico! Se formaron varias cofradías para defenderla. Nuestra defensa consistió en hacer muchas juntas; y luego, todas las mujeres en bola, pálidas y temblorosas, armadas de rosarios de Roma, con astillitas de la cruz de Cristo, por si nos encontrábamos a un salteador, en darnos de vez en cuando una vueltecita a media tarde por Santa Anita de los Quelites. Aprovechábamos el viaje, desde luego, para comprar quelites frescos casi regalados. La capilla estaba cerrada con cadenas y candado desde la muerte del padre Panchito, y sus ventanas clausuradas con tablones. Al obispado no le importaba recuperarla: le salía más barato levantar una iglesia moderna en cualquier otra parte. El gobierno mandó unos arqueólogos que rastrearon unos cimientos, unos tepalcates. Luego ocurrió un temblor, y la iglesita por fin se vino abajo de una buena vez. Ahí acabó todo el cuento. Durante unos años algunos aventureros anduvieron rastreando a escondidas entre los escombros, a ver si de veras había joyas eclesiásticas ocultas. Luego se construyó la moderna carretera, que pasa por ahí, y algún listo, quién sabe cómo, se hizo de ese terreno y edificó encima un enorme restorán para traileros. Se llama “Las tripas de don Panchito”, para que no se diga que en Tulancingo no hay sentido del humor; y su menudo se ha vuelto tan famoso que en ese tramo siempre se ve una larga cola de tráilers estacionados. Se lo recomiendo. Mi pobre estómago ya no soporta esas suculencias. ¡Pero la barbacoa no, ésa nomás en el mercado! Dicen que “Las tripas de don Panchito” vende la barbacoa que le sobró a “El Becerro de Oro” el día anterior... Esto es todo lo que recuerdo de Tulancingo. Ahora mis amigas me cuentan más cosas ocurridas en un solo día, que todas las que conservo en la memoria. Y hasta afirman que exagero, que fantaseo; que con eso de que ya estoy tan vieja, ya chocheo... ¡Cómo tarda la ingrata de Chabela! ¡Ya son las ocho y media! ¿No quiere un cafecito con leche?
         Danny lo acepta.
         Mientras prepara en la cocina el café con leche, de repente le entran a la señora Elvira unos temores, unos trasudores, unos escalofríos. Se ve tan anciana y en acolchonada bata vieja como intenta aparecer. Y sola, de noche, con un hombre desconocido y raro, en una casa enorme y llena de antigüedades. Siente que Danny no es mudo ni se llama Danny. Que nomás se hace el mudo para dejar pasar el tiempo mientras ella habla y habla, y entonces ¡dar el golpe!  Que la ve como el asesino debió haber mirado a Flora y al padre Panchito tantos años atrás.
         ¿Chabela se habría vuelto loca, o desnaturalizada, como para traérselo? ¿De veras creería el mudo que ella era una vieja avara, y que tenía en el patio o en el jardín, en los altos del ropero o en los colchones, algún tesoro oculto?
         Se ve por un momento amordazada y amarrada en su cama, mientras Chabela, el acompañante y sus cómplices desbarajustan toda su casa, en busca del tesoro. Esconde un cuchillote de cocina debajo de la bata, por si las dudas. Se le hace un nudo en la garganta y le tiembla la mano al servir las tazas de café con leche.
         Casi se le cae la jarra del espanto al escuchar de pronto el estrépito. Es Chabela, quien regresa ruidosamente acompañada de varias señoras, sus antiguas amigas: a todas quiere presentarles a su futuro esposo: “un quiropráctico de lo más distinguido en Matehuala”. Carga tamales como para todo un ejército.
         —¡A ver! ¡El novio! ¡El novio! ¡No sabe usted el estuche de monerías que se ganó con Chabela! —gritan todas.
         —Lo sé, lo sé —dijo Danny sopeando su café con leche—, ¡es una santa! ¡Si vieran cómo la quieren mis hijos!
         El gordo Danny era viudo y no se daba abasto, el muy enmudecido, con la educación de dos hijos chiquitos.
         —¡Ya le dicen “mamá”! —confiesa Danny a la señora Elvira.
         —Pues me los tienen que traer pronto, antes de que me muera y ni quién se entere hasta que salga la peste por las ventanas... Ah, y para entonces que ya estén acostumbrados a decirme “abuelita” —dice la señora Elvira, y corre a la cocina por platos y a deshacerse de su cuchillote escondido.
         Se burla de sí misma: “Ahora sí que estás bien chocha, Elvi”. Pero, a la vez, siente que quien le susurra esa frase en el alma es el guasón de su marido Isidro. ¿Se escucharán esa noche por todo Tulancingo carcajadas de algún ánima en pena? “¡Nomás te oigo reír, y pongo tu retrato de cabeza”, amenaza mentalmente al finado. “¡Y no le vayas con el chisme al doctor Garduño, cuando esté dormido!”.
         La señora Elvira sospecha que el difunto le cuenta cosas en sueños a su amigote, pues el doctor Garduño siempre sabe, misteriosamente, si ella toma o deja de tomar adecuadamente las medicinas; o si le echa sal a su comida, lo que tiene prohibidísimo, al igual que el anís, las conchas con nata, el café con leche, la manteca, los tamales, la carne de cerdo y un montón de manjares más.
         Empieza pues la tamalada. A todas las señoras les parece de lo más normal que la viejita llore un poco por la emoción de ver a su hija nuevamente segura y encarrilada. ¡Y tener nuevos nietos, aunque políticos!  Ya cuenta con ocho legítimos. Ahora serán diez.
         Chabela olvida todo rencor por los regaños telefónicos y le planta un besote a su mamá en plena mejilla.
         —Ay, Chabela, tú siempre de melcochosa.
         Como todas las invitadas hablan a la vez, ninguna se fija en que Danny es un gordo aburrido y mudo. De cualquier manera, piensa la señora Elvira, un distinguido quiropráctico de Matehuala representa un razonable partido para una mujer estéril, divorciada y entrada en años. “¡Pobre Chabela! Ojalá ahora sí sea feliz y no se pase sola, ella y su alma, el resto de sus días.”
         —En Tulancingo no hay muchos quiroprácticos —propone hábilmente la señora Elvira—; y con nuestras relaciones, le conseguiríamos pronto harta clientela... ¡Y ya ve que en esta casa sobra espacio para todos!
         Horas después, cuando se retira a dormir, mira con severidad el retrato de su marido en su marquito de plata, sobre la mesita redonda con mantel de encaje: “¡El Acapulco de las ánimas en pena...!” Yo nomás te digo, Isidro...”