jueves, 25 de abril de 2024

BERNAL Y BEATRIZ

BERNAL Y BEATRIZ

 

 

                                             A Rafael Pérez Gay

 

 

Beatriz era una perdedora incorregible, obsesiva. No fallaba en atraerse la desdicha, con una especie de adicción imperiosa. Nos asombraba mucho su mala suerte. Como brújula, siempre le atinaba al fracaso. Primero, claro, cuando alguien acababa de conocerla, se preocupaba por ella: "Mira, mana, no seas tonta, no seas tan terca", y esto y lo otro. Nada. Le seguía yendo mal, metódicamente. Luego sus amigas hasta nos divertíamos con sus pesares; no por maldad, pues todas terminábamos de una manera o de otra siendo sus protectoras, sus admiradoras, sino como una especie de show, de teatro. La verdad, hasta la envidíabamos. A ella sí le pasaban cosas.  Emma decía que al menos Beatriz sí se agarraba a patadas con la vida y hacía que le pasaran cosas, a huevo. Ella siempre tenía mucho qué contar.

 

     Porque de veras se necesitaba harta imaginación para fracasar tantas veces, incluso cuando todo lo tenía de su parte, cuando menos se esperaban las contrariedades. Era la chica a la que le ocurría pelearse a gritos, a insultos desaforados, con su jefe (trabajó en la Secretaría de Turismo  y en una agencia de viajes: claro, con ese palmito, se conseguía puros buenos trabajos), precisamente al día siguiente de un ascenso por el que había luchado meses; y se quedaba de  pronto en la calle.

 

     Le estallaban los hornos, las lámparas, porque sí, nomás a ella; le arrebataban la bolsa en la calle, le rasgaban en el metro su mejor vestido. Los agentes de tránsito la detenían exactamente cuando no traía consigo la licencia de manejar, ni dinero para la mordida, y andaba más deprimida y encabronada que nunca en un coche ajeno, prestado, sin papeles; de modo que no podía evitar gritarles improperios en mitad del periférito e ir a dar a la delegación, con todo tipo de multas por faltas a la autoridad. Desde ahí me llamaba por teléfono: "Estos cabrones. Me quieren cobrar a mí sola el periférico entero, como nuevecito".

 

     Me decía la Nena, aunque yo le llevaba varios años. No recuerdo cómo la conocí. Seguramente en las tocadas, en las fiestas.  Lo primero que me acuerdo bien de ella fue una noche en el Estudio 54, que quedaba por la estación de Buenavista y abría toda la madrugada, pero ya para entonces nos tratábamos bastante: Beatriz estaba toda madreada, convulsa, medio borracha; me pedía bañada en llanto, como una hijita, que por favor la sacara cuanto antes de ahí, que todas las ficheras del cabaret le tenían envidia y la querían matar, y me la llevé a la casa.

 

     Yo compartía entonces un departamentito en la Colonia San Rafael con Marta y Emma. Marta trabajaba entonces de maestra de secundaria, en una escuela de monjas: iba así por las mañanas, muy cara lavada, muy "no hice nada malo en todito el fin de semana", a enseñarles historia y literatura a las espantosas enanas uniformadas del colegio de monjas. Lo que una no hacía entonces para ganarse algún dinero.  Luego la Marta mejoró, porque era muy empeñosa, terminó su carrera en la universidad y agarró chamba como periodista, en una revista de modas. Emma ya trabajaba por su cuenta, una tigresa para el comercio: vendía productos para el hogar, que Avon, que Stanhome, para damas encopetadas. Ahora hasta tiene su propia empresa, muy patrona la Emma.

 

     Marta y Emma la aceptaron muy bien, la consolamos. Nos acomodamos ahí en el departamento las cuatro como pudimos, con harta buena voluntad. Estuvo con nosotras año y medio.  No colaboraba con un solo centavo porque no tenía trabajo fijo en ese tiempo, pero siempre había amigos que le regalaban cosas, o se daba maña para robarse cosas en las tiendas. Así que a veces cenábamos nomás quesadillas o bizcochos con leche, y a veces hasta salmón y champaña, cuando Beatriz vivía con nosotras.  Luego conoció a un violinista y se nos perdió dos meses. Regresó peor que antes.

 

     Pero Beatriz se reponía de sus golpes y caídas con gran facilidad. La naturaleza era buena con ella. En sus buenos días, que eran los más, andaba alegre y rejuvenecida, muy semejante a la chiquilla traviesa de buena familia que un día, cinco años atrás, porque sí, sin que nadie se lo esperara, había armado el gran escándalo en su casa, en Córdoba, Veracruz, y escapó a la Ciudad de México con solo la ropa que traía puesta. Tenía fotos de cuanto estaba en la escuela, con su uniforme y cara de no romper ni un plato.

 

     Beatriz era también buena para los comienzos, para empezar casi desde cero, con buena cara, seduciendo a medio mundo. Brillaba como joya. Toda la gente se volvía su mamá, su novio, su abuelita, su alma gemela, su hermano del alma. Un angelote así de este tamaño, tenía la Beatriz. La noche que conoció a Bernal estaba más bonita e inspirada que nunca. Traía un vestido caro, amarillo, que se había robado por ahí. En sus buenos momentos hasta el amarillo le quedaba bien.   Antes que se vieran yo sentí el click que habrían de hacer. Era inevitable.

 

     Bernal parecía un muchacho de revista, con los que Beatriz siempre soñaba; no solo se veía muy guapo, medio deportista, medio junior, medio "aquí yo por encima de todas las cosas y todo me vale madre"; sino que vestía, se movía, miraba, sonreía con elegancia de modelo profesional; y su ropa, sus modales, sus joyas tenían el brillo del dinero. Olía con ganas, enrarecidamente, a dinero y a juventud concentrados, y a buena vida, el Bernal.  Parecía nuevecito, un cuerote alto, apiñonado, anguloso, de no sé que islas de paraíso recién desembarcado en México, ¿no?  Bien fuerte pero no musculoso, sino recio y esbelto como un bailarín. Ves que los bailarines son más recios que los atletas, pero no están boludos, sino más ligeros, más ágiles. La Marta dijo luego que la hacía pensar en Montgomery Clift.

 

     La cara no me convencía mucho. Era perfecta, claro, pero como de cromo, como de santo, que dice la canción: "Tus ojos tristes como de santo". Era semejante a todos los niños bonitos de todos los anuncios, que hasta parecen hechos con molde, en serie. Todos  con nariz del David de Miguel Angel. Hasta pensé que ya lo había visto antes, en uno de esos grandes anuncios del periférico, anuncios de lociones, de trajes, de valores financieros, o en una revista de modas; o en la tele, de cantante. Pero eso ya me había ocurrido otras veces. Todos los chicos demasiado guapos se parecen entre sí, y son igualitos a los de los comerciales.  Pero yo ya no era ninguna ingenua. Y además, muchos juniors, muchos chicos ricos, pues también andan así con las facciones perfectas y sus "ojos tristes como de santo". Pensé que el Bernal simplemente era un pollo fino, de raza, hijo de mamá bonita, nieto de abuela bonita --ves que a los hombres con dinero les da por casarse con puras muñecas perfectas, dizque para mejorar la raza--, como los que encuentras en las universidades de ricos, en los campeonatos de surf y de velero.  Chico de "raza mejorada", pues.

 

     Olía a dinero, a familia con dinero, a una vida regalada con harto dinero.  Entonces pensé también en Beatriz: "Ahí vas otra vez, manita". Porque a todas nos encantaban los príncipes, pero las otras chicas ya habíamos aprendido, unas a los quince, otras a los dieciocho años, que los rorros y las caras bonitas y los príncipes con cuerpazos perfectos sólo traen problemas. Y los grandes príncipes, grandes problemas.  Por cierto, nunca supe de dónde venía Bernal, nunca hablaba de su niñez ni de su familia.

 

     Pero Beatriz no aprendía. Y eso que todos sus líos habían comenzando por un galán, un galán arrabalero, veracruzano, de bohío, un padrotón, José: un muñecazo amulatado que ganaba todos los concursos de baile en Córdoba, especialmente los de cumbias. Beatriz se las arregló primero para escaparse de las fiestas de sus compañeros de escuela; se disfrazaba de chica pobretona y mala, con mucho maquillaje, mucha minifalda, e iba a dar a los bailes populares, como la princesa del cuento, que todas las noches se gastaba las zapatillas en un baile misterioso. Ahí conoció al mulatazo, a quien dizque le iba mal en la vida, la gentes cabronas nunca le daban trabajo, siempre le quedaban a deber dinero... Pero José estaba ahorrando para largarse a la Ciudad de México, o de plano a los Estados Unidos.  Y le prometió a Beatriz que se irían juntos de esa ciudad hipócrita y aburrida, que iban a conocer mundo, que la iban a pasar de veras super. José tenía su ilusión: ser piloto aviador; Beatriz iba a ser azafata. Los dos juntos se iban a pasar la vida dándole vueltas al mundo.

 

     Se le ocurrió entonces a Beatriz una solución mágica.  Sus papás tenían una tienda grande de aparatos electrodomésticos, Almacenes Márquez, y ella a ratos, por la tarde, ayudaba a despachar o a cobrar.  Estaban de moda unas caseteras rojas, que parecían platillos voladores y tenían mucha potencia. Si alguien prendía una casetera en alguna banca de la plaza principal, la oía toda la gente que tomaba cerveza en los portales.

 

     Su papá le había regalado una casetera roja, la primera que se vio en Córdoba, y ella la traía consigo para todas partes; en la escuela siempre se la andaban recogiendo. Nadie encontró extraño que Beatriz se la pasara todo el tiempo con la casetera a todo volumen, con canciones de José José ("¿Y qué? ¿Al fin te lo han contado, amor? Bueno: ya conoces mis defectos"), entrando y saliendo de la tienda ("Que un hombre que ha sido como yo acaba por volver a su pasado"). Pero a veces no salía con su propia casetera, sino con un aparato nuevo, que hacía pasar por el suyo, cante y cante con la canción a todo volumen ("Yo he rodado de acá para allá, fui de todo y sin medida"), y se lo daba a José, quien la estaba esperando en la plaza; José lo vendía e iban mas o menos a mitades. Así se divertían e iban juntando para el viaje.

 

     Un sábado que su padre hizo inventario, aparecieron debajo de unos estantes, dobladitas, diez envolturas de cartón de las caseteras rojas. Error típico de Beatriz: pensó en cómo robarse las caseteras sin que nadie se diera cuenta, pero no en cómo deshacerse de las cajas en que venían, nomás las doblaba y las echaba con el pie debajo de los estantes. "¿Pero qué hiciste con el dinero? Si no te negamos nada. ¿Qué necesidad tenías de robarte esas caseteras?", le gritaba su papá, golpéandola recio y tupido por primera vez en su vida.

 

     Beatriz decidió largarse de su casa antes de lo previsto, inmediatamente.  Pero, por supuesto el mulatazo José no apareció ese día, ni los siguientes; Beatriz lo esperó casi un mes, soportando los castigos, las humillaciones y los largos interrogatorios de sus padres. Ni las luces del mulatazo.  Nadie sabía de él, y ninguno de los amigos de José tenía ganas de hablar con ella.  En un descuido del papá, Beatriz tomó un buen fajo de billetes de la caja de Almacenes Márquez y nadie ha vuelto a saber de ella en la pintoresca ciudad de Córdoba, Veracruz, en cuyos bailes populares ha de seguir reinando como dueño y señor de la cumbia, José, el mulatazo. Me vino a la memoria esa aventura cuando vi por primera vez a Bernal. "Ahí vas otra vez, manita".

 

     Habíamos caído por azar en una fiesta en la que no conocíamos casi a nadie. Nos especializábamos en pescar fiestas finas, donde hubiera música decente, moderna, buena bebida y bocadillos, y no puro bailotazo en azoteas o patios de vecindad, con música de pura pinche estación de radio, con todo y comerciales; fiestas finas con galanes un poco bañaditos, ¿no?, con modales, con conversación, que supieran tratar a una dama; que siquiera se peinaran de vez en cuando, pues; porque de ligues callejeros o del metro estábamos hasta la coronilla, y luego la necesidad hace al ladrón: los chamacos que no tienen en qué caerse muertos, luego la hacen a una pagar las cuentas, o le roban a una hasta la bolsa y cosas peores.

 

     Beatriz era la mejor en esas fiestas, porque había sido educada como niña rica, se le veía pues como dicen la cultura, y de inmediato estaba ya riendo, discutiendo, abriendo tamaños ojotes, de grupo en grupo, ora sí que moviendo como marquesa el abanico. Casi toda la gente era un poco falsa, todos se hacían pasar por cantantes, por ricos, por celebridades, con grandes modas y peinados de lujo. Yo, más o menos relegada junto a un muro, con Marta y Emma, apostaba en silencio a cuál de todos esos maniquís era auténtico, y cuáles puras secretarias y oficinistas como nosotras, representando el papel del gran mundo. Bernal tenía que ser auténtico: se veía distante, aburrido, despectivo. Solitario como un cachorrote de exposición canina. "¡Guauu! ¡Quiero...!", pensé. Vi cómo Beatriz se le acercaba, le hacía conversación, se reía con grandes aspavientos, sacudiendo su cabellera esponjada; insistía, le alisaba las solapas del saco de lino. Fracaso. El muñeco de portada de revista la dejaba hablar como quien deja caer la lluvia, y por encima de ella miraba con desencanto, casi con desaprobación, el curso que seguía la fiesta.  Beatriz no fue persistente y al rato me la encontré en el extremo opuesto del salón, bailando con otro muchacho que también olía a billetes. 

 

     A mí me había sacado a bailar un estudiante de contaduría, Rolando, quien pocos minutos después me convenció de que nos escapáramos de esa fiesta de mamones. No era un precioso ni un gran partido el Rolando, más bien chaparro, ya empezaba a engordar, hasta se me hacía un poco aburrido, un poco apático; pero duramos varios meses, e incluso ahorita seríamos marido y mujer, si yo lo hubiera aceptado. ¿Pero en plena juventud colgar de plano las armas e irse a amamantar hijos a un departamentito, en una miserable unidad habitacional en plenas afueras de la ciudad, que ya entonces estaba pagando a plazos? Ni loca, dije yo: ya habrá tiempo de sentar cabeza, la juventud es lo primero. Rolando me llevó esa noche a su departamentito, un huevito con dos o tres trastes, más allá de la entrada de la ciudad, me parecía que ya estábamos de plano en Pachuca, y no me regresó sino hasta al día siguiente, que era sábado, después del mediodía. Marta y Emma estaban alarmadas, en un grito. Que Beatriz y yo éramos unas bárbaras, desaparecernos así, sin avisar ni nada; que no se querían meter en nuestras cosas, pero así desaparecer nomás, no se valía. "¡Pero si yo no sé nada de Beatriz! La dejé con ustedes, bailando".

 

     "Dios mío, que ahora sí no le vaya a pasar nada. No se ha reportado. Ni un telefonazo", dijo Marta, la maestra, que era la más preocupona, el andarse preocupando demasiado de todo ya era como su vicio profesional. Beatriz se apersonó hasta las nueve de la noche, medio borracha, unas ojeras hasta el piso,  con Bernal, a quien venía casi arrastrando, casi dormido, hecho una facha, con la boca inflamada y el saco de lino desgarrado. Entre las tres lo curamos, lo encueramos, nos lo fajamos, cagadas de risa --casi ni respingó con el merthiolate que le puso Marta en los labios heridos, de lo muerto que venía-- y lo metimos a una cama.

 

     "Es un divino, manas, pero un atascado. ¡Si les contara todo lo que se metió! Le entró a todo: mota, coñac, coca, pastas, varias pastas. Uhhh. Anduvimos de fiesta en fiesta, en las Lomas, en el Pedregal, al mediodía estábamos en una quinta maravillosa en Malinalco. Pura gente especial. Puras estrellas, puros jefes, harto dinero. Ni parecíamos estar en México, sino en Florida, en California. Todos alrededor de la alberca tomando cocteles y platicando obscenidades, pero de las gruesas, y sin que nadie se espantara de nada, todos así como muy tolerantes, como de mucho mundo, muy intelectuales. Increíble, divino el Bernal, lleno de vida; me divertí con él como nunca". "Ten cuidado, manita", le dijimos las tres, en coro.

 

     Entonces nos contó Beatriz que efectivamente todas conocíamos a Bernal, aunque no nos hubiéramos dado cuenta. No se parecía a nadie: era el mismo que uno o dos años atrás habíamos visto en todas partes, todo el tiempo, hasta en la sopa: en la tele, en las revistas, en anuncios. Aún quedaban fotos monumentales de él en algunas estaciones del metro. Y si nos fijábamos bien, lo podíamos reconocer en la foto estilizada que todavía traían las envolturas de los calzoncillos que anunciaba. Era el modelo exclusivo de Calzoncillos Chuza.

 

     Corrimos a verlo otra vez, encuerado, en la cama, roncando suavemente. Era de una fragilidad casi excesiva, objetaba Emma, que tenía gustos un tanto otoñales   y despreciaba a los jovencitos; prefería panzones entrecanos y casados, que pudieran enseñarle realmente algo de la vida. Ahí en la cama, perdido en su sueño pesado, parecía casi un niño. Decidimos que estaba mejor en los anuncios a color: más torneado, más bronceado, más viril. Marta opinaba  que las tetillas, el pecho peludo, la cintura de atleta, la pelusilla de las piernas lucían mejor con los tonos rojizos de la publicidad. Echamos de menos los calzoncillos suaves, de colores pastel y adornos fosforescentes, que querían competir con Calvin Klein.

 

     Nos servimos unos tequilas para celebrarlo, sentadas en la cama, a su alrededor, traviesas, muertas de risa, como brujas disolutas en torno a un pastorcito sacrificado. Lo estuvimos manoseando otro rato, dizque mientras le acomodábamos las sábanas. Apenas si gruñó un poco, sin llegar a despertarse. "No te preocupes, todo está bien, mi amor. Duérmete", le dije yo. Me acuerdo que me impresionaron sus pies, mejor arqueados, los dedos más parejitos y tersos que los de una muchacha. Hasta quise pintarle las uñas y ponerle unas medias.

 

     No, no habían cogido, reconoció Beatriz: Bernal le había salido puto. "¡Pero claro!", gritó Emma, casi triunfal, "¡cuando se pasan de bonitos, se pasan al otro lado!".  Marta lo vio más bien con ojos de lástima y comprensión. Ella leía muchos libros y admiraba a los jotos, que en ocasiones eran muy creativos, decía, con mucho talento, como compensanción de lo que les faltaba, ¿no?, y muy elegantes, muy finos, bueno, para la Marta todos los jotos eran casi como estrellas de cine.

 

     Bernal sufría demasiado el pobre, nos contaba Beatriz. Mientras que el resto de los mortales, al ver su entrepierna fabulosa, ceñida por Calzoncillos Chuza, en un gran puente del periférico, alzaba hacia él los ojos y los deseos como hacia un artista de televisión o un semidios, decía Beatriz, allá arriba, más arriba, entre los productores y los empresarios que lo habían contratado finalmente, después de dos o tres años de hacerla de extra en telenovelas o de bailarín en coros de segunda categoría, lo trataban peor que a mujerzuela, que a esclavo. Como esclavo sexual, pues.

 

     Le seguían pagando su buen sueldo, claro, para que su imagen no anunciara otros productos que Calzoncillos Chuza, pero no lo dejaban tan fácilmente ni cantar en un palenque (aunque cantaba mal, tipludito), ni hacer un papelito en una película (aunque tartamudeaba y se ponía tieso frente a las cámaras). Nada. Para todo tenía que pedir permiso, y hacer grandes méritos. "Y qué méritos, manas, de veras que yo no había oído de tanta maldad en el mundo", exclamó Beatriz, escandalizada. Ni siquiera le seguían tomando fotos. Le habían tomado ya como cien mil fotos.

 

     De modo que Bernal se la pasaba entre albercas y fiestas, sobreviviéndose a sí mismo, imitando las poses de los anuncios, los labios húmedos, los ojos entre deseosos y nostálgicos, sonriendo cuando lo reconocían y le hacían chistes sobre los Calzoncillos Chuza, soñando que su oportunidad de ser una estrella vendría después, cuestión de tener paciencia. Dejándose financiar por cada ruco, por cada esperpento. Beatriz había visto cómo, en Malinalco, junto a la alberca, un productor de tele viejísimo, bien influyente, al que nombraban Ponce, ya medio podrido él, como oliendo a tumba, le ofrecía un viaje a Orlando; y cómo Bernal, más drogado e indolente que una planta, se dejaba traer y llevar y veía con ojos soñolientos cómo otros decidían por él. "Sálvame, manita, mi ángel de la guarda. Llévame de aquí, adonde sea, pero sácame de aquí, ahorita", le había suplicado a moco tendido, cuando el ruco putrefacto de Ponce lo derribó de su silla con un bofetón.

 

     "Los cabrones no lo van a dejar salir vivo de Calzoncillos Chuza, nos dijo Beatriz. Cuando su contrato termine, ya va a estar arruinado, bofo, con los nervios destrozados, en una clínica de desintoxicación o algo así. Y sin un clavo. No ahorra nada. Con ese tren de vida, nomás junta deudas". La tragedia de Bernal era que, a pesar de su éxito como modelo, seguía siendo un buen chico, tímido y sensible, pensaba Beatriz. Entre puros tiburones podridos, vulgares. Entonces los viejos maricones empresarios, productores, directores, los mandamases de la publicidad y el espectáculo, pues, primero lo cortejaban y lo llenaban de regalos, pero luego, a la hora de cumplirles como macho en la cama, Bernal nomás no podía. "¡Pues cómo va a excitarse ningún muchacho con semejantes lagartos podridos!", exclamaba Beatriz, indignada. Entonces lo insultaban, lo acusaban de parásito, de impotente; se lo cogían, lo ponían a hacer strip-tease en las fiestas privadas, a mamar y a dejarse coger en público por lo invitados y hasta por los meseros; y luego a veces lo madreaban. Todo porque era un fraude. Un cuero de látex, de vinil, le decían. 

 

     Y Bernal no se defendía, les había agarrado pánico, les pedía perdón, trataba de congraciarse con ellos, se esmeraba para medio cumplirles como macho; tomaba jalea real, vasotes de mariscos, todo con tal de no le declararan la guerra, porque decía que cuando alguien se peleaba con uno de los podridos, era como si se peleara con todos y no le volvían a dar ningún contrato de nada. Y no alcanzaba a explicarse cómo fulano y sutano, así, fácilmente, sin ponerse nerviosos, sin asco, sin nada, les cumplían a sus podridos sin contratiempo alguno. Así, como si jugaran futbol, o se echaran una cascarita por la calle. Creyó que de veras era impotente y hasta fue a ver a un sicoanalista.

 

     Para entonces los rucos,los podridos, ya lo habían catalogado como un falso galán que a la hora de la hora nada de nada, y lo ocupaban nada más de anzuelo. Yo pensaba que cosas así, de maldad tan elaborada, sólo pasaban en las películas viejas. Como su contrato lo obligaba a asistir a eventos sociales y fiestas en el plan de la imagen de Calzoncillos Chuza, lo hacían ir guapísimo a todos lados, a brillar, y claro que atraía a muchos chicos y chicas cuerísimos, con los que de inmediato los podridos entraban en contacto, y les ofrecían esto y lo otro.

 

     Así reclutaron incluso a Beatriz, junto a esa alberca de Malinalco, porque te digo que en sus buenos momentos, la Beatriz era muy guapa, guapísima; no sólo bonita, sino muy hembra, caballona, de gran alzada, "yegua fina", como se dice vulgarmente. Y más cuando se lanzó como leona contra el podrido de Ponce que le había pegado al Bernal, y lo rasguñó, y lo insultó; pero mientras ella le gritaba y le pegaba, el ruco, que era bicicletón, bueno, que ya era de todo, tocho morocho, la manoseaba de lo lindo, pero hasta el fondo, con dedos y todo, y terminó ofreciéndole también a ella un contrato de modelo, ahora de una marca de pantimedias. Pantimedias Konstanze.

 

     Beatriz decidió entonces cuidar a Bernal, acompañarlo, protegerlo. Lo adoptó como su alma gemela. Lo llevó a nuestra casa para sacarlo del medio nefasto de los espectáculos y de la publicidad. Pero al día siguiente, cuando estábamos desayunando, y le decíamos a Bernal que si de veras quería rehacer su vida y el buen camino y etcétera, podía trabajar muy bien en algunos negocios modestos, como empleado de una tienda o  de un restorán, para empezar, llegó a la casa un adorno floral, enorme, carísimo, para Beatriz. Era del podrido rasguñado. "Si el señor Ponce en el fondo no es tan mala persona...", dijo Bernal, como resignándose a pesar de todo a su destino, que al menos no tenía que ver con ser empleado de tiendas o restoranes. "¿Pero cómo carajos supo nuestra dirección?", rugió Emma.  Todas comprendimos, sin necesidad de palabras, que Beatriz había aceptado al lagartón. Al anochecer salió despampanante, con Bernal. No la volvimos a ver en varias semanas. Recuerdo que Bernal se veía más atractivo que nunca con su inflamación en los labios, sus manchitas rojas de merthiolate: era como el detalle vivo, sensual, que humanizaba su belleza. Hice que me besara largo en la boca con esos labios, nomás de travesura. Y me relamí el sabor del merthiolate.

 

     Nos empezaron a invitar a algunas de sus fiestas, de sus cocteles. Actuaban como novios, y yo me preguntaba si Beatriz había conseguido reformar a Bernal, o si solamente fingían para protegerse mutuamente de los lagartos; e incluso me pregunté si la desaforada de Beatriz no había llegado al extremo de también emplearse como carnada de Ponce, reclutando ninfas y efebitos para los caimanes. No quise creerlo. De cualquier manera, seguía tremenda. Nos daba, ahora sí, bastante dinero, "a cuenta de mis deudas", decía, con su sonrisa irresistible. Y también joyas, que les robaba en las fiestas a las borrachas. Nos hicimos las tres de unos colgajos divinos. Brillaba más que nunca. Se veía más hermosa que nunca al lado de Bernal, como verdaderos príncipes de cuentos de hadas.

 

     No llegó a aparecer su foto en ningún anuncio de las pantimedias Konstanze, pero sí, muchas veces, adorable, en la sección de sociales de los periódicos. Recorté varias. Así algunos meses. Hasta pensé que uno encuentra la fortuna donde menos lo espera, y que Bernal, a pesar de todo, era su amuleto contra su inveterada mala suerte; que ahora sí Beatriz iba a tener la felicidad que merecía. Y que Bernal también, con ella, como que contaba con quien lo defendiera. Cuando a una la asedia tan rigurosamente la mala suerte, no hay como un buen amuleto. Y ellos, felices, se habían encontrado el uno al otro, preciosos, se iban a comer el mundo mientras siguieran juntos, pensaba. Entonces, en la sección policiaca de los periódicos, apareció su foto, con Bernal: presos por tráfico de drogas.

 

     Marta, Emma y yo la fuimos a ver una mañana de domingo a la cárcel de mujeres. Ibamos preparadas para encontrarla en medio de la desdicha, pero también a ver cómo se sobreponía a ella y de pronto la dejaba atrás, rumbo a una nueva aventura. Nos habíamos acostumbrado a no tomar tan en serio sus fracasos, era como una artista de la derrota, una trapecista de la mala suerte, que a final de cuentas, después de tantos tropiezos, todavía hacía poco tiempo la habíamos visto entera y reluciente.  Por eso nos impresionó más verla amarilla, abatida, flaca, casi sonámbula. Se daba por vencida, se rendía finalmente. Nos sonrió con una mueca demacrada y no llegamos a conversar gran cosa con ella, a todo nos respondía con frases breves, mecánicas, ausentes. Era el fin.

 

     Las acusaciones de tráfico de drogas se mezclaron muy pronto en la prensa con rumores escandalosos, que hacían aparecer a Beatriz y a Bernal como cabecillas de una banda que era a la vez una secta satánica, empapada de santería caribeña, que de los ritos de sacrificios de animales había avanzado a los sacrificios humanos, para asegurar el éxito, el vigor y la salud de sus agremiados, entre los que había banqueros, senadores, estrellas de cine. Se hallaron amuletos de huesos humanos y cadáveres mutilados en diversos ranchos y quintas de narcotraficantes, policías, políticos y gente de los espectáculos. Desenterraron la mitad de una niña en el jardín de aquella quinta de Malinalco. (Bueno, dicen: ya sabemos en México que la policía inventa las pruebas y los cargos que quiere de cualquier cosa contra quien se le pega la gana, así que yo ni creo ni niego nada.) Nuevas investigaciones sacaron a relucir fotos en las que aparecían personas famosas, y también Bernal y Beatriz, vestidos como sacerdotes de películas de horror. Así: caftanes, turbantes, cucuruchos, tiaras, cetros, collares, tatuajes.  Beatriz declaró que eran fotos de una fiesta de disfraces. "Si nosotros no sabíamos nada de eso, ayudábamos a divertirse a los rucos, eso era todo, nos la pasábamos en el reventón, nada más", decía.

 

     Otro domingo que la fuimos a visitar, la propia policía de la cárcel nos secuestró a las tres y nos encueró, nos manoseó hasta por donde no, nos fichó y nos estuvo interrogando como a sospechosas, con amenazas de tortura, casi veinte horas: Beatriz se había fugado prodigiosamente, como si los ritos satánicos la hubieran vuelto invisible.  Finalmente nos dejaron ir, aterrorizadas, como escapadas de la tumba por un pelito. Marta y Emma ya no quisieron saber nada de Beatriz, y de hecho, poco después nos separamos, por muchas razones, pero sobre todo porque ya la juventud se nos estaba acabando y empezamos todas a sentar cabeza. Quién lo dijera: las tres salimos amas de casa bastante respetables. Yo de plano me casé por la iglesia y de blanco.

 

     Pero yo nunca me creí el cuento de que así, por arte de magia, Beatriz se hubiera escapado y me sospechaba lo peor: que el podrido Ponce la hubiera mandado matar dentro de la cárcel, para que no soltara más información. Y me dolió: ves que la quise como a una hermanita. Y como soy un poco parecida a ella, en lo terca y enloquecida, un domingo, dos años más tarde, sin más  me apersoné en el Reclusorio Sur para hablar con Bernal. Ahora sí iba preparada a situaciones tremendas. Había visto en mi vida las suficientes películas sobre cárceles para saber lo que les pasa a los muchachos jóvenes y guapos, sobre todo si son jotos, en una cárcel, entre delincuentes salvajes de la peor ralea que llevan años sin mujer.

 

     Me lo imaginaba enfermo, esclavizado, denigrado, violado, obligado a todo tipo de servilismos y humillaciones, golpeado, acuchillado incontables veces por todo tipo de caníbales y orangutanes. Iba a ver la momia o el cadáver del príncipe que había sido Bernal, ora sí que lo que quedara de él.  Pero lo encontré perfectamente.  Claro, sin la cabellera, la ropa, las lociones, el resplandor de antes, pero sano, creo que hasta con mejor color, sonriente, tranquilo y ya como un poco afeminado, que no lo era antes. No se trataba precisamente de algún ademán o expresión nuevos, sino de una actitud totalmente femenina, como de señora de clase media. Por fortuna, me dijo, no le había tocado sufrir vejaciones de los demás presos: don Edmundo lo defendía. Se habían conocido desde antes, pero en la cárcel se habían enamorado. "El primer amor de mi vida, el único; déjame que te lo presente, Nena".

 

     Me imaginé uno de los potentados podridos que habían destruido a Beatriz y traté de reprimir mi rabia. Pero no, a quien me presentó fue a un hombrecito moreno con pelos de púas, flaquito, humildón, casi enano, cacarizo, con bigotitos chorreados y dientes de oro; era exageradamente machito y andaba todo tieso como charro, y parecía tener gran ascendiente entre los demás presos. Le tronaba los dedos a cada preso fortachudo, le daba órdenes perentorias a cada preso gigantón.

 

     Apenas le llegaba al pecho a Bernal, pero mi viejo amigo le rendía culto como recién casada, lo miraba con ojos de adoración, le alisaba el pelo, le cogía la mano mientras conversábamos. Lo llamaba papi todo el tiempo: "¿Verdad que sí, papi", como si para cualquier cosa necesitara su apoyo, su autorización.  Don Edmundo había sido durante años el cocinero personal del señor Ponce, todavía prófugo. "¿Y qué han sabido de aquélla?", pregunté en clave, como en telenovela de misterio.

 

     Bernal rió ampliamente, don Edmundo a carcajadas; miraron hacia todos lados y me enseñaron furtivamente una fotografía: Beatriz con uniforme de azafata de una compañía aérea europea. Se veía más hermosa que antes. Vi con envidia que Beatriz era de las muchachas guapas que no pierden nada con la edad, por el contrario, como que van ganando sensualidad, picardía, que sé yo, conforme se convierten en señoras.  Porque mi diablilla ya tenía todo un porte de gran dama.  En cambio yo, por más dietas que hago... "Por fin realizó su sueño", dijo Bernal, "anda dándole la vuelta al mundo; con un nuevo nombre, claro". 

 

     No pregunté más. Pero salí feliz de la cárcel. Por mí, por Bernal, por Beatriz, hasta por don Edmundo.  Me llegó el tiempo de casarme y mi primer embarazo, el de mi hija Rosita. Fui a celebrarlo con mi marido a un restorán caro de Polanco, La Donna del Lago, de comida italiana; y que nos vamos encontrando a Bernal, guapísimo en su tuxedo, de parar el tráfico. De nuevo príncipe, director de orquesta, banquero en una recepción de gala. Aunque yo lo prefería, desde luego, como modelo de Calzoncillos Chuza, no hacía mal papel, me dije, como modelo de tuxedos. 

"¿Pero qué estás anunciando, alma mía? ¿O que celebras, mi amor? ¿Cuándo saliste?", le pregunté a gritos, creyendo que había ido al mismo restorán a una comida de gala. A lo mejor lo estaban presentando como modelo exclusivo de una gran marca de tuxedos, o al fin había conseguido un estelar en la televisión. Bueno: era solamente --pero muy feliz-- el nuevo capitán de meseros de La Donna del Lago. Don Edmundo, el dueño, nos mandó champaña gratis.

 

     "Por cierto, me susurró Bernal, hay noticias de aquélla. Abandonó la aviación el año pasado. Su nuevo giro son las alfombras persas: hace poco huyó de España, con pérdidas cuantiosas, pero está a punto de tomar Amsterdam por asalto."

 


domingo, 24 de marzo de 2024

EL PIPIÁN DEL ARZOBISPO

EL PIPIÁN DEL ARZOBISPO

Por José Joaquín Blanco

I
Promediaba el siglo XVIII y el arzobispo de la ciudad de México trinaba contra los mexicanos y las potencias celestiales. Todos ellos, naturales y siderales, se negaban a la Ilustración, al sentido común, a la razón, a la lógica y a la observancia mínima de la decencia y del decoro modernos, al respeto por lo sagrado, en los asuntos del culto.
En vano el padre Feijoo acercaba la ciencia a la religión, y la razón a la fe católica. Se aparecían más cristos, vírgenes y santos en Chalco, Chalma, Amecameca o Apan durante un solo mes, que en toda Europa durante un siglo. ¡Qué tenebrosa y anticuada resultaba esta parte occidental del imperio español! ¡Qué irreverente e irrespetuosa!
¡Y se aparecían por cualquier cosa! Para pedir la construcción de una ermita misérrima en la punta de un cerro pelón, tenía que ocurrir el milagro aparatoso: se abrían los cielos, desfilaban los ángeles con todas sus galas, y el propio Señor del Tormento se hacía entender por el más remoto de los indios, de ésos que todavía no se sabía ni siquiera qué lengua o dialecto hablaban. ¿De veras un templucho de pueblo ameritaba la intervención personal y a toda orquesta del Altísimo, con toda su Corte?
Entonces se desataban -era cosa de todos los días- las molestias para el arzobispo. Visitas, procesiones, cartas, cultos extrañísimos y bárbaros con el pretexto de un milagro católico; representaciones extravagantes de teatro supuestamente sacro y danzas delirantes y salvajes en homenaje a la Virgen Purísima.
La verdad de la fe se asfixiaba entre tanta maleza supersticiosa. Indudablemente supersticiones inocentes, pues salvo uno que otro jesuita, difícilmente se distinguía en la Nueva España a algún indiano con dos dedos de frente. No había malicia intelectual en estas tierras primitivas, concedía el prelado. Pero incluso a las puerilidades y a las supercherías ingenuas había que poner coto. “¡El respeto y la reverencia ante todo!” La religión se estaba volviendo en América un inconcebible teatro de bobos, para mayor escarnio por parte de los herejes y demás enemigos de Roma y de España: ¡Miren el cristianismo salvaje, caníbal, de los españoles!”
Eso en cuanto a los indios, pero las damas criollas más adineradas y altaneras no se quedaban atrás: al primer dolor de muelas recurrían a todos los santos. Lo peor es que los santos acudían ipso facto, las damas se aliviaban y proclamaban en todos los rincones de la ciudad el portento de la muela que les había dejado de doler en cuanto habían pronunciado la jaculatoria: “Sagrado Corazón de Jesús: en vos confío”. Instantáneamente.
Se trataba ya de un chismerío, de un choteo insoportable de la religión. El arzobispo europeo predicó, al igual que varios de sus antecesores, contra tan vulgar trasiego de lo sagrado. Los fieles debían recurrir a las potencias espirituales sólo para asuntos del Espíritu, con una actitud reverente y respetuosa; y dejar lo demás a los curanderos o al Protomedicato, a su propio esfuerzo y al sentido común.
Los mexicanos de todas las clases sociales no disimularon su disgusto: que allá, en la moderna Europa, se anduvieran con sus remilgos filosóficos; aquí los santos servían para todo y muy contentos. Ni a los mexicanos ni a las potencias celestiales les desagradaba tal familiaridad en el trato. Todo lo contrario. Para eso sobre todo servían los santos: para que los frijoles no se quemaran y los dulces de almendra con frutas confitadas quedaran en su punto. Sabrosísimos. Así había ocurrido desde la primera evangelización.
Sólo a los gachupines, y especialmente al arzobispo, les fastidiaba que los moles, los chiles rellenos, los tamales y el chocolate requirieran de la colaboración expresa y gustosa del empíreo, que por lo demás nunca se les negaba a las cocineras mexicanas. “Al envolver el tamal pibil con hojas de plátano debe decirse con devoción: ‘Jesús, María y José’, o se rompe la masa”, instruían los recetarios.
El arzobispo era malhumorado y violento. Y un buen día lanzó una bula de excomunión mayor contra todos aquellos que, sin distingo de su raza o condición social, tomaran a los santos, a Dios y la Virgen como sus juguetes, y con absoluta falta de veneración y respeto los molestaran para los más menudos y mezquinos episodios de la vulgaridad cotidiana.
Quedaban también excomulgados quienes inventaran o divulgaran que, por ejemplo, la Inmaculada había multiplicado las enchiladas, de modo que alcanzaran para ciertas inesperadas visitas de la señora Cisneros, devota de Nuestra Señora del Refugio y vecina de la calle de Cordobanes.
O que la Madre de Dios había soplado sobre el plato de una abuelita, consentida de la Virgen del Pilar y vecina de Arco de San Agustín, a fin de que el caldillo de chipotle de unas albóndigas, demasiado picante, no le fuera a irritar el estómago. Todos los platos, procedentes de la misma cazuela, picaban como el mismo infierno; sólo el de la abuelita no. “Un chipotle celestial. ¡Bendito sea Dios!”
Mustios y taimados, los mexicanos no protestaron de viva voz contra la intransigencia ilustrada de Su Ilustrísima, pero disminuyeron las limosnas en catedral y se alejaron del alto clero metropolitano. Iban a los templos a entenderse al tú por tú con las imágenes, sin respeto ni reverencia alguna hacia sus ministros mayores. El arzobispo no se dejó amilanar. “Es cuestión de mostrar mano fuerte durante un tiempo, ya aprenderán”, se dijo.
Por desgracia, el bajo clero nativo se rebeló, también subrepticiamente, mustio y taimado, contra su arzobispo, y a trasmano alentaba a los feligreses a continuar con sus rústicas costumbres tradicionales. Un fraile betlemita desaforado (al fin y al cabo era una orden guatemalteca) llegó a declararle a una beata, según le reportó un espía a Su Ilustrísima: “Los obispos pasan, los santos se quedan”. Los curas y las iglesias pobres incrementaron por arte de magia su público y sus ingresos.
Lo que no se esperaba el arzobispo era que también las potencias celestiales se le rebelaran. Creía tenerlas en un puño a ellas también: por algo era la cabeza de la iglesia mexicana y el representante del Papa.
Se trataba de un extremeño narigón y desgarbado, prepotente, de mala digestión y peor sueño, que rara vez alcanzaba a dormir dos horas seguidas.
Pues he aquí que una madrugada, cuando por fin había logrado su sueño más profundo en muchos meses, se le apareció la Virgen del Carmen. Nunca se le habían aparecido personalmente las potencias celestiales allá en Europa, a pesar de su larga y prestigiosa carrera eclesiástica. Ni en París ni en Zaragoza, ni en Florencia ni en Roma. ¡Pues en México sí! Y para decirle ¡qué cosas! Verdaderamente se trataba de un país incorregible.
Se despertó sobresaltado, angustioso, con la garganta seca. Todavía sentía impreso en sus miopes pupilas un paisaje suntuoso de nubes multicolores y agitadas, con ángeles y profetas, padres de la Iglesia, mártires y confesores, vírgenes y querubines. Una “gloria” o un “aquelarre a lo divino” de Tintoretto o de El Greco. Y la mismísima Virgen del Carmen que le hablaba: “¡Levántate y apréstate a socorrer a mi hija muy querida sor Magdalena del Amor de Dios, del convento de la Encarnación, porque se ha cagado!”

II
El arzobispo no conocía personalmente a las monjas mexicanas. Las evitaba; las detestaba. Eran latosas y pedigüeñas, cursis y ridículas. Todos los días le mandaban cartas y platillos, bordados y más cartas. Todo el tiempo se hacían las que Dios les hablaba para cualquiera de sus boberías. Se las había encomendado a los sacerdotes que lo auxiliaban, con la consigna de mantenerlas a raya, con severidad. Eran además histéricas y mitoteras. En las elecciones de abadesas solían aparecer hasta monjas descalabradas y asesinadas dentro de los mustios conventos novohispanos. “¡A otro con cuentos de monjas mexicanas ‘amiguísimas de la Virgen’! ¡Disciplina y mayor severidad!”
Se preguntó si existiría realmente alguna sor Magdalena del Amor de Dios en el convento de la Encarnación. Si no se trataría más bien de una burla del Maligno, quien así se infiltraba en sus raros momentos de sueño profundo para fastidiarlo y burlarse de él, con el vulgarísimo humor mexicano.
Se disponía a tirar del cordón de la campanilla que colgaba junto a su lecho, para enviar a algún sacerdote al convento a averiguar el misterio, cuando un extraño temor lo contuvo: ¿Y si la orden fuese cierta? ¿Desacataría la voluntad de la Virgen del Carmen?
Por otra parte, si tan sólo se trataba de una broma del diablo o de una mera pesadilla, producto de los “bizcochos mantecosos” que había cenado (obsequio de las “malditas monjas de Santa Clara”), corría el riesgo de volverse el hazmerreír de sus subordinados.
Se imaginaba ya a todas las beatas mexicanas, emperifolladas con sedas, brocados y joyerías, pelucas y rellenos, cuchicheando en misa. Chaparritas, muy bustonas y caderonas, pero con los pies embutidos en zapatitos de miniatura, porque calzar chiquito era elegante, y en eso destacaban las mexicanas sobre las españolas: en el precioso pie chiquito, seguramente ya contrahecho, con los dedos comprimidos y apelmazados... Las damas mexicanas nunca dejaban de platicar durante las ceremonias religiosas, ni de mascar chicle como castañuelas, ni de comer antojitos que portaban descaradamente en canastillas. Salsas, guacamole, frutas en almíbar: todo. Frente al altar, en plena misa. Rece y rece y come y come.
Había las que fumaban como chimeneas entre los dóminus y los vobiscum, dignas de una taberna. Y las más descaradas que encomendaban a sus criadas que les llevaran un jarro de chocolate espumoso y calientito precisamente a la mitad del sermón (“Porque de otra manera”, alegaban, “¿quién aguanta los interminables sermones de Su Ilustrísima?”), como si la Santa Misa fuese comedia o corrida de toros.
Las imaginaba risoteando bajo sus mantones, mantillas, tápalos y rebozos, dizque escondiéndose en el dale que dale de sus abanicos perfumados: “¿Ya te enteraste de lo que sueña Su Ilustrísima? ¡Esos sí que son sueños de obispo!”.
Se incorporó, se vistió de prisa y se hizo conducir por su alarmado cochero (medio borracho) al convento de la Encarnación. Efectivamente existía una sor Magdalena del Amor de Dios y efectivamente se había cagado.
La pobre mujer, según le refirió la abadesa, llevaba días con una “gran flojedad de estómago”, con unas “cámaras” de santo y señor mío.
Estaba ya tan debilitada que había quedado como desfallecida en su catre, y le había ocurrido el percance en mitad de su desfallecimiento, sin que lo advirtiera.
La celda apestaba a zahúrda. El arzobispo ordenó a las desmañanadas y azoradas monjas que la limpiaran de inmediato; la bendijo apresuradamente, le restregó su anillo episcopal (que se propuso hacer lavar de inmediato) en los labios, y regresó a su palacio. No pudo volver a dormir, ni siquiera a dormitar durante tres días.
Ahora quien desfallecía, pero de insomnio, era él. Y así, débil y apagado, recibió de pronto ¡cinco! canastas de dulces de almendra con frutas confitadas, elaborados por las monjas del convento de la Encarnación. Simulaban florecitas, estrellitas, angelitos, conchitas de mar.
¡Sor Magdalena del Amor de Dios había sanado! Su estómago se había repuesto de tal modo que había engullido, frente a toda la comunidad extasiada, tres platos de manchamanteles, platillo de prueba para los estómagos más duros, incluso entre mexicanos.
Todas las monjas del convento de la Encarnación cantaban en loor del primer milagro de Su Ilustrísima. No se hicieron esperar, por docenas, gestos de gratitud similares por parte de las monjas de los demás conventos de la ciudad. La catedral parecía dulcería.
Ese milagro del arzobispo desmentía los perversos rumores de que el prelado europeo malquería a los naturales de la tierra, y demostraba cómo en plena madrugada Su Ilustrísima se desvivía para proteger a sus “humildísimas hijas mexicanas”.

III
Vino el jueves de Corpus y su misa solemne, frente al virrey, aunque distante cosa de veinte metros.
El arzobispo predicó contra la conjura de jansenistas y luteranos europeos. Deshizo: desgarró, pulverizó todos sus maquiavélicos argumentos. Y se hallaba en lo más alto y arduo de su disertación, con san Agustín y el Crisóstomo, Vieyra y santo Tomás en la boca, todos anudados en un haz invencible contra la herejía, cuando el mismísimo arcángel Rafael se apersonó en las alturas de catedral; se abrió paso desde las bóvedas y le susurró al oído: “El virrey se acaba de tirar un pedo”.
El arzobispo se demudó. Perdió sus autoridades, sus citas latinas. Se le extraviaron Vieyra y el Crisóstomo, san Agustín y santo Tomás. Tartamudeó. La mente le quedó completamente en blanco. Nunca le había ocurrido semejante cosa en su larga y prestigiosa carrera de predicador europeo. Ni en Toledo ni en Valladolid, ni en Milán ni en Viena.
Lo más espigado de la sociedad española y criolla lo miraba expectante, como si hubiese sufrido un infarto. Un silencio funeral se abismó de pronto en catedral, siempre tan ruidosa como un mercado. Pero Su Ilustrísima no se dejó amilanar por el arcángel Rafael:
-Recemos todos por Su Excelencia el señor virrey, que sufre de una necesidad muy grave –dijo, y encabezó un paternóster sonorísimo, que todos los fieles acompañaron sobrecogidos.
Mal que bien concluyó la ceremonia. Entonces se le acercó el virrey, confuso, pues no sabía cómo interpretar el gesto del arzobispo, si a modo de reconvención o de auxilio:
-¡Pero qué sutil olfato posee Su Ilustrísima! –le susurró el virrey.
-Parece que en la Nueva España los ángeles lo huelen todo –repuso, críptico, el arzobispo.
Y se retiró parsimoniosamente a la sacristía, rodeado por toda su corte de diáconos y canónigos, entre humos de incensario y letanías polifónicas.
Ni así cedió el arzobispo. Ya era tiempo de acabar con las supersticiones irreverentes y las tonterías irrespetuosas de la Nueva España. Pero tampoco las potencias celestiales cejaron en su rebeldía contra el afán modernizador y reformador del arzobispo. San Pedro y san Pablo, Cosme y Damián, san Hermenegildo y santa Cecilia se le aparecían a cada rato, con encomiendas caprichosas. Ya no podía dormir ni un cuarto de hora, ni comer, ni rezar su breviario, ni celebrar ceremonias. A cada rato le ocurría una aparición celestial con su recomendación apremiante.
Debió avisar a las monjas de San Jerónimo que se les estaba llenando de ratones la alacena. De parte de san Cosme.
Al párroco de Loreto, que se cuidara mucho de su sillón favorito, porque la pata delantera izquierda se estaba zafando y podía darse un mal golpe. De parte de Ecce Homo.
A un barbero de la Calle de Puente Viejo, que revisara su bolsillo, porque le acababan de dar dos monedas falsas. De parte de san Sebastián.
Y a una solterona de la calle de Pila Seca, que no desesperara, porque un viudo de la calle del Relox, a quien encontraría ese viernes en la tertulia de la Chata Méndez, estaba considerando seriamente proponerle matrimonio. Claro: de parte de san Antonio.
El escapulario que se le había perdido a fray Tomé de Simancas estaba atorado en un limonero del convento de San Bernardo. De parte de san Bernardo.
La imagen de madera estofada y policromada de la Madre de Dios, venerada en la capilla del convento de Santa Isabel, a la cual se le habían roto dos dedos de la mano derecha cuando la sacudió una pobre monja distraída (quien ya se creía condenada al infierno y no había modo de consolarla), se había restaurado por sí misma. De parte de la Virgen de Monserrat.
Las grietas del locutorio de San José de Gracia se habían restañado igualmente por sí mismas. De parte del Niño Jesús.
Meses y meses de insomnio e indigestión, jaquecas y pálpitos. El tenaz reformador y modernizador eclesiástico finalmente sucumbió ante la voluntad de las potencias celestiales. Comprendió que deseaban seguir en México como siempre, con su religión al antiguo modo, irreverente e irrespetuosa, pueril y supersticiosa.
“¡Allá ellos!”, decidió. Y revocó su bula. Predicó entonces, con recuerdos de san Francisco de Asís, que Dios y los santos asisten a sus devotos incluso en sus nimios caprichos; y debió citar a la madre Teresa por aquello de que Dios también andaba entre los pucheros.
Totalmente vencido, le prometió a la local Virgen de Guadalupe (de la que había sido feroz enemigo, como casi todos los arzobispos coloniales) auxiliar a tres novicias sin dote del convento de la Concepción si le devolvía el sueño. El milagro, naturalmente, se le concedió de inmediato y pudo dormir placenteramente, pero a pierna suelta, todas las noches de los últimos tres años de su vida.
Lo que más le agradó fue no volver a recibir ningún mensaje del cielo. ¡Qué tranquilidad!
Pero cuando las potencias celestiales por fin lo habían dejado en paz en este mundo, decidieron llamarlo al otro. Durante décadas corrió la leyenda de que el antimilagrero arzobispo milagrero regresaba a los conventos de monjas de la ciudad de México todas las noches, como emisario de Dios, las vírgenes y los santos. De parte de san Pedro y san Pablo, de Cosme y de Damián, de san Hermenegildo y de santa Cecilia
En los archivos del Vaticano duermen gruesos legajos de peticiones de canonización suscritas por varias generaciones de monjas mexicanas, todas beneficiadas ante testigos por los innumerables portentos de aquel milagroso arzobispo antimilagrero.
Hay una variante capitalina del poblano pipián rojo, llamada el “pipián del arzobispo” (invención atribuida a la muy agradecida sor Magdalena del Amor de Dios, del convento de la Encarnación), que se aceda si no se rezan tres jaculatorias en el momento preciso en que empieza a soltar el hervor, en honor de Su Ilustrísima. O puede repetirse tres veces la misma jaculatoria: “Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío”.

domingo, 28 de enero de 2024

HOTEL ACQUASANTA

HOTEL ACQUASANTA
por José Joaquín Blanco

"Se cuenta que un día un oficial de marina amigo suyo, le enseñó un manitú traido del África: una pequeña cabeza monstruosa que algún pobre negro talló en un trozo de madera.
-Es muy fea- dijo el marino-, rechazándola con desprecio.
-¡Tenga cuidado! -repuso Baudelaire, inquieto-. ¡Podría ser el verdadero Dios!"
ANATOLE FRANCE: “Charles Baudelaire” en La Vie Littéraire, III

1
Llevaba dos horas esperándome en el presuntuoso hall del hotel Acquasanta, con una Biblia en la mano para que pudiera reconocerlo. Ya se había sentado en todos los sillones y había caminado veinte veces de la recepción a la entrada, de la entrada al restorán, del restorán a los pasillos. Pero no tenía cita: yo le había aclarado, cuando llamó al programa radiofónico "Dios somos todos", que sólo estaba de paso en Tlanepantla, de prisa, agobiado por todo tipo de compromisos; que se tranquilizara, que todo tenía remedio en este mundo: que sólo su aprensión y sus temores creaban monstruos que en la realidad no existían sino como pequeños problemas de todos los días, perfectamente naturales, que afectan tarde o temprano a todos los hombres; que yo mismo lo llamaría en mi próxima visita.
Logré evitarlo al salir de la estación de radio -no sólo se las había arreglado para que me pasaran al aire su llamada sino que además averiguó en mala hora dónde me hospedaba-, pero sospeché que insistiría y me metí a un cine a matar el tiempo: más de media película de extraterrestres, para fatigarlo y desalentarlo. Mi negocio es predicar en los medios de comunicación y en conferencias de paga, en teatros y auditorios; no agotarme en consultas privadas gratuitas.
Había amenazado con aguardar toda la noche y toda la madrugada si era preciso: le urgía hablar en privado conmigo. Cumplía su amenaza. No necesité su Biblia: de inmediato identifiqué su aparatoso, grotesco, porte de atribulado. Tuve que reprimir una carcajada: me pareció otro extraterrestre.
Ahora todo mundo sabe que soy un "falso cura". El obispo de Ecatepec me armó un escándalo en la televisión y hasta intentó hundirme en la cárcel. Pero yo nunca afirmé que fuera uno de los curas de su diócesis, ni siquiera me presenté alguna vez, durante los cientos y cientos de emisiones de radio en que auxilié a los radioescuchas atribulados, como clérigo romano. Nadie tiene el monopolio de Cristo. Soy sacerdote de mi propia iglesia cristiana. Predico que Cristo somos todos.
Un gigantón deslavado, algo barrigón, con mandíbulas enfáticas y unas manazas de la Edad de Piedra. Temí que sus abrazos me descuartizaran. Un aliento fétido, bilioso. Inyectados ojos de insomne. Y sin embargo tan gentil, casi afeminado -si nos pudiéramos imaginar gorilas afeminados-, que me hizo sospechar su inexperiencia en el trato social. Probablemente un bodegonero o un trailero acostumbrado a una conducta ruda y directa, elemental, sin muchas palabras, en el brete de presentarse como refinado.
Vestía un traje con arrugas de ropero. Quizás llevaba años colgado ahí a la buena de Dios, desde la última boda familiar, entre los vestidos de juventud de su esposa. Porque semejante cuarentón era inconcebible sin una o varias esposas y un buen racimo de escuincles mocosos, majaderos, lamentables. Cherchez la femme!, me alerté para mis adentros.
Hablaba con la misma torpeza de su traje, de sus ademanes, como si tuviera que traducir a un lenguaje raro, de etiqueta, sus pensamientos burdos. No encontraba las palabras o se tropezaba con términos equivocados, que seguramente jamás había pronunciado, que se le habían pegado de algún especioso programa de radio y se había dado a la tarea de inventarles un borroso y elaborado significado, en lugar de acudir a un diccionario de bolsillo.
-Padre Terán -me dijo-, no sabe cuánto lo pronostico; desde hace meses perpetúo sus homilías, hasta he esbozado ejecutarle algunas cartas, pero soy un escrupulado neófito en las infraestructuras del Espíritu, un pobre pecador que se promete ahincar el Evangelio...
-Vamos, hombre, al grano: necesito dormir un poco y antes debo cenar cualquier cosa...
-Prométame conviviarlo...
-Prometido. Pero de una vez. En un rato cierran.
Casi lo arrastré al restorán. Pedí el platillo y el vino más caros.

2
No vayan a pensar que soy o me quiero hacer el cínico ni el rufián. No trato de escandalizar a nadie. Sin duda alguna, quien esté leyendo mi relato ya no necesita que nadie lo espante a mis costillas. Mi desprestigio ha sido total (ya se olvidará pronto, y para entonces tendré otro nombre, en otro sitio, con otros negocios), y en nada me beneficia justificarme ni flagelarme. Simplemente quiero decir que un tipo abusivo me puso de mal humor.
Ya me imagino al filantrópico lector agraviado: "¡Un cura falso, charlatán radiofónico, maltrata y zahiere -así se dice: zahiere- a un ingenuo hombre del pueblo, ignorante, inocente, crédulo, atormentado!" Evito que el lector humanitario se precipite en sus indignaciones: anticipo que el tipazo de marras era un criminal fugado de una cárcel de Michoacán; vivía en Tlanepantla con nombre y credenciales falsas; ni su reciente esposa -porque había dejado por el ancho mapa nacional regadas media docena de esposas con escuincles, todos bautizados con apellidos falsos y diversos- trasuntaba su oscura historia, perfectamente digna de cualquier salvaje.
Me enteré de ello más tarde, claro está: pero mi olfato es rápido, mis premoniciones avizoras. Indudablemente había gato encerrado. El gigantón parecía demasiado teatral, rebuscado, elaborado. No me tragaba que fuese un pobre de espíritu. Algo me quería vender, o transar, me dije. Y por el momento ataqué un pedazo de bolillo con mantequilla.
Sé que a los devotos los asusta un poco la gula de los curas. La ven poco espiritual. Cuando trabajo en serio procuro llegar a los festejos con algo en el estómago, para dar la impresión de que sólo por condescendencia admito displicentemente algún bocadillo. Pero quería advertirle al tipo que se anduviera con cuidado. Que sospechaba su juego. En realidad, hasta me asustaba un poco. Pero en mi oficio siempre se corren riesgos -espías, chantajistas, defraudadores, megalómanos-, y he aprendido a divertirme un poco hasta en las situaciones más inseguras. Mis terrores me entretienen.
-¿Y por qué me buscas precisamente a mí? -lo tuteé sin miramientos, de tahúr a tahúr-. ¿Y el párroco de tu colonia?
Se miró las manazas de tablajero, las uñas sucias.
-Los curas de barriada sólo panoraman escrupuleados pecados minutos. Hace algunos meses divagué su homilía en la radio. Usted comunicaba que había trascendido a múltiples criminales, de la ralea degenerativa, antiestrófica. Que impávido auscultaba hienas de holocausto. Y que todo lo podía condonar, que su corazón sancionaba por la pendiente exonerable a los cristos más incógnitos y nefandos en sí, de suyo. Que el asesino es Cristo y el asesinado es también Cristo, y que todos somos Cristo y santa paz amén.
-Nunca declaré tal cosa.
-Yo la consigné en una agenda, bitacoreadas están la fecha y la hora.
-¿Andas buscando confesión, el perdón de tus pecados? Pásame el guacamole. ¿Tan tremendos son? Salucita. A lo mejor sólo dije que muchas personas se imaginan más pecadoras de lo que en realidad son, nomás por orgullo, por sentirse interesantes y malditas... He encontrado tanta gente tonta que se imagina en pecado mortal porque se tragó un macarrón. Llégale a tu caldo, que se te enfría.
Trataré de resumir su jerigonza. No, no buscaba confesión ni perdón de nada. No creía mucho en eso. Por lo demás, todo ya se lo había confesado y perdonado a sí mismo. ¿Qué otra le quedaba? Uno ha de seguir viviendo de cualquier manera consigo mismo, ni modo de mudarse de pellejo. Al diablo los escrúpulos, que son más para ostentarse que para practicarse, si es que en realidad alguien ha llegado a conocerlos. Por lo demás nunca se había sentido arrepentido de nada, lo que era arrepentirse de veras, salvo cuando tenía mala suerte y las cosas le salían mal. Pero no podía llamar a eso arrepentimiento, sino coraje y pena de su mala suerte o de sus tonterías. Sin embargo, últimamente, últimamente...
-Salucita.
Últimamente no se reconocía. Después de tantos y tantos años de no espantarse de ningún muerto, de no inmutarse absolutamente ante nada, porque debía yo saber que había conocido el crimen, la crápula, la mierda, la crueldad, la miseria, absolutamente todo, desde antes de aprender a hablar, porque entre esos pañales se había criado, y todos a su alrededor eran lo mismo, y sólo parecían asombrarse de hechos semejantes las locutoras remilgaditas de los noticieros de televisión, “escrupufulosas”.
-Acábate de una vez tu caldo. Ya nos están corriendo.
-¿No aspira a degustar otra copa de licor? ¿Se la escancio?
-Ya nos están corriendo. Pide dos botellas de ron y unas cocacolas. Me resignaré a seguirte escuchando en mi cuarto. Y de una vez paga la cuenta.
No, no era una simple cuestión de dinerillo. Extrajo de la bolsa del pantalón tremendo fajo de billetes. De los más grandes, e incluso dólares. Se trataría de algo más gordo. Me podría querer de cómplice para algo de veras mayúsculo, pensé con cierto temor. Pero no se me iban a indigestar las puntas de filete recientemente incorporadas a mi epostuflante fisonomía -empezaba yo a contagiarme de su lingo-; ya he dicho que suelo divertirme un poco incluso en mitad de los episodios más arriesgados.

3
Echado en la cama, con una cuba en la mano, ya sin la menor intención de asumir una pose sacerdotal, miraba al gigantón desgarbado, neurasténico, casi fantasmal, ir y venir a grandes zancadas en el cuarto pequeño. También traía una cuba en una mano, que casi no probaba (la otra no soltaba la Biblia).
Me contaba su vida sórdida. No sé cuánto exageraba: innumerables hurtos y riñas, golpizas, violaciones, algunos asesinatos. No le dije que abundantes vidas similares se escondían en los suburbios de las ciudades y en los pueblos, incluso (o sobre todo) en zonas adineradas. La suya en todo caso resultaba un tanto cuantiosa y prolija en episodios de monótono corte policiaco. Pero cuando la vida bandolera se vuelve normalidad en toda una familia, en todo un barrio, en un estrato social y hasta en una nación, ya resulta mera cuestión de estadística el censo de los "ilícitos", como él los denominaba. La larga vida del virtuoso prolifera virtudes; la del mezquino, triquiñuelas; la del "lacra"...
-Soy un sujeto tipo lacra, padre Terán..
La del "lacra", como mala hierba, como plaga silvestre, multiplica episodios criminales. Eso lo sabía muy bien B. R. (llamémosle así) y ni se avergonzaba ni se rebelaba contra su destino. Había llegado incluso a divertirlo. Contaba algunos asesinatos más digamos entretenidos o pintorescos que otros; no conseguía dejar de sonreír (en memoria de antiguas, largas carcajadas) ante ciertos fraudes o robos más ingeniosos o novelescos que otros.
Algo de pudor conservaba (o fingía) ante ciertas violaciones, pero en su digamos estirpe "lacra", a final de cuentas, todo mundo se había cogido finalmente a fuerzas a alguien, con el expediente de unos cuantos madrazos para facilitar y amenizar el procedimiento. Él mismo había sido violado en su más tierna infancia por su propia pandilla, en una especie de rito iniciático, como novatada, cuota de ingreso o para "dejar prenda" a fin de pertenecer a ella. Fue a dar al hospital con el ano desgarrado, pero no denunció a sus agresores -que por lo demás no hubiera sido difícil rastrear entre los chamacos del vecindario con quienes se le veía en la calle a todas horas todos los días; con quienes se le siguió viendo, porque al fin y a cabo eran su "flota", su "raza", y a muchos otros les había ocurrido algo así, como a muchos otros les aguardaría su turno de iniciación, prenda o novatada, a la vuelta de los años, ahora con B. R. entre los agresores...
-No es insólito soportar el Mal, padre Terán, como usted ha epigramado en su emisión radial; consuetudinarse a él cual memoranda cotidiana, sin ínclitos desdoros, incluso sin dolor, ni siquiera disgusto intrasensorial o patológico. Así se aterriza la biografía inverecunda de los muchos, hasta que todo mundo epiloga por morirse.
No sé si me divertía más el dépaysement de su moral o el dépaysement de su florido discurso. En el fondo, todo me daba la impresión de una bufonada (me lo sigue pareciendo: escribo esto desde ahora para que en un futuro no se me ocurra que sólo lo soñé). Lo hubiese tomado fácilmente por un farsante o loco vulgar, sin creerle una palabra, si no recordara con demasiado asombro -el bulto seguía delatándose en la bolsa izquierda del pantalón- el fajo de billetes.
Y últimamente, últimamente... su universo se "desfracturaba", se "trascoyuntaba", se resbalaba como piso aceitoso bajo sus pies. Casi no podía comer: sentía hambre, pero su cuerpo se negaba a aceptar el alimento; se le atragantaba, era rechazado con espasmos y vómitos por su aparato digestivo o por sus nervios, se le contraían el cogote y las tripas, vayan ustedes a saber. Tampoco dormía mucho: se caía de fatiga pero sus nervios no le permitían abandonarse al sueño más que por periodos de diez, quince minutos, que lo agitaban y extenuaban por competo. Despertaba más cansado que antes. Llevaba meses con semejante vida fantasmal.
Todo, por otra parte, le parecía frágil e irreal, como si deambulara "en guisa de autómata" en mitad de un sueño. No creía que los muros, las sillas, el suelo, el techo, el excusado, sus propios brazos fueran reales y "objetivos, sólidos"; sino como "plasmáticos y cloroformizados", traslúcidos, gelatinosos; esa silla, por ejemplo, estaba a punto de invadir la mesa o la pared cercanas como una mancha de aceite invade el agua. Todo era como líquido, el mundo lo enclaustraba "a la manera de un acuario glauco, limoso, con medusas, algas y tiburones".
-No mames, B. R.; lo que pasa es que has escuchado demasiados programas "espirituales" de la radio. Empezaste como simple criminal, pero de tan trivial inicio has degenerado hasta el anacoluto, el barbarismo y el ripio. Existe la absolución para el asesinato y el estupro, hasta para el parricidio, ¡pero ninguna religión exonera el anacoluto!
-¿El qué? ¿Qué carajos es anacoluto?
-Nomás búscale la rima. Y entre tanto tráeme otra botellita de agua purificada. En el baño, sobre el lavabo. Estoy sudando puro ron y cocacolas; me siento más pegosteoso y gelatinoso que tus fantasmas. Y sobre todo, fácil criminal, ¡huye del anacoluto!


4
Para entonces ya era media madrugada. Nos hubiera rodeado el silencio si no nos llegaran a ratos, enfáticos, ciertos jadeos y ruidos eróticos de los canales de tele porno de los cuartos vecinos, o de los entusiastas huéspedes que los emulaban.
¿Quién de tal manera conjuraba, asediaba, visitaba, conturbaba a B. R.? ¿Era Dios o el demonio, o las rencorosas almas de los muertos; las víctimas que sólo habían esperado silenciosas tantos años para cobrarle todas sus cuentas juntas? ¿Le estaban cobrando qué, quién precisamente le estaba cobrando qué cosas? ¿Todos le estaban cobrando todo al mismo tiempo? ¿No había modo de escapar, de exorcizar a sus perseguidores, de llegar a un arreglo con ellos, de irles pagando en abonitos? Nunca antes B. R. había sentido escrúpulos ni remordimientos; en realidad, tampoco ahora los sentía; no eran pues la Conciencia ni la Culpa. ¿Qué diablos era?
-Usted debe trasuntarlo; usted que ha aforizado réprobos, palinodiado caníbales, alocucionado reos de cadena perpetua, epistolado narcosatánicos, reconciliado forajidos que se programan epitalámicamente un tatuaje por cada delito, y ya llevan todo el cuerpo cundido de escrituras y trazos omnígamos, como graffiti de bardas defeñas, en pellejudo laberinto; usted que ha imbricado a la Santa Muerte y a Changó...
-Para nada. La santería no es mi fuerte -le respondí ya algo ebrio, más divertido que asqueado-. Hay otros colegas no difíciles de localizar. Se anuncian en los periódicos y en internet...
El tablajero gigantón de pronto se vino abajo, como res fulminada; quería llorar pero el llanto no acudía a su llamado; quería seguir hablando pero no se qué contracturas del pecho le ahogaban las palabras. Babeaba, se sacudía, se le enrevesaban los ojos en blanco. Todo un endemoniado. No quedaba más remedio que exorcizarlo. ¿Pero no me estaría tomando el pelo? Dos farsantes: uno se que se hace el cura y otro el penitente.
Se imponía, pues, destrabar la comedia, o nos quedaríamos el resto de la madrugada con sus babeos y convulsiones en el suelo. Probablemente ya no tenía nada más que decirme. Agotadas finalmente sus improvisadas y baratonas dotes retóricas e histriónicas, había alcanzado su clímax. Entonces yo, el falso cura, abandoné el resto de mi trago en el buró, fingí un trance, un contacto con el Absoluto (todo ello con cierta parsimonia, sin acudir a sus recursos de teatro de feria, que no son mi estilo; ademanes y movimientos simplemente ceremoniosos, concertados, oficiales), y extraje sus demonios:
-¡Encuérate! -le ordené.
Que nadie quiera ver lascivia en mis intenciones. Nunca me han excitado los varones, y mucho menos los gigantescos panzones desgarbados de cuarenta y tantos años. Éramos dos hombres de más que mediana edad, bien gastados por la vida, sin atractivo sensual alguno. La orden surtió su efecto. Se atenuaron sus convulsiones. El llanto encontró finalmente cauce, a borbotones. Un pudor de señorita empavoreció al cínico curtido.
-¿Qué me va a hacer? -se quejó con bovina mirada plañidera, como un niñito frente a una pandilla de violadores.
Retomé mi cuba. Me raspé la garganta y atrapé al vuelo el gargajo con la mano, como a una mosca; lo embarré en una almohada.
-¡Encuérate! -repetí.
Se incorporó y se fue desnudando dócilmente, con una torpeza y una falta de gracia irremediables. La Biblia quedó abandonada junto a un zapato. Traía pistola, que dejó a mis pies, en la cama. Era una res verdaderamente repugnante y sucia, desollada. Se volvió de espaldas en un último resto de pudor, para no exhibirme de frente sus enormes genitales aguados, pero se encontró frente a un espejo que encuadró, como una fotografía, su gesto de bajarse los calzoncillos hasta los pies: los genitales como bofas vísceras en un rastro, y su mirada lastimosa, ofendida y resignada hasta la abyección.
La presuntuosa decoración modernista, lujo estridente y barato, del cuarto del Hotel Acquasanta, con sus muebles, lámparas, cuadros abstraccionistas, cortinas y demás parafernalia de colores chillones, se concentraban en el espejo claroscuro y resaltaban la fealdad de ese exangüe pedazo de animal en cueros, casi en canal.
-¿De veras crees que a alguien del Más Allá o de Cualquier Parte le interese ese esperpento?
Cayó de rodillas, con un llanto numeroso. Se imagino más humillado de lo que hubiese sufrido entre rufianes y policías, en la cárcel o durante madrizas en despoblado. Su propia mirada lo ofendía y degradaba. Que nadie me acuse de sádico. Él mismo era conjuntamente su tribunal, su condena y su retazo de infierno.
-¡Hijo del Hombre! -proseguí-. ¡Carga con tu lote de huesos, tripas y caca lo que te reste de existencia! O pégate un tiro. -Hizo ademán de tomar la pistola: por lo visto estaba dispuesto a obedecerme en todo; me alarmé, lo contuve: -Pero no aquí, Hijo del Hombre. ¡No me gusta el tiradero! Ahora ya sabes lo que hay que saber. Dios somos todos y valemos una bendita mierda, más allá de lo que en nuestra vanidad llamamos infamias o virtudes. Ahora agarra tus tiliches, vístete y lárgate sin más panchos. Déjame tres mil pesos.
Acató de inmediato, cual quinceañera que inopinadamente restaña su pudor. En dos minutos estaba fuera.

5
Dormí la mona de los justos hasta mediodía y retomé mi gira de predicaciones radiofónicas por media república. Dios somos todos. En una populosa cantina de Tamazunchale me alcanzaron las denuncias del obispo de Ecatepec. Nadie en la cantina me encontró parecido con el video de archivo que exhibía el noticiero televisivo nacional. Yo seguí jugando dominó como si nada. No era la catástrofe armaguedónica que pretendía el obispo, sino solo una contrariedad, el final de un negocio. El "falso cura Terán" o el “falso cura Garatuza”.
Mis abogados no encuentran delito qué perseguir, pues nunca me dije cura de esa diócesis ni de esa iglesia; que la gente haya pensado otra cosa no es mi problema. Aunque a la gente no le importa tanto esa formalidad, ese trámite, de haber sido o no ordenado sacerdote oficialmente por tal iglesia o tal obispo. Nunca he tenido mayor demanda que en medio de mi supuesto desprestigio. Pero mis abogados me recomiendan mesura hasta que se desinflen y apolillen todos los morosos recursos judiciales. En consecuencia, no afirmaré nada. Sólo estoy recordando mi "drolático" episodio con B. R., en el Hotel Acquasanta de Tlanepantla.
Allá ustedes si encuentran -es cosa suya- cierto temblor de reconocimiento entre el probable criminal y el cura cuestionado. Allá ustedes si se imaginan que yo también nací y me crié entre los pañales y los lodos de la miseria, la crueldad y la violencia, “tipo lacra”. Allá ustedes si me imaginan como niño recogido para criado, monaguillo y sacristán y otros poco halagüeños menesteres por algún abusivo cura formal, un cura con diploma. Allá ustedes si inducen que en alguna parte debí aprender las mañas y los resortes del negocio pastoral. Un cura con diploma que pudo llegar a obispo con diploma en Ecatepec o en otra parte.
Soy un mero pastor ambulante en un país de vendedores ambulantes, un cura informal en un país de vendedores informales. La informalidad somos todos. Dios somos todos. Todos somos todo y valemos mierda, como el buen B. R., quien seguramente se recuperó o se desengañó, pues ya no me persigue como antes por todos mis programas de radio "abiertos al público". Ojalá haya podido llevar algo de paz o de audacia a ese gigantón atribulado. Que se haya conformado con sus pardos días o se haya pegado un tiro.
"Por sus obras los conoceréis", dijo Cristo. A mí me piden que predique por medio México, en teatros y en la radio. El honorable público aplaude mis “obras”, simples palabras, a rabiar. El honorable público también es Dios. Todos somos Dios y entonces asimismo me corresponde, incluso en toda mi pequeñez y mi torpeza, ser moderadamente Cristo. Así sea.