viernes, 1 de marzo de 2019

FERNÁNDEZ DE LIZARDI

LIZARDI O EL FILÓSOFO DE BANQUETA

Si se practicara una encuesta entre los mexicanos letrados, incluso presuntamente muy letrados, sobre sus conocimientos acerca de José Joaquín Fernández de Lizardi, nos toparíamos con media decena de lugares comunes: que tenía el sobrenombre de El Pensador Mexicano; que fue un autor independentista; que escribió la primera novela mexicana: El Periquillo Sarniento; que se dedicó a moralizar o a educar al pueblo. Todo ello lo convierte en un héroe de cultura nacional a quien no suena correcto tildar de ramplón o de aburrido.
         Más que cualquier otro autor célebre, Lizardi ha resultado, para la enorme mayoría de los lectores que lo han sufrido como lectura escolar en la secundaria o en la preparatoria, un sermoneador opaco con algunos chistes poco inspirados. Es un autor que los mexicanos letrados conocen a través de borrosos recuerdos de tedios escolares.
         Para descubrir en él otra cosa: a un rebelde de las costumbres, a un soñador de la sociedad moderna, a un combatiente de las ideas, al primer y más decidido defensor (creador) de la libertad de prensa, es preciso, primero, desmitificarlo un tanto como el héroe domesticado de los libros de texto (el simple enemigo de la pereza y la coquetería, por ejemplo); y luego leerlo ampliamente, más allá de la fábula del Periquillo, en la gran cantidad de ensayos, versos, teatro y periodismo recopilados en sus Obras (UNAM, 1963-1997). Pero suman 15 tomotes, que abruman al lector de intereses generales, quien no espera grandes deslumbramientos en Lizardi sino, otra vez, el prestigio épico del “autor independentista” y del “primer novelista mexicano”.
         Por fortuna, María Rosa Palazón y sus colegas han publicado una abundante antología temática, con un prólogo importante (si bien demasiado apologético para mi gusto), en la serie “Los imprescindibles” de Editorial Cal y Arena. (La selección también resulta ambiciosa e imparcial: aparecen textos donde Lizardi no queda muy bien parado, pero que es justo que el lector también conozca, como sus insultos a las tropas de Hidalgo y Morelos; la melancólica conversación —que George Bernard Shaw habría envidiado— entre Hidalgo e Iturbide en los infiernos; y sus finales escritos “ultras”, donde su jacobinismo ya resulta menos polémico y jocoso que agriamente intolerante y persecutorio.)

LA MODESTIA DEL PENSADOR
Otros de nuestros autores se distinguen por sus conocimientos o su inspiración, su riqueza expresiva o su inteligencia. Lizardi (como en cierta medida su contemporáneo Carlos María de Bustamante) se destaca por su modestia, en los dos sentidos del término: su falta de presunción y su falta de brillantez artísticas e intelectuales.
         Si no queremos decepcionarnos con su lectura es preciso dejar de exigirle la hondura intelectual, la prosa rica e inteligente, los conocimientos prolijos que no tiene. Hay que leerlo como él quería que se le leyera: como periodista. (Pudo asimismo llamarse, como lo haría Mariano José de Larra en España, El pobrecito hablador: el periodista moderno que no se exige credenciales de teólogo ni de erudito, sino la cultura general, el sentido común y la expresión coloquial.)
         Sus defectos de escritura y su falta de conocimientos económicos, históricos, legales, religiosos, fueron señalados en sus propios días por los poetas del Diario de México, los “árcades”, y por los expertos gubernamentales (a quienes parecían ridículas algunas de sus proposiciones concretas de reformas sociales o políticas: sencillamente sus cuentas no salían; o que sus “arbitrios” o soluciones provocaban más problemas de los que intentaban resolver, como su defensa de las “rosarieras” o vendedoras ambulantes de sus tiempos). Lucas Alamán lo recuerda con desdén en su Historia de México.
         Como sus contemporáneos fray Servando y Bustamante, fue acusado de disparatado, farragoso y vulgar, cuando no de ridículo, falso y “mamarrachero”. Ciertamente todos sus escritos, salvo acaso el esperpéntico soldadón Don Catrín de la Fachenda, parecen escritos al vapor, casi sin revisión alguna, con inmediatez periodística, y ciertos alardes de comicidad coloquialista no siempre logrados. Su audaz águila periodística tiene mucho de perico.
         Además, a diferencia de fray Servando, quien era un hombre de ideas y expresiones brillantísimas (aunque extravagantes); y de Bustamante, testigo y trovador (a ratos disparatado) de las hazañas insurgentes, Lizardi parecía hablar de todo al mismo tiempo y no tener nada concreto qué decir. En eso funda una tradición verbosa que constatamos entre los columnistas del día de hoy.
         Hay que estar dispuestos, en la obra de Lizardi, a encontrar, a veces hasta en el mismo párrafo, conceptos tan modestos como la utilidad de que los cuartos estén bien ventilados, de que las mujeres sean virtuosas y los hombres laboriosos, de que los niños no usen zapatos muy estrechos, y lucubraciones tan atrevidas como la forma de competir localmente (la Independencia contrajo el lío del “libre comercio”) con Inglaterra en la industria textil hacia 1825: ¿Cómo? ¡Pues nomás trabajando duro y bien! Los telares casi medievales novohispanos podrían producir telas tan buenas y baratas como las de las fábricas inglesas gracias ¡a un simple esfuerzo moral! Con moral o sin moral, todos los arcaicos telares del mundo quebraron ante la Revolución Industrial inglesa.
         Fracasa como estratega al proponer la recuperación del fuerte de Ulúa a cañonazos, desde la plaza de Veracruz: no conocía el alcance de los cañones ni la distancia entre la plaza y el fuerte. Su banalidad y su beatería moralizantes irritan especialmente en las novelas y en las fábulas: sus regaños a las quinceañeras coquetas, por ejemplo. ¿Qué daño le hacía que las mujeres gustaran de la moda? ¿De veras quería que toda casadera o casada fuese una monja? ¿Por qué un escritor ha de tener derecho a la libertad de prensa, y una chamaca no a la libertad de la moda? (La Güera Rodríguez debió haber atronado, desde su alcoba todopoderosa, contra los anticuados y paniaguados escritos de Lizardi sobre las mujeres que, por lo menos al vestirse, se sentían modernas.)
         En sus Conversaciones del Payo y del Sacristán arroja a la torera toda una constitución formal para el México independiente. Total, dice pisando de lleno el país de las barbaridades: Si Platón se atrevió a soñar su República, ¿yo por qué no? Si Tomás Moro...
         Bueno: porque eran sabios, en el sentido en que lo fueron sus antecesores Alzate y Bartolache, o su detractor Alamán; en el sentido en que nuestro Pensador nunca lo fue. Lizardi rara vez expone un pensamiento profundo y metódico, ni ofrece datos concretos, situaciones materiales, análisis históricos o económicos sustentados: es, como suele ocurrir en el periodismo, un hombre de ideas generales. Ciertamente generosas: busca el Bien Común, la justicia, la paz, la libertad, la prosperidad, el orden público, la dignidad de su patria, pero carece de otro tipo de argumentos que los morales.
         A ratos miente: sabía perfectamente y por experiencia propia, por ejemplo, que los francmasones, a quienes defendió, profesaban una especie de ateísmo llamado “deísmo” (la creencia en un abstracto y geométrico Ser Supremo, y no en los evangelios); pero los hace aparecer como santos filántropos absolutamente ortodoxos dentro de la doctrina católica. Engañaba a ratos pues, “con buena intención”, a sus lectores.
         En su caso, el moralismo es también deficiencia de otro tipo de inspiración. Asombran su ignorancia y su desinterés tanto por la historia como por la realidad de los indios; tampoco sabe mucha cultura novohispana, aunque elogia de paso, y no por sus mejores textos, a Sor Juana. Lo mismo patea que encomia a Hernán Cortés y a Hidalgo, según el talante o la oportunidad.
         Alzate le habría colocado orejas de burro en terrenos como la estadística, la geografía, la economía, el derecho, las ciencias, la agricultura... disciplinas que resultan indispensables en un autor moderno que, como él, trate precisamente de esos temas. ¿Pero qué periodista todólogo no se ha visto en esa posición?  Reúnase buena parte de los artículos del mejor periodista contemporáneo y sufrirá muchas deficiencias lizardianas. Recuerdo mucho a Mencken, el gran Mencken, ahora que repaso al Pensador para este artículo.
         Su democrática idea política del ciudadano, por ejemplo, consiste exclusivamente en el hombre casado, ¡porque en los solteros y viudos no se puede confiar! Suelen verse tan libertinos... ¿Cuál sería la credencial óptima de elector? Pues el acta de matrimonio certificada por el cura. Eso no le impidió, en el momento de solicitar un príncipe Borbón para que fundara una monarquía mexicana, exigir como condición esencial que fuese soltero... para que posteriormente lo mexicanizara una esposa criolla. ¡Cuanta fe ciega en la embrollada institución del matrimonio! Puso la misma condición a los ingleses que quisieran invertir en el país.

EL CURA LAICO       
Aparece como una especie de cura laico, ese paradigma de los intelectuales mexicanos del siglo XIX. A pesar de sus recursos coloquiales y cómicos, escribe sermones, no estudios.
         Con frecuencia resulta ingenuo (sus proyectos para alfabetizar inmediatamente a todo mundo por decreto: que cada cura se ocupara de alfabetizar su parroquia, mediante el baratísimo método lancasteriano de las cajitas de arena con un palito, a manera de pizarrón y gis, auxiliado de unos cuantos ayudantes, ¡y santo remedio!); despótico (su ocurrencia de Big Brother, a la manera de la pesadilla de Orwell: vigilar la ciudad con un policía en cada manzana para que nadie se dedicara, bajo pena de cárcel, “a la vagancia”); chusco (apoya la pena de muerte, ¡porque de otra manera, en México, en una semana se fugaban o se hacían liberar mediante sobornos todos los presos muy peligrosos! Lo que bien mirado...); o un resumidero de lugares comunes cristianos e ilustrados sobre la educación, la religión, el Estado, la salud, las mujeres, los juniors, etcétera.
         ¿Por qué entonces fue tan importante Lizardi en su tiempo, y tan odiado aun décadas después, como lo vemos en las expresiones de Lucas Alamán? Por su inspiración moral. Los propios censores que lo encarcelaban lo admitieron por escrito: Lizardi no pecaba abiertamente contra la religión ni contra las leyes, pero alborotaba demasiado al lector.
         Cauto, se conservaba, en lo conceptual, cuantas veces podía, dentro de lo permitido (su idea de la libertad de prensa excluía, por ejemplo, a quienes trataran temas religiosos; discutieran el derecho a la Independencia —esto, después de 1821— o expusieran vicios privados, aunque fuesen ciertos, de personas concretas.)
         Pero nadie se chupaba el dedo: el tono de Lizardi, si no siempre sus ideas, resultaba furibundamente subversivo. Y que no pretendiera que eran sus personajes imaginarios, Anita la Tamalera, Doña Tecla, Chamorro y Dominiquín, etcétera, quienes lanzaban tales bombas verbales: se le reconocía sobradamente, así se hubiese escondido en el anonimato, y no sólo en seudónimos, nombres de pluma y discusiones de personajes de fábula. Se trataba de un insolentazo.
         Estaba enloquecido por la moral: era política y socialmente posible en México, así, por meros actos de sentido común y buena voluntad, elegir el Bien sobre el Mal; y todo consistía en crear un orden social que eligiera el Bien. Su Bien era el cristianismo reformado por la Ilustración: toda la Iglesia y sus santos padres, pero sin Inquisición, fueros, exacciones económicas desaforadas a los feligreses, privilegios, supersticiones ni corrupción clericales. Algo (no mucho) de letras. Un oficio útil. Y el sentido común de un laborioso padre de familia. Esta convicción priva también, como sustento moral, en la asombrosa novela Astucia (1865) de Luis G. Inclán, que Salvador Novo admiró.
         Sin embargo, tales expresiones modestas, bienintencionadas, nada radicales (salvo a ratos en sus finales años “ultras”, de republicanismo masónico, anticlerical y antigachupín), casi propias de un sermón dominical en cualquier parroquia, resultaron dinamita pura entre 1811 y 1827.
         Se prohibían sus folletos y libros. Su mejor título, que sigue siendo ignorado en nuestros tiempos, Don Catrín de la Fachenda, al parecer concluido y aprobado por la censura desde 1820, se publicó póstumamente hasta 1832. Partes del Periquillo y de la Quijotita también se editaron póstumamente. Se cree que se han perdido muchos de sus escritos. Buena porción de su obra fue totalmente desconocida por la cultura mexicana hasta la edición, reciente, de sus Obras por la UNAM. (Felipe Reyes Palacios se encargó de la edición, prólogo y notas de El Periquillo Sarniento.) Su pasión de escritor o Pensador le atrajo persecuciones y cárceles.
         Debe aceptarse, sin embargo, que algunas de sus cárceles no se debieron sólo a la inquina de sus enemigos, sino a su tono efectivamente alborotador, y a sus propios errores de cálculo: no previó que la Constitución de Cádiz llegase a ser derogada, ni la Inquisición restablecida; o a desafortunados malentendidos, como la vez que se le apresó creyéndolo colaborador de las tropas de Hidalgo, cuando en realidad se había propuesto combatirlas.
         Otras de sus cárceles se antojan cruelmente irónicas. Sabemos que Lizardi no fue muy congruente que digamos: mudó de ideas según los rápidos cambios de su tiempo, aunque casi siempre del lado más liberal posible en su situación de hombre público en plena ciudad de México: así, quien en 1822 sería el anticlerical excomulgado, el enemigo de todo fuero y privilegio del clero, se vio encarcelado durante siete meses en 1812 por el virrey Venegas ¡precisamente a causa de haber defendido el fuero eclesiástico en asuntos criminales!, cuando exigió respeto de los militares realistas hacia la investidura eclesiástica de los curas insurgentes. ¡Aunque diabólicos, rebeldes, saqueadores y asesinos, seguían siendo clérigos y disfrutando del sagrado  fuero!
         A este perseguido, por lo demás, no le faltaron ribetes de perseguidor, sobre todo en su última época, cuando exigió a las autoridades republicanas y masónicas que se prohibiese predicar y confesar a ciertos curas fanáticos y progachupines. Libertad de prensa, sí; ¿libertad de púlpito, no?
         Ejercía como una especie de profeta de banqueta: se le acusó de “no tener otro Parnaso que las banquetas de la Plaza Mayor” (por el árcade “Batilo o Canazul”, es decir: Juan María Lacunza), y sus denuncias irritaban y encolerizaban a medio mundo. Denuncias a veces sencillas, modestas: la injusticia de tal impuesto (“la licencia” para poder andar a caballo, por ejemplo), la arbitrariedad de tal cura o capitán, los excesos inquisitoriales en materia de censura (los censores se tardaban eternidades en leer los manuscritos, de modo que cuando finalmente los aprobaban su publicación resultaba anacrónica; y nunca explicaban sus reprobaciones: se permitían hasta el capricho de prohibir en México catecismos ampliamente recomendados por el Papa y el rey español Carlos III).
         Denuncias por otra parte un tanto engreídas y altisonantes. Aceptémoslo: Lizardi también fundó algunas de las intemperancias del periodismo mexicano. Hay grilla, hay subversión, hay ganas de armar mitote en sus escritos. No se trata de una víctima del todo inocente. Ebrio de la novedad de la libertad de prensa, se permitía no sólo atacar las ideas, sino, lo que siempre ha sido mucho más peligroso, la propia vanidad de los poderosos: virreyes, eclesiásticos, militares, políticos. Retarlos con un ego periodístico exacerbado. Lo que constituía y constituye todo un riesgo en cualquier país del mundo.
         ¿Pero cuántos periodistas se salvan de esta arrogancia gremial, de tales desplantes no sólo contra los poderosos sino contra sus rivales (los curas eran los rivales personales de Lizardi como educador), en cuanto se les facilita un poco la libertad de prensa? ¡Baste una ojeada al periodismo nacional de estos años noventa! ¿Qué columnista o locutor de radio actuales, por insignificantes que sean, se privan del placer de mentarles sabrosamente la madre dos o tres veces por semana al presidente y a todos sus secretarios? No discuto sus razones. Señalo simplemente la intemperancia fatal del periodismo engreído en épocas en que se considera impune; y sus naturales desgracias cuando, con los cambios históricos, la impunidad se amortigua o cesa. Décadas más tarde, el ego periodístico se enfrentaría no sólo al riesgo de la cárcel, sino al de los duelos a balazos: se combatía por las ideas, pero también por vanidades heridas.
         Recuerdo que el rey de Prusia, Federico el Grande, consideraba a Diderot “un tirano de la escritura”. Los alardes no conforman un monopolio del poder político; otros espacios demasiado humanos, como el periodismo, los comparten. El lector advierte con frecuencia cierta bravuconería en los escritos de Lizardi. Gajes del oficio, compartidos por Voltaire y los enciclopedistas. Incluso por Alzate. (Otros antecedentes locales de plumas encendidas, temerarias, retadoras: fray Bartolomé en sus Tratados, Mendieta en su Historia eclesiástica indiana, Sigüenza en su polémica con el Padre Kino a propósito de los cometas, y sor Juana en su Carta Athenagórica y su Respuesta a sor Filotea.)
        
LITERATURA POPULAR
El Pensador Mexicano quería ser popular, escribir para el pueblo. Aquí hay dos puntos discutibles: lo de pensador y su popularismo. No resultaba tan popular, como él mismo lo confiesa, pues casi siempre quedaba endrogado por la falta de demanda de sus escritos. Se diría que entre más escribía, más se empobrecía. Si el éxito popular se mide, como ocurría en Europa y los Estados Unidos, por las ventas de un escritor, por su mercado, Lizardi parece un metafísico. La pobreza, a ratos extrema, lo persiguió siempre.
         Estaba escribiendo, impopularmente, para los escasos curas, burócratas, diputados o comerciantes que sabían leer, y se tomaban el trabajo de comprar sus impresos y leerlos. ¿Escribía principalmente para sus enemigos, los únicos que podían o querían adquirir sus impresos?
         Sospecho mucho mito en esa leyenda escolar de que la gente analfabeta se agrupaba en alguna esquina para que alguien le leyese en voz alta los escritos de Lizardi (con frecuencia farragosos y larguísimos: docenas de cuartillas), aunque pudo ocurrir tal prodigio en dos o tres ocasiones de excepcional animación política en la ciudad.
         Cuando alguno de sus folletos se agotaba y se reeditaba, lo proclamaba a voz en cuello: “¡Corran a comprar mi obrita exitosa que se expende en tantos como tres —sic: 3— puestitos de madera de la Plaza Mayor, incluyendo el del Cieguito y el del fiel Sánchez! Su precio justo es tres reales y medio, pero si nomás quieren pagar dos y medio, como imprudentemente lo prometí, llévensela así...”
         Sospecho que no le faltaron ganas de regalar sus obras, y hasta de pagar porque lo leyeran. Con harto trabajo desplazaba, cuando corría con suerte, trescientos ejemplares de sus periódicos. Había en la gran ciudad sólo tres o cuatro imprentas; y tres o cuatro expendios —puro “cajón” o  puesto de madera en la Plaza Mayor— de impresos. Se prohibió, precisamente a partir de las leyes de libertad de prensa, el oficio de voceador, dizque porque sus gritos incomodaban a los vecinos... Lizardi, desde luego, se erigió en el gran defensor de los voceadores.
         Siempre asombrará, y causará envidia en cualquier escritor, el desplante lizardiano de fundar muchos periódicos personales, en los que sólo escribía él mismo. (Prosigue y magnifica en esto a Alzate y a Bartolache.) G. K. Chesterton no supo que lo imitaba al editar el G. K. Ch. Weekly.
         Se trataba pues de un populachero entre la minúscula minoría ilustrada. Populachero por gusto, más que por los hechos; quien eligió escribir como Cervantes y Quevedo (un Quevedo simplificadísimo) y no como Meléndez Valdés; y jugar al Voltaire o al Rousseau locales (un Voltaire y un Rousseau reducidos a esbozos) en una sociedad analfabeta y arcaica. Quiso ser congruente con su público (pobre, ignorante, escaso, y tal vez imaginario). No el Parnaso: la banqueta.
         Tampoco, como sugeriría el mote, “pensaba” mucho El Pensador. Sus pensamientos carecen de profundidad: suelen permanecer adrede en su nivel de banqueta, como queriendo conversar con sus paisanos poco esclarecidos. La mayoría de las veces parlotea más de lo que piensa. Sus “sueños” políticos, por ejemplo, se antojan más que indigestos. A veces el escritor programáticamente “popular” resulta tan pedante como los teólogos. Citas en latín y todo. En el propio terreno religioso, cuando critica jocosamente el Catecismo de Ripalda, por ejemplo, muestra una ramplonería intelectual algo vergonzosa si lo comparamos con el conocimiento teológico y la eficacia polémica de Sor Juana, tanto en la Carta Athenagórica como en la Respuesta a sor Filotea de la Cruz.
         El malentendido de Lizardi como todo-un-filósofo surgió azarosamente: en España había un periódico, copia del Spectator de Addison, que se llamó El Pensador y luego El Pensador Matritense [madrileño]. Lizardi aplicó el título a su primer periódico (1812), con el adjetivo local. Pronto se le empezó a llamar con el título de su periódico. Y los árcades, canónigos (Beristáin) e ilustrados se reían: ¡El pobre Lizardi, tan elemental, tan poco letrado, dirían, se cree “El”, como si fuese el único o el prototípico, “Pensador Mexicano”. (Hasta santo Tomás habría sonado presuntuoso si se hubiese autodenominado El Pensador Europeo.) Ojalá hubiese preferido, como mote, otros títulos de sus periódicos, como El conductor eléctrico o El hermano del perico.

LA INSPIRACIÓN MORAL
En Lizardi (1776-1827) vemos a un autodidacta (no concluyó el bachillerato) poco precoz. Su obra importante ocupa solamente los últimos quince de sus cincuenta y un años. No pudo haber sido de otra manera. Su gran estímulo de escritor ocurre durante la relativa libertad de prensa que se impone en México en 1812 gracias a la Constitución de Cádiz.
         Es sobre todo un lector de periódicos liberales, más que de libros; y españoles, más que franceses e ingleses, que en pocos lapsos de su vida pudo conseguir fácilmente en México (a ratos se permitía algo; a ratos se perseguía todo). Se advierte en él una formación liberal azarosa, fragmentaria. Pero se sabía su Cervantes, su Quevedo, su Feijoo, su Cadalso, su Iriarte (sin lujuria), su Samaniego. Buscó organizar el caótico país de su tiempo a través de un tramado simplista del Bien y del Mal con tres cuatro recetas o refranes, como un abuelo práctico o un confesor expedito.
         Salvo sus últimos años, a ratos muy acalorados, Lizardi piensa con templanza y cierta prudencia, ajeno a los radicalismos. Combatió a los primeros insurgentes, por sus matanzas y saqueos, y condenó la xenofobia antigachupina o anti-inglesa con el argumento de que hombres malos los había en todas las razas y nacionalidades, incluso entre “nuestros beneméritos inditos”: ¿Por qué entonces el odio personal basado en argumentos de nacionalidad?
         Sus novelas buscan la edificación moral, lo que está permitido en la novela picaresca. Como se sabe, las novelas picarescas narran la vida de un pillo que cuenta muy sabrosamente sus sinvergüenzadas para, al final, dizque convencer al lector de que no caiga en tales errores. El Lazarillo de Tormes, El diablo cojuelo o El Buscón de Quevedo resaltan sobre todo la prolija apología del pillo misérrimo y se resignan brevemente a la final moraleja sermoneadora; Lizardi hace lo contrario: se divierte poco y sermonea demasiado.
         Su Periquillo (1816), más que un pícaro jocundo, es un lastimoso extraviado del Bien, un hombre que perdió su vida por no seguir el camino de la virtud y del sentido común. Pero acaso esta crítica resulte demasiado letrada y ulterior: el público de su época, acostumbrado al púlpito, era más adicto a los sermones moralizantes que a las aventuras novelescas. Su público le pedía tales sermones. Existió una semonmanía durante toda la época novohispana. Prevalece en él la tradición local de los sermonarios, sobre la enciclopedista de los ensayos.
         Aunque no aparezca mucha filosofía profunda o novedosa en Lizardi, ni haya sido realmente un educador del pueblo (su deseo no se hizo realidad: tuvo pocos lectores), proporciona al lector contemporáneo algunas experiencias invaluables.
         La mayor: la polémica moral en el México de finales de la Colonia. Aunque caricaturizando a veces al extremo, ofreciendo como historia local verídica una prefabricada suma de vicios universales, incluso librescos, en ocasiones de franca ascendencia literaria romana (Juvenal, Cicerón, Séneca) o francesa, pinta el panorama de una sociedad novohispana desmoralizada no sólo políticamente, sino en su intimidad y en los detalles cotidianos: la vida de familia, los oficios, la educación, la calle, el trato de los vecinos, etcétera. (Sus contemporános, chismosos, sabían que nuestro civilizador era un poco incivil en su vida privada: Se negaba a pagar la renta, y de paso insultaba a la casera.)
         Nos encontramos exactamente en las antípodas de la visión que nos proporciona Lucas Alamán de la sociedad arcádica novohispana (“cualquier hogar era un convento”), donde, pretende, reinaban plenamente la honradez, la eficiencia y el orden, antes de los pésimos virreyes finales y de los desmanes de la plebe insurgente.
         Lizardi se vio odiado por los árcades, los canónigos y los conservadores no sólo a causa de sus defectos prosísticos e intelectuales, sino también porque se instituyó, incluso antes de abrazar la causa independentista con Iturbide, en el fundador de la leyenda negra novohispana.
         Es una horrible Nueva España la que nos cuenta en sus novelas y folletos. La peor sociedad concebible, el infierno más extremoso. En este sentido conforma, con Bustamante, el monstruo bifronte que enloquecía de rabia a Lucas Alamán: Lizardi, el denigrador de la Colonia y del alto clero (funda y encabeza el ácido jacobinismo mexicano, que durará al menos siglo y medio); Bustamante, el mitificador de las guerras de independencia.
         Sobre su anticlericalismo: No basta enterarse de dos o tres de sus andanadas contra el clero, sino de varios de los escritos donde expone el enorme poder de los curas. Los atacó con tal obsesión porque lo aterraban. Por ahí dice, con sorna, que el rey de España podría recobrar fácilmente  sus colonias si en lugar de enviar expediciones de soldados, mandase una armada de canónigos. Cada cura impresionaba, dominaba y aterraba a la población más que varios batallones. (Hay más verdad de la que pareciera en este chiste: en nuestras tierras, desde un principio, los misioneros conquistaron mucho más, y con mayores profundidad y alcances, que los soldados.)
         Sugiere, al parecer sin gran fundamento histórico, que después de su victoria en Monte de las Cruces, el cura Hidalgo se negó a tomar la ciudad de México, totalmente  desprovista de una defensa militar, porque supo que el clero capitalino intentaba alzar contra los insurgentes, desde los púlpitos, a la muchedumbre capitalina. Y una muchedumbre fanatizada resultaba más temible que el propio ejército virreinal, ya vencido: hubiera sido preciso masacrarla. Curiosa batalla imaginaria ésta, sin militares: el apocalipsis de dos muchedumbres de harapientos dirigidas cada cual por puros curas tremebundos armados con sendos estandartes de la Virgen.
         Luis González y González ha señalado, siguiendo a Alamán, como una de las causas de la independencia, el excesivo, delirante optimismo criollo: los novohispanos se creían riquísimos, ilustradísimos, poderosísimos y privilegiados por la Virgen de Guadalupe. Les parecía fácil lograr su independencia y convertirse de inmediato en la más gloriosa y rica nación de la tierra.
         Lizardi por el contrario habla, desde el pesimismo más concentrado, de un país desolado, con pobres harapientos y ricachones salvajes, a cual más imbécil, incapaces unos y otros de vida civilizada. Lo que también constituía una exageración: pocos años antes, el Barón de Humboldt había encontrado bastantes cosas qué elogiar en la Nueva España.
         Pero la nación fue de mal en peor, vinieron los incesantes cuartelazos, el inconcebible y realísimo Santa Anna, las invasiones norteamericana y francesa. Los mexicanos aprendieron en Lizardi a mirar con pesimismo, incluso con brutalidad, todas sus miserias. Lizardi se erigió para siempre en el enemigo de la autocomplacencia nacionalista. Somos ignorantes, pobres, desorganizados, viciosos, haraganes, fracasadones, transas: tal es nuestro espejo, predicó desde 1812. No nos asombren las calamidades que lógicamente nos sobrevengan. No hay tal “paraíso indiano”: todo lo contrario.
         Poco documentado en leyes, en economía, en historia, en política, Lizardi siguió los rumbos del espíritu de su tiempo. Buena parte de su obra (anterior a Iturbide) habría recibido, moralmente, la aprobación de ilustrados ortodoxos como Feijoo o Alzate. No sostuvo ideas ni posiciones originales importantes. Abrazó la causa insurgente sólo cuando triunfó Iturbide (resulta, pues, un pobre autor “independentista”); antes de ello, denostaba a los guerrilleros insurgentes a la vez que se preocupaba, sobre todo, por ejercer los derechos liberales de la Constitución  de Cádiz, con lealtad al imperio español. Después, se dieron en mata los oportunistas anticlericales y antigachupines.
         Pero tal deficiencia, su falta de conocimientos concretos o de solidez ideológica, se supera con mucho gracias a su firme, esencial, obsesión moral. Y a su insubordinado tono de pensador individual, libérrimo (así se conservase ideológicamente a ratos dentro de límites prudentes) hasta la insolencia.
         Lizardi permanece casi siempre por encima de los partidos y de las ideologías en que naufragaron muchos de sus contemporáneos y sucesores. No le interesa tanto que México se independice o no, sino que mejore su vida social; le tiene sin cuidado que se convierta en imperio o en república, siempre y cuando se constituya un Estado decente. Hay repúblicas tiránicas y monarquías benéficas, sugiere, cuando alaba el entronizamiento del emperador Agustín I. En sus últimos años, cuando abrazó la causa más escandalosa de todas: la libertad de cultos, dijo que quería para su patria una tolerancia a las diversas religiones tal como la que existía... ¡en Roma! (Lo que era verdad: en la cosmopolita ciudad del papa se toleraba a protestantes, masones y judíos.)
         Por eso pudo también criticar ácidamente los vicios de la sociedad mexicana durante el Imperio y el primer lustro republicano. No se le acuse de parcialidad: denigró a la Nueva España y al alto clero, pero también al México independiente del Imperio (aporreó a Iturbide) y la República. A curas y a militarotes y diputados. A gachupines y a criollos. A periquillos, quijotitas y catrines. Execró del centralismo y las tiranías y desórdenes de la nación independiente. Fue un escritor (masón al final) libre de partidos. Sus errores podrán ser personales, de escritor locamente enamorado de la libertad de prensa; nunca partidarios. Ambicionó ser crítico, nunca político.
         De este escritor modesto puede hacerse un elogio elemental, raigal: da siempre la impresión de buscar sinceramente la verdad en tiempos caóticos. Verdades fáciles, practicables por gente simple y analfabeta (la abrumadora mayoría de la población mexicana de su tiempo), en tiempos muy difíciles y pedantes (tantas leyes, tantas doctrinas, tanto nuevo conocimiento a través de la prensa europea.)
         Su franqueza, su fresca ambición de conocimiento y reforma moral apabullan. Se quemaba por entero en busca de la verdad y del Bien Común. Simpatiza. Conmueve. Un gran tipo.

VIGENCIA DE LIZARDI     
Al final de su vida no canta triunfo alguno: los vicios nacionales han permanecido, incluso se han incrementado, a pesar de la Independencia, del Imperio, de la República, de la Constitución de 1824. Los hechos políticos no mejoraron la condición moral de su sociedad.
         Por ello asume, un tanto irónicamente, el ideal del escritor popular, del periodista, como redentor social mediante la crítica burlesca de acontecimientos, ideas, instituciones, leyes  y costumbres. Un ideal fatal, pues ese escritor popular no tiene mucho pueblo: “son muy pocos los que leen”. Sus folletos se acumulan en las bodegas, y crecen sus deudas con los impresores.
         Este idealismo lo dota de un perfil trágico, casi anticipadamente romántico: el de un profeta de banqueta invariablemente perseguido por los poderosos, sean del partido que fueren; y de una vocación heroica: había que escribir incansablemente para beneficiar a la sociedad, aunque pocos lo leyeran, y los escasos que lo hiciesen lo malinterpretaran todo. El resultado real de sus escritos casi siempre fue la persecución o el ninguneo cultural y político. (Arremete contra el ruin lector que le encuentra barbarismos o errores de redacción: el buen lector debe atribuirlos a un descuido o a una interpolación del tipógrafo... Treta de la que echamos mano, hasta la fecha, todos los escritores.)
         Así, aunque no se erija necesariamente en nuestro primer novelista (Sigüenza escribió siglo y medio antes su brillante novela Los infortunios de Alonso Ramírez), podemos considerarlo nuestro primer escritor moderno (siguiendo a Alzate, más inteligente y culto, pero menos libre de abordar temas religiosos o políticos: recluido a su pesar en la esfera científica), en el sentido de que para él la literatura (o la literatura en folletos, la literatura de banqueta) fue un Absoluto, por encima de la política, la religión y el bienestar personal; un absoluto ilustrado: el Bien Común, la reforma de la sociedad decadente, la búsqueda de la comunidad feliz. 
         Su modestia entonces apareció frente a sus contemporáneos como una desmesura: “¡Este escritor incorrecto y pobretón, ignorantillo y jocoso, intenta reformarlo todo en el país a su modo, según sus puras ocurrencias! ¡De veras que es de manicomio la manía de escribir de este Pensador Mexicano!”, pensarían tanto los inquisidores como los políticos coloniales y del México Independiente, los canónigos de Catedral, los quisquillosos y estériles árcades de el Diario de México y los flamantes y tontos diputados constituyentes de 1824.
         Su atrevido manicomio funda nuestra prensa moderna. Su pasión de reformador laico, de moralista de banqueta, de crítico de los poderosos, perdura en el mejor espíritu moderno de México. Su precursor corazón flamígero anima nuestra mejor literatura.




No hay comentarios: