SCOTT
FITZGERALD: SEREIS COMO DIOSES
Por
José Joaquín Blanco
Edmund
Wilson escribió que si la
Universidad de Princeton no le dio a su generación --que era
también la de Francis Scott Fitzgerald y John Peale Bishop-- "suficiente
base moral para ser escritores", la abrumó en cambio de "demasiado
respeto por el dinero y el prestigio social de la gran burguesía
terrateniente". Scott Fitzgerald lo
sabía: en el college descubrió claramente
por primera vez que su meta era "superar a tantos como le fuera posible y
alcanzar una 'vaga cima del mundo'" (Stephen Palms, The Romantic Egotist), y en la universidad, bueno: "las clases
sociales era lo primero que uno descubría en Princeton... los mezquinos
esnobismos del college, los sistemas de
castas de Minneapolis, todos estaban allí ampliados, glorificados,
transformados en una brillante clasificación... Me gustaba la idea de una gran
competencia por el éxito entre las clases y castas dentro de las aulas y del
triunfo de la habilidad y de la personalidad".
Para eso se estudia. Edmund Wilson dio gracias al cielo de que, al
menos, no hubieran ido a la
Universidad de Yale, donde "aunque probablemente
hubiéramos sobrevivido en carne y hueso, jamás habríamos sobrevivido a eso que
inspira a la gente a tomar con demasiada seriedad el ideal del hombre de
éxito".
Aunque, como
probablemente ningún otro novelista norteamericano de este siglo y acaso con
mayor fortuna que Henry James en el anterior, Scott Fitzgerald encarna los
retos exigentes y verdaderos de la narración en cuanto arte, contra los del
mero éxito de mercado, y en opinión de Malcolm Lowry, "representa las
mejores cualidades del decoro y de la dignidad, generalmente ausentes en la
literatura norteamericana y con frecuencia también en la inglesa", bien se
podría hablar de él en relación a sus temas más materiales, que en otros
resultan incluso vulgares: el dinero y el prestigio social entre la burguesía.
Son dos de los tres
ideales que sus estudiosos han encontrado en su personajes --el autor, desde
luego, los compartía, pero añadía muchos otros: la ambición artística, ideas
morales, políticas y religiosas, y hasta algunas erizadas incursiones amateurs, tomadas muy en serio, en la
filosofía y la historia: Spengler, Marx--; en El
último Laocoonte (Barral), Robert Sklar, ve la obra de Fitzgerald como la
tradición del héroe genteel norteamericano
(fundamentada por Mark Twain en el Tom Sawyer de Huckeberry
Finn y Henry James en el Robert Acton de The
Europeans, y que no consiste en otra cosa sino en la rebeldía voluntariosa
pero dentro de las normas, que muchachos demasiado inquietos e imaginativos
hacen contra su sociedad sólo para lograr la reaceptación y el premio:
"Cuando terminaban los juegos de destreza, el héroe romántico se quedaba
con la chica, el dinero y el prestigio social, porque sus aventuras conducían
invariablemente a la victoria de la verdad sobre la falsa moral. Este era el rito del paso a la edad
adulta".
Tal cosa fue cierta
en las primeras obras de Fitzgerald (Este lado
del paraíso, Todos esos tristes muchachos, Chamacas y filósofos, Los bellos y
los malditos), ennoblecidas sin embargo por un brillo lírico proveniente de
un Keats amado y memorizado y recreado desde la adolescencia y por una
confianza candorosa en que los veintes de los adinerados eran un paraíso, pero
se volvió ya sumamente compleja en las siguientes: El gran Gatsby, Tierna es la noche, El último magnate, Cuando se quiebra
(The Crack-Up).
Scott Fitzgerald
pertenece a una extrañísima generación de novelistas norteamericanos en la que
ocurrió algo insólito en la historia universal de la literatura: todos ellos,
uno tras otro, cada cual destronando a su predecedor, fueron internacionalmente
aclamados como el Número Uno de la novela mundial: Scott Fitzgerald en los
veintes, Hemingway y Dos Passos en los treintas, Faulkner y Steinbeck un poco
después, y además sufrían la cercana competencia de Theodore Dreiser, Upton
Sinclair, Thornton Wilder, Thomas Wolfe, Robert Penn Warren, Willa Cather,
James Branch Cabell, James T. Farrell, Sinclair Lewis, Sherwood Anderson,
Gertrude Stein, Nathanael West, Dashiell Hammett, Erskine Caldwell,
etcétera.
No hay otro momento
tan competido en la historia de la novela. Scott Fitzgerald tuvo el éxito más
fresco y espontáneo, y el más efímero: se le consideró --lo era, en ese
momento-- el representante del conformismo frívolo de la burguesía adinerada de
la primera postguerra, el cantor de la brillante juventud que sabe divertirse
con el mucho dinero. Sus cuentos de muchachas recién púberes que de pronto se
encontraban en el mundo moderno, donde apenas se estaba resquebrajando el
puritanismo calvinista que había impedido la diversión desde el principio del
planeta, entusiasmaban al público masivo de las revistas más populares. Pero su aportación a la literatura sería
otra, la contraria: la crítica de ese sueño.
Buena parte de la
grandeza de El gran Gatsby (1925), que
desde luego ya no fue éxito de ventas aunque si y muy alto de crítica (T.S.
Eliot), nace de ser la historia de un
sueño. Ya la chica dorada, el supremo
éxito de prestigio social y todos los millones del potentado no son asunto
dado, natural, puro como los benditos árboles de Norteamérica, fruto del
puritanismo y del trabajo; son, por el contrario, el sueño obsesivo del joven
pobre que logra hacerlo realidad mediante malos manejos: el contrabando de
licor (de lo que nos enteramos hasta el final).
El resplandor físico
de la riqueza, de la juventud hermosa y saludable, de la omnipotencia moral de
quien está por casta y cartera por encima de las normas, de las facultades casi
divinas de una cuenta bancaria inagotable, exalta una historia soñada, una
aventura adolescente montada en la vida real cuando todavía es tiempo y Gatsby
algo joven.
Se ha señalado las
dos grandes aportaciones de la novela europea a este juvenil idilio
norteamericano: Conrad, donde se aprende a narrar en una anécdota particular
una metáfora del destino (el mar en Conrad, el dinero en Fitzgerald) y Joyce,
cuyo reciente Ulises planteó en el mundo
entero la forma moderna de tratar a personajes de clase media baja --antes de
Joyce, todo era estilización aristocratizada, tipo Henry James. Es esta
perspectiva de realismo pequeñoburgués la que, por contraste, permite la
incandescencia irreal de la historia inventada en la realidad y con seres reales,
pero como si fuera una grandiosa película de Hollywood, por Gatsby.
El gran
Gatsby,
no es el dinero, la chica ni el prestigio, sino su ensueño en un brillante
joven pobre; todos sus resplandores provienen de esa irrealidad, todas sus
fiestas tipo Satiricón (el primer modelo
fue precisamente Trimalquión, cuando Fitzgerald todavía pensaba hacer la sátira
de un arribista y no la tragedia de un desdichado que trató de imponer en la
realidad sus quimeras). Si en Balzac puede
leerse una épica del dinero, en Fitzgeral se encuentra su lírica --un romance: sus fantasmas de cuento de hadas.
Y ese sueño conmueve
tanto más por la juventud de su protagonista (Gatz) y de su narrador (Nick
Carraway), dotados de gran capacidad para la esperanza y el entusiasmo, hombres
con apetito de mundo y de vida que saben encontrarle vigor, brillo, chiste,
nobleza y belleza a todos los rincones de la realidad. Son
unos Tom Sawyers asombrados en las ciudades y las residencias
veraniegas, ante las orquestas de jazz y los magníficos automóviles, las
mejores muchachas con los vestidos más finos y los mejores camaradas en sus
mejores días, y así todos los días llenos de vida, y noche tras noche todas las
noches.
La riqueza no es
contabilidad, sino magia y libertad moral: todo es asequible con ella, no sólo
hacer posibles los amores que no lo son sino hasta corregir el pasado, dice
Gatsby. Y todo de bulto, todo presencia sensorial: las notas del jazz, el sabor
de la champaña, la textura de todas sus camisas: el narrador, Nick, le dice a Gatsby:
"--Ella tiene
una voz indiscreta... Esta llena de --yo vacilé.
"--Su voz está
llena de dinero --dijo Gatsby repentinamente. Eso era. No lo había comprendido
antes. Estaba llena de dinero: ese era
el encanto inagotable que se alzaba y caía de su voz, su retintín, su cascabeleo... En lo alto del palacio blanco, la hija del
rey, la chica de oro."
Desde luego, el sueño
de dinero de Gatsby es derrotado por el dinero pragmático, real, vulgar del
rico de este mundo, Tom Buchanan.
En todos sus libros
habla Scott Fitzgerald del dinero; en un cuento, "Los nadadores",
dice que "Los norteamericanos están incompletos sin el dinero... El dinero
es poder. El dinero hizo a este país,
construyó sus grandes y gloriosas ciudades, creó sus industrias, lo cubrió con
una red de ferrocarriles. Es el dinero
lo que domina las fuerzas de la naturaleza, crea la máquina y la pone a
funcionar cuando el dinero dice que funcione, y la detiene cuando el dinero
dice que se detenga", lo que por cierto viene de Spengler y suena a los sermones antimarxistas de
Mencken.
En la vida real, el
dinero fue un drama para Scott Fitzgerald, sobre todo cuando su prestigio
empezó a declinar, en los años treinta, y sus gastos a crecer, por el empeño de
mantener el mismo tren de vida en la depresión y los gastos médicos de su
mujer, recluida en una clínica mental. Contó entonces de diversas maneras la
tragedia del dinero, las bancarrotas y desmoronamientos de la época de la
depresión.
En Tierna es la noche el protagonista, que se
creía vivo, se descubre de pronto en medio de su sueño, que ya es un tanto
delirio, y lo que es peor: se descubre manipulándolo, organizando sus quimeras
en espejismos quebradizos al borde de la playa. Su pasado lo ha vuelto irreal,
vive extraviado, engolosinado y preso en sus fantasías extravagantes. Se diría que todo lo perdió en el auge, pero
especialmente los deseos mismos, la capacidad de desear; ahora la acción no le
interesa, no cree que actuar, hacer algo --cualquier cosa-- valga la pena.
Quedan esquirlas de sueños chispeando en medio de una niebla alcohólica.
Pero acaso el texto
de Fitzgerald más voluntariamente obsesivo con la riqueza sea un cuento escrito
a la manera dieciochesca, ilustrada, de Voltaire: una fábula no realista, con
gran libertad para las exageraciones, las peripecias extravagantes, caprichosas
o de plano fantásticas, y los símbolos,
con encarnaciones de ideas y moraleja, que todavía usaban de vez en cuando
algunos autores como Kipling o Twain. En
el propio Twain (a través del estudio de Van Wyck Brooks) encontró la idea: el
protagonista se vuelve rico al descubrir una montaña de carbón; Fitzgerald no
creyó que el carbón fuera suficiente y la volvió de diamante: The Diamond as Big as the Ritz, la mayor
riqueza del mundo: así conforma la parodia del Mayor Capitalista del Mundo, con
su versión sinóptica del sistema mundial: tiranías, esclavitud, todo tipo de
crímenes (incluso contra Dios, a quien el Gran Rico trata de sobornar),
corrupción de seres, cosas, instituciones y de la naturaleza misma, vulgaridad
hollywoodense.
¿Es necesario decir
que el gran trovador del dinero se confesó a sí mismo repetidamente marxista en
sus últimos años? Entre sus papeles
personales quedan huellas de sus estudios de marxismo, que al parecer no pasaron
del Manifiesto Comunista... lo que no está
mal, si se piensa toda la ley y los profetas del cristianismo, según el propio
Cristo, caben en un espacio todavía menor: dos renglones. Colaboró
estrechamente con el Partido Comunista (1932-1934) y quedan referencias y
textos de su obra engagé: teatro
antibélico, programas de radio, discursos.
1 comentario:
Gran artículo sobre uno de mis héroes de la literatura, "Un diamante más grande que el Ritz" es el cuento más maravilloso que he leído en mi vida... justo después de "Recuerdo de la sierra" de Adolfo Bioy Casares
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