TAINE:
EL MILLONARIO Y EL DANDY
Por
José Joaquín Blanco
Los
barbudos afirman que a la larga todo llega. El chino que sueña con París no
tiene sino que sentarse a que, “a la larga”, llegue todo París a desfilar bajo
su ventana. (¡Y llega!, aunque sólo se trate de algún Regis Debray con una
cámara de video). En cambio, según la misma sesuda filosofía de los barbudos,
quien desea impaciente y codiciosamente algo, está garantizándose que jamás lo
obtendrá. Hasta aquí los barbudos.
La historia algunas veces les da la
razón. En el siglo XIX muchos jóvenes de escasa o mediana fortuna, los dandies,
desearon con impaciencia y codicia el nocturno mundo brillante de la elegancia,
la belleza, la riqueza, el despliegue mundano y excéntrico de las artes, la
ciudad como una fiesta. No lo obtuvieron sino como mascaradas o espejismos
instantáneos, al costo de toda la fortuna familiar (incluso la cárcel por
deudas), la salud, el desengaño.
Hubo en cambio los juiciosos y algo
aburridos empresarios, que dedicaron su juventud al dinero, a la Bolsa y las inversiones, a
los bonos de ferrocarriles, petróleo o firmas de tocinería y embutidos, y hacia
los cincuenta años, sin quebrantos de salud y fortuna, sin desengaños vitales
de dandy, regresaron —o ingresaron— a los salones de París con porte y desdén
de amos, a recibir todos los dones y homenajes a los que aspiraban los dandies.
En un baile “A medianoche, cola; esto se convierte en un mercado; se me ha
reconocido, por mis gemelos de los puños, por un extranjero rico; me han cogido
del brazo y me han estrechado la mano; me he visto obligado a enviar a paseo a
dos personas demasiado encantadoras” (Hippolyte Taine: Notas sobre París. Vida y opiniones de M. Federico Tomás Graindorge...,
Tr. Alfredo Opisso, Madrid, Editorial Calpe, 1923.)
Claro que no es lo mismo Los tres mosqueteros que Veinte años después, y que ciertas musas
por las que el dandy adolescente estaba dispuesto a suicidarse o a batirse en
duelo eran ya simples “loretas” a tantos francos, y ni un centavo más, por el
cuarto de hora, para el rico cincuentón. Pero el Gran Mundo —los salones, los
bailes, las recepciones en las embajadas, la ópera, la tropa de la moda, el
arte mundano— estaban ahí, brillantísimos, esperándolo.
Todos los suspiros del dandy ante el
sueño imposible se traducen en la crítica burlona del empresario cincuentón,
algo misántropo, que se permite hasta escribir —con ayuda de algún casi-dandy o
exdandy amanuense (el propio Taine), a tantos francos el cuarto de hora y ni un
centavo más, aunque la paga sea póstuma y como herencia— en su vituperio.
¿Pero esta vulgaridad, esta
salchichonería de “cocottes” en terciopelo, esta esparraguería de fracs
alquilados; estas arias, estos valses, estos paisajes japoneses que se pueden
comprar por docena en los grandes bulevares, esta jerigonza de comadronas y
tenedores de libros que se fingen aforistas, eran todo el sueño del dandy? ¡Qué
bobos son los sueños! ¡Qué fáciles de realizar para quien no los desea
demasiado, y espera, pues a la larga...!
Tal es la novelita de Hippolyte Taine
(1828-1893), el célebre crítico positivista, en las Notas sobre París (1867), que pretende compilar los desdeñosos
comentarios de un tal M. Frédérick-Thomas Graindorge, quien después de
graduarse como millonario con negocios de petróleo y tocinería en los Estados
Unidos, regresa a aburrirse a las lujosas noches de París. La novela reitera el
tema del “menosprecio de corte y alabanza de aldea”, y la fácil reprensión
moralista de las “costumbres modernas”, pero sobre todo es la burla —inteligente,
rápida, divertida, memorable— del mito parisino como el paraíso “poético” del
dandy. Y muy buena narración, con
cocodrilos y todo.
La burla de las Notas sobre París pega por partida doble. No sólo ridiculiza Taine
los sueños de los dandies; también su estilo, pues su millonario escribe mejor
de ellos. Una prosa anti-dandy. Los positivistas, de la mano aquí con los
realistas, habían depurado el idioma; lo habían cepillado de énfasis y
preciosismos románticos; querían escribir como científicos, como hombres de
acción, como gente sensata. Con frecuencia se olvida que Baudelaire y Flaubert
aprendieron estilo, y lo declararon enfática y reiteradamente, de la nueva
manera de escribir de Sainte-Beuve, Renan y Taine.
Cabría una burla a la tercera potencia
en las Notas sobre París de Hippolyte
Taine. El práctico hombre del dinero —una exaltación del millonario como héroe
novelístico moderno— no sólo consigue naturalmente tanto los millones como el
mundo dorado del dandy o del “poeta de la vida”, sino que también, sin
esfuerzo, deviene un auténtico dandy y “poeta de la vida” por el simple hecho
de no buscarlo. El dandismo también le llega, a la larga. Y lo recibe con
desapego y sorna: el dandy perfecto desprecia el dandismo.
No tiene Graindorge que esforzarse por
atisbar, espiar o investigar tantas especies de lujo, exquisitez, extravagancia
o belleza; simplemente ahí están, en el aparador, como mercadería, cuando
regresa con sus millones. Y sabe que a final de cuentas no son tan caros. En
unos cuantos meses, o acaso semanas, domina el catálogo de ese reino, como
quien repasa los inventarios mercantiles y bursátiles de las empresas. Tiene
menos errores y “pasos falsos” en el Gran Mundo que Musset o Baudelaire.
A final de cuentas el dandismo no era
un enemigo ni una protesta contra el mundo burgués, sino el propio mundo
burgués (aristocrático-burgués) codiciosa e impacientemente deseado por un
intruso, como también habría de descubrirlo El
Gran Gatsby en los años veinte de este siglo. Graindorge sabe que los esplendorosos cuentos de la riqueza
siempre han sido ineficientes ensoñaciones de pobretones; él los observa con el
lente caricaturesco de Balzac y Daumier.
Siempre he admirado a
los ensayistas y críticos positivistas: Sainte-Beuve, Renan, Taine. Tenían la
cabeza en su lugar en una época literaria de puros cerebros llenos de pájaros.
Aspiraban a la claridad, a los razonamientos, al conocimiento sólido, a las
pruebas documentales, a las ideas duras... y, por desgracia, a las grandes
construcciones filosóficas post-hegelianas. Claro que, como les ocurriera a los
enciclopedistas, a ratos extremaron sus virtudes y las volvieron defectos. Les
pidieron demasiado a la historia, a la geografía, a la arqueología, a la
biografía de las obras y personajes que estudiaban. Su demasiada ciencia y su
demasiada lógica —su demasiada razón—, indiscutibles en su época, devinieron
inevitablemente ciencia superada, lógica corregible, o razón extrapolada tiempo
después.
¡Pero eso les pasa a todos los
ensayistas, a todos los científicos, a todos los filósofos, a todos los que
tratan de alcanzar alguna verdad! ¡Las cosas que oímos ahora, en boca de
cualquier imbécil, contra Darwin, Freud o Marx, por ejemplo! ¿Para no “pasar de
moda” en literatura hay que escribir puros “grafismos”, puras exhalaciones?
Trate usted de escuchar a los poetas etéreos hablar de Un lance de dados. Es como para correr al WC, arrancando al paso
manteles y cortinas completas: ¡se pueden necesitar!
Pero, en fin, ya Proust se solazaba en
todos los exagerados conocimientos que Sainte-Beuve extraía de la realidad
histórica y biográfica para la interpretación de la literatura; otros
antipositivistas lucen la nueva arqueología, que deja un poco cojo al en otro
tiempo cientifiquísimo Jesucristo de Ernest Renan; y la ciencia moderna,
posterior a su muerte, quiebra los esquemas y paradigmas de crítica literaria e
historiográfica de Taine. A la larga, pues, todos los conocimientos se
cuartean, sobre todo los que se fían a algo tan engañoso como “la verdad
científica”. Cada generación de científicos le dice a la anterior: ¡pues fíjate
que tu 2 + 2 no suma 4!
Pero estos ensayistas se dieron el
gusto de romper mitos acariciados por los sentimentales y románticos.
Sainte-Beuve destrozó, para no ser recompuesto jamás, el ideal “místico” de la
obra de arte: está siempre llena de historia y biografía, punto. Ernest Renan,
más que cualquier otro autor en veinte siglos, nos volvió para siempre a
Jesucristo un ser histórico.
Hippolyte Taine destruyó las
individualidades e inspiraciones inexplicables: las sociedades (“el genio
nacional”) —¡hasta supuso que los climas y los paisajes!— van escribiendo
colectivamente una literatura que casi por accidente se ve membreteada por
firmas personales. A la larga, diría Borges, poco importa quién escribe tal
verso. Ortega y Gasset tomó de “el momento” de Taine su teoría de “la
circunstancia”. Por culpa de Taine, Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y Antonio
Castro Leal nos anunciaron que la literatura mexicana se caracterizaba por “un
tono crepuscular.
En las Notas sobre París el millonario desmiente los sueños del dandy, su
quimera de un arte mundano; del lujo, la riqueza y los placeres aristócratas o
urbanos como si fueran obra de arte. Sí existe ese mundo y es relativamente
agradable, para quien puede costeárselo; sólo aparece como sagrado e imbuido de
misticismo y enormes metáforas para el intruso que no se lo puede pagar, y lo
asume como aventura fatal, casi como martirio. Desde su riqueza y su vetusta
misantropía, Graindorge sabe que el dandismo nunca valió la pena sino como
espectáculo... cómico.
Como Sainte-Beuve y Renan, Taine
cometió varios pecados mortales. Creer que la crítica literaria —elevada por su
escuela a una ciencia, a un ejercicio filosófico, historiográfico y hasta
clínico (sus estudios de sicología)— podría incluso superar a las obras mismas.
Esto no es necesariamente un error: un ensayo puede ser tan gran literatura
como un poema, y de hecho la prosa de esos tres positivistas se cuenta entre lo
mejor de la literatura mundial de su tiempo, pero le acarreó la animadversión
eterna de los poetas y narradores. (No era para menos: los desacralizó, los
derrumbó del parnaso, les rastreó fuentes, les demostró que casi siempre todos
decían lo mismo; la originalidad y la sensatez resultaron rarezas; los membretó
con datos del atlas y del Registro Civil). Y el rencor del público villamelón
que cree que la literatura trata de puros desahogos sentimentales. Se le sigue
maldiciendo.
Pero sobre todo pecó en su fascinación
por la obra monumental: sus libros, gruesísimos, y a veces dotados de aparatos
filosóficos de erudición y método a la manera de Hegel o Kant, se mantienen por
su sólo imponente volumen alejados del lector de intereses comunes. A
Sainte-Beuve se le puede visitar en las antologías de sus “retratos
literarios”; a Renan en su siempre agradecible Vida de Jesús, en su magnífica autobiografía intelectual Recuerdos de infancia y juventud —hacia
1967 escuché a Juan José Arreola, en su taller de la Casa del Lago, leer en
francés algunos párrafos de Renan sobre la Acrópolis , y exclamar, todo teatralizado, como
actor de la Comedie
Française en pleno furor racineano, que no había mejor prosa
francesa que ésa— y en diversas páginas sobre los orígenes del cristianismo (su
san Pablo, sobre todo).
Taine resulta más arisco: cuatro tomos
de su polémica Historia de la literatura
inglesa, que odian los ingleses; dos de su sistema sicológico De la inteligencia, otros tantos de la Filosofía del arte; varios más sobre la historia
de Francia. Desde hace décadas se le lee principalmente por sus ligeros
cuadernos de viajes (Italia, Inglaterra), y por esta curiosa novelita burlesca
sobre París y los dandies, que se publicó originalmente como viñetas
periodísticas en La Vie Parisienne.
Desde luego, este libro es una
flagrante confesión de dandismo. Taine inventa la coartada del millonario que
puede rechazar burlescamente ese sueño, para escapar de ese delirio. De la
misma manera Flaubert “inventó el realismo” en Madame Bovary para escapar de tentaciones opuestas en las que, en
realidad, reincidió ¡demasiadas veces!: los mundos bizarros, extravagantes,
lujosos, diabólicos, delirantes de La
tentación de San Antonio, San Julián el hospitalario, Salomé y Salambô.
Hay huellas en las Notas sobre París del dandy, del romántico, del incroyable, que Hippolyte Taine, con
muchos esfuerzos, se negó a ser en su encarnizada lucha por convertirse en le Professeur Taine, quien buscó hacer
un arte no sólo de la crítica, sino de la lectura. Cambió la manera de leer: solicitó
del lector nuevas actitudes, capacidades y destrezas; exigió conocimientos de
ciencias y humanidades hasta para leer un breve poema de amor. Estaba en lo
justo.
Su De
la Inteligencia ,
su Historia de la literatura inglesa,
sus Orígenes de la nación francesa,
su Filosofía del arte hacen aquí
travesuras y visajes incriminatorios, que no mellan sus arduas construcciones
intelectuales, pero nos merecen algún guiño de simpatía. Sus Notas sobre París algo nos insinúan de
la prehistoria —o la “intrahistoria”— del profesor Taine. Lo vemos todavía
abrazado en gran lucha con los dragones que combatía.
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