sábado, 26 de octubre de 2024

LA MONJA CATEDRÁTICA Y LA MONJA ALFÉREZ

LA MONJA CATEDRÁTICA Y LA MONJA ALFÉREZ

Por José Joaquín Blanco

La llegada de sor Lucero Arrutia y su séquito de monjas causó conmoción en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM hacia 1970.
Se dice que ya antes habían asistido a clases algunas religiosas, siempre imperfectamente disfrazadas: las delataban su pelo corto sin mayor coiffure que un peine (“Coiffure à la garçonne!”, exclamaría algún estilista escandalizado); sus faldas oscuras o escocesas por debajo de la rodilla; sus medias de hilo color carne, sus zapatos bajos, casi choclos; sus blusas claras de manga larga con cuellitos y puñitos de encaje, “monísimos”; sus conservadores suéters prediluvianos, lisos, abiertos y de colores claros.
No parecían monjas de hábito, sino tías profesionales. Con esa blandenguería artificiosa de andarle dando a todo mundo las buenas tardes y sonriendo de todo como bobas con sus caras más estropajeadas que simplemente lavadas; desde luego: nada de maquillaje, ni siquiera una pizca de crema, ni depilación en cejas y bozo.
Ciertamente no estaba prohibido que los curas y las religiosas asistieran a clases universitarias, ni de hecho que las impartieran. Pero la costumbre había impuesto que, salvo contadas y poco advertidas excepciones, el clero se instruyera por su cuenta, con total rechazo y desprecio de la universidad pública.
Se trataba, además, de los bravos tiempos de los hippies, el rock, las minifaldas y el Che Guevara. Los estudiantes de la facultad veíamos pasar, incrédulos, el cortejo de monjas por los salones del infierno, donde según el propio clero denunciaba desde los púlpitos, sólo se enseñaba “la impiedad, la disolución de las costumbres, la majadería, el sexo y el comunismo”.
Esos estudiantes nos habíamos inscrito en la universidad pública para aprender algo de literatura, filosofía e historia, pero sobre todo de impiedad, de disolución de las costumbres, de majadería, de sexo y de comunismo –asignaturas extraoficiales, pero favoritas-, y nos sentimos defraudados al encontrarnos otra vez, como en un kínder o una primaria privados, entre pura monja.
A las compañeras a gogó y en minifalda les pareció de pésimo gusto lucir sus muslazos y camisetas entalladas, sin brasier, entre puras abuelitas precoces. Los aprendices de Lenin pintamos con grandes letras rojas en los pasillos: “La religión es el opio del pueblo”.
Pero de ahí no pasó. En relación con la actual, se trataba de una época de gran tolerancia. Y las monjitas semidisfrazadas de civiles siempre asistían con puntualidad, llevaban al día sus apuntes –que nos prestaban a cada rato- y estaban prontas a cualquier pequeño servicio (como dejarse copiar en los exámenes, travesura por la que sin duda tendrían que rezar muchos rosarios de penitencia) en favor de los Ches, los Lenins, las minifaldas y los hippies, quienes (“ateos por la gracia de Dios”) generalmente proveníamos de escuelas religiosas y habíamos estudiado la primaria y la secundaria con maestras igualitas a ellas, su vivo retrato. De modo que a los pocos días prevalecía en los salones un cálido compañerismo entre religiosas y rebeldones. Ya había un precedente cinematográfico: La monja Libertad Lamarque cantaba a dúo con el rocanrolero Enrique Guzmán...
Las monjitas eran muy buenas para soportar, con semblantes seráficos, cualquier cantidad de chistes colorados y hasta que les ofreciéramos mota. “¡Ah qué muchachos tan traviesos!”, pensarían.
-No, muchas gracias –contestaban, y sacaban de sus bolsos unos modestos paquetitos de caramelos. Nosotros sí aceptábamos sus caramelos: “salvavidas” de colores y eucarísticas pastillas de menta.
Pronto se supo la razón de la invasión monjil de la UNAM: Ambicionaban convertirse en profesoras ya no sólo de primaria y secundaria, sino también de preparatoria y hasta de universidad. No todas las congregaciones contaban con tanto dinero como para enviarlas a estudiar en universidades privadas, y el Concilio Vaticano II les había levantado los últimos restos de la clausura. Años de monjas obreras, de monjas cantantes (“Dominique-nique-nique”), de monjas universitarias.
Todas obtenían excelentes calificaciones y se recibían oportunamente, con menciones honoríficas, para lo que redactaban en letra pálmer minuciosas tesis sobre santa Teresa, san Juan de la Cruz o “el sentido religioso” en tal o cual poeta hasta entonces considerados poco religiosos y aun impíos, como López Velarde, Carlos Pellicer, León Felipe y Pablo Neruda. Las mandaban imprimir en talleres offset especializados en estampitas de primera comunión: se notaba en los títulos y capitulares góticos.
Los santificaban: “Los poetas son los santos modernos”, decían; “por lo demás, también santa Teresa tuvo a ratos expresiones populares o mundanas en su lenguaje. El erotismo y el lenguaje crudo son rasgos simplemente humanos. A san Francisco de Asís le habrían encantado algunos poemas de Carlos Pellicer y León Felipe, y con gusto habría trepado a Machu Pichu del brazo de Pablo Neruda”.
La que salió algo torcida fue su lideresa, sor Lucero Arrutia, de unos treinta años cuando ingresó a la universidad (nos parecía toda una ruca a los estudiantes de veinte). Una vez obtenido el título de Licenciada en Letras Hispánicas, y con él abiertos los caminos para dar clases de español y literatura en cualquier preparatoria y no sólo en el Colegio Obispo Plancarte, similares y conexos, colgó súbitamente los hábitos –los que ya no usaba sino en ocasiones de gala y cuando se tomaba alguna fotografía para la familia- y se volvió feminista. De las feministas de armas tomar.
-Otra manera de seguir siendo monja y luchar por la dignificación de la mujer –explicó.
La verdad era que estaba harta de su convento. En realidad, ni convento en forma le había tocado, con eso de la modernización (“aggiornamento”) de las monjas. Vivía con otras seis maestras del Colegio Obispo Plancarte en una casa rentada, sencilla, de la Colonia del Valle; dos monjas por recámara, en camas gemelas o literas, como adolescentes perpetuas.
Tenían un altarcito con gladiolas en la sala-comedor-estudio, donde sólo rezaban y prendían velas a una estatua en yeso de la Inmaculada, pues debían trasladarse todos los días, muy temprano, a una iglesia común y corriente, digamos La Coronación, El Rosario o La Sagrada Familia, para oír misa como cualquier hijo de vecino. Para ello contaban con una camioneta volkswagen comunal siempre impecable, aunque a ratos también debían treparse a peseros y al metro.
Ya resultaba poco glamorosa la vida de una monja. Parecían más bien una comuna de hippies, pero de monjas hippies. Años de películas de “monjas alivianadas” del tipo de Dominique, con Debbie Reynolds; o Sor Yeyé, con Hilda Aguirre.
Además, “pueblo chico, infierno grande”; cualquier nimiedad cotidiana las hacía pecar contra la caridad y la paciencia en su encerrona de seis señoras en la casita de la Colonia del Valle. Reñían con ferocidad de pellizcos de monja hasta por el modo de batir la mayonesa.
Si de todas maneras su digamos “monjedad” consistía en misas públicas, en confesiones y charlas semanales o mensuales con los curas, a quienes había que ir a buscar a las parroquias, como cualquier feligrés; y en un compromiso personal con la religión, ¿por qué no poner convento aparte, convento individual?
Ya licenciada, Lucero Arrutia abandonó su comuna religiosa, pero no las costumbres ni las ideas de su congregación; se compró su condominio y su volkswagen personales, donde sólo mandaba ella y nadie la molestaba, y se decidió por una vida de monja free-lance. Mejoró de humor y subió de peso.
No se le conocieron amores ni tentaciones eróticas, pero sí una gran ambición intelectual. Se dio a la tarea de adoctrinar y formar grupos de feministas católicas. Terribles: unas “cruzadas”, dicho sea sin doble sentido.
Tomó cursos de postgrado, escribió reseñas literarias en revistas y periódicos, asistió a coloquios y congresos. Ahí destacó como autora de “estudios de género”, o sea la situación de las mujeres y “personas de variada orientación sexual” a través de las obras literarias.
Su tesis doctoral versó sobre El travestismo o los disfraces de la verdad en el teatro de Tirso de Molina. Presentó numerosas ponencias a todos los simposios universitarios del país sobre el mismo asunto, pero aplicado –como el ajonjolí a todos los moles- al teatro de Lope de Vega, Ruiz de Alarcón, Calderón, Moreto, sor Juana Inés de la Cruz; la prosa de Cervantes y de Quevedo.
“¡Abandonar la orden de las concepcionistas para profesar como travestista!”, se burlaban sus antiguas compañeras, ascendidas de profesoras de primaria y secundaria a la nueva preparatoria del Colegio Obispo Plancarte.
Pero la seguían queriendo. Sabían que en nada habían cambiado la fe ni la virtud de la exmonja Lucero Arrutia, y valoraban su trabajo de predicar con tesinas y ponencias de “estudios de género” en las universidades. Luchaba abiertamente en el mundo.
Me la encontré el mes pasado en El Colegio de México, ese otro convento. Salía del aula magna, después de triunfar con un estudio sobre Las aportaciones de “La Monja Alférez” a la libertad moral de su tiempo.
Andaba cerca de los sesenta años, con el pelo igual de corto (pero ya no peinado à la garçonne, sino moldeado con secador, adornado con algún rizo sobre la frente y teñido color Burgundy). Zapatos negros bajos. ¡Por fin medias trasparentes, aunque opacas, y falda escocesa arriba de la rodilla! La infaltable blusa blanca de mangas largas con el cuellito y los puñitos de encaje. El suéter antediluviano abierto, pero ya no liso, sino con grecas multicolores y modernistas y un audaz medallón guadalupano de oro (que no osaba lucir en sus años de alumna, o acaso todavía no había podido comprar), como prendedor, y un poquito de color rosa en sus labios arrugados. Y ¡se atrevía a usar aretes! Unas perlas pequeñitas, muy elegantes, sin duda auténticas.
-¡Pero mamasota Luchis! –en la facultad las fastidiábamos con irreverentes adulaciones burlescas; que más que madrecitas eran mamasotas, etcétera-. ¡Tú en El Colegio de México!
-En este pudridero terminamos todos.
El “pudridero” original era la propia Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. En un curso de historia de España nos enteramos de que, antes de enterrarlos en el Escorial, el claridoso pueblo español enviaba los cadáveres de sus monarcas a que se corrompieran unos diez años en un “pudridero” real. Nos gustó la palabra para burlarnos de nuestros maestros, los Catedráticos, que tanto estimaban sus plazas de tiempo completo en la UNAM. “Hay que dejarlos en su pudridero”, decíamos.
Nosotros no íbamos a seguir su tedioso camino: nos proponíamos comernos el mundo entero con nuestros poemas, obras de teatro, novelas, tratados, revoluciones... “Cambiar el mundo, transformar la vida”.
-Que conste que nada más estoy aquí de funcionario, y por poco tiempo; ya nada tengo que ver con la academia –me disculpé, algo ruborizado de que me considerara todavía un simple literato ¡a mi edad! Seguramente, con mi panzota y mi calvicie, hasta me veía ahora más viejo que ella.
-Me enteré de eso, guerrillerito –algo de ironía había aprendido por fin en el mundo, a pesar de todo-; ¡como ya se acabó el PRI, te quedaste sin chamba en el gobierno! Bueno: este pudridero también sirve de limbo y purgatorio a los políticos desempleados.
-¡Hasta las próximas elecciones nomás, mamasota Luchis! ¡Pronto me volverás a ver en los noticieros de la tele!... ¿Y a qué clase de herejes viniste a convertir?
-A unas guerrilleras católicas de lo peor, a unas comunicólogas aceleradas. Ustedes eran unos fresas en comparación con el fanatismo de éstas. ¿Crees que quieren erigir a La Monja Alférez en la santa precursora de las lesbianas?
-¡No me lo digas, mamasota!
-¡Así como lo oyes, guerrillerito!
-Bueno: la fama corre. ¿No se trata de esa mujer bigotona que anduvo de soldado y de arriero en la época virreinal, tanto en la Nueva España como en el Perú?
-No tan bigotona; las fuentes hablan de unos cuantos bigotitos, como bozo. Textualmente, según una hoja volante del siglo XVII donde se daban noticias de ella, se dice: “algunos pocos pelillos por bigote”.
-Lo de soldado y lo de arriero, ni quien se lo quite.
-Eso sí. Pero se trata de oficios injustamente vedados a la mujer. ¿Por qué una mujer sola y huérfana como ella, sin gusto por el matrimonio ni por el convento, tenía que dedicarse sólo a criada o a bordadora? Ahora hay albañilas y nadie se inmuta. Fue una precursora de la libertad de trabajo...
-¡Pero una mujer-arriero, y mujer-soldado, pues se vestía de hombre y con espada y daga y bototas, y guarniciones de plata, en el siglo XVII! ¿Viste la película de María Félix?
-¿Y cómo quieres que se hubiera vestido? Con enaguas todo mundo le iba a faltar al respeto. Conozco a una “niña de la calle” que se viste hoy de niño y se hace llamar Pancho, para que no la anden manoseando los demás escuincles ni los automovilistas cuando lava parabrisas en los camellones. Por lo demás, hubo capitanas en las guerras de conquista; y famosas toreras durante el virreinato, como la que triunfó en una corrida que se realizó a finales del siglo XVIII en la luneta del teatro Coliseo, el Coliseo Nuevo.
-¡Pero La Monja Alférez raptaba y enamoraba a las damas!
-Sí las enamoraba, pero con amor casto. Ricardo Palma dice que nomás para tomarles el pelo.
Redundó, mientras bajábamos por las escalinatas de El Colegio de México: Eran otros tiempos y sólo a los demasiado valientes o muy desesperados se les ocurrían las libertades actuales, digamos fisiológicas. Se trataba de afecto y simpatía espirituales, como en sor Juana. Nada más, ¡pero nada menos! ¿Por qué todo afecto había de llegar necesariamente a la cama, y menos en esos dorados siglos del Santo Oficio?... De veras se le tenía miedo al sexo, sobre todo de una manera inconsciente; y mucho más al sexo “demoniaco”: un miedo terrible.
Y no las raptaba: las protegía, lo que era diferente. Una mujer como caballero andante de otras mujeres... Había ayudado a una pobre muchacha de provincia a venir a México para entrar a un convento. La Monja Alférez, vestida de español: el alférez Antonio de Erauso, con espada y daga, la libró de los peligros de los caminos y la condujo sana y salva hasta la capital. Eso era todo el chisme...
Catalina Erauso, cuando mujer, o Antonio de Erauso, como se hacía llamar en cuanto hombre, viajaba pues con esa muchacha hermosísima, a la que, para mejor protegerla, traía completamente cubierta con un velo. “¿Esa dama es su mujer?”, le preguntó un alcalde en el camino. “No le es posible serlo”, contestó muy viril el alférez Antonio de Erauso.
-Y dijo bien. Conocía sus límites... –acotó, doctoral.
Desde luego, me relató entonces la ensayista-de-género Lucero Arrutia en mitad de la escalinata-mausoleo: En cuando llegó a la ciudad de México, aquella dama se le escapó, porque no deseaba realmente entrar al convento. Había aceptado el viaje sólo para huir de su familia, que seguramente la maltrataba en el pueblucho. Y a la primera oportunidad se casó.
Decían las feministas ultras que La Monja Alférez había enloquecido de celos, pero la monja (bueno: exmonja) catedrática opinaba que había enloquecido más bien de celo... protector: quería constatar que la muchacha viviera digna y feliz en su matrimonio.
Por eso se metía a su casa a todas horas, para ira colosal del marido, quien la corrió estrepitosamente y ordenó que siempre le dieran con la puerta en las narices.
En ese momento de “destemplanza emocional” La Monja Alférez amenazó con tirar la puerta a patadas, cosa más que posible, vistos su arrojo y su corpulencia. Asimismo era cierto que había retado a duelo al marido, a espadazos...
-Eso también pertenece a “los estudios de género” –intervine-, pero más bien a los gays masculinos; sólo que la Monja Alférez igualmente resultara precursora en cuestiones de prótesis...
-Mal chiste, guerrillerito.
Me explicó: El marido había rechazado el duelo, porque si a La Monja Alférez no le importaban los duelos intersexuales a espadazos, a él sí, y no se iba a deshonrar como caballero por alzarle la espada a una mujer. Cosa que ella finalmente admitió, a regañadientes. A lo mejor el marido tenía miedo: no se había conocido en el Potosí mejor espadachín que don Antonio de Erauso, inventor de un fatal, irremediable lance de espada: la estocada “sin misericordia”...
Pero tan no había nada inconfesable o sórdido en el cariño de La Monja Alférez por la esposa, que días después el marido y el alférez Antonio de Erauso, reconciliados, a cual más diestro y valiente, combatieron en mancuerna, espada en mano, contra toda una banda de malandrines, y los derrotaron.
-Fue una gran mujer y ya. Mira: era huérfana, la recluyeron muy chica en el convento...
¿Cómo escaparse y andar por el mundo sin sobresaltos? Pues sólo vestida de hombre. Eso que tan difícil de comprender resultaba para las ultras universitarias de hoy, opinaba la doctora Lucero Arrutia, lo había entendido sin problemas todo el mundo en el siglo XVII.
Nunca la persiguió el Santo Oficio; por el contrario, se decía que el Papa le había permitido usar traje masculino, como recompensa por sus servicios militares a la cristiandad, ya que en una batalla naval se había lanzado a cañonazos y arcabuzazos contra los piratas holandeses, en las costas del Perú. Y que el estricto obispo Palafox, de Puebla, la consideró siempre un paradigma de mujer cristiana.
-Hay precedentes: ahí tienes a Juana de Arco...
A su muerte, cuando se acercaba a los setenta años, se rezaron y cantaron muchas misas solemnes en Orizaba. Se publicaron en ese siglo al menos tres relaciones encomiásticas de su vida, sin espanto de nadie.
-Sólo hasta el simplón, folletinesco siglo XIX, cuando al poeta cubano José María de Heredia (no el de Les trophées, sino el anterior) se le ocurrió divulgar las aventuras de La Monja Alférez en francés, salió lo de lesbiana. Heredia había leído demasiado a Balzac, ya sabes: La muchacha de los ojos de oro, etcétera, y a los libertinos del Ancien Régime, de la Revolución y del Imperio... Pero la Francia decadente o enloquecida del Marqués de Sade no era la levítica Nueva España. Nada tengo contra las lesbianas, desde luego: todo lo contrario. Pero aquí no viene al caso. Ni Ricardo Palma ni Luis González Obregón la encontraron libidinosa.
-¿Y cómo no fue descubierta a tiempo? Digo, porque los/las travestis/transexuales de ahora disponen de cirujanos, hormonas, postizos de silicón; vestuario, maquillaje, utilería, efectos especiales y electrónicas noches en los cabarets, con ilusiones de luz y sonido para engañar a parroquianos borrachísimos... En los teatros y cabarets dan a ratos el gatazo; pero en el cine, cuando las mujeres se hacen pasar por hombres, siempre se les nota (salvo acaso Katharine Hepburn) a primera vista: ahí tienes a Julie Andrews en Víctor Victoria, y en México a Irasema Warschalonska (vulgo: Irasema Dilián), como compadre de Pedro Infante en Pablo y Carolina; a Silvia Pinal, a Tere Velázquez, a Irma Lozano, a Sasha Montenegro, a (je) Lucerito... Pero en la llana realidad, en un rústico camino veracruzano del siglo XVII, bajo el solazo, entre tantos peones negrotes semiencuerados y sudorosos, ¿no se les hacía rarito el tal arriero o alférez Antonio de Erauso?
-Era una mujer robusta, algo gorda, parece que feona. Supongo que excelente actriz; y además, con su valentía y sus bravuconadas desviaba un poco la atención. El pelo corto peinado como hombre...
-À la garçonne? –exclamé
-No: con melenita, como todo un alférez; las calzas algo holgadas, ¡y ya!
-¿Y los pechos, mamasota Luchis?
-Eso es lo que no me gusta nada -me comentó la monja catedrática.
Me explicó que Catalina Erauso (o Erauzo), natural de San Sebastián de Guipúzcoa y avecindada en la Nueva España, trató de quitarse los pechos desde el principio, en Europa. Y eso era siempre indigno en una mujer, aunque durante el siglo XVII tal mutilación o desecación se hubiese visto más bien como un gesto de mortificación, de santidad.
Se pensaba que había pretendido suprimirlos porque los consideraba pecaminosos, y no para cambiar de sexo. Ultracasta, como Orígenes, Padre de la Iglesia, y no una transexual avant-la-lettre.
-Te digo que este pasaje, por lo demás no debidamente comprobado, señala la aberrante misoginia aurisecular vulgo: de los Siglos de Oro. ¡Mira lo que la pobre Catalina Erauso, todavía una chamaquita de once o doce años, tuvo que hacer para ganar su libertad y convertirse en alférez o sargento! Aquí traigo la ficha:
“Ella es de estatura grande y abultada para mujer... No tiene pechos: que desde muy muchacha me dijo haber hecho no sé qué remedio para secarlos y quedar llanos, como le quedaron; el cual fue un emplasto, que le dio un italiano, que cuando se lo puso le causó un gran dolor...”
Habíamos llegado el estacionamiento. Los dos teníamos coches del año y buena marca; nadie podría decir que resultaron de balde nuestros estudios de poética y humanidades.
-¡Adiós, mamasota Luchis, espero que pronto canonices a tu Monja Alférez y se acepten como rama de la teología “los estudios de género”!
-¡Adiós, guerrillerito, y que recobres pronto tu curul! ¿En qué partido andas ahora, mi Che Guevara? ¿Sigues en el corporativista PRI, en el PAN retrógrado o en el mitotero PRD?
-En los tres, en los tres...
-Haces bien, guerrillerito. ¡Dios está en todas partes!

sábado, 28 de septiembre de 2024

CRÓNICA E HISTORIA

LA CRÓNICA COMO MÉTODO HISTORIOGRÁFICO
Coloquio Deh-Historia contemporánea, INAH, 21 de mayo de 2014
Por José Joaquín Blanco
Al estudiar las obras históricas conviene recordar de vez en cuando no sólo el texto compacto, fijado, sino su proceso de composición y de escritura, su arqueología: cómo llegaron a escribirse. No siempre existió el código contemporáneo científico, académico, de la investigación y la escritura supuestamente puras, con financiamiento y oportunidades suficientes para aislarse un tanto, tomar distancia, de la realidad callejera, y así atender durante largo tiempo a requerimientos y métodos objetivos y tranquilos, como trabajo intelectual estrictamente especializado que atiende ante todo a su disciplina gremial. Pocas obras históricas se han escrito así, y eran casi excepcionales en México hasta mediados del siglo XX, cuando incluso los mayores historiadores, como Zavala y Cosío Villegas, debían compaginar su tareas académicas con funciones políticas, diplomáticas, administrativas, empresariales o periodísticas.
De hecho, no se enseñó profesionalmente la historia en México antes de los gobiernos posrevolucionarios: la historia era una extensión de la jurisprudencia, la filosofía, la literatura. Sólo con la creación y el fortalecimiento de las universidades públicas y de algunos otros centros de estudios superiores se llegó a esta depuración del trabajo historiográfico, aunque en muchos casos actuales se continúa entremezclando con otros tipos de quehacer teórico y práctico, y el historiador comparte y en no pocas ocasiones se beneficia de sus actividades paralelas como político, jurista, militante, periodista, escritor, artista, empresario. La historiografía de la Revolución Mexicana de  Cabrera, Vasconcelos, Guzmán, Sotelo Inclán, Mancisidor, empezó en las páginas culturales o editoriales de los periódicos.
                Como sabemos, durante le Colonia los historiadores no perseguían el conocimiento objetivo y puro, sino la evangelización y la colonización: buscaban entender mejor a los indios para cristianizarlos y castellanizarlos, como en los casos de Motolinía y Sahagún, y no como a entes de conocimiento neutro o científico. Las grandes obras históricas que ahora celebramos eran en realidad disciplinas ancilares del predicador, del misionero, del oidor,  del gobernador, del administrador. Otras, como las de Cortés y Las Casas, atendían fundamentalmente propósitos jurídicos: justificar la conquista y los méritos del los conquistadores, o ponerlos en tela de juicio. Otras eran casi autobiografía y litigio de méritos personales, como Bernal.
Muchas otras obras históricas novohispanas fundamentalmente se proponían administrar el poder y las tareas de las órdenes religiosas, y sólo en segundo término estudiar rigurosamente los hechos y monumentos del pasado. Conocer para administrar. Y en múltiples ocasiones se ordenó cesar por completo, o moderar, o reservar, las investigaciones históricas o lingüísticas, porque estorbaban esa administración: así por ejemplo, Sahagún se enfrentó a obstáculos superiores, religiosos y políticos, porque conocer demasiado tanto la cultura como la religión y la lengua de los mexicas implicaba, en la opinión de los administradores del gobierno y la iglesia, preservarlos en su identidad, cuando lo que se buscaba precisamente era borrarla para impregnarlos de cristianismo y de castellanización.
De tal modo, en el fondo de la práctica historiográfica prevalecían los fines supremos de administración, evangelización, castellanización y fortalecimiento de las nuevas instituciones políticas y religiosas.
                Esto nos lleva a la construcción de una historiografía marginal, cuando no heterodoxa, cuando tales estudios no parecían fortalecer esos objetivos administrativos o políticos. Así tenemos las enormes peripecias y vicisitudes de Carlos de Sigüenza y Góngora, Lorenzo Boturini y fray Servando que navegaron a contracorriente, incluso con episodios de persecución y cárcel.
Tal vez la primera obra historiográfica mexicana en el sentido científico o académico moderno sea la Historia antigua de México de Clavijero, que aprovechó el exilio, la libertad intelectual del exilio, y la libertad de discusión de la Europa ilustrada, para proponerse una emancipación del trabajo histórico y buscar la Verdad Histórica y ya no la mera administración del pasado, como nuevo objetivo. Aunque tal trabajo fue consecuencia de una polémica digamos periodística, si bien no tanto en periódicos en el sentido moderno sino en libros y libelos surgidos del clima de la Enciclopedia, en los cuales, pretendiendo perseguir conocimientos científicos, los pedantes philosophes vigorizaban prejuicios étnicos y nacionalistas no sólo contra los americanos, sino incluso contra los propios españoles. El gran libro de Clavijero, con toda su solidez de conocimiento y pensamiento, fue producto de circunstancias de debate de philosophes, cronistas o periodistas.
                Décadas después, también desde Europa, un autor fundamentalmente libelista, cronista, periodista, sermonero, cuya obra hasta entonces desordenada al igual que su azarosa vida entremezclaba todo tipo de disciplinas casi sin otras preocupaciones que la polémica y la aventura, fray Servando Teresa de Mier, se vio en la oportunidad de abrir la historia moderna de México, con un libro que relatara sobre todo a los extranjeros la Historia de la revolución de Nueva España. Aunque sólo se ocupa, pues se publicó en 1813, de los orígenes del movimiento insurgente, funda no sólo la historiografía del México independiente sino esa vertiente, que existe hasta la fecha, de la historia nacional considerada principalmente como la historia de sus revoluciones. México y sus revoluciones, como se llamaría dos décadas más tarde la obra del Doctor Mora.
Historia del pasado inmediato, casi del presente, el libro de fray Servando era más periodismo que historia y buscaba divulgar los informes que había recibido sobre la insurgencia, desde el punto de vista de un decidido militante de ella. Todo este aspecto de la historia política de México durante los últimos dos siglos es casi indisolublemente una mezcla de historiografía, ideología, militancia, política, derecho, periodismo, mitologías populares. Y se diría que cuando muchos años o décadas después llega el historiador moderno, científico y riguroso, a limpiar esos establos y depurarlos de inexactitudes, supersticiones y datos sin fundamento, la nueva historia ya depurada de las revoluciones mexicanas se queda sin revoluciones y sin historia, como una mera especulación de estadísticas y datos azarosos o de autentificación de documentos dispersos. Su propio tema imponía precisamente ese estilo militante y misceláneo de composición; y un discurso más seco, al tiempo que la depura, la diseca.
                Y aquí entramos en el momento más babélico y escandaloso del maridaje de crónica e historia en México: la enorme, desagregada, contradictoria, extravagante, casi esperpéntica obra de Carlos María de Bustamante. Bustamante fue insurgente, periodista, político y su calificación profesional estaba muy por encima del promedio de los intelectuales de su época. ¿Cómo fue entonces que en su obra gigantesca y miscelánea produjo lo que Guillermo Prieto llamaría “nido de urraca”, donde se mezclaban las perlas con todo tipo de bisutería y hasta de basura cultural, historiográfica y política? Porque su concepto de historia no tenía nada de científico, ni siquiera según los criterios de verdad de siglos anteriores: era una historia militante para el momento, en la que valían tanto sus innegables méritos de protagonista, testigo y conocedor de primera mano de algunos de los principales personajes y acontecimientos, como los para él no menores de la tradición oral, de los mitos populares, de los indicios y rumores fundados sobre todo en su éxito social, e incluso sus quimeras y ensoñaciones políticas, ideológicas, históricas y religiosas.
La abusiva auto permisividad que ejerció Bustamante, para quien el trabajo de historiador se mezclaba con el de trovador de gesta e incluso el de inventor y administrador de mitologías, registra sin embargo buena parte del clima ideológico, intelectual y emotivo de su tiempo, especialmente entre su grupo político, lo que no deja de tener algo de historia según el criterio moderno de que también cuentan como fuentes, de alguna manera, los “monumentos inmateriales”, los datos, dichos y conocimientos sin prueba positiva, como reflejo de la mentalidad y de la emotividad de su sociedad.
Buena parte de la concepción que ha prevalecido de los héroes y las hazañas no sólo insurgentes, sino incluso de la conquista (como el culto a Cuauhtémoc), y posteriores, hasta la guerra con los Estados Unidos vienen de Bustamante. Pero también revela la precariedad de los discursos historiográficos sin pruebas positivas, circunstancia que aprovecharon historiadores posteriores, especialmente Lucas Alamán, para desautorizarlo en bloque y, de paso, asumir abusivamente como dogma que nada es historia sin fuente positiva que cubra todos los protocolos científicos y académicos impuestos por las sucesivas élites intelectuales.
Con lo que nos quedaríamos ayunos de casi toda historia, pues el propio Lucas Alamán, tan positivista, prueba muy pocos de sus asertos, sólo afirma al igual que Bustamante, que él los vio –y a ratos miente, pues en la batalla de Guanajuato no vio nada, ya que se mantuvo escondido en su cuarto-, o que lo supo de gente de confianza, que en el caso de Alamán no sería el pueblo ni los soldados insurgentes sino la aristocracia “decente”. Con los criterios con que Alamán descalifica a Bustamante, también descalifica buena parte de su propia historia. Y esa es la razón de que a casi dos siglos de distancia siga la querella en prácticamente todos los detalles sobre las guerras de independencia.
 Tal vez sea Bustamante, cuyo defecto no sería un exceso de crónica sino un temperamento natural arrebatado, quimérico, esperpéntico; a ratos bilioso, a ratos melancólico, y poco dado a distinguir la realidad objetiva de sus personales presentaciones imaginarias, conceptuales o emotivas, el mayor perfil de la historiografía como crónica a ultranza y como subjetivismo voluntarista.
                Estos defectos de carencia o debilidad de pruebas positivas, tan señalados en Bustamante, en realidad caracterizan a toda la historiografía mexicana del siglo XIX. Sin embargo, a partir de digamos la década de 1830 se prestigia el concepto positivista de la historia hasta imponerlo como dogma. Se supone que la historia positivista exige pruebas científicas, pero lo que abundó en nuestros historiadores positivistas no fue la ciencia, sino la palpable  administración, el discurso administrativo. Y un nuevo protagonista: los números, las estadísticas, los cálculos que muchas veces, rascándole un poco, resultan tan inmateriales como los rumores, los dichos o el imaginario popular.
Pero Alamán y el Doctor Mora echan mano a los números, a los cálculos –que muchas veces ellos mismos fabrican, a ratos con gran tino, o que toman de documentos ajenos de poca rigurosa autenticidad o veracidad, como los siempre contradictorios informes contables de las oficinas de gobierno. A partir de ellos, la historia “seria” se basa en números y datos certificados y la crónica en dichos. Pero pronto los cronistas asimismo asaltan la estrategia contable, y se vuelven prestidigitadores aritméticos, mientras que los positivistas siguen considerando como “prueba científica” los supuestos dichos, ni siquiera escritos comprobables, de personajes de rango. Muchos de esos personajes de rango eran meros comerciantes, hacendados, empleados de gobierno o de negocios privados, curas, políticos, militares, totalmente involucrados en los intereses económicos y en las pasiones políticas en cuestión. No hay manera de certificar la mayoría de las fuentes “científicas” de Alamán, que no debieron ser otras que su correspondencia y sus tertulias personales.
                La realidad presente conjuraba para atraer a todo historiador a ese “nido de urraca” de que se quejaba Prieto. La historia se escribe en esos años poco en libros, y más en los periódicos (que se multiplican prodigiosamente), en libelos, en discursos, en sermones, en memorias administrativas, en correspondencia oficial. Todo historiador trabaja fundamentalmente como cronista, y todo cronista busca algunas de las credenciales nuevas (cifras, documentos prestigiosos y certificados) del historiador, pero con escasa claridad en el México revuelto de los gobiernos de Santa Anna, de la guerra de Texas, de la invasión norteamericana, de las guerras de Reforma y del Imperio.
En realidad no se calmaría ese nido de urraca, debates, altercados, desmentidos, mitologías, calumnias sino hasta el Porfiriato, cuando más por una medida administrativa, casi una orden presidencial, que por criterios realmente científicos o académicos, se recobra la tranquilidad historiográfica a través de una negociación política entre los diversos grupos y sus voceros intelectuales, bajo el mando del grupo liberal triunfante, pero un grupo liberal que se fue volviendo cada vez más conciliador.
                Esta orden administrativa suprema, el presidente como égida de la historia oficial, con respecto a la memoria de la nación; esta política historiográfica porfiriana de administrar el triunfo liberal con una generosa conciliación hacia los bandos vencidos o marginados, es lo que conduce a las dos grandes aportaciones del porfirismo: el México a través de los siglos (1884-1889) y México: su evolución social (1900-1902), dirigidos y parcialmente escritos respectivamente por Vicente Riva Palacio y Justo Sierra, y que conforman, especialmente el primero, el gran canon historiográfico de México,  hasta la fecha, pues los diversos intentos del siglo XX por imponer un nuevo canon, especialmente a través de las diferentes y a veces opuestas versiones de los libros de texto del gobierno, o de las dos versiones de la Historia general de México de El Colegio de México, no han hecho sino continuarlos y reafirmar su estrategia y sus líneas generales.
                Quiero decir que el triunfo historiográfico del Porfiriato, más que optar en la controversia entre ciencia y memoria, entre historia y crónica, entre positivismo y subjetivismo, entre contabilidad y lirismo, se decidió por la administración política oficial de la memoria de la nación.
No debe olvidarse que los dos grandes historiógrafos porfirianos citados también eran narradores, poetas y periodistas, además de políticos. Tampoco que el culto al documento, a la documentación de archivos, no impidió al buen Riva Palacio confeccionar todo un mural del Santo Oficio que acalambra a los historiógrafos académicos modernos, pues a final de cuentas el dato, la fuente, el documento es otro elemento más en la representación imaginaria que construye el historiógrafo. Tampoco que el culto “científico”, en este caso la filosofía social europea del positivismo, que profesó Justo Sierra, le lleva a narrar un discurso político y social no menos imaginativo, no menos cronicado, no menos ideológico, no menos mitológico que los de Fray Servando, Bustamante o Alamán. Pero se buscó administrar el caos a partir de un eje autoritario pero conciliador, la política de don Porfirio y luego de los señores presidentes del PRI en el siglo XX. La claridad de la historiografía porfiriana no devino sólo de mayor ciencia y mayor academia, sino de la égida presidencial. Había que narrar la historia nacional de acuerdo con el proyecto supremo del presidente.
                Mucho más que en el discurso o en el método historiográficos, las grandes aportaciones de la ciencia en los siglos XIX y XX se hicieron presentes pues en la búsqueda, estudio y conservación de las fuentes. Especialmente de las fuentes positivas, aunque a partir de finales del XX se revaloraron otras fuentes como la historia oral, la historia de las mentalidades, la historia de las atmósferas imaginarias, emotivas o ideológicas; y se dio mayor realce –sin llegar, claro, a la contundencia de la prueba positiva- al folklore, a la imagen, al mito, al rito, a la leyenda y a toda una serie de fuentes subjetivas o de objetividades frágiles, debatidas, etéreas. Por ejemplo, cuando Carlos María de Bustamante editó a Sahagún, y su edición fue la que prevaleció durante todo un siglo, se permitió intervenir abundante, tendenciosa, casi diríamos jocosamente en la fuente, glosando, suprimiendo y añadiendo texto, aprobando y reprobando a su capricho hasta fabricar un Sahagún-Bustamante a su gusto, lo que revela mucho de su idea del historiador-cronista como fabricante en gran medida de su propia fuente. Esto no lo harían ya los siguientes eruditos como José Fernando Ramírez, Troncoso, García Icazbalceta, Orozco y Berra.
Sin embargo, la propia circunstancia política o aleatoria de que sobrevivan o no las fuentes (que dispongamos de tales crónicas de conquistadores y no de otros, y de sólo retazos de la memoria de los vencidos, filtrada por los propios vencedores), y su poca o dudosa elocuencia a pesar de los sonoros términos “prueba positiva”, nos llevan a la patente realidad de que amén de científico, el trabajo historiográfico es inevitablemente subjetivo e imaginario en buena medida, y sobre todo cuando el historiógrafo no se da cuenta y se deja llevar dizque inocentemente por su tendencia o la de su tiempo como por una mera lógica formal inexorable.
Las mismas fuentes llevan a relatos a ratos contradictorios. Se pueden minusvaluar o sobrevalorar las fuentes al gusto. De ahí que incluso hoy en día, en nuestros científicos coloquios sigamos debatiendo, como en nido de urraca, situaciones historiográficamente supuestamente establecidas por largas décadas e incluso siglos de estudio, como el pasado prehispánico, la conquista, la colonia, la independencia, Santa Anna, Juárez, las guerras de Reforma y del Imperio, el Porfiriato, la revolución, los gobiernos posrevolucionarios… Ningún historiador deja nunca de ser cronista, aunque no lo quiera, y más le vale asumir y dirigir cautelosamente esta bendición o fatalidad; y en el mundo cientificista, tecnologizado que vivimos incluso el cronista más arrebatado se ve forzado a acudir al bagaje de las fuentes ciertas y de los métodos académicos consagrados. Y luego se vuelve a urdir el mismo nudo de la urraca. Nada más hay que asistir a las discusiones entre especialistas sobre encuestas, sondeos, censos, estadísticas. Pero esto no es deficiencia mexicana. Los franceses están en la misma situación con respecto a sus revoluciones. Los españoles lo mismo.
Decía Mark Twain que había tres tipos de mentiras: las mentiras, las malditas mentiras y las estadísticas. Podríamos decir que hay tres tipos de historia: la historia, la maldita historia y la historia con estadísticas. Y tres tipos de crónica: La crónica, la maldita crónica y la crónica con estadísticas. Podemos incluso sustituir la palabra estadística por la de “fuentes certificadas”, o “validadas” como se dice ahora en nuestro rancho. Diríamos: “La crónica, la maldita crónica y la crónica con fuentes ‘validadas’”.
Durante muchos años, especialmente durante la segunda mitad del siglo XX, se sobrevaloró el trabajo historiográfico en libro, en librotes solemnes, pesados, monumentales; un historiador era aquel que escribía muchos de esos libros, los que raramente tenían suficientes lectores y muchas veces el grueso de la edición terminaba en bodegas. Era obligación: sin esos librotes no había carrera de historiador, ni nombramientos, ascensos y estímulos académicos, ni prestigio. Una Babel de esas ediciones recibió la producción conjunta de las universidades, de la SEP, de los diversos institutos de provincia.
El internet, y la reducción del mercado de libros en papel, han corregido esta superstición y recordado que la historiografía se puede practicar, y se ha practicado a lo largo de milenios, de múltiples formas y que no ha de abusarse de los librotes. En el pasado muchos historiadores publicaron pocos librotes. Practicaban su oficio en la cátedra, que en Grecia era simpemente pláticas en el Jardín de Academos. Los peripatéticos eran un “grupo del jardín”.
Hay muchos libros clásicos de historia compuestos como lecciones, entre ellos el curioso tomo Lecciones de Historia Patria de Guillermo Prieto, cuyo digamos dogmatismo de bronce encoleriza a los distraídos que no recuerdan lo que se anuncia desde el principio: que eran lecciones confeccionadas ex profeso para los cadetes cuadradotes del Colegio Militar. Un historiógrafo puede escribir de múltiples maneras para diferentes objetivos y públicos, y en el propio Prieto, incluso en temas precisos de Prieto como la invasión norteamericana, encontramos discursos diferentes según la oportunidad y el público al que correspondían.
Otros historiógrafos escribían para no ser publicados, sino leídos en manuscritos, por lectores escogidos, previamente seleccionados que requerían un permiso especial: tal fue el caso de varios cronistas frailes.  Otros simplemente salvaban, fijaban, administraban, comentaban las fuentes a veces oralmente y para públicos controlados: tal era el destino de la mayoría de los cronistas de las órdenes religiosas en la Colonia.
Se escribió historia en poemas (la poesía épica, o crónica en verso, fue un género muy apreciado durante siglos en el mundo hispánico), en anales, en tablas, en jeroglifos, en emblemas, en cuadros, en retablos, en esculturas, en sermones, en ceremonias y rituales, en cómics, películas y novelas. Riva Palacio no es menos historiador, ni menos riguroso, en sus novelas históricas que en sus ensayos, con la considerable ventaja que cuando leemos una novela ya estamos concediendo desde un principio grandes privilegios a su subjetividad, a su imaginario. Estamos sobre aviso.
Muchos libros de historia y de pensamiento de México conocieron su origen en  crónicas y artículos periodísticos –El laberinto de la soledad, de Paz, tuvo como origen una serie de artículos y crónicas de periódico-, o fascículos. O como tales eran distribuidos: durante décadas México a través de los siglos fue leído en México por entregas periódicas que ofrecían a sus lectores diarios como El Universal. El pueblo no tenía dinero para comprar los cinco gruesos y lujosos tomotes, ni librerote donde instalarlos. Autores como Reyes, Vasconcelos, Guzmán, Benítez, Poniatowska, usaban la prensa periódica como borrador: ahí iban publicado por trozos sus libros; aprovechaban la experiencia de la recepción del público, los comentarios, y sólo meses o años después los configuraban como libros o librotes. Con frecuencia son mejores, más ligeras, más sabrosas, menos categóricas, las primeras versiones periodísticas que el mármol final.
En una época de escasas y precarias universidades, de escasos y nulos centros de investigación –época que puede volver muy pronto, por la reconversión mundial de la academia al mercado, que volvería poco rentables tanta investigación, tanta docencia, tanta difusión, tanta publicación académicas-, los autores, y entre ellos los historiadores, recurrían a las columnas periodísticas como método para ir procesando los que serían sus grandes libros.
Y no sólo en México. Escribía a principios de siglo sobre España José Ortega y Gasset:
“En nuestro país, ni la cátedra ni el libro tenían existencia social. Nuestro pueblo no admite lo distanciado y solemne. Reina en él puramente lo cotidiano y vulgar. Las formas del aristocratismo “aparte” han sido siempre estériles en esta península. Quien quiera crear algo –y toda creación es aristocracia- tiene que acertar a ser aristócrata en la plazuela. He aquí por qué, dócil a la circunstancia, he hecho que mi obra brote en la plazuela intelectual que es el periódico. No es necesario decir que se me ha censurado constantemente por ello. Pero algún acierto debía haber en tal resolución cuando de esos artículos de periódico han hecho libros formales las imprentas extranjeras”.
Ahora la prensa en papel sufre el mismo embate mercadotécnico y tecnológico que el libro de papel. Y buscamos hacer academia en los ágoras de la plazuela virtual. Ya ha ocurrido. El internet ya es todo un gran método historiográfico. Para no ir más lejos, hace apenas dos años, cuando se dio la por entonces llamada “primavera árabe” fue en internet, y especialmente en redes como Twitter y Facebook donde se hicieron los grandes anales –anales de unos cuantos días, como quería Quevedo- de las rebeliones y guerras de Egipto, Túnez, Siria, Yemen, Turquía… En estos días la historia y la historiografía se practican mucho en internet a propósito no sólo de toda la zona árabe, persa, turca o egipcia, sino también de Rusia y Ucrania.
Pronto la anterior complicidad-disputa entre crónica-historia en papel ingresará un poco al ámbito de los recuerdos arqueológicos. La historiografía se enriquecerá bastante con las nuevas oportunidades de los tuits, los retuits, los posts, los blogs, los memes, los mails, los mensajes de texto, los emoticonos, los followers, los likes y los correos de voz.

jueves, 29 de agosto de 2024

MARTÍN LUIS GUZMÁN

1) ¿POR QUÉ NADIE LEE LAS MEMORIAS DE PANCHO VILLA?

Desde su aparición ruidosa y polémica, se supo que dos novelas de Martín Luis Guzmán (1887-1976), El águila y la serpiente (1926 en El Universal, 1928 en libro) —más bien, una colección de vigorosas estampas épicas y trágicas de la Revolución— y La sombra del caudillo (1929) —el relato de las vendetas del poder posrevolucionario en la época de Obregón y Calles—, se erigían no sólo como obras superiores de la narrativa en castellano, sino como títulos de interés mundial: fueron apreciadas en sus traducciones inglesa, francesa (por Gide, por Malraux), alemana, italiana (por Sciascia).
         Quedó para los enterados y los exigentes la ponderación de Muertes históricas (escritas en 1938, publicadas en forma de libro en 1958) —los relatos de cómo murieron Carranza y Porfirio Díaz—, en las que hay quien ve el mejor momento de la prosa directa, clara, precisa y aguda —dramática y severa, noble y majestuosa—, capaz de impresionantes efectos con una extremada economía de recursos, de Martín Luis Guzmán. Tal paralelo fúnebre entre dos héroes culmina la semejanza, que sus contemporáneos formados en “la afición de Grecia” señalaron, entre el novelista mexicano y el historiador clásico Plutarco, el de Vidas paralelas.
         En cambio, el desconcierto predominó desde el principio, cuando en 1936 empezaron a publicarse las Memorias de Pancho Villa, los domingos, en El Universal (la mayor parte del texto actual apareció en los cuatro volúmenes de Editorial Botas, entre 1938 y 1940; y sólo una última sección se añadió en 1951 a la edición definitiva). Hubo quien consideró esta obra como un monumento literario sin equivalente en el mundo y exigía para Guzmán, sobre todo por ese libro, el Premio Nóbel (recuerdo al cuentista caribeño José Luis González); y quienes la consideraron un mamotreto indigerible o un monumento propagandístico obsesivo, muralístico. Nadie le creía a Ermilo Abreu Gómez (para entonces completamente desprestigiado, después de tanta pifia) que él sí lo hubiera leído “completo”.
         El resto de sus libros ha tenido escasa repercusión (La querella de México, Mina el mozo, Filadelfia, paraíso de conspiradores; Islas Marías, Academia, Crónicas de mi destierro, Necesidad de cumplir las leyes de Reforma, etcétera). Se diría que la obra de Martín Luis Guzmán, la cual incluye el periodismo, el ensayo político, la biografía, la crónica cultural (incluso, pioneramente, de cine), se concentra en aquellos dos títulos afortunados, emitidos uno tras otro, cuando el autor andaba sobre los cuarenta años; y que el resto pende como un voluminoso apéndice de ellos, salvo las antológicas Muertes históricas y las misteriosas Memorias de Pancho Villa, de finales de los años treinta.
         Incluso se permitió la boutade de titular todo un libro Otras páginas, como si aceptara que las verdaderas eran aquéllas, en las que su misión de autor se cumplía oportunamente, de una buena vez; de hecho, escribió obras poco ambiciosas después de 1940, durante las últimas cuatro décadas de su vida, en las que se dedicó al periodismo (su revista Tiempo, aunque oficialista, fue modelo de profesionalismo informativo de 1942 a 1977), a las empresas culturales privadas (su cadena de Librerías de Cristal, su editorial Empresas Editoriales, S. A,) y a la política (director de los Libros de Texto Gratuito, senador).
         Su trayectoria anterior es conocida: Miembro del Ateneo de la Juventud, político maderista, revolucionario villista, periodista en Estados Unidos y España durante sus exilios en las épocas de Carranza y Calles; participó, asumiendo brevemente la nacionalidad española, en el gobierno español republicano.

II
Desde los años cuarenta las Memorias de Pancho Villa fue un libro fácilmente localizable en hogares ilustrados: era un buen regalo, y un detalle patriótico, como los cinco tomos de México a través de los siglos. Pero sus ejemplares se mantenían intonsos, sólidamente vírgenes, inertes, inmunes a la lectura y aun a la curiosidad, con garantía a prueba de lectores. Nadie pasaba de las primeras páginas, ni para ganar una apuesta.
         Eran motivo más bien de guasas, por su obesa y alarmante apariencia. ¡Mil cerradas páginas sobre las “memorias” de Villa! ¿Nomás para competir con los 8 mil kilómetros en campaña de Obregón? Vasconcelos, Azuela y Reyes intercambiaban codazos, guiños y chistes. Torri sonreía, aéreo. Novo ironizaba sobre alguna antología titulable como 3 toneladas de poesía noruega.
         Los lectores y la crítica eludían comentarla; se hablaba de esta “novela”, lateralmente, con veneración —los prestigios del autor y del tema— e ironía —la extralimitación literaria y política: el memorioso Villa duplicaba los recuerdos de Ulises y de todos sus compañeros, tanto los de la Ilíada como los de la Odisea, y se postulaba a competir, en grosor, con la Biblia, el Quijote y el entonces escueto directorio telefónico—; para pasar de inmediato a El águila y la serpiente y La sombra del caudillo, que sí eran obras perfectamente conocidas, incluso al detalle, por los mexicanos ilustrados.
         El desconcierto sembrado en el público, la crítica y la academia a propósito de las Memorias de Pancho Villa es culpa en primera instancia del propio autor, por sembrarlas de expectativas desmesuradas.
         Nunca son las verdaderas memorias de Pancho Villa, sino las imaginarias de Martín Luis Guzmán a propósito de Villa. ¿Por qué no decirlo desde el título: el Villa que yo conocí, que imagino, que admiro? Desde el título hay una exageración, una usurpación desaforada. El lector se desilusiona pronto de no estar oyendo a Villa, sino a un escritor travestido en Villa. El lector acudía a su cita con el héroe brusco, y era recibido solamente por su atildado plenipotenciario, quien acaso lo defiende con exceso. Es un libro rotundamente apologético y unilateral. Acaso el propio Villa habría aceptado más pecados, errores y defectos, de los escasos y veniales que Guzmán le permite, y siempre en contextos exculpatorios.
         ¿Si no son las verdaderas memorias de Villa, qué son: una novela, una biografía, un reportaje? Todo al mismo tiempo, pero de cada género apenas aparecen unos cuantos recursos tentativos. Carece de la libertad imaginativa y de la maquinaria dramática de una novela: hay simplemente un monólogo de mil páginas, escritas siempre en el mismo tono. Tampoco ofrece el análisis, la documentación contrastada, la crítica del ensayista o reportero.
         En este monólogo se aprovechan recuerdos reales de Villa tal como se supone que los relató a otro periodista, Manuel Bauche Alcalde, y otros documentos, pero desde luego el noventa por ciento del texto proviene de otras fuentes, principalmente el conocimiento de primera mano que tuvo el autor con respecto a su personaje y sus hechos.
         Es un reportaje de reconstrucción biográfica que nadie supo, y probablemente Martín Luis Guzmán menos que nadie, por qué llegó a tan excesiva extensión. Pudo haber sido doblemente larga, o tres veces más corta, al gusto del reportero. Episodios similares (batallas, enfrentamientos, miserias, discusiones) proliferan al infinito en el mismo tono. Impacienta un libro tan reiterativo y monótono. Sofoca su univocidad, la monopólica voz del protagonista. Habría sido incomparablemente más eficaz reducido a unas 300 páginas, que sólo mostraran momentos representativos de su héroe, en lugar de seguirlo minuciosamente en la monotonía de su gran rosario de batallas. Y contar con otras perspectivas (voz del autor, puntos de vista de otros personajes reales o imaginarios) que formaran el claroscuro y el contrapunto, que dramatizaran y calificaran la trayectoria del héroe desde perspectivas variadas. Se necesitaba debate dramático. Drama.
         Tanto más cuanto que el Villa de Guzmán, como hombrón guerrero y silvestre, no se permite confidencia alguna. No abre su intimidad. Es un personaje de exteriores. Confiesa solamente hechos públicos bien conocidos en estas memorias. Incluso cuando susurra, está hablando para el ágora. Pero Guzmán no quería el drama revolucionario (que ya había narrado en sus dos libros célebres), ni sus matices o escondrijos íntimos, sino un sólido monumento totalizante, aleccionador, definitivo. Un perfil labrado directamente en la roca.
         Por lo demás, Guzmán endosa a Villa sus propias obsesiones.  Por ejemplo: la claridad y la tendencia liberal positivista (fe en el progreso). Quizás el intelectual odiaba más el lenguaje “nebuloso” que el guerrero; quizás el intelectual creía más en el futuro, que ese hombre bien metido en sus propios días que fue Villa.
         No tienen por qué definir al Centauro, aunque sí a estas memorias, los preceptos intelectuales y literarios que Guzmán se impuso: a) creo, dijo, “en el amor de las ideas claras y en el horror de las nebulosidades con que a menudo se pretende suplantar el verdadero conocimiento. Álgebra y geometría...”; b) “En mi modo de escribir lo que  más influjo ha ejercido es el paisaje del Valle de México. El espectáculo de los volcanes y del Ajusco, envueltos en la luz diáfana. Deseo ver mi material literario como se ven las anfractuosidades del Ajusco en un día luminoso...”

III
Ya que es un relato no completamente ficticio, pero sí fabricado, reporteado, de Pancho Villa, tal como se supone que a él le interesaría contarlo, Guzmán prescinde de infinidad de recursos que podrían enriquecerlo y dramatizarlo. No va Pancho Villa a elogiarse, a espantarse ni a considerase a sí mismo como personaje novelesco. Todo lo contrario. Se trata de un héroe y de un libro antidramáticos de principio a fin. Es altivo y contenido, como un prócer grecorromano. No busca que admiremos, por ejemplo, su toma de Ciudad Juárez (primera vez), a la que describe perentoriamente en unas cuantas líneas, sino aleccionarnos sobre la perfidia del antihéroe Pascual Orozco. La segunda vez que toma Ciudad Juárez, con el ingenioso recurso de los vagones carboneros, dedica menos espacio a la batalla que a exculparse ante la posteridad por ciertas ejecuciones y saqueos, por lo demás inevitables en toda revolución, dice. Se trata casi de un alegato de explicaciones y rectificaciones a sus injuriadores y a sus críticos. Su colosal apología, más que sus memorias.
         La hybris, la desmesura de Guzmán en este libro, es que quiso convocar plenariamente el alma de Pancho Villa por razones ideológicas, sentimentales y ¡estéticas! Y no cesó de convocarlas durante mil páginas, lo que ya es una confesión de parte con respecto a la escasa fortuna evocadora del médium.
         Para tal convocatoria al más allá contaba Guzmán con unos cuantos documentos insuficientes u objetables; con su profundo conocimiento personal de la persona y los hechos; con su ira frente al desprestigio que sobre Villa había tendido “la contrarrevolución” (para Guzmán, en los treintas, esto significa la alianza de los porfiristas con los sonorenses, unos y otros evocadores de Villa sólo como una bestia atrabiliaria, salvaje, saqueadora y sanguinaria); con su muy particular posición frente a la Revolución Mexicana, que le endosa, completa, a Villa (una viril y pura insurgencia del pueblo inocente y explotado contra la banda de ricos corruptos, cobardes y estúpidos del porfirismo; insurgencia noble y patriótica, así estuviera manchada por involuntarias escenas de crueldad, propias de seres elementales, no educados). Contaba con su personal amor por Villa, en quien vio a no sé qué concentrado de la pureza humana incluso en sus contradicciones y grandes tropiezos, y en quien embutió solapadamente su propia visión del mundo... ¡y con su amor por la literatura española del Siglo de Oro!

IV
Y aquí entramos al gran experimento literario de la composición de las Memorias de Pancho Villa, que ofrecían tan pomposamente expectativas de un Joyce mexicano, de la creación en laboratorio de un nuevo lenguaje: popular, puro, revolucionario. Villa como paradigma linguístico del mexicano.
         Indignado ante la falsificación del lenguaje de Villa que habían pergeñado sus primeros reporteros, al traducir sus expresiones campiranas a un modo de hablar catrín, escolar, porfiriano, Martín Luis Guzmán se creyó capaz de reconstruir —y durante mil páginas, de un monólogo unívoco— el habla de Villa, su alma misma hecha palabra, con sólo dos recursos: a) la familiaridad del autor con el habla del héroe y de muchos soldados norteños, y b) la peregrina tesis —apoyada, sin embargo, en observaciones de ciertos filólogos— de que el pueblo pobre de México, el campesino, el pueblerino, hablaba no un español incorrecto, sino el purísimo castellano arcaico y lacónico del Quijote y de los cronistas de Indias. (De esta observación, por lo demás, deriva también el estilo de Rulfo.)
         Así, recordando la manera de hablar de la tropa de la División del Norte, y añadiéndole arcaísmos cosechados de la lectura de los clásicos españoles —la Celestina, el Quijote, el Refranero, Bernal—, se lograría una fabla villista, tan propia del siglo XVI como del México campesino del XX: pura en su falta de escolaridad, de modernidad, y de contaminación letrada o urbana.
         ¡Años de insubordinaciones lingüísticas: Valle-Arizpe inventaba una prosa virreinal, colonialista; Guzmán una prosa iletrada de soldado ranchero, por no decir abigeo; Reyes un castellano internacional, llano, purgado de dialectismos, aspirante a un común denominador hispanoamericano; otros pretendían defender la norma castiza (Salado Álvarez, Gamboa, Monterde, Junco, O’Gorman), o se empeñaban en un castellano indigenista (Médiz Bolio, Abreu Gómez, Henestrosa, finalmente el Juan Pérez Jolote de Pozas); campesino (Azuela, De la Cabada, Rojas González, Rulfo), pueblerino (José Rubén Romero, Ramón Rubín, Luis González y González), o lumpenurbano (Azuela, Revueltas, finalmente Oscar Lewis, Poniatowska), o urbanísimo (Novo, Fuentes, Del Paso, “la Onda”); o bien una prosa estética, engreída en su factura artística, europeizada, libresca (Contemporáneos, Paz, Arreola, García Ponce, Elizondo, Melo, Pitol); finalmente, el spanglish chicano! De Los de abajo (Azuela, 1915) a De Perfil (José Agustín, 1966) hubo una verdadera disputa no sólo temática, sino estilística e incluso lingüística, en la narrativa mexicana.
         Pero en las Memorias de Pancho Villa fallan el experimento y las expectativas literarias. Los arcaísmos que efectivamente se encontraban entre campesinos iletrados en México eran fundamentalmente lexicológicos. Vocabulario. Palabras y frases hechas antiguas. Pero sólo lexicológicos. No la sintaxis, no el discurso, no el estilo. Funcionan en refranes, en dichos, en cuentos y leyendas breves, en corridos, no en novelones de mil páginas que exigen un monumental ejercicio retórico. Es decir, Guzmán no crea un nuevo lenguaje: simplemente usa arcaísmos, refranes, imitaciones del coloquialismo de los pueblerinos norteños, pero no su discurso, ni su sintaxis, que siguen siendo los propios de un Martín Luis Guzmán letrado, gustador de Galdós, Valle-Inclán y Baroja, pero sobre todo fascinado por el lenguaje rápido y contundente del periodista o del orador parlamentario del siglo XX.
         Guzmán redacta su largo monólogo iletrado y arcaizante con razonamientos de escritor modernísimo, lógico, conocedor, hábil, polemista. Es capaz de seguir una idea por el laberinto de frases subordinadas a otras frases subordinadas... a veces hasta la tercera o cuarta potencia. Triunfa en una espléndida economía de verbos y adjetivos. Brilla en la preparación y la selección de la expresión justa. Desconoce el fárrago, el tanteo, el balbuceo, las frases confusas o rotas, la mente desorganizada, las dudas. ¡Cuánta claridad del Valle de México va a dar a las sierras norteñas; cuánta álgebra y geometría distinguen la expresión de Villa!
         Guzmán calibra un adverbio sonoro como José María Velasco introduce en el lugar exacto una pequeña pincelada de color vivo en un conjunto ocre. Jamás se aparta de Aristóteles. Su memoria es diáfana, correcta y oportuna. Elude cacofonías, rimas, repeticiones. Evita, estilista severo, abusar del que como conjunción. Si aparece algún barbarismo, es por su regusto campestre, popular, como una cita bien sazonada. Nos vemos pues no frente a un Villa conversador, sino frente a un virtuoso de la escritura coloquial “iletrada” como género literario: un esmerado concierto “en iletrado Do coloquial mayor”. Jamás una nota desafinada o fuera de lugar. Su misma perfección lo imperfecciona.
         Tenemos pues el discurso acerado de un escritor de mente sumamente organizada, bien experimentada en las lides del pensamiento y de su expresión verbal, con magnífico entrenamiento oratorio y periodístico, con una retórica más sabia y experta que la de la mayoría de los principales literatos de su tiempo, disfrazado de espontáneo monólogo semialfabeto de un ranchero o abigeo arcaizante.
         (Sería un magnífico experimento de literatura comparada el enfrentar el largo monólogo popular de laboratorio que fabricó Guzmán, con el auténtico de Bernal Díaz del Castillo; anticipo algunos contrastes: Bernal conversa, Villa recita; Bernal habla sobre todo del mundo y de otras gentes, Villa de sí mismo; Bernal tiene sentido del humor, Villa jamás; Bernal desvaría con frecuencia, Villa siempre va al punto, con estrategia literaria inapelable; Bernal comete muchos errores de composición —para no hablar de gramática, que las ediciones modernas corrigen—, mientras que Villa, a pesar de arcaísmos y modismos populares y norteños selectos, podía darles clases de redacción incluso a los mayores prosistas de 1936 en México, como Reyes y Novo; Bernal es nebuloso, Villa diáfano; Bernal duda a ratos, Villa nunca; Bernal es pasional y caótico, Villa resulta por el contrario “ático”, escultórico, sereno.)
         El resultado: las memorias de Villa no son verosímiles dramáticamente como tales. No reconocemos en ellas, en conjunto, ni siquiera en largas tiradas, a su personaje —histórico o mítico—, sino al ensayista Guzmán. Su mano de escritor siempre es visible. Digamos que el gran suspenso de todo el libro sería: ¿y ahora qué nuevo recurso inventará Guzmán para sonar como Villa? No inventa nuevos recursos. Son los mismos desde las primeras páginas. Prosigue el concierto virtuosista con los mismos elementos iniciales. Nunca suena mal, pero siempre estamos oyendo el mismo disco, una y otra vez, hasta la página mil.

V      
Si a esto se añade que Villa, por razones de honra y altivez heroicas, elude dramatizarse, quejarse, desahogarse o ensalzarse y cuenta su vida con distancia olímpica, como si en realidad nada importante hubiese hecho, más que la hazaña moral de servir lealmente a Madero y a su patria de desprotegidos, y vengar a los humillados; que no colorea ni enfatiza sus episodios, comprendemos la tremenda grisura de este largo monólogo inconvincente. No suena a Villa, sino a un actor letrado que recita tras su máscara, cuando dice, por ejemplo:
         “Aquella casa, que hoy es mi propiedad, y que he mandado edificar de nuevo, aunque modestamente, no la cambiaría yo por el más elegante de los palacios. Allí tuve mis primeras pláticas con Abraham González, ahora mártir de la democracia. Ahí oí su voz invitándome a la Revolución que debíamos hacer en beneficio de los derechos del pueblo, ultrajados por la tiranía y por los ricos. Allí comprendí una noche cómo el pleito que desde años atrás había yo entablado con todos los que explotaban a los pobres, contra los que nos perseguían, y nos deshonraban, y amancillaban nuestras hermanas y nuestras hijas, podía servir para algo bueno en beneficio de los perseguidos y humillados como yo, y no sólo para andar echando balazos en defensa de la vida, y la libertad, y la honra. Allí sentí de pronto que las zozobras y los odios amontonados en mi alma durante tantos años de luchar y de sufrir se mudaban en la creencia de que aquel mal tan grande podía acabarse, y eran como una fuerza, como una voluntad para conseguir el remedio de nuestras penalidades, a cambio, si así lo gobernaba el destino, de la sangre y la vida. Allí entendí, sin que nadie me lo explicara, pues a nosotros los pobres nadie nos explica las cosas, cómo eso que nombran patria, y que para mí no había sido hasta entonces más que un amargo cariño por los campos, las quebradas y los montes donde me ocultaba, y un fuerte rencor contra casi todo lo demás, porque casi todo lo demás estaba sólo para los perseguidores, podía trocarse en el constante motivo de nuestras mejores acciones y en el objeto amoroso de nuestros sentimientos. Allí aprendí por primera vez el nombre de Francisco I. Madero. Allí aprendí a quererlo y reverenciarlo, pues venía con él su fe inquebrantable, y nos traía su luminoso Plan de San Luis, y nos mostraba su ansia de luchar, siendo él un rico, por nosotros los pobres y oprimidos”.
         Tres o cuatro arcaísmos léxicos aparte, se trata de un párrafo ejemplar de oratoria moderna (la secuencia retórica “Allí...”, que incrementa su intensidad hasta el clímax de aplausos en el Congreso), de complicada sintaxis, de arisca poesía (“eso que nombran patria, y que para mí no había sido hasta entonces más que un amargo cariño por los campos”, que se parece al Borges que declara su amor por Buenos Aires, etcétera). Pero tampoco suena al Guzmán, ya lírico, ya macabro, ya caricaturesco, siempre expresionista, de El águila y la serpiente y de La sombra del caudillo.
         No es de asombrar que las Memorias de Pancho Villa desilusionaran, aburrieran, fueran abandonadas por el lector en los primeros capítulos, ni que durante décadas se haya tenido tan poco qué comentar sobre ellas. (¡Años de intimidatorios librotes tan admirados como poco leídos o comentados: los Episodios nacionales de Salado Álvarez; la Estética para no hablar de la Ética, la Lógica, la Metafísica, la Todología (sí: la teoría del todo) de Vasconcelos; del Deslinde de Reyes!) Reiteraciones, monotonía, grisura; un monólogo heroico letrado y complejo, decorado a ratos de arcaísmos y modismos populares y norteños encontramos en las Memorias de Pancho Villa.
         Pero se trata a la vez de una obra trabajada, ardua, ambiciosa: una especie de biografía de la Revolución Mexicana. Impresiona. Es difícil, de cualquier manera, dejar de respetarla, de admirarla. Debajo de la corriente monótona del fluir de una vida entre batallas y peripecias en despoblado, reiteradas en espiral, desarrolla un amplio proyecto épico, mítico, que acaso explica —si no justifica— su vasta extensión. No en balde Guzmán fue celebrado —acaso por Alfonso Reyes, antes que por nadie— como “escritor romano”, del tipo de Plutarco.
         Valle-Inclán señaló tempranamente en El águila y la serpiente, que se trataba de escenas, sí, violentas, brutales, pero a la vez profundamente edificantes, en su perfil “estoico”. Digamos que en Las memorias de Pancho Villa, lo que Guzmán está litigando, para lo que necesitó mil páginas y acaso le faltó espacio, es la ética de la Revolución, su alma moral: el perfil filosófico de sus héroes, la identidad del pueblo revolucionario o revolucionado.
         Esto en los años treinta, antes de que apareciera la bizantina historiografía de los profesores y researchers, cuando toda la discusión sobre ese inabarcable conjunto de hechos y de ideas que llamamos Revolución Mexicana era pura y felizmente ideológica, autobiográfica, política (Vasconcelos, Cabrera, Sotelo Inclán); antes de convertirse en la espantable y babélica momia académica del Colegio de México (Colmex Hall) y sus industrializados historiadores —pero jamás escritores— más bien catrinescos (y, desde luego, cantinflescos).
         Guzmán estaba luchando por su Revolución Mexicana contra la Revolución Mexicana de sus adversarios, bajo el pretexto de estudiar a Pancho Villa, cuando las cenizas de todos los muertos todavía humeaban. Se trata de un escritor diverso del de El águila y la serpiente y La sombra del caudillo, tan ácidas, tan desengañadas, tan oscuras y sangrientas (tan pre-revueltianas). Ahora es sereno, clásico.  Orozco se está convirtiendo en Rivera; los monotes fársicos y sanguinarios, en murales nobles, idealizados...
        
VI
Se diría que en las Memorias de Pancho Villa, siguiendo la tradición revolucionaria de “la paz creada por el guerrero” y “la civilización parida por la barbarie”, Martín Luis Guzmán —ya no el narrador expresionista de antes, sino “ático”, “latino”, clásico—, nos cuenta, como Plutarco, la historia de los grandes héroes primitivos del tipo de Hércules o de Teseo, que han fundado una nueva nación, una civilización optimista.
         Toda la moraleja del libro sería esta:
         —No se espanten de Villa, ese protohéroe más que superhéroe, ese héroe raigal, como no nos espantamos de los primitivos héroes que fundaron las ciudades de Grecia y Roma. Todo Hércules es así; de esta manera, y de ninguna otra, se limpian los Establos de Augias. Esos bárbaros civilizadores son profundamente éticos, aunque sus excesos de guerra, sangre y amores, naturales en un fundador primitivo, revuelvan nuestros estómagos de pacíficos civilizados (es lo que opinaba Racine de Teseo, en Fedra). Hay que beber inspiración moral en Villa: las fuentes originales de la moral social.
         La nación debía aprender en Villa, no sólo sus hechos, sino su alma. Tenía en consecuencia que hablar mucho, para que su enseñanza ética lo permeara todo. Sus enseñanzas son las conocidas como filosofía natural: valor, arrojo, lealtad; instintos y reflejos primitivos, físicos, hacia el bien o hacia el mal, claramente contrastados; espontaneidad, inocencia; aborrecimiento del poderoso, alabanza del abajado; inteligencia intuitiva, habilidad física, caridad, amistad, furia, control de sí; desprecio de la vida, del dolor, de las miserias y penurias propias; nobleza de ánimo, arrogancia frente la adversidad, la enfermedad, la muerte; altiva humildad con cara al destino absurdo y trágico. (Incluso sus luchas interiores, contra sus propias furias: se niega siempre al alcohol; durante un tiempo, incluso a comer carne, para refrenar su natural iracundo; el sexo, las escasas veces que es mencionado, parece más una pesada carga masculina que un placer o un vicio: “porque es lo cierto que después de tanta cárcel ya sentía yo el vigor recreciéndose en todo mi cuerpo, y necesitaba desgastarme según es ley que se desgasten todos los hombres”.)
         No hay minucioso episodio de su vida, que el Villa de Guzmán no califique con un refrán o con un aforismo moral “estoico” (aburre que cada pasaje sea coronado por una moraleja filosófica). ¿De dónde habrá sacado tanto Epicteto, tanto Séneca, tanto Marco Aurelio? Y su ética aparece tanto más esencial, cuanto que pretende presentarse como brusca y silvestre, no aprendida ni cultivada; se diría que llano sentido común:
         “De todo el oro salido de los pilares del Banco Minero de Chihuahua yo no había cogido ni una sola moneda para mí.  Es lo cierto, además, que yo no la quería coger. Porque estaba yo viendo que ya muchos hombres revolucionarios empezaban a desviarse del sentimiento de la verdadera lucha del pueblo, y que algunos consideraban aquella lucha, que era la pelea de los pobres contra la injusticia y la miseria, como el buen azar de su vida para encontrar riquezas y atesorarlas. Y reflexionaba que aquél era un mal camino, y que había que enmendarlo con otros ejemplos, y que yo, Pancho Villa, y los otros jefes principales que mandábamos los ejércitos de la Revolución, teníamos el deber de mostrar a todos nuestro desinterés, para que nuestro movimiento por la libertad y la justicia no se enturbiara”.
         Se respira una como ceremonia de consagración de un héroe en este libro solemne, adusto. Más que griego o romano, en su voluntarismo épico, suena a las exaltaciones heroicas del siglo XVII en Francia: Corneille y Racine celebraban de tal modo a sus civilizadores bárbaros, al Cid, a Teseo. Suenan a pulidos alejandrinos clásicos los párrafos del norteño semialfabeto.
         Así, héroe trágico, reflexiona que su premio por ganar para Madero Ciudad Juárez, fue ser destituido de sus tropas, víctima de una intriga de Pascual Orozco; y luego, su salario por vencer la rebelión de éste contra Madero, el sufrir prisión en el Distrito Federal por una intriga de Victoriano Huerta. (El premio por ganar la batalla de Zacatecas sería ¡que ascendieran, por encima de él, a sus rivales!, como Pablo González y Obregón, que no habían ganado nada equivalente.)
         Aún más: piensa que si su azarosa vida comenzó al rebelarse contra la prepotencia de un hacendado que quería robarle a su hermana, por lo menos entonces, en la mala justicia porfirista, sus enemigos no habían podido meterlo a la cárcel, en la que estaba ahora, preso y con riesgo de su vida en manos precisamente de los amigos y correligionarios, a quienes él, con sus hazañas guerreras, había llevado al poder.
         Se impacienta con el juez que lo acosa con interrogatorios en la Penitenciaría, a fin de fundamentar alguno de los múltiples cargos que se le han levantado, por órdenes de Victoriano Huerta:
         “Creo yo, señor juez, que ya van siendo demasiadas preguntas tocante a esos delitos. Usted sabe de sobra que no existió la insubordinación ni que sea verdad que yo desobedeciera. ¿En qué lo mortifico yo a usted para que de este modo trate de comprometerme? ¿Es usted representante de la justicia o amigo de mis enemigos? Porque yo no reclamo su favor, señor juez, ni el del Gobierno, ni el de nadie, pero sí exijo la justicia que se me debe.  Y me parece a mí que con sus providencias, usted, que es hombre de honor, está manchándome a mí, que también soy hombre honrado, y eso resultará un día en desdoro de su persona.
         “Oyendo aquellas palabras mías, y mirándome de manera que yo conocí la verdad de su ánimo, me respondió él:
         “Amigo Villa, no sabe usted cuánto deploro que su causa haya venido a mis manos.
         “Yo le dije:
         “Pues no lo deplore, señor. Siendo un hombre honrado, limítese al cumplimiento del deber.  Creo yo que la justicia, como la guerra, ha de guardar horas amargas para quienes la hacen. Cuando así sea, el amargor de la vida no está en perder con los actos de la autoridad o de las armas, sino en perder mal, es decir, en perder sintiendo la desazón de ánimo que sufrimos delante del deber no cumplido.
         “Pero como yo comprendiera, por aquellas palabras del juez, que muchas influencias ocultas se movían en mi contra, decidí, lleno de tristeza, no volver a declarar. Es decir, que renuncié a defenderme. Pensaba que acaso se cobijara en mi destino que yo, que no había sucumbido bajo las balas de la tiranía ni en los combates de la guerra, hallara mi perdición abandonado a la nombrada justicia de ahora, que era igual a la de siempre.
         “Lo que me dolía mucho era la ingratitud" (1).

VII
Acaso en sus primeras ediciones las Memorias de Pancho Villa cumplieron un objetivo del que ha sido relevado: constituirse en la voz histórica de Villa. Muchos historiadores, de entonces a la fecha, han rastreado todo tipo de archivos y de informantes, para construir una visión “científica”, académica, “objetiva”, que suele serle desfavorable, sobre todo en los aspectos éticos de bandolero mesiánico, de bárbaro civilizador, de alma bruscamente pura. Sufren las Memorias de Pancho Villa este fracaso actual como documento histórico, y quedan incómodamente relegadas, se diría que casi refugiadas, en el anaquel literario y novelesco.
         Ya sabemos que para los historiadores revisionistas de los últimos lustros, la Revolución “no ocurrió jamás”, sino una conjunción de desórdenes y revueltas sin afinidad alguna, unidos sólo en los viejos libros oficialistas por su casual coincidencia cronológica. Los historiadores revisionistas jamás tomarán en serio —acaso llevados por rigor académico, pero también por un esnobismo modernizante y por un claro sesgo ideológico— la escueta definición de Villa: “la pelea de los pobres contra la injusticia y la miseria”. De este modo, el libro de Guzmán ha pasado de moda en cuanto explicación histórica.
         Y hay algunos reparos que, en efecto, se le pueden formular como estudio histórico a las Memorias de Pancho Villa. Hay incongruencias políticas, como el escabroso papel que muchas veces jugó Villa en su tiempo (por ejemplo, su aprobación de la invasión norteamericana a Veracruz), y que Guzmán resuelve desde la perspectiva ulterior de los años treinta, con habilidad jurídica y retórica, siguiendo la línea liberal con que se disculpó a los reformistas del Tratado McLane-Ocampo: ¿Para qué hacer tanto ruido al respecto, si no pasó a mayores: no hubo guerra? ¡Ni la patria ni la soberanía nacional estuvieron nunca en peligro! (¿De veras, en 1914, con los norteamericanos en Veracruz, no pasaba nada: no había entonces peligro alguno?) Y ciertas alianzas, contra el carrancismo, con el viejo ejército federal.
         E incongruencias militares: v. gr. en su tiempo Villa fue acusado de sacrificar vidas humanas en abundancia, con extravagancia, para ganar las batallas difíciles —las batallas “imposibles”— a cualquier costo, cosa que a cada rato desmiente, con sola su palabra —digo, la de Guzmán— echándoles la culpa de sus desproporcionadas matanzas a la tontería o la politiquería de tal o cual jefe, a la cobardía de tales o cuales tropas, a cierto accidente, a algún azar; y no a la codicia de ganar tal tremendísima batalla pero de inmediato y cueste lo que cueste. Dedica más tiempo a disculparse de ello que a narrar las batallas en sí. ¿Dice la verdad? No hay modo de probarlo muchas veces. ¿Sostenía Villa eso en vida, en todos los casos? Otros testigos ofrecen versiones diferentes, y de cualquier modo todos los testigos de la época eran voces interesadas, comprometidas y deformadas por el sesgo de su posición personal o partidaria. Dicen que Villa solía ser prepotente, arbitrario y furibundo también cuando hablaba. Sólo en estas “memorias” lo tenemos imperturbablemente sereno, ponderado, justificatorio, siempre a la defensiva. Sólo aquí es Thésée.
         No hay fuentes sólidas para gran parte de su discurso. ¿Por qué vamos a creerle a Guzmán —sin pruebas— que Villa dijera tanta cosa: mil páginas? A veces decididamente no se le puede creer. Me consta que Guzmán, como historiador, fue por lo menos una vez un narrador tramposo; que llevó el agua a su molino; que usó a Villa para sus propios propósitos, incluso deshonestamente.
         El ejemplo que me consta: a partir de rivalidades literario-políticas y de cierto lío de faldas, narrado por Vasconcelos en La tormenta, surgió entre ambos escritores, grandes amigos de juventud, una animosidad furibunda, que se trasladó a sus escritos. Vasconcelos se burla abiertamente de Guzmán como intelectualillo y rivalucho de amores, pero honradamente, bajo su propia firma; éste, más alevoso, hace que Villa acuse a Vasconcelos de cobarde, de adulador, de orate (“lo había yo visto fallo de modos de cordura en todo aquel cúmulo de sus palabras”), de traidor ¡a Villa! (Vasconcelos nunca fue villista), y de abogaducho ratero desde los tiempos del maderismo. Ahora bien: no hay prueba alguna de que Villa (quien pudo, desde luego, expresarse mal de él en privado alguna vez, aunque tuvieron también sus épocas de amistad) lo haya acusado precisamente de tales cosas (2).
         Sospecho que muchas malquerencias de Guzmán se ven infamadas por este Villa literario, quien acaso también se ve en este libro obligado a ennoblecer, el pobre, algunas tendencias, situaciones y perfiles que no le gustaban tanto en la vida real, o que ni siquiera conoció bien, pero en las que Guzmán tenía puesto su cariño, su pasión política u otros intereses. Por ejemplo, su jacobinismo.
         Es curioso el ateísmo jacobino de este Villa, tan parecido al de Guzmán y al de su padre, el integérrimo coronel don Martín Luis Guzmán Rendón (a ratos sospecho que Guzmán está hablando “en mármol” de su padre idolatrado, también militar, más que del silvestre Doroteo Arango). Pero éstos eran liberales cultísimos, venían de Voltaire y del positivismo; tenían una sólida construcción ideológica, casi una religión al revés (“Estar cerca de Dios” —considerado a la manera deísta, como ser abstracto—, “y lejos de sus ministros”), que les permitía plantarse metódicamente en un mundo sin Dios (Cf. Necesidad de cumplir las leyes de Reforma). Pero Villa, que no estaba lleno de filósofos ni de poetas, ¿por qué habría de ser integralmente ateo y jacobino? ¿De veras lo era? ¿No se trataría de que simplemente no pensaba mucho en eso, ocupado como estaba de sus propias acciones? Puede haber matacuras espontáneos en días de guerra, pero un verdadero ateo liberal, sistemático, es cosa de mucho estudio, de difíciles reflexiones. Bueno: el Villa de Guzmán resulta el gran héroe moderno que no consiguieron Dostoyevski ni Nietszche: el gran hombre sin Dios, el único héroe al que Dios jamás le hizo ninguna falta. Me gusta desde luego este Villa-sin-Dios, pero dudo que en la realidad haya sido, de veras, posible tanta belleza. El jacobinismo era la idea fija de Guzmán, más que de Villa.

VIII  
Por otra parte, la gran tragedia de Villa —ahí sí un asunto para Sófocles— no se desarrolla dramáticamente en las Memorias, sólo se registra en detalles. Invariablemente el guerrero heroico es incomprendido y victimado precisamente por sus superiores civilizados, llámense Madero, Huerta o Carranza; inevitablemente se ve (en el libro de Guzmán) temido, aborrecido, injuriado y execrado por el mismo pueblo que está redimiendo. Incluso por sus amigos, por su mujer. Siente ese odio aun en la muchedumbre que lo aclama en las calles, cuando entra victorioso a tal o cual ciudad. Los hombres a quienes fusila, piden como último deseo el poder mentarle la madre en el paredón; cosa a la que él generosamente accede. Ciertamente concita la euforia de sus dorados y un entusiasmo legendario, pero episódico, mientras que el horror a esta “bestia de la Revolución”, el salvaje, el enorme homicida, el violador, el saqueador, el bárbaro, se cierne espeso sobre él en todo momento. Y cuando llegan las grandes desavenencias de la Convención de Aguascalientes, Carranza, González y Obregón lo insultan públicamente con tintas, cargos y conceptos más infamantes de los que habían dedicado a Porfirio Díaz, Victoriano Huerta o Pascual Orozco. Sólo Zapata llega a ser tan formalmente insultado y acusado de tantos horrores y crímenes como Villa.
         Su sombra de criminal, que no de redentor, fue siempre mayor que la de otros generales, salvo acaso Zapata. Gran tragedia considerarse paladín del bien, y ser ampliamente temido u odiado como todo lo contrario. A tal incomprensión o enrevesamiento de su figura suele contestar estoicamente. Es parte de su destino el verse invariablemente incomprendido o desfigurado por los ricos, los políticos, los letrados, los extranjeros. Sólo él sabe su verdad. Nadie más. Ni siquiera un Dios, al que nunca menciona. Otro infierno heroico que le está destinado: ser el conocedor solitario de su virtud y de su verdad esenciales. El hombre más solo sobre el mapa; y como no hay Dios, sobre todo el universo. A diferencia de Zapata, no cuenta con una base étnica ni regional en la cual arraigarse, como en una familia; su grupo es vasto, desasido y móvil: desarrapados, aventureros, intelectuales jacobinos dispersos. Y siempre, un grupo castrense. Sólo en plena batalla ve Villa a “los suyos”; después de las batallas, se le pierden y disgregan. Qué soledad del guerrero fuera de sus batallas.
         Apenas señala la amarga injusticia de que los “civiles”, a la manera Carranza y los “políticos chocolateros” de su corte, queden como almas puras sólo porque a ellos no les toca físicamente matar a nadie, ni conseguir con sus propias manos el dinero y las riquezas que necesitan los ejércitos; sólo ordenan que los guerreros maten, destruyan, saqueen y tomen violentamente (para aquéllos) las riquezas, y que además de las fatigas y riesgos de las batallas, carguen con las culpas de sangre, destrucción y saqueo. Tanto mata el que manda bombardear y fusilar, como el pobre soldado que obedece, bombardea y fusila, dice.
         “—Muchachito, no lucha nada el señor Carranza. Él sólo pasa a lo barrido, mientras nosotros nos morimos o nos desangramos, y aprovecha nuestra sangre en beneficio de sus hombres favorecidos y de los panoramas políticos que se forja para cuando nuestra causa termine”.
         Pero en fin, más allá los aspectos militares y políticos que pueden consultarse en otros libros sobre el villismo, este interminable monólogo heroico de las Memorias de Pancho Villa, sin embargo, deja asomar a ratos, si bien de manera adusta y ceremoniosa, el carácter, los nervios, la cotidianeidad y la verosimilitud humana —quiero decir apeada de su solemne pedestal de Centauro del Norte—, en episodios memorables.
         Recuerdo en este sentido, el de un Villa más cotidiano, dramático, novelesco o anecdótico del que se conoce a través de otras fuentes, algunos pasajes. Del primer tomo, “El hombre y sus armas”, que llega a la muerte de Madero: su juventud errante de abigeo entre los montes, matando reses para traficar con la carne seca, y la tribulación en sus cárceles capitalinas, cuando debió sobreponerse a lo que parecía su fracaso definitivo y su inminente ejecución, sólo apoyado por la lectura de ¡Los tres mosqueteros!
         Del segundo tomo, “Campos de batalla”, donde narra su campaña contra Victoriano Huerta hasta la complicada toma de Torreón (segunda vez, la grande), asombra su sorpresa al encontrarse desvalijado por su propia esposa, Juana Torres, la bandida del bandido: el alguacil alguacilado.
         En el tercer tomo, “Panoramas políticos”, el del gran Villa, el del supergeneral revolucionario triunfador que va cosechando plazas, de la toma de Torreón a la de Zacatecas, se contraponen dos historias o corrientes antagónicas: el crescendo militar glorioso, y el tono patético bajo la superficie: los signos furtivos, pero insistentes, de que su suerte ya ha sido echada, y perdida; que Carranza ha decidido su ruina, para que no los estorbe ni a él ni a sus generales, como Obregón y Pablo González; y que sus verdaderos enemigos son ya su jefe y sus propios compañeros revolucionarios.
         Sabe que cada victoria, y con mayor profundidad cuanto más espectacular sea, suma en su contra. Asciende su colosal montaña de triunfos rumbo a su propia ruina. Entre tanto procura divertirse: se deja agasajar por los catrines, y les pone un buen hasta aquí, en Saltillo, a los jesuitas y los curas extranjeros.    
         En el cuarto tomo, “La causa del pobre”, se relatan sus desavenencias con Carranza hasta la Convención de Aguascalientes, y vemos que en dos ocasiones tiene a Obregón en su poder, metido en su trampa: cosa de fusilarlo y ya. Como un gran gato vacilante deja las dos veces escapar al ratón. Se le diría fascinado, como ante un presentimiento caótico, por la mirada de su futuro verdugo. Y su gran orfandad fuera del campo de batalla, en los laberintos civiles de oradores y leguleyos de la Convención de Aguascalientes.

IX     
El quinto tomo, curiosamente titulado “Las adversidades del bien”, parte de la ocupación de la Ciudad de México por las tropas de la Convención a las desastrosas batallas de Celaya y a la víspera de la de León. Es la crónica de su derrota militar y política en manos de los carrancistas, especialmente del general Obregón. Como en una obra clásica, el héroe empieza a perder la razón antes de caer físicamente. Explica en mitad de sus desastrosos asedios a Celaya:
         “Puedo perder la batalla, sí, señores, y otras muchas que le presente a Obregón, mas vivan seguros que con una sola que le gane se salvará la causa del pueblo, y que ninguna le ganaré si espero dominarlo con la superioridad de mis recursos, no con el valor y la furia de mis hombres... Y me oían ellos [los otros generales] quitando de sobre mí sus ojos, como para significarme que no me entendían en mi razón”.
         Y luego, antes de la batalla de León, cuando Felipe Ángeles le explica que carecen de tropas y municiones para tomar la delantera, y que les conviene más retroceder a Aguascalientes y seguir ante Obregón una estrategia defensiva:
         “—Señor general... piense que todos los moradores de León y Silao me guardan su fe. Si después de los cuatro o cinco días que ya llevamos peleando me retiro de frente al enemigo y me encierro aquí, según usted me aconseja, ¿quién levanta luego el ánimo de estas tropas, que todavía tienen la herida de lo que les aconteció en Celaya?... ¿Qué quedará de ellas si yo mismo les inculco, encima el quebranto que traen, la idea de que ya sólo pueden defenderse, y que si fracasan en su defensa ya no les queda más que rendirse o dispersarse? ¿Qué ayuda recibiré del pueblo que me sigue si mi conducta le hace pensar que por haberme derrotado una vez Álvaro Obregón, ya no soy el hombre revolucionario que sale al encuentro del enemigo, sino el militar que teme la derrota porque sólo cuenta con sus armas, y que por eso se atrinchera? Yo soy un hombre que vino al mundo para atacar, señor general Ángeles, aunque no siempre mis ataques me deparen la victoria; y si por atacar hoy, me derrotan, atacando mañana, ganaré”.
         El enemigo se va apoderando de él primero por dentro: se debate entre desastres que súbitamente se multiplican; la fortuna le da la espalda, y él increpa a la fortuna; su fuerza ya es sobre todo un delirio, una idea fija, una fe ciega en su propia estrella, a la que debe seguir incluso al abismo.
         Aumentan sus caprichos (v.g. para vengarse del desaire de una mesera, secuestra a la gerente francesa del hotel; para evitarse entonces las reclamaciones del cónsul francés, quiere comprar todo el hotel con la moneda que él mismo emite); sus crueldades (“castiga” con el tiro de gracia a un compañero, y arroja el cadáver desde el tren en marcha) y sus desmesuras: se erige en autoridad civil, nombra ministros, emite rapidísimos decretos ultras, trata de imponer a las potencias extranjeras todo un nuevo derecho internacional. Aumentan sus problemas fronterizos con los Estados Unidos, país que antes lo favorecía y ahora le obstaculiza los suministros militares. Los más leales lugartenientes de Villa empiezan a ser derrotados, se pasan al enemigo, o se esfuman (3). Al sur, Emiliano Zapata parece “amilanado y sin acción” (sus simpatías por el zapatismo son meramente morales y estratégicas; Villa no respeta a Zapata como militar). La capital padece el desabasto y los rigores de todos los contendientes.
         En el estilo de las Memorias poco se nota de este cambio: el monólogo sigue siendo fundamentalmente contenido, tranquilo, ex-cathedra, “ático”, salvo que los momentos de ira y de melancolía se hacen más frecuentes. Y el asombro, casi la incredulidad, ante la suerte y el poder del enemigo, y la mala suerte y las desventuras propias. ¿Cómo es que el triunfo, mi compañero de siempre, me abandona de pronto?
         Desde el punto de vista de un poema épico, se trata de la rapsodia del héroe en su final batalla suicida contra el destino fatal. Un Villa tan fascinado ahora ante a su abismo, como en otro tiempo frente su alta estrella.
         Guzmán es lo suficientemente cariñoso con Villa como para no hacerle contar sus memorias de los últimos ocho años infaustos. Se le ahorran el dolor y la pena que contarnos cómo es derrotado nuevamente por Obregón en el Bajío, y cómo también lo humilla Calles, en Agua Prieta; cómo se disuelve su amada y brillante División del Norte; cómo los Estados Unidos apoyan a sus enemigos y le congelan el dinero que tenía en el banco de Columbus. No pasa el trago amargo de narrar él mismo su demente fanfarronada de invadir aquel inerme pueblito norteamericano, ni la expedición militar norteamericana de Pershing, que se introduce en territorio nacional para perseguirlo (en vano).
         Guzmán le evita a su Villa la amargura de contarnos cómo debió regresar a su punto de partida, de fugitivo guerrillero lugareño, en Chihuahua. No tiene que narrarnos cómo se acogió humildemente a una amnistía y aceptó una merced de sus enemigos —la hacienda Canutillo— , para convertirse en un efímero hacendado relativamente filantrópico. Ni cómo quiso volver a pelearse con Obregón y Calles, apoyando a Adolfo de la Huerta. Ni, claro, su asesinato en Hidalgo del Parral, en 1923.
         Guzmán suspende su relato en el Bajío, la víspera de la batalla de León. Lo deja todavía montado en su caballo y dueño de sus ferrocarriles, en un imposible suspense voluntarista: ¿Se recobrará Villa? ¿Volverá y repetirá sus triunfos? La historia real nos dice que no. Pero el libro deja el relato abierto. De cualquier manera, es un jinete todavía entero rumbo a su abismo.
         Las Memorias de Pancho Villa no contienen una sola cita de un corrido villista; ellas son el gran corrido prosístico en alabanza de Villa, de unas mil cuartillas de longitud. Ningún otro héroe revolucionario recibió semejante homenaje de la literatura (un homenaje multiplicador, pues a partir de los libros de Guzmán siguieron publicándose relatos villistas hasta los años setenta.)
———
NOTAS:
(1) Este Villa de Plutarco y de Racine, este Villa de mármol, agradó a la familia del jefe de la División del Norte. Su hijo Hipólito Villa Rentería escribió el siguiente pésame a la muerte del escritor (Tiempo, 3 de enero de 1977, p. 11): “En sus Memorias de Pancho Villa, Martín Luis Guzmán se aferra naturalmente a la verdad: no creo que la verdad pueda ser de otra manera. Se apega históricamente en el relato que hace. Tuve la suerte de conocerlo; cuando era niño, mi madre Austreberta le entregó todos los documentos del archivo de mi padre, que Martín Luis Guzmán trabajó con su gran calidad de escritor, utilizando el lenguaje de nuestro pueblo. En lo personal, pienso que era un hombre muy humano, con un pensamiento siempre abierto para actualizar situaciones. La familia Villa pasa realmente momentos de dolor”.
(2) Ni desde luego de que Vasconcelos fuera culpable de ellas: tuvo sobrados enemigos gubernamentales durante décadas, que le levantaron todo tipo de cargos, pero nunca el de andarles robando dinero a los presos por homicidio, con el señuelo de conseguirles la libertad mediante turbias influencias políticas. Su supuesto acusador, aparte de un Martín Luis Guzmán travestido en Villa para este efecto, sería un hampón excéntrico —zapatista ¡en Sinaloa!—, que había sido procesado por asesinato tanto en tiempos de Díaz como en los de Madero; fue asesinado en 1919, en un ajuste de cuentas, por un coronel-diputado en la pastelería El Globo: Juan Banderas, “el Agachado”.
         Sin embargo, en 1973 me encontré en La revolución interrumpida, de Adolfo Gilly, que la digamos travesura o venganza “literaria” de Guzmán era asumida por el historiador como “hecho histórico” inobjetable, establecido por las tropas de la Revolución —¡el Agachado!— y sancionado al pie de la letra por el propio Villa en sus “memorias” (Cf. Libro V, Cap. VIII-X), lo que además le permitía a Gilly tragarse con todo y pelos el hamponesco fariseísmo del “Agachado” —había que liquidar a Vasconcelos desde 1914 para que no fuese a pervertir a los niños con escuelas para ladrones—, y pontificar contra su gestión educativa de los años veinte como obra deleznable de un gángster farisaico.
         Estaba yo trabajando en mi libro Se llamaba Vasconcelos, y perdí varios meses en 1974 buscando cómo documentar tales escandalosos “datos” de Villa (del “Agachado”, más bien, pues Villa ni siquiera dice haberlos investigado), sólo para encontrar que carecían de todo fundamento.
         Los rencores del gran novelista eran muy cosa suya, ¡pero no había derecho de ponerlos en boca de Villa y hacerme perder tanto tiempo con ese embuste! ¿Y cómo Gilly dio valor de documento histórico a una obra novelesca?
(3) El propio Martín Luis Guzmán —él sí con engaños— huyó a los Estados Unidos. Curiosa lógica: Guzmán hace que Villa califique a Vasconcelos de cobarde y traidor por haber huido, ante la ruina del gobierno convencionista, ¡unos cuantos días antes que hiciera otro tanto el propio Martín Luis! Sólo que Vasconcelos no era villista, sino aliado del expresidente Eulalio Gutiérrez, también fugitivo, mientras que Guzmán acababa de ser nombrado secretario particular de Villa. Quien sí traicionó a su patrón entonces fue el propio Guzmán (L. V, Cap. XIII).


2) EL ÚLTIMO DE LOS JACOBINOS
por José Joaquín Blanco


En octubre de 1945 el escritor Martín Luis Guzmán descubrió que estaba cambiando en México el significado de la palabra “tolerancia”.  Hasta entonces, por tolerancia se había entendido sobre todo una obligación del poderoso y de la autoridad con respecto a los débiles: que la religión mayoritaria tolerase otros cultos, y que el partido en el gobierno tolerase otras ideologías.
         Ahora  resultaba lo contrario: los librepensadores, los miembros de religiones minoritarias y los católicos civilizados y secularizados, debían “tolerar” el agresivo regreso del clero político por todos sus fueros, con pretexto del 50 aniversario de la coronación de la Virgen de Guadalupe. Protestar por los excesos del clero político era ser “intolerante”, así como exigir que se cumpliera la Constitución en materia de cultos (Salinas la reformó medio siglo después); había que “tolerar” que se la violara flagrantemente.
         Los antecedentes venían preparando el retorno del clero a la escena política. La persecución callista a la Iglesia fue a largo plazo una tremenda derrota para las políticas seculares del Estado, pues las Leyes de Reforma quedaron caricaturizadas e infamadas por ella. Tocó a los presidentes Cárdenas y Ávila Camacho reconciliarse con el clero, haciendo concesiones “tolerantes”, es decir, por debajo de la mesa y fuera de la ley. Ahí empezó a modificarse el término “tolerancia”. Era lo ilegal, como muchos taxis, pero “tolerado”.
         La Iglesia aceptó esas “tolerancias” durante unos años y luego decidió que le resultaban insuficientes; encontró, al final de la guerra, un gran argumento y una buena oportunidad. El gran argumento: la Iglesia Católica era una efectiva aliada contra el comunismo. La buena oportunidad: el 50º centenario de la coronación de la Virgen de Guadalupe. Todo ello exacerbado por los rencores que había dejado en ciertos sectores la política izquierdista del presidente Cárdenas.
         El papa Pío XII mandó a tal celebración un enviado especial, un cardenal canadiense, quien fue escoltado desafiantemente desde la frontera con los Estados Unidos por miles de automóviles, como si fuera un líder político. La primera procesión pro-clerical motorizada. Llegaron arzobispos y obispos españoles y latinoamericanos, importando masivamente el franquismo como ariete contra la amenaza roja (y contra su “imitación local” de la Revolución Mexicana). El clero sacó a relucir sus hábitos; se hicieron actos no autorizados de culto externo; la corona de la Virgen de Guadalupe fue celebrada al són de la Marcha Real de la monarquía española (como no había rey en España, era la marcha de Franco).
         Martín Luis Guzmán dio la voz de alarma en su habitualmente moderada revista Tiempo; recordó las razones y la historia de la Leyes de Reforma y por qué habían sido incorporadas a la Constitución de 1857 y refrendadas por la de 1917, y aprovechó para recordar a Voltaire a propósito de las ideas y la historia de la Iglesia. ¿Tendrán sólo interés arqueológico sus palabras? Algunos ejemplos:
         * “Si alguien me preguntara por qué, después de todo, no hemos de aceptar el régimen de conciencia restringida, interpretada y administrada por la Iglesia Católica, le contestaría yo: porque en eso no hay ni un fulgor de la verdadera conciencia, la cual, para subsistir, no consiente ni la más pequeña enajenación. Y agregaría que, por la fuerza de sus propios estatutos, la Iglesia Católica no puede menos de mediatizar a cuanto hombre libre se le somete, mediatizarlo como sólo lo hacen los totalitarismos, puesto que totalitaria es, por definición, la Iglesia Católica”...
         * “Usando y abusando de la ‘tolerancia’ —término que, de tiempo atrás, muchos de nuestros periódicos y hombres públicos no aplicaban ya a la disposición de la Iglesia Católica a permitir la práctica de diversas religiones, sino a la disposición de nuestras autoridades a consentir que la Iglesia Católica viole las leyes de México—, durante los días 7, 8, 9, 10, 11 y 12 de octubre de 1945 el clero católico se dedicó a consumar hechos que demostraran cómo, en gran parte al menos, eran ya un mero valor entendido los artículos 5º, 24º y 130º de la Constitución Política Mexicana y las leyes reglamentarias de esos artículos. La reacción clerical hizo más: se esmeró en dar pábulo a la idolatría fanática en que se anega el cristianismo mexicano, para que éste arropase y exaltase con supuestas explosiones de auténtica religiosidad cuanto se perpetrara en detrimento de las leyes relativas al culto. Con vista a tal fin se trajeron de toda América prelados que ejercieran aquí su ministerio; se invitó a un príncipe de la Iglesia [...], se tomaron providencias para tender caravanas  hasta de diez mil automóviles, con cientos de banderas pontificias [...], se previó que los obispos y arzobispos extranjeros, despreciando la ley con toda la pompa de sus ropajes eclesiásticos, anduviesen por calles, plazas, restaurantes, vestíbulos y edificios, entre muchedumbres postradas de hinojos e inagotables en su ansia de recibir bendiciones y besar orlas moradas o de púrpura...”
         * “Fuera del ámbito de la estricta religiosidad, Tiempo considera un peligro para la paz de la nación mexicana, en lo material y en lo espiritual, la acción de la Iglesia Católica cuando a ésta se la deja libre de todo freno por parte del poder civil; pues entonces, según la historia lo ha probado reiteradamente, el catolicismo se convierte en un instrumento de predominio político y social dotado de fuerza inconstrastable, ya que sólo la Iglesia Católica puede especular con la supuesta potestad de abrir, para quienes la obedecen, y de cerrar, para quienes se le rebelan o no la siguen, las puertas del Cielo”...
         Entonces ardió Troya. La revista Tiempo recibió amenazas anónimas, la casa de Guzmán fue apedreada; la prensa y la radio del México entonces todavía “revolucionario” se revelaron casi unánimemente no sólo como clericales, sino como franquistamente clericales. La mayoría de los intelectuales y de los políticos prefirieron esconder la cabeza.
         Fue tal la presión social, periodística y política —abierta o soterrada— contra Guzmán y su revista Tiempo, que el jacobino se sintió en la necesidad de ir a hablar con el presidente Ávila Camacho a Los Pinos. El presidente oyó con atención y cordialidad las consideraciones que había tenido el gran cronista y narrador de la Revolución Mexicana para desatar su campaña de alarma contra el clero político, y dijo sibilinamente:
         —Si yo no fuera Presidente de la República, habría procedido como usted.
         Pero, desde luego, Manuel Ávila Camacho era presidente, y procedió de muy otra manera. Guzmán insinúa que había invitación o tolerancia oficiales hacia estas movilizaciones políticas de la Iglesia.
         Sin embargo, la súbita simpatía o tolerancia de la Revolución Mexicana al clericalismo de corte franquista escandalizó a muchos miles de lectores —el escrito jacobino de Guzmán, “Semana de idolatría”, silenciado por todos los periódicos importantes (El Universal, Excélsior, Novedades, La Prensa), se republicó espontáneamente como folleto a lo largo y ancho del país, por decenas de miles de ejemplares— y a varios cientos de personajes públicos, quienes se reunieron en el Restaurante Chapultepec en un acto de apoyo, en el cual se sintieron obligados a protestar contra la provocación y la beligerancia clericales hombres tan tolerantes y pacíficos como el poeta Enrique González Martínez y el músico Carlos Chávez. 
         El escritor Daniel Cosío Villegas tuvo ahí que entonar una palinodia: “Hace tiempo que coloco sobre todas [las virtudes] a la tolerancia. Y le concedo la calidad suprema en un grado tal, que nada mejor desearía yo para mi país y para el mundo.  Por desgracia [...] hace ya años, por supuesto, que el católico mexicano ha dado a sus palabras y a sus actos un tono de agresividad tan manifiesto que poco sustento quedaba al tolerante...”
         En esa cena de paga hubo mil concurrentes y veinte —¡veinte!— discursos en honor del autor de El águila y la serpiente. Pero las tres estrategias concretas del jacobino no fueron respaldadas: 
         1) Impedir que una prensa misteriosamente financiada se dedicara con sospechosa oportunidad a promover causas clericales y “antirrevolucionarias”, como poco antes lo había hecho con las nazis y fascistas; para ello Guzmán exigía que los diarios manifestaran abiertamente sus ingresos comprobables por ventas y publicidad, y que les estuviera prohibido todo tipo de financiamiento fantasma. Fracaso. 
         2) La formación de un nuevo partido, de veras juarista, como si el oficial PRM ya no lo fuera: el Partido Nacional Liberal Mexicano (PNLM); firmaron su acta constitutiva personajes como el propio Cosío Villegas y un joven catedrático de la Escuela Nacional de Jurisprudencia: Jesús Reyes Heroles, pero no llegó a mayores actividades.
         3) Un proyecto de ley que prohibiera más minuciosa y concretamente las actividades políticas del clero. Desaire del Congreso. (Hubo años después una cuarta estrategia, solitaria: la insistencia en todos los números de la revista Tiempo sobre la necesidad de controlar la natalidad, si realmente se quería mejorar la educación y el nivel de vida de la población mexicana).
         Es curiosa la actividad politico-religiosa de los años cuarenta, tan altisonante precisamente cuando Ávila Camacho ostentaba la tolerancia y la cordialidad como tono oficial de su trato con la Iglesia Católica y las minorías religiosas.
         Acaso rencorosos por la derrota de Alemania y de Italia, o sin nada mejor qué vender, algunos periódicos (Últimas Noticias, por ejemplo) y periodistas, continuaban anacrónicamente, después de “la derrota mundial” del fascismo, sus campañas nazi-clericales contra los judíos y otros refugiados e inmigrantes, a quienes acusaban de explotar a la raza de bronce en sus comercios y talleres textiles, y de formar parte de una conjura internacional para acabar con el espíritu mexicano. 
         Esta campaña también alcanzaba a los protestantes: hubo denuncias y boycot clericales-periodísticos en noviembre de 1944 ¡contra la empresa “sajona” Colgate Palmolive!, a la que se acusó de dedicarse a socavar el catolicismo nacional con el fútil pretexto de fabricar jabones y dentífricos.
        
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FUENTE: Martín Luis Guzmán: Necesidad de cumplir las Leyes de Reforma, en Obras Completas, México, FCE, 1985, t. II