ALEJANDRO MENESES: LOS AVATARES DE ÁNGELA
Con un tesón lópezvelardiano, que al mismo tiempo que rastrea los paraísos de infancia de las primas provincianas entresueña mujeres fúnebres con guantes negros, algo mágicas y delirantes, Alejandro Meneses (Altzayanca, Tlaxcala, 1960-Puebla, 2005) ha creado en Ángela y los ciegos (Cal y Arena, 2000) una historia (un racimo de historias) tan extraña como inmediata, tan fantasmagórica como cotidiana.
Por un lado, la pasión y la lujuria casi incestuosas de dos primos que se aman desde niños; por el otro, el asomo de la irrealidad, la locura, la enfermedad, el asco o la pesadilla.
Como en su libro anterior, Días extraños (1987), Meneses se aventura en una experiencia literaria radical en cuanto lenguaje y en cuanto imaginación. Una prosa exigente, ácida, armada de todas las aristas y los reflejos de la poesía simbolista y surrealista, una prosa de poeta, inventa minucias laboriosas. Sus tramas son “prodigiosos miligramos”, como diría Pellicer: casi aéreas.
Un recuerdo, una sensación, una sombra. La memoria teje laberintos de vidrio entre las sombras de sangre y bilis de la pulsión erótica.
Reconozco cierta música villaurrutiana de nocturnos insomnes o desvelados, delirantes o abismados en el pozo del sueño, en esta sucesión de encuentros y extravíos de los primos que se aman y se pierden entre cortinillas de hielo o de éter. A ratos estos nocturnos desolados se transforman en farsas y bataclanes quiméricos, o en vómitos y deyecciones.
Una escritura y una imaginación sin concesiones, como en los buenos tiempos de las vanguardias artísticas, cuando los poetas daban la espalda a la popularidad y a la rutina del mundo para perderse en la visión de instantes cuajados de misterio. La trama es la lluvia, o una tarde de lluvia, o una gota de lluvia.
Una gota de lluvia es trama suficiente: en ella se refractan con exactitud y detalle infinidad de pulsiones, terrores, emociones, sensaciones y fantasmas.
Lo que pasa en estos cuentos es sobre todo la emoción y el lenguaje de una vida renovada por sus enigmas. La prima Ángela, improbable maestra de (para) ciegos, guía a su evocador enamorado por una galería de asombros.
La realidad pierde su apariencia convencional para guiñar desde infinidad de grietas y resquicios. Los guiños resultan especialmente eróticos y oníricos. Un sueño fascinado por el que se persiguen los amantes tan desolados como hipersensibles. El mundo parece incierto; las sensaciones particulares abruman y se conciertan en una especie de náusea.
Ángela es el amor de infancia, la maga de la lluvia, el fantasma erótico de las olas, las piernas del sueño, los vahídos de un narrador que no se resuelve a saber si existe dentro o fuera de un embrujo, un conjuro, una visión. Ángela también puede ser un eco de hospital, manicomio, mastaba o espejo empañado.
El mundo se vuelve repentinamente frágil y peligroso: ¿de veras existe? Quizás sólo ocurra el soliloquio del conjuro. El lenguaje preciso y nervioso de Ángela y los ciegos configura un trance hipnótico. Todos sueñan, todo sueña, ¿existe algo fuera de ese círculo de agua, con sus imágenes fugitivas y oscilantes? Una cita:
“-¿Cómo llegué aquí?
“El doctor me mira, lejos; no siento las piernas, no sé qué hora es en Japón.
“-Como llegan los enfermos de cólera: cagados y cagando”. (“La soledad de los barcos”).
Este conjuro irreal está plenamente habitado de sensaciones carnales y cotidianas; se concentra en el hogar y escapa a vagos alrededores en calles, playas, cabarets, hospitales y hoteles.
Cierto “Cabaret para ciegos” extrema la pesadilla clásica de Ernesto Sábato: Ángela, ahora vedette, enardece el olfato y la imaginación de un público de enardecidos ciegos libertinos, cuya noche de tragos y lujuria también termina en trifulca, pero de puros palos de ciego.
Meneses va montando ciertas escenas de teatro del absurdo o de la crueldad durante la persecución erótica de los primos, y algunas equivalencias esperpénticas y desaforadas sobre la condición humana.
Una especie de barroquismo abstraccionista, acaso no remoto de la imaginería kafkiana-tropical de Juan José Arreola o Virgilio Piñera y de ciertas elaboradas irrisiones de Ionesco o Witold Gombrowicz.
Suena de cualquier modo una nota disonante, completamente ajena al modo habitual de la narrativa mexicana de las últimas décadas, tanto en la invención como en el lenguaje. La escritura de Alejandro Meneses se impone como una página aparte, algo enjundiosa y arisca, altiva y tal vez extravagante, en nuestra literatura contemporánea.
En otro momento de Ángela y los ciegos, “Sedaine ha muerto”, Meneses juega, como en un acuario escatológico y ciertamente flatulento, a los extraños laboratorios centroeuropeos de los robots y los Frankensteins, aunque pudiera referirse tan sólo al estudio de un biólogo de la universidad poblana: el mundo y los seres reales, todos miasma y podre, admiten la compañía erótica de una muñeca inflable.
Imagino este relato como un juego de estilo sobre la acidez y el podre, las humedades y excrecencias humanas; como una pieza musical sobre las variaciones de la degradación y el asco físicos. Y el vacío mental: la mente que se desgasta y pierde a cada peldaño de su escala ¿hacia dónde? ¿desde dónde?
La carne que a la vez se enciende y se aborrece a sí misma, en escenarios de decadentismo modernista, como de grabados de Ruelas y poemas de Tablada.
Los especímenes de estudio, los organismos en cultivo miasmiático parecen reflejar en su vejamen, parodia o maldición de la vida a las personas reales que asisten al entierro del científico loco, Sedaine, todas un tanto grotescas o guiñolescas en sus atuendos y perfiles universitarios.
Advierto ciertos juegos de asco y de masacre en la imaginación narrativa de Alejandro Meneses, como un circo donde los saltimbanquis lucen prodigios de tripas, excrecencias, fluidos y borgorigmos. Ya se ha dicho: “Cagados y cagando”.
A los amantes de Ángela y los ciegos les importa más extraviarse, perderse, decepcionarse, abandonarse, que realizar su amor. Viven un mundo y una atmósfera fatales, desolados, escatológicos. El libro no nos ofrece teoría alguna de por qué resultan así: tales son, sencillamente su geografía, su presión atmosférica, sus lunas, sus plantas y sus criaturas.
El primo abandonado arremete una buena noche contra un pobre gato, que me conforta poder informar que (al menos él, único afortunado fugitivo de todo este libro agrio) escapó a tiempo. Una noche de noches, de desolaciones y desencuentros concentrados en un dolor de muelas donde cabe perfectamente un infierno, y una ácida visita mefistofélica que no mejora las cosas. Ya sabemos que a Ángela y a su primo les gusta vivir entre semejantes acidez y desventuras, pero ¡pobre gato! Al menos pudo escapar de repente.
El cuento que más me gusta del volumen, por su geometría y su colorido en la gama del blanco, filtrado por un prisma de nieve o espuma (todo un virtuosismo de composición narrativa) es “La soledad de los barcos”. Hoteles u hospitales: colchones, sábanas, pasillos, playas, mareas, horizontes. El idilio y la náusea junto al mar.
El volumen lleva en la portada un dorado cuadro renacentista de Santa Lucía. El lector tal vez extrañe una imagen contemporánea de Francis Bacon. En su vanguardismo a ratos desaforado –prosístico, erótico, imaginativo-, Alejandro Meneses ha pintado con ternura y minucia un biombo erótico de instantáneas monstruosas o escatológicas. Visitas al asco, al aborrecimiento, al vómito, al delirio o a la locura.
La condición humana desde sus atisbos ácidos y agrios. Criaturas de nuestro bestiario terrenal que exigen su derecho pleno a existir y expresarse. Hasta pretenden, con cierta coquetería, cierto sex-appeal lívido, ciertas seducciones de yodo o cloroformo.
A fines del siglo XX recuperan la magia de los decadentes del XIX, de Poe, Baudelaire y Villiers de L’Isle-Adam con un pulso más despiadado y austero, con una caligrafía de especialista en autopsias.
Gracias a un dibujo narrativo experto y a un fraseo prosístico admirable, Alejando Meneses sueña en Ángela y los ciegos algunas galerías memorables del infierno y la recurrente pesadilla del amor y de la carne.
Con un tesón lópezvelardiano, que al mismo tiempo que rastrea los paraísos de infancia de las primas provincianas entresueña mujeres fúnebres con guantes negros, algo mágicas y delirantes, Alejandro Meneses (Altzayanca, Tlaxcala, 1960-Puebla, 2005) ha creado en Ángela y los ciegos (Cal y Arena, 2000) una historia (un racimo de historias) tan extraña como inmediata, tan fantasmagórica como cotidiana.
Por un lado, la pasión y la lujuria casi incestuosas de dos primos que se aman desde niños; por el otro, el asomo de la irrealidad, la locura, la enfermedad, el asco o la pesadilla.
Como en su libro anterior, Días extraños (1987), Meneses se aventura en una experiencia literaria radical en cuanto lenguaje y en cuanto imaginación. Una prosa exigente, ácida, armada de todas las aristas y los reflejos de la poesía simbolista y surrealista, una prosa de poeta, inventa minucias laboriosas. Sus tramas son “prodigiosos miligramos”, como diría Pellicer: casi aéreas.
Un recuerdo, una sensación, una sombra. La memoria teje laberintos de vidrio entre las sombras de sangre y bilis de la pulsión erótica.
Reconozco cierta música villaurrutiana de nocturnos insomnes o desvelados, delirantes o abismados en el pozo del sueño, en esta sucesión de encuentros y extravíos de los primos que se aman y se pierden entre cortinillas de hielo o de éter. A ratos estos nocturnos desolados se transforman en farsas y bataclanes quiméricos, o en vómitos y deyecciones.
Una escritura y una imaginación sin concesiones, como en los buenos tiempos de las vanguardias artísticas, cuando los poetas daban la espalda a la popularidad y a la rutina del mundo para perderse en la visión de instantes cuajados de misterio. La trama es la lluvia, o una tarde de lluvia, o una gota de lluvia.
Una gota de lluvia es trama suficiente: en ella se refractan con exactitud y detalle infinidad de pulsiones, terrores, emociones, sensaciones y fantasmas.
Lo que pasa en estos cuentos es sobre todo la emoción y el lenguaje de una vida renovada por sus enigmas. La prima Ángela, improbable maestra de (para) ciegos, guía a su evocador enamorado por una galería de asombros.
La realidad pierde su apariencia convencional para guiñar desde infinidad de grietas y resquicios. Los guiños resultan especialmente eróticos y oníricos. Un sueño fascinado por el que se persiguen los amantes tan desolados como hipersensibles. El mundo parece incierto; las sensaciones particulares abruman y se conciertan en una especie de náusea.
Ángela es el amor de infancia, la maga de la lluvia, el fantasma erótico de las olas, las piernas del sueño, los vahídos de un narrador que no se resuelve a saber si existe dentro o fuera de un embrujo, un conjuro, una visión. Ángela también puede ser un eco de hospital, manicomio, mastaba o espejo empañado.
El mundo se vuelve repentinamente frágil y peligroso: ¿de veras existe? Quizás sólo ocurra el soliloquio del conjuro. El lenguaje preciso y nervioso de Ángela y los ciegos configura un trance hipnótico. Todos sueñan, todo sueña, ¿existe algo fuera de ese círculo de agua, con sus imágenes fugitivas y oscilantes? Una cita:
“-¿Cómo llegué aquí?
“El doctor me mira, lejos; no siento las piernas, no sé qué hora es en Japón.
“-Como llegan los enfermos de cólera: cagados y cagando”. (“La soledad de los barcos”).
Este conjuro irreal está plenamente habitado de sensaciones carnales y cotidianas; se concentra en el hogar y escapa a vagos alrededores en calles, playas, cabarets, hospitales y hoteles.
Cierto “Cabaret para ciegos” extrema la pesadilla clásica de Ernesto Sábato: Ángela, ahora vedette, enardece el olfato y la imaginación de un público de enardecidos ciegos libertinos, cuya noche de tragos y lujuria también termina en trifulca, pero de puros palos de ciego.
Meneses va montando ciertas escenas de teatro del absurdo o de la crueldad durante la persecución erótica de los primos, y algunas equivalencias esperpénticas y desaforadas sobre la condición humana.
Una especie de barroquismo abstraccionista, acaso no remoto de la imaginería kafkiana-tropical de Juan José Arreola o Virgilio Piñera y de ciertas elaboradas irrisiones de Ionesco o Witold Gombrowicz.
Suena de cualquier modo una nota disonante, completamente ajena al modo habitual de la narrativa mexicana de las últimas décadas, tanto en la invención como en el lenguaje. La escritura de Alejandro Meneses se impone como una página aparte, algo enjundiosa y arisca, altiva y tal vez extravagante, en nuestra literatura contemporánea.
En otro momento de Ángela y los ciegos, “Sedaine ha muerto”, Meneses juega, como en un acuario escatológico y ciertamente flatulento, a los extraños laboratorios centroeuropeos de los robots y los Frankensteins, aunque pudiera referirse tan sólo al estudio de un biólogo de la universidad poblana: el mundo y los seres reales, todos miasma y podre, admiten la compañía erótica de una muñeca inflable.
Imagino este relato como un juego de estilo sobre la acidez y el podre, las humedades y excrecencias humanas; como una pieza musical sobre las variaciones de la degradación y el asco físicos. Y el vacío mental: la mente que se desgasta y pierde a cada peldaño de su escala ¿hacia dónde? ¿desde dónde?
La carne que a la vez se enciende y se aborrece a sí misma, en escenarios de decadentismo modernista, como de grabados de Ruelas y poemas de Tablada.
Los especímenes de estudio, los organismos en cultivo miasmiático parecen reflejar en su vejamen, parodia o maldición de la vida a las personas reales que asisten al entierro del científico loco, Sedaine, todas un tanto grotescas o guiñolescas en sus atuendos y perfiles universitarios.
Advierto ciertos juegos de asco y de masacre en la imaginación narrativa de Alejandro Meneses, como un circo donde los saltimbanquis lucen prodigios de tripas, excrecencias, fluidos y borgorigmos. Ya se ha dicho: “Cagados y cagando”.
A los amantes de Ángela y los ciegos les importa más extraviarse, perderse, decepcionarse, abandonarse, que realizar su amor. Viven un mundo y una atmósfera fatales, desolados, escatológicos. El libro no nos ofrece teoría alguna de por qué resultan así: tales son, sencillamente su geografía, su presión atmosférica, sus lunas, sus plantas y sus criaturas.
El primo abandonado arremete una buena noche contra un pobre gato, que me conforta poder informar que (al menos él, único afortunado fugitivo de todo este libro agrio) escapó a tiempo. Una noche de noches, de desolaciones y desencuentros concentrados en un dolor de muelas donde cabe perfectamente un infierno, y una ácida visita mefistofélica que no mejora las cosas. Ya sabemos que a Ángela y a su primo les gusta vivir entre semejantes acidez y desventuras, pero ¡pobre gato! Al menos pudo escapar de repente.
El cuento que más me gusta del volumen, por su geometría y su colorido en la gama del blanco, filtrado por un prisma de nieve o espuma (todo un virtuosismo de composición narrativa) es “La soledad de los barcos”. Hoteles u hospitales: colchones, sábanas, pasillos, playas, mareas, horizontes. El idilio y la náusea junto al mar.
El volumen lleva en la portada un dorado cuadro renacentista de Santa Lucía. El lector tal vez extrañe una imagen contemporánea de Francis Bacon. En su vanguardismo a ratos desaforado –prosístico, erótico, imaginativo-, Alejandro Meneses ha pintado con ternura y minucia un biombo erótico de instantáneas monstruosas o escatológicas. Visitas al asco, al aborrecimiento, al vómito, al delirio o a la locura.
La condición humana desde sus atisbos ácidos y agrios. Criaturas de nuestro bestiario terrenal que exigen su derecho pleno a existir y expresarse. Hasta pretenden, con cierta coquetería, cierto sex-appeal lívido, ciertas seducciones de yodo o cloroformo.
A fines del siglo XX recuperan la magia de los decadentes del XIX, de Poe, Baudelaire y Villiers de L’Isle-Adam con un pulso más despiadado y austero, con una caligrafía de especialista en autopsias.
Gracias a un dibujo narrativo experto y a un fraseo prosístico admirable, Alejando Meneses sueña en Ángela y los ciegos algunas galerías memorables del infierno y la recurrente pesadilla del amor y de la carne.
1 comentario:
Gracias J J BLanco por abordar de manera profunda la obra de este maestro poblano-tlaxcalteca, que se adelantó hace ya seis años, por estos días...
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