La embestida de los profesores
por José Joaquín Blanco
En 1927 un escritor mediocre, llamado Julien Benda, publicó un libro opaco contra la importancia que estaban concediendo los “intelectuales” a la política y a la historia. En su opinión, los juicios éticos que se permitieran expresar sobre la vida pública los “intelectuales” —especialmente los escritores, pero también los profesores, los científicos, los técnicos, los artistas, los periodistas, los políticos y demás personas ilustradas— debieran obligatoria y permanentemente mantenerse en un plano universal y abstracto, y no contaminarse de la realidad cotidiana de las ideologías, los intereses y apetitos políticos, la corriente misma de la historia. Una ética pura, un trasnochado (e imposible, fuera de los pizarrones de un profesor de filosofía) exceso kantiano.
Benda no cumplió su propia exigencia: él también se ajetreó en las pasiones y lodos de su época, y su libro desde un principio manifestó su torpe atmósfera enrarecida, de voluntarista teoría absoluta en el ozono, pero causó escándalo por su título terrorista: La trahison des clercs: “la traición de los intelectuales”. ¿Llamar a los intelectuales, a los escritores de una secularizada, laica, moderna, sociedad del siglo XX como clercs, clérigos? Y de ahí suponer, por ese mero juego de palabras, que se cometía una profanación, un sacrilegio, cuando un intelectual o “sacerdote laico” abandonaba la sagrada teología (o la filosofía kantiana) por los conocimientos terrenales.
El profesor (Sciences po) Michel Winock ha tomado más de una inspiración de Benda para contar la historia del protagonismo político de los intelectuales (especialmente los escritores, y sobre todo los prosistas) franceses en el siglo veinte, en un tomo enorme pero ameno, bien informado y estructurado —salvo su epílogo lloroso—: Le siècle des intellectuels. Esta historia de los clercs “traidores” asume tres figuras tutelares, los tres mayores mandarines de la conciencia política y moral francesa del siglo: Maurice Barrès o el nacionalismo; André Gide o la conquista de todas las libertades individuales; Jean-Paul Sartre o el sueño colectivo de la redentora revolución proletaria y hasta tercermundista.
¿Por qué no irse más atrás? Los intelectuales o escritores no se acaban de salir del huacal, para usurpar funciones de directores de conciencia o de árbitros, jueces y mandarines de la opinión pública. La historia es vieja. Está ya en Sócrates, Platón y Aristóteles; en Virgilio, Horacio y Séneca. Durante el Renacimiento muchos escritores, como Erasmo, Alfonso de Valdés y el propio Lutero, intentaron derrocar a la jerarquía eclesiástica, o al menos compartir con ella el mundo imaginario o ético de su sociedad. Autoproclamarse mandarines sin mayores credenciales que su conocimiento, su talento y la influencia que lograban en sus lectores.
La Iglesia cerró filas contra esos profetas laicos o independientes con la Contrarreforma: sus escritos debían ser examinados y fiscalizados previamente por la jerarquía clerical: aprobados, subordinados. Pero seguían asomando su cabeza cada vez que podían. Quevedo se imaginaba que era una especie de ministro informal que arreglaba el reino español por medio de “pragmáticas” burlescas y de tratados serios, como su Política de Dios y gobierno de Cristo.
Los enciclopedistas hicieron otro tanto, con ayuda de la burocracia monárquica, de los burgueses y de muchos lectores. Rousseau, Diderot, Voltaire ya eran clercs “traidores” en plena forma. No se quedaban encerrados en su celda de clérigos recitando a Santo Tomás: tomaban partido, como todo un Gide respecto al colonialismo francés en África, como todo un Sartre frente a los proletarios y demás “condenados de la tierra”; así Voltaire protestó contra el sistema de justicia y la pena de muerte. (Con mayor prudencia, y con una eficacia semejante en el mundo hispánico, lo hizo Feijoo.)
Harta lata dan pues los escritores, cuando no se resignan a obedecer a los poderes institucionales o fácticos de su sociedad. Cuando buscan algo más que “las bellas letras” y la conservación “fiel” del pensamiento establecido.
El asunto se complicó, mucho más que en nuestro siglo, a mediados del XIX, con los poetas. Víctor Hugo probablemente fue el más poderoso y universal de todos los mandarines intelectuales, escapados del coto literario y lanzados al protagonismo político, moral, social, cultural del mundo entero. El poeta como vidente, como antisacerdote, como profeta de rumbos nuevos, rige toda la poesía romántica de Alemania, Inglaterra y Francia.
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Sin embargo, este ascenso de un antiguo gremio de clérigos al apostolado laico no era privativo de los poetas y los escritores. Surgió, bien amamantado y protegido por el Estado laico, también a mediados del siglo XIX, todo un gremio de apóstoles seculares profesionales: los profesores.
Antes no había profesores, sólo clérigos —y la mayor parte de ellos, jesuitas. El extravagante poder cultural, educativo y de dirigente de la opinión pública que adquirió la Compañía de Jesús, y que motivó su expulsión de varios reinos, alertó a los reyes. Las monarquías ilustradas, especialmente la francesa, crearon aparatos educativos nacionales en los que no aparecieran curas. Los reyes ilustrados secularizaron a los clercs, los volvieron profesores. Les crearon colegios, academias, estipendios, premios y honores laicos. Las repúblicas continuaron esta norma monárquica.
Hacia 1848 el gobierno francés consideraba una prioridad el crecimiento y la consolidación de este aparato de profesores, ya no influidos por el conocimiento eclesiástico, sino por la filosofía alemana y la ciencia positiva. Tal vez Auguste Comte fue el primer mandarín como un profesor que a ratos escribía; y ya no, como era tradicional, un escritor que a ratos daba clases. El positivismo trascendió como una escuela pedagógica, más que científica o literaria.
Sucesores de los clérigos jesuitas, los profesores adquirieron importancia e influencia, pero su prestigio se mantuvo en segundo plano durante todo un siglo. Los nuevos directores de conciencia, ya que la sociedad se había emancipado parcialmente del autoritarismo eclesiástico y estatal en materia de conciencia y opinión, resultaron los escritores y su parodia: los periodistas.
Voltaire produjo infinidad de seguidores e imitadores; Víctor Hugo lo mismo. Ciertamente Renan, Sainte-Beuve y Taine dieron clases: pero eran escritores que a veces daban clases, y que escribían principalmente como autores. Ya iba en ellos ganando un poco el prestigio del método científico o filosófico, sobre la mera investigación o expresión personales de autor, pero seguían siendo principalmente escritores, autores, creadores. No hay “método Renan”, hay el formidable pensamiento de un creador intelectual específico.
La suprema dirección de conciencia en Francia a finales del siglo pasado y principios de éste estuvo en manos de dos novelistas: Zola y Barrès, protagonistas culturales del Caso Dreyfus; aunque ya los profesores sumaran legión, y los muchachos aprendieran más de oídas en clase, o atendiendo manuales pedagógicos, que leyendo por sí mismos a autores particulares.
Pero se aproximaba el reinado de los profesores. Maurice Barrés (y como coro, Paul Bourget) escribió su libro más famoso, Los desarraigados (1897), contra ellos. El profesor, decía, con sus teorías alemanas abstractas y locas, con sus conocimientos “científicos” novedosos, con su idolatría por los discursos imaginarios, teóricos, rompía las raíces naturales de los alumnos: las creencias, las costumbres, los afectos tradicionales y concretos que, sin escuela alguna, habían fundado la cultura francesa: la familia, la religión popular, los conocimientos artesanales y campesinos o granjeros, el suelo y las atmósferas regionales, los mitos y emociones nacionales. Las clases de los profesores tronchaban de raíz de los muchachos, y los dejaban desesperados y dementes, sujetos a los vendavales de la anarquía y la locura, incluso del suicidio. Los profesores no aportaban, sino restaban cultura real, concreta, verídica, a los discípulos.
Dos profesores destacaban en el alba del nuevo siglo: Bergson y Alain. Sus méritos eran muchos. Pero la sociedad letrada francesa se había cansado bastante de la autoritaria importancia de los profesores positivistas. Protestaba contra ella. La Iglesia clamaba por la vuelta a la “sana ignorancia”, a los conocimientos concretos “de raíz”, familiares, parroquiales y tradicionales. Los artistas, escritores y filósofos protestaron a su vez contra tanto sistema tiránico, tantos conocimientos dogmáticos, tanta idolatría a los objetivos, “positivos”, conocimientos materiales del positivismo. Se leía a los antiprofesores, como Nietzsche y luego Unamuno, que desintoxicaban, que ayudaban a desaprender lo imbuido supersticiosa y estandarizadamente por los profesores.
Fue entonces cuando André Gide fundó la revista cultural más antiprofesoril del siglo: la Nouvelle Revue Française, la NRF. Su inspiración original buscaba una vuelta a los valores del espíritu, en contra de los de la ciencia y la pedagogía positivistas; un total rigor formal, como principal salvaguarda del arte, aprendido de Mallarmé; un individualismo radical, contra la estandarización en métodos y sistemas prêt-à-porter. No hace falta decir que se abanderaba con la poesía, que su prosa —incluso en reseñas de libros y comentarios religiosos y políticos—, debía ser bastante poética (en el sentido mallarmeano: pureza, música y concentración del lenguaje). Por eso, tal vez, se sigue leyendo “la literatura NRF”, cuando ya nadie se acuerda de los enemigos Léon Blum y Charles Maurras —mucho más importantes en la política de sus días que toda la NRF junta—, quienes escribían no poética, sino ideológicamente.
Cada texto y cada conocimiento se concebían como hazañas únicas, y no como resultado de rutinas pedagógicas, ideológicas, políticas o religiosas. Cada conocimiento debía ser una creación única y personal del lector, auxiliado por el arte más escéptico y riguroso. El artista escribía su libro con extremada actitud crítica, con pasión fundadora, y lo entregaba al lector recomendándole:
“Y cuando me hayas leído, arroja este libro... y sal. Quisiera que te hubiese dado el deseo de salir, de salir de no importa dónde, de tu ciudad, de tu familia, de tu habitación, de tu pensamiento. No lleves mi libro contigo... Que mi libro te enseñe a interesarte por ti más que por él mismo, y luego por todo lo demás más que por ti...
Natanael, ahora arroja mi libro. Emancípate de él...
Estoy cansado de fingir que educo a alguien. ¿Cuándo te he dicho que te quería semejante a mí? Porque difieres de mí es por lo que te amo; no amo sino lo que difiere de mí. ¡Educar! ¿A quién educaría yo sino a mí mismo?...
Natanael, arroja mi libro; no te satisfagas con él. No creas que tu verdad puede ser encontrada por otros; más que de todo, avergüénzate de eso. Si yo buscase tus alimentos no tendrías hambre para comerlos; si yo te preparase tu lecho no tendrías sueño para dormir en él.
Arroja mi libro; dite a ti mismo que no hay en él sino una de las posturas posibles ante la vida. Busca la tuya. Lo que otro habría hecho tan bien como tú, no lo hagas. Lo que otro habría dicho tan bien como tú, no lo digas; lo que habría escrito tan bien como tú, no lo escribas. No te apegues más que a lo que sientas que no está sino en ti mismo, y crea de ti, paciente o impacientemente, ¡ay!, el más irremplazable de los seres”. (Gide: Los alimentos terrestres).
Los profesores aconsejan, por el contrario, que el lector se convierta de por vida en el Libro de Texto (que se pase la vida “pensando siempre la misma cosa de la misma manera”, como Sartre le reprochaba a Raymond Aron), que lo siga, que lo aplique, que no se aparte de él, que se transforme en un robot programado por tal o cuál método o sistema pedagógicos.
Se considera a la NRF, con su impresionante pléyade de autores (Gide, Proust, Claudel, Valéry, Saint-John Perse, Alain Fournier, Péguy, Francis Jammes, Rivière, Paulhan, Martin du Gard, Mauriac, Ramón Fernández —éste, de origen mexicano—, ¡hasta Breton!, etcétera) como el principal acontecimiento literario de la cultura moderna, mucho más fecundo y duradero que todas las vanguardias. Pero muy pronto la propia NRF fue asaltada por la tribu de los profesores, ahora reivindicados y represtigiados por una nueva academia, por una nueva pedagogía: el marxismo. (Y por otras paralelas, surgidas de la filosofía alemana, que darían lugar al existencialismo; o del objetivismo cientificista, como los formalismos y el estructuralismo.)
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Michel Winock narra largamente una historia que podría resumirse, para fines de un artículo, en lo siguiente: la crisis social y política de entreguerras fue de tal magnitud que ya nadie, ni siquiera los abanderados del pensamiento más libre e individualista, como Gide, pudo confiar en soluciones individuales. Ni en una cultura individual. Ni en una ética o una política personales.
El fascismo, el nazismo, el comunismo, el imperialismo, el capitalismo, el socialismo, el nacionalismo, el catolicismo (¡hasta el surrealismo!) se imponían como bloques colosales a los que había que responder en bloque. Dejaron de tener importancia las opiniones particulares, y se entronizaron las escuelas, los métodos, los programas, las ortodoxias: todo se llenó de “ismos” autoritarios perfectamente codificados, e intolerantes ante disidencias. No se siguió ya a ningún pensador creativo, particular, sino a un partido, a un frente, a un líder político, a una institución. Era preciso alinearse y cerrar filas contra la infiltración del enemigo.
Cada tendencia produjo sus profesores y sus pedagogías, sus ortodoxias, sus inquisiciones. El escritor libre vivió malos tiempos en Europa durante esos años: por ejemplo, la tormentosa vida intelectual de Maurras, Gide, Blum, Breton, Malraux, Teilhard de Chardin, Mauriac, Sartre y Camus. (No sólo Stalin perseguía a los escritores: Winock narra sentidamente la persecución clerical y hasta vaticana que sufrieron católicos como Maurras, Teilhard de Chardin y François Mauriac.)
Hubo numerosos aparatos de conciencia, de ética, de conocimiento político y social. Sobresalía el marxismo, con toda su espesa carga de filosofía alemana y sus numerosas categorías semieconómicas y semipolíticas propias. Los nuevos libros ya no se dirigían naturalmente a una lectura libre, sino a un lector que conociera previamente tales supuestos, tal vocabulario, tal sistema (¡la dialéctica! Tesis + Antítesis = ¡Un ratón!) de razonamiento. En cada recodo aguardaba el error, y la caída. Importaba ser tan ortodoxo y eficaz como fuera posible dentro de un batallón y de una causa colectivos.
Jean-Paul Sartre soñó durante toda su juventud y buena parte de su edad adulta en convertirse en un escritor puro, en lograr una literatura pura, tal como los preconizaba la NRF de los primeros tiempos (Gide lo invistió públicamente como su heredero oficial en el mandarinato de la cultura francesa). Pero sintió como un deber moral absoluto apartarse de ello, y convertirse en un profesor heideggeriano-marxista universal. Afortunadamente no lo consiguió del todo, y se le escaparon relatos, obras de teatro y ensayos de verdadero, de magnífico escritor (La náusea, El muro, Las palabras, Las moscas, A puerta cerrada, El diablo y el buen Dios, La prostituta respetuosa, Reflecciones sobre la cuestión judía, El existencialismo es un humanismo, etcétera). Sin embargo, ya tenemos en él a un profesor que hace más pedagogía que escritura creativa, que atiende más al sistema que a la conciencia personal (sus tomotes filosóficos y literarios), que busca ortodoxias (o heterodoxias) pedagógicas.
El desprestigio del marxismo, por desgracia, no conllevó la caída de los profesores como directores de conciencia y de cultura. Todo lo contrario. De las escuelas normales y de las universidades proliferaron sectas, como el estructuralismo, los formalismos, las teorías post-sicoanalíticas, dedicadas también a dar clase, y no a escribir literatura ni a pensar libremente.
En la segunda mitad de este siglo, después del profesor Sartre, es difícil encontrar un gran escritor auténtico en Francia: todos son profesores que semi-escriben, y que lo hacen como dando clase: libros que no sólo exhiben sino ostentan sus características de tesis, tratados, manuales o catecismos escolares: Lévi-Strauss, Raymond Aron, Étiemble, Merleau-Ponty, Simone de Beauvoir (expulsada de la cátedra por enamorar a alguna alumna), Althusser (el profesor fatal de las medias), Foucault, Lacan, Barthes, Braudel, Derrida, Deleuze, Guattari, Glucksmann, B.-H. Lévy, Attali...
¡Puros profesores! ¡Puros libros como tratados o tesis escolares! ¡El 68 en Francia no fue una crisis cultural, sino una crisis colegial, universitaria! (Oh, si la espléndida Simone de Beauvoir hubiese atendido tanto al arte de la escritura como al de la pedagogía, cuanto más grandioso habría sido su gran grito de guerra: El segundo sexo. Se trata, sin discusión alguna, de un libro fundamental, pero de un libro de profesora. Marguerite Yourcenar, desde su tranquila granja norteamericana, se permitió hacerle fuchi.)
Al parecer, su éxito ya caduca. La revolución tecnológica despoja de la palma a los profesores, para otorgársela a los comunicadores digitalizados. Ojalá ocurra así: que el milenio de los profesores se reduzca a medio siglo. No hay veneno más letal para la literatura que los profesores.
A su regreso a París, después de la guerra, a mediados de 1945, André Gide se encuentra con que el Parnaso ha sido abolido. Casi todos los escritores de derecha se ven en problemas, y algunos hasta en la cárcel, por haber colaborado con los nazis. Los de izquierda han abdicado ante el marxismo, el periodismo y el yanquismo de la pedagogía o la propaganda elementales. El arte en la escritura sencillamente no se ve por parte alguna. Y los nuevos autores se precian y ostentan como “profesores”. (Hay profesores “populares”, sin título, como Albert Camus, quien elige la cátedra del periodismo, y para ello se disfraza, a manera de toga, con una cinematográfica gabardina que parece robada de un clóset de Humphrey Bogart.)
“Gide es un escritor que enseña, Sartre es un profesor que escribe”, declara Pierre Lepape en André Gide le messager (“Gide est un écrivain qui enseigne, Sartre est un enseignant qui écrit”). Priva una literatura de graduados en la escuela normal y en las universidades. Los profesores les exigen a los libros y a la práctica de la literatura que se definan, en términos académicos, oportunistas (“definirse frente al momento histórico”), a ratos más utilitaristas que en la época del positivismo comtiano: ¿”Qué es la literatura”? ¿”Para qué sirve la literatura”?, ¿Cómo “se debe” leer ortodoxamente un texto? ”¿Cuál es el código de tu discurso?”); que se atengan a marcos teóricos, que se pongan las placas del método “que siguen”, que se “comprometan” con una escuela, un partido, un fin objetivos y utilitarios. Y hasta que sean descaradamente ideología (existencialistas-marxistas) o ciencia (formalistas-estructuralistas). Nadie pide que la literatura sea literatura, que sea ella misma.
Algunos, como los estructuralistas y la escuela del nouveau roman, exigen además un objetivismo “científico” que los verdaderos hombres de ciencia, físicos o matemáticos, encuentran ridículo. Punto por punto, el programa opuesto al citado de Gide.
Hasta un Renan se les habría reído en la cara a Althusser y a Barthes: ¡qué elementales, qué fanáticos de la pedagogía de la lectura, de los signos! ¡Los signos vuelan! ¿No se habían enterado? ¡Vuelan!
La cultura francesa de la segunda mitad del siglo, monopolizada así por los profesores, muestra en consecuencia poca relevancia fuera de las aulas. Carece de los Zola, los Proust, los Gide, los Claudel, los Valéry, los Saint-John Perse, los Malraux, los Breton, los Saint-Exupéry, y hasta de los Cocteau, los Céline, los Sartre y los Camus de la primera.
Proliferan profesores, estudiantes, diplomas, libros de texto, exámenes, esquemas, resúmenes, marcos teóricos, dogmas, “discursos”, “lecturas”, terminologías como catálogos de almacén de hardware y un olor a encierro, a aulas eternas. (Un profesor es un eterno estudiante destinado a jamás salir del salón de clase; en la vejez no sale ni a la hora del recreo. Y las bailarinas de El ángel azul nunca se interesarán por él. Así sea.)
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FUENTES: Michel Winock: Le siècle des intellectuels, París, Seuil, 1997; Pierre Lepape: André Gide. Le Messager, París, Seuil, 1997; André Gide: Los alimentos terrestres / Los nuevos alimentos, Tr. Luis Echávarri, Buenos Aires, Losada, 1953
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