BERNAL
Y BEATRIZ
por José Joaquín Blanco
A Rafael Pérez Gay
Beatriz
era una perdedora incorregible, obsesiva. No fallaba en atraerse la desdicha,
con una especie de adicción imperiosa. Nos asombraba mucho su mala suerte. Como
brújula, siempre le atinaba al fracaso. Primero, claro, cuando alguien acababa
de conocerla, se preocupaba por ella: "Mira, mana, no seas tonta, no seas
tan terca", y esto y lo otro. Nada. Le seguía yendo mal, metódicamente.
Luego sus amigas hasta nos divertíamos con sus pesares; no por maldad, pues
todas terminábamos de una manera o de otra siendo sus protectoras, sus
admiradoras, sino como una especie de show, de teatro. La verdad, hasta la
envidíabamos. A ella sí le pasaban cosas.
Emma decía que al menos Beatriz sí se agarraba a patadas con la vida y hacía
que le pasaran cosas, a huevo. Ella siempre tenía mucho qué contar.
Porque de veras se necesitaba harta
imaginación para fracasar tantas veces, incluso cuando todo lo tenía de su
parte, cuando menos se esperaban las contrariedades. Era la chica a la que le
ocurría pelearse a gritos, a insultos desaforados, con su jefe (trabajó en
Le estallaban los hornos, las lámparas,
porque sí, nomás a ella; le arrebataban la bolsa en la calle, le rasgaban en el
metro su mejor vestido. Los agentes de tránsito la detenían exactamente cuando
no traía consigo la licencia de manejar, ni dinero para la mordida, y andaba
más deprimida y encabronada que nunca en un coche ajeno, prestado, sin papeles;
de modo que no podía evitar gritarles improperios en mitad del periférito e ir
a dar a la delegación, con todo tipo de multas por faltas a la autoridad. Desde
ahí me llamaba por teléfono: "Estos cabrones. Me quieren cobrar a mí sola
el periférico entero, como nuevecito".
Me decía
Yo compartía entonces un departamentito en
Marta y Emma la aceptaron muy bien, la
consolamos. Nos acomodamos ahí en el departamento las cuatro como pudimos, con
harta buena voluntad. Estuvo con nosotras año y medio. No colaboraba con un solo centavo porque no
tenía trabajo fijo en ese tiempo, pero siempre había amigos que le regalaban
cosas, o se daba maña para robarse cosas en las tiendas. Así que a veces
cenábamos nomás quesadillas o bizcochos con leche, y a veces hasta salmón y
champaña, cuando Beatriz vivía con nosotras.
Luego conoció a un violinista y se nos perdió dos meses. Regresó peor
que antes.
Pero Beatriz se reponía de sus golpes y
caídas con gran facilidad. La naturaleza era buena con ella. En sus buenos
días, que eran los más, andaba alegre y rejuvenecida, muy semejante a la
chiquilla traviesa de buena familia que un día, cinco años atrás, porque sí,
sin que nadie se lo esperara, había armado el gran escándalo en su casa, en
Córdoba, Veracruz, y escapó a
Beatriz era también buena para los
comienzos, para empezar casi desde cero, con buena cara, seduciendo a medio
mundo. Brillaba como joya. Toda la gente se volvía su mamá, su novio, su
abuelita, su alma gemela, su hermano del alma. Un angelote así de este tamaño,
tenía
Bernal parecía un muchacho de revista, con
los que Beatriz siempre soñaba; no solo se veía muy guapo, medio deportista,
medio junior, medio "aquí yo por encima de todas las cosas y todo me vale
madre"; sino que vestía, se movía, miraba, sonreía con elegancia de modelo
profesional; y su ropa, sus modales, sus joyas tenían el brillo del dinero.
Olía con ganas, enrarecidamente, a dinero y a juventud concentrados, y a buena
vida, el Bernal. Parecía nuevecito, un
cuerote alto, apiñonado, anguloso, de no sé que islas de paraíso recién
desembarcado en México, ¿no? Bien fuerte
pero no musculoso, sino recio y esbelto como un bailarín. Ves que los
bailarines son más recios que los atletas, pero no están boludos, sino más ligeros,
más ágiles.
La cara no me convencía mucho. Era
perfecta, claro, pero como de cromo, como de santo, que dice la canción:
"Tus ojos tristes como de santo". Era semejante a todos los niños
bonitos de todos los anuncios, que hasta parecen hechos con molde, en serie.
Todos con nariz del David de Miguel
Angel. Hasta pensé que ya lo había visto antes, en uno de esos grandes anuncios
del periférico, anuncios de lociones, de trajes, de valores financieros, o en
una revista de modas; o en la tele, de cantante. Pero eso ya me había ocurrido
otras veces. Todos los chicos demasiado guapos se parecen entre sí, y son
igualitos a los de los comerciales. Pero
yo ya no era ninguna ingenua. Y además, muchos juniors, muchos chicos ricos,
pues también andan así con las facciones perfectas y sus "ojos tristes
como de santo". Pensé que el Bernal simplemente era un pollo fino, de
raza, hijo de mamá bonita, nieto de abuela bonita --ves que a los hombres con
dinero les da por casarse con puras muñecas perfectas, dizque para mejorar la
raza--, como los que encuentras en las universidades de ricos, en los
campeonatos de surf y de velero. Chico
de "raza mejorada", pues.
Olía a dinero, a familia con dinero, a una
vida regalada con harto dinero. Entonces
pensé también en Beatriz: "Ahí vas otra vez, manita". Porque a todas
nos encantaban los príncipes, pero las otras chicas ya habíamos aprendido, unas
a los quince, otras a los dieciocho años, que los rorros y las caras bonitas y
los príncipes con cuerpazos perfectos sólo traen problemas. Y los grandes
príncipes, grandes problemas. Por
cierto, nunca supe de dónde venía Bernal, nunca hablaba de su niñez ni de su
familia.
Pero Beatriz no aprendía. Y eso que todos
sus líos habían comenzando por un galán, un galán arrabalero, veracruzano, de
bohío, un padrotón, José: un muñecazo amulatado que ganaba todos los concursos
de baile en Córdoba, especialmente los de cumbias. Beatriz se las arregló
primero para escaparse de las fiestas de sus compañeros de escuela; se
disfrazaba de chica pobretona y mala, con mucho maquillaje, mucha minifalda, e
iba a dar a los bailes populares, como la princesa del cuento, que todas las
noches se gastaba las zapatillas en un baile misterioso. Ahí conoció al
mulatazo, a quien dizque le iba mal en la vida, la gentes cabronas nunca le
daban trabajo, siempre le quedaban a deber dinero... Pero José estaba ahorrando
para largarse a
Se le ocurrió entonces a Beatriz una
solución mágica. Sus papás tenían una
tienda grande de aparatos electrodomésticos, Almacenes Márquez, y ella a ratos,
por la tarde, ayudaba a despachar o a cobrar.
Estaban de moda unas caseteras rojas, que parecían platillos voladores y
tenían mucha potencia. Si alguien prendía una casetera en alguna banca de la
plaza principal, la oía toda la gente que tomaba cerveza en los portales.
Su papá le había regalado una casetera
roja, la primera que se vio en Córdoba, y ella la traía consigo para todas
partes; en la escuela siempre se la andaban recogiendo. Nadie encontró extraño
que Beatriz se la pasara todo el tiempo con la casetera a todo volumen, con
canciones de José José ("¿Y qué? ¿Al fin te lo han contado, amor? Bueno:
ya conoces mis defectos"), entrando y saliendo de la tienda ("Que un
hombre que ha sido como yo acaba por volver a su pasado"). Pero a veces no
salía con su propia casetera, sino con un aparato nuevo, que hacía pasar por el
suyo, cante y cante con la canción a todo volumen ("Yo he rodado de acá
para allá, fui de todo y sin medida"), y se lo daba a José, quien la
estaba esperando en la plaza; José lo vendía e iban mas o menos a mitades. Así
se divertían e iban juntando para el viaje.
Un sábado que su padre hizo inventario,
aparecieron debajo de unos estantes, dobladitas, diez envolturas de cartón de
las caseteras rojas. Error típico de Beatriz: pensó en cómo robarse las
caseteras sin que nadie se diera cuenta, pero no en cómo deshacerse de las
cajas en que venían, nomás las doblaba y las echaba con el pie debajo de los
estantes. "¿Pero qué hiciste con el dinero? Si no te negamos nada. ¿Qué
necesidad tenías de robarte esas caseteras?", le gritaba su papá,
golpéandola recio y tupido por primera vez en su vida.
Beatriz decidió largarse de su casa antes
de lo previsto, inmediatamente. Pero,
por supuesto el mulatazo José no apareció ese día, ni los siguientes; Beatriz
lo esperó casi un mes, soportando los castigos, las humillaciones y los largos
interrogatorios de sus padres. Ni las luces del mulatazo. Nadie sabía de él, y ninguno de los amigos de
José tenía ganas de hablar con ella. En
un descuido del papá, Beatriz tomó un buen fajo de billetes de la caja de
Almacenes Márquez y nadie ha vuelto a saber de ella en la pintoresca ciudad de
Córdoba, Veracruz, en cuyos bailes populares ha de seguir reinando como dueño y
señor de la cumbia, José, el mulatazo. Me vino a la memoria esa aventura cuando
vi por primera vez a Bernal. "Ahí vas otra vez, manita".
Habíamos caído por azar en una fiesta en
la que no conocíamos casi a nadie. Nos especializábamos en pescar fiestas
finas, donde hubiera música decente, moderna, buena bebida y bocadillos, y no
puro bailotazo en azoteas o patios de vecindad, con música de pura pinche
estación de radio, con todo y comerciales; fiestas finas con galanes un poco
bañaditos, ¿no?, con modales, con conversación, que supieran tratar a una dama;
que siquiera se peinaran de vez en cuando, pues; porque de ligues callejeros o
del metro estábamos hasta la coronilla, y luego la necesidad hace al ladrón:
los chamacos que no tienen en qué caerse muertos, luego la hacen a una pagar
las cuentas, o le roban a una hasta la bolsa y cosas peores.
Beatriz era la mejor en esas fiestas,
porque había sido educada como niña rica, se le veía pues como dicen la
cultura, y de inmediato estaba ya riendo, discutiendo, abriendo tamaños ojotes,
de grupo en grupo, ora sí que moviendo como marquesa el abanico. Casi toda la
gente era un poco falsa, todos se hacían pasar por cantantes, por ricos, por
celebridades, con grandes modas y peinados de lujo. Yo, más o menos relegada
junto a un muro, con Marta y Emma, apostaba en silencio a cuál de todos esos
maniquís era auténtico, y cuáles puras secretarias y oficinistas como nosotras,
representando el papel del gran mundo. Bernal tenía que ser auténtico: se veía
distante, aburrido, despectivo. Solitario como un cachorrote de exposición
canina. "¡Guauu! ¡Quiero...!", pensé. Vi cómo Beatriz se le acercaba,
le hacía conversación, se reía con grandes aspavientos, sacudiendo su cabellera
esponjada; insistía, le alisaba las solapas del saco de lino. Fracaso. El
muñeco de portada de revista la dejaba hablar como quien deja caer la lluvia, y
por encima de ella miraba con desencanto, casi con desaprobación, el curso que
seguía la fiesta. Beatriz no fue
persistente y al rato me la encontré en el extremo opuesto del salón, bailando
con otro muchacho que también olía a billetes.
A mí me había sacado a bailar un
estudiante de contaduría, Rolando, quien pocos minutos después me convenció de
que nos escapáramos de esa fiesta de mamones. No era un precioso ni un gran
partido el Rolando, más bien chaparro, ya empezaba a engordar, hasta se me
hacía un poco aburrido, un poco apático; pero duramos varios meses, e incluso
ahorita seríamos marido y mujer, si yo lo hubiera aceptado. ¿Pero en plena
juventud colgar de plano las armas e irse a amamantar hijos a un
departamentito, en una miserable unidad habitacional en plenas afueras de la
ciudad, que ya entonces estaba pagando a plazos? Ni loca, dije yo: ya habrá
tiempo de sentar cabeza, la juventud es lo primero. Rolando me llevó esa noche
a su departamentito, un huevito con dos o tres trastes, más allá de la entrada
de la ciudad, me parecía que ya estábamos de plano en Pachuca, y no me regresó
sino hasta al día siguiente, que era sábado, después del mediodía. Marta y Emma
estaban alarmadas, en un grito. Que Beatriz y yo éramos unas bárbaras,
desaparecernos así, sin avisar ni nada; que no se querían meter en nuestras
cosas, pero así desaparecer nomás, no se valía. "¡Pero si yo no sé nada de
Beatriz! La dejé con ustedes, bailando".
"Dios mío, que ahora sí no le vaya a
pasar nada. No se ha reportado. Ni un telefonazo", dijo Marta, la maestra,
que era la más preocupona, el andarse preocupando demasiado de todo ya era como
su vicio profesional. Beatriz se apersonó hasta las nueve de la noche, medio
borracha, unas ojeras hasta el piso, con
Bernal, a quien venía casi arrastrando, casi dormido, hecho una facha, con la
boca inflamada y el saco de lino desgarrado. Entre las tres lo curamos, lo
encueramos, nos lo fajamos, cagadas de risa --casi ni respingó con el
merthiolate que le puso Marta en los labios heridos, de lo muerto que venía-- y
lo metimos a una cama.
"Es un divino, manas, pero un
atascado. ¡Si les contara todo lo que se metió! Le entró a todo: mota, coñac,
coca, pastas, varias pastas. Uhhh. Anduvimos de fiesta en fiesta, en las Lomas,
en el Pedregal, al mediodía estábamos en una quinta maravillosa en Malinalco.
Pura gente especial. Puras estrellas, puros jefes, harto dinero. Ni parecíamos
estar en México, sino en Florida, en California. Todos alrededor de la alberca
tomando cocteles y platicando obscenidades, pero de las gruesas, y sin que
nadie se espantara de nada, todos así como muy tolerantes, como de mucho mundo,
muy intelectuales. Increíble, divino el Bernal, lleno de vida; me divertí con
él como nunca". "Ten cuidado, manita", le dijimos las tres, en
coro.
Entonces nos contó Beatriz que
efectivamente todas conocíamos a Bernal, aunque no nos hubiéramos dado cuenta.
No se parecía a nadie: era el mismo que uno o dos años atrás habíamos visto en
todas partes, todo el tiempo, hasta en la sopa: en la tele, en las revistas, en
anuncios. Aún quedaban fotos monumentales de él en algunas estaciones del
metro. Y si nos fijábamos bien, lo podíamos reconocer en la foto estilizada que
todavía traían las envolturas de los calzoncillos que anunciaba. Era el modelo
exclusivo de Calzoncillos Chuza.
Corrimos a verlo otra vez, encuerado, en
la cama, roncando suavemente. Era de una fragilidad casi excesiva, objetaba
Emma, que tenía gustos un tanto otoñales
y despreciaba a los jovencitos; prefería panzones entrecanos y casados,
que pudieran enseñarle realmente algo de la vida. Ahí en la cama, perdido en su
sueño pesado, parecía casi un niño. Decidimos que estaba mejor en los anuncios
a color: más torneado, más bronceado, más viril. Marta opinaba que las tetillas, el pecho peludo, la cintura
de atleta, la pelusilla de las piernas lucían mejor con los tonos rojizos de la
publicidad. Echamos de menos los calzoncillos suaves, de colores pastel y
adornos fosforescentes, que querían competir con Calvin Klein.
Nos servimos unos tequilas para
celebrarlo, sentadas en la cama, a su alrededor, traviesas, muertas de risa,
como brujas disolutas en torno a un pastorcito sacrificado. Lo estuvimos
manoseando otro rato, dizque mientras le acomodábamos las sábanas. Apenas si
gruñó un poco, sin llegar a despertarse. "No te preocupes, todo está bien,
mi amor. Duérmete", le dije yo. Me acuerdo que me impresionaron sus pies,
mejor arqueados, los dedos más parejitos y tersos que los de una muchacha.
Hasta quise pintarle las uñas y ponerle unas medias.
No, no habían cogido, reconoció Beatriz:
Bernal le había salido puto. "¡Pero claro!", gritó Emma, casi
triunfal, "¡cuando se pasan de bonitos, se pasan al otro lado!". Marta lo vio más bien con ojos de lástima y
comprensión. Ella leía muchos libros y admiraba a los jotos, que en ocasiones
eran muy creativos, decía, con mucho talento, como compensanción de lo que les
faltaba, ¿no?, y muy elegantes, muy finos, bueno, para
Bernal sufría demasiado el pobre, nos
contaba Beatriz. Mientras que el resto de los mortales, al ver su entrepierna
fabulosa, ceñida por Calzoncillos Chuza, en un gran puente del periférico,
alzaba hacia él los ojos y los deseos como hacia un artista de televisión o un
semidios, decía Beatriz, allá arriba, más arriba, entre los productores y los
empresarios que lo habían contratado finalmente, después de dos o tres años de
hacerla de extra en telenovelas o de bailarín en coros de segunda categoría, lo
trataban peor que a mujerzuela, que a esclavo. Como esclavo sexual, pues.
Le seguían pagando su buen sueldo, claro,
para que su imagen no anunciara otros productos que Calzoncillos Chuza, pero no
lo dejaban tan fácilmente ni cantar en un palenque (aunque cantaba mal,
tipludito), ni hacer un papelito en una película (aunque tartamudeaba y se
ponía tieso frente a las cámaras). Nada. Para todo tenía que pedir permiso, y
hacer grandes méritos. "Y qué méritos, manas, de veras que yo no había
oído de tanta maldad en el mundo", exclamó Beatriz, escandalizada. Ni
siquiera le seguían tomando fotos. Le habían tomado ya como cien mil fotos.
De modo que Bernal se la pasaba entre
albercas y fiestas, sobreviviéndose a sí mismo, imitando las poses de los
anuncios, los labios húmedos, los ojos entre deseosos y nostálgicos, sonriendo
cuando lo reconocían y le hacían chistes sobre los Calzoncillos Chuza, soñando
que su oportunidad de ser una estrella vendría después, cuestión de tener
paciencia. Dejándose financiar por cada ruco, por cada esperpento. Beatriz
había visto cómo, en Malinalco, junto a la alberca, un productor de tele
viejísimo, bien influyente, al que nombraban Ponce, ya medio podrido él, como
oliendo a tumba, le ofrecía un viaje a Orlando; y cómo Bernal, más drogado e
indolente que una planta, se dejaba traer y llevar y veía con ojos soñolientos
cómo otros decidían por él. "Sálvame, manita, mi ángel de la guarda.
Llévame de aquí, adonde sea, pero sácame de aquí, ahorita", le había
suplicado a moco tendido, cuando el ruco putrefacto de Ponce lo derribó de su
silla con un bofetón.
"Los cabrones no lo van a dejar salir
vivo de Calzoncillos Chuza, nos dijo Beatriz. Cuando su contrato termine, ya va
a estar arruinado, bofo, con los nervios destrozados, en una clínica de
desintoxicación o algo así. Y sin un clavo. No ahorra nada. Con ese tren de
vida, nomás junta deudas". La tragedia de Bernal era que, a pesar de su
éxito como modelo, seguía siendo un buen chico, tímido y sensible, pensaba
Beatriz. Entre puros tiburones podridos, vulgares. Entonces los viejos
maricones empresarios, productores, directores, los mandamases de la publicidad
y el espectáculo, pues, primero lo cortejaban y lo llenaban de regalos, pero
luego, a la hora de cumplirles como macho en la cama, Bernal nomás no podía.
"¡Pues cómo va a excitarse ningún muchacho con semejantes lagartos
podridos!", exclamaba Beatriz, indignada. Entonces lo insultaban, lo
acusaban de parásito, de impotente; se lo cogían, lo ponían a hacer strip-tease
en las fiestas privadas, a mamar y a dejarse coger en público por lo invitados
y hasta por los meseros; y luego a veces lo madreaban. Todo porque era un
fraude. Un cuero de látex, de vinil, le decían.
Y Bernal no se defendía, les había
agarrado pánico, les pedía perdón, trataba de congraciarse con ellos, se
esmeraba para medio cumplirles como macho; tomaba jalea real, vasotes de
mariscos, todo con tal de no le declararan la guerra, porque decía que cuando
alguien se peleaba con uno de los podridos, era como si se peleara con todos y
no le volvían a dar ningún contrato de nada. Y no alcanzaba a explicarse cómo
fulano y sutano, así, fácilmente, sin ponerse nerviosos, sin asco, sin nada,
les cumplían a sus podridos sin contratiempo alguno. Así, como si jugaran
futbol, o se echaran una cascarita por la calle. Creyó que de veras era
impotente y hasta fue a ver a un sicoanalista.
Para entonces los rucos,los podridos, ya
lo habían catalogado como un falso galán que a la hora de la hora nada de nada,
y lo ocupaban nada más de anzuelo. Yo pensaba que cosas así, de maldad tan
elaborada, sólo pasaban en las películas viejas. Como su contrato lo obligaba a
asistir a eventos sociales y fiestas en el plan de la imagen de Calzoncillos
Chuza, lo hacían ir guapísimo a todos lados, a brillar, y claro que atraía a
muchos chicos y chicas cuerísimos, con los que de inmediato los podridos entraban
en contacto, y les ofrecían esto y lo otro.
Así reclutaron incluso a Beatriz, junto a
esa alberca de Malinalco, porque te digo que en sus buenos momentos,
Beatriz decidió entonces cuidar a Bernal,
acompañarlo, protegerlo. Lo adoptó como su alma gemela. Lo llevó a nuestra casa
para sacarlo del medio nefasto de los espectáculos y de la publicidad. Pero al
día siguiente, cuando estábamos desayunando, y le decíamos a Bernal que si de
veras quería rehacer su vida y el buen camino y etcétera, podía trabajar muy
bien en algunos negocios modestos, como empleado de una tienda o de un restorán, para empezar, llegó a la casa
un adorno floral, enorme, carísimo, para Beatriz. Era del podrido rasguñado.
"Si el señor Ponce en el fondo no es tan mala persona...", dijo
Bernal, como resignándose a pesar de todo a su destino, que al menos no tenía
que ver con ser empleado de tiendas o restoranes. "¿Pero cómo carajos supo
nuestra dirección?", rugió Emma.
Todas comprendimos, sin necesidad de palabras, que Beatriz había
aceptado al lagartón. Al anochecer salió despampanante, con Bernal. No la
volvimos a ver en varias semanas. Recuerdo que Bernal se veía más atractivo que
nunca con su inflamación en los labios, sus manchitas rojas de merthiolate: era
como el detalle vivo, sensual, que humanizaba su belleza. Hice que me besara
largo en la boca con esos labios, nomás de travesura. Y me relamí el sabor del
merthiolate.
Nos empezaron a invitar a algunas de sus
fiestas, de sus cocteles. Actuaban como novios, y yo me preguntaba si Beatriz
había conseguido reformar a Bernal, o si solamente fingían para protegerse
mutuamente de los lagartos; e incluso me pregunté si la desaforada de Beatriz
no había llegado al extremo de también emplearse como carnada de Ponce,
reclutando ninfas y efebitos para los caimanes. No quise creerlo. De cualquier
manera, seguía tremenda. Nos daba, ahora sí, bastante dinero, "a cuenta de
mis deudas", decía, con su sonrisa irresistible. Y también joyas, que les
robaba en las fiestas a las borrachas. Nos hicimos las tres de unos colgajos
divinos. Brillaba más que nunca. Se veía más hermosa que nunca al lado de
Bernal, como verdaderos príncipes de cuentos de hadas.
No llegó a aparecer su foto en ningún
anuncio de las pantimedias Konstanze, pero sí, muchas veces, adorable, en la
sección de sociales de los periódicos. Recorté varias. Así algunos meses. Hasta
pensé que uno encuentra la fortuna donde menos lo espera, y que Bernal, a pesar
de todo, era su amuleto contra su inveterada mala suerte; que ahora sí Beatriz
iba a tener la felicidad que merecía. Y que Bernal también, con ella, como que
contaba con quien lo defendiera. Cuando a una la asedia tan rigurosamente la
mala suerte, no hay como un buen amuleto. Y ellos, felices, se habían
encontrado el uno al otro, preciosos, se iban a comer el mundo mientras
siguieran juntos, pensaba. Entonces, en la sección policiaca de los periódicos,
apareció su foto, con Bernal: presos por tráfico de drogas.
Marta, Emma y yo la fuimos a ver una
mañana de domingo a la cárcel de mujeres. Ibamos preparadas para encontrarla en
medio de la desdicha, pero también a ver cómo se sobreponía a ella y de pronto
la dejaba atrás, rumbo a una nueva aventura. Nos habíamos acostumbrado a no
tomar tan en serio sus fracasos, era como una artista de la derrota, una
trapecista de la mala suerte, que a final de cuentas, después de tantos
tropiezos, todavía hacía poco tiempo la habíamos visto entera y
reluciente. Por eso nos impresionó más
verla amarilla, abatida, flaca, casi sonámbula. Se daba por vencida, se rendía
finalmente. Nos sonrió con una mueca demacrada y no llegamos a conversar gran
cosa con ella, a todo nos respondía con frases breves, mecánicas, ausentes. Era
el fin.
Las acusaciones de tráfico de drogas se
mezclaron muy pronto en la prensa con rumores escandalosos, que hacían aparecer
a Beatriz y a Bernal como cabecillas de una banda que era a la vez una secta
satánica, empapada de santería caribeña, que de los ritos de sacrificios de
animales había avanzado a los sacrificios humanos, para asegurar el éxito, el
vigor y la salud de sus agremiados, entre los que había banqueros, senadores,
estrellas de cine. Se hallaron amuletos de huesos humanos y cadáveres mutilados
en diversos ranchos y quintas de narcotraficantes, policías, políticos y gente
de los espectáculos. Desenterraron la mitad de una niña en el jardín de aquella
quinta de Malinalco. (Bueno, dicen: ya sabemos en México que la policía inventa
las pruebas y los cargos que quiere de cualquier cosa contra quien se le pega
la gana, así que yo ni creo ni niego nada.) Nuevas investigaciones sacaron a
relucir fotos en las que aparecían personas famosas, y también Bernal y
Beatriz, vestidos como sacerdotes de películas de horror. Así: caftanes,
turbantes, cucuruchos, tiaras, cetros, collares, tatuajes. Beatriz declaró que eran fotos de una fiesta
de disfraces. "Si nosotros no sabíamos nada de eso, ayudábamos a
divertirse a los rucos, eso era todo, nos la pasábamos en el reventón, nada
más", decía.
Otro domingo que la fuimos a visitar, la
propia policía de la cárcel nos secuestró a las tres y nos encueró, nos manoseó
hasta por donde no, nos fichó y nos estuvo interrogando como a sospechosas, con
amenazas de tortura, casi veinte horas: Beatriz se había fugado
prodigiosamente, como si los ritos satánicos la hubieran vuelto invisible. Finalmente nos dejaron ir, aterrorizadas,
como escapadas de la tumba por un pelito. Marta y Emma ya no quisieron saber
nada de Beatriz, y de hecho, poco después nos separamos, por muchas razones,
pero sobre todo porque ya la juventud se nos estaba acabando y empezamos todas
a sentar cabeza. Quién lo dijera: las tres salimos amas de casa bastante
respetables. Yo de plano me casé por la iglesia y de blanco.
Pero yo nunca me creí el cuento de que
así, por arte de magia, Beatriz se hubiera escapado y me sospechaba lo peor:
que el podrido Ponce la hubiera mandado matar dentro de la cárcel, para que no
soltara más información. Y me dolió: ves que la quise como a una hermanita. Y
como soy un poco parecida a ella, en lo terca y enloquecida, un domingo, dos
años más tarde, sin más me apersoné en
el Reclusorio Sur para hablar con Bernal. Ahora sí iba preparada a situaciones
tremendas. Había visto en mi vida las suficientes películas sobre cárceles para
saber lo que les pasa a los muchachos jóvenes y guapos, sobre todo si son
jotos, en una cárcel, entre delincuentes salvajes de la peor ralea que llevan
años sin mujer.
Me lo imaginaba enfermo, esclavizado,
denigrado, violado, obligado a todo tipo de servilismos y humillaciones,
golpeado, acuchillado incontables veces por todo tipo de caníbales y
orangutanes. Iba a ver la momia o el cadáver del príncipe que había sido
Bernal, ora sí que lo que quedara de él.
Pero lo encontré perfectamente.
Claro, sin la cabellera, la ropa, las lociones, el resplandor de antes,
pero sano, creo que hasta con mejor color, sonriente, tranquilo y ya como un
poco afeminado, que no lo era antes. No se trataba precisamente de algún ademán
o expresión nuevos, sino de una actitud totalmente femenina, como de señora de
clase media. Por fortuna, me dijo, no le había tocado sufrir vejaciones de los
demás presos: don Edmundo lo defendía. Se habían conocido desde antes, pero en
la cárcel se habían enamorado. "El primer amor de mi vida, el único;
déjame que te lo presente, Nena".
Me imaginé uno de los potentados podridos
que habían destruido a Beatriz y traté de reprimir mi rabia. Pero no, a quien
me presentó fue a un hombrecito moreno con pelos de púas, flaquito, humildón,
casi enano, cacarizo, con bigotitos chorreados y dientes de oro; era
exageradamente machito y andaba todo tieso como charro, y parecía tener gran
ascendiente entre los demás presos. Le tronaba los dedos a cada preso
fortachudo, le daba órdenes perentorias a cada preso gigantón.
Apenas le llegaba al pecho a Bernal, pero
mi viejo amigo le rendía culto como recién casada, lo miraba con ojos de
adoración, le alisaba el pelo, le cogía la mano mientras conversábamos. Lo
llamaba papi todo el tiempo: "¿Verdad que sí, papi", como si para
cualquier cosa necesitara su apoyo, su autorización. Don Edmundo había sido durante años el
cocinero personal del señor Ponce, todavía prófugo. "¿Y qué han sabido de aquélla?", pregunté en clave, como en
telenovela de misterio.
Bernal rió ampliamente, don Edmundo a
carcajadas; miraron hacia todos lados y me enseñaron furtivamente una
fotografía: Beatriz con uniforme de azafata de una compañía aérea europea. Se
veía más hermosa que antes. Vi con envidia que Beatriz era de las muchachas
guapas que no pierden nada con la edad, por el contrario, como que van ganando
sensualidad, picardía, que sé yo, conforme se convierten en señoras. Porque mi diablilla ya tenía todo un porte de
gran dama. En cambio yo, por más dietas
que hago... "Por fin realizó su sueño", dijo Bernal, "anda
dándole la vuelta al mundo; con un nuevo nombre, claro".
No pregunté más. Pero salí feliz de la
cárcel. Por mí, por Bernal, por Beatriz, hasta por don Edmundo. Me llegó el tiempo de casarme y mi primer
embarazo, el de mi hija Rosita. Fui a celebrarlo con mi marido a un restorán
caro de Polanco,
"¿Pero
qué estás anunciando, alma mía? ¿O que celebras, mi amor? ¿Cuándo
saliste?", le pregunté a gritos, creyendo que había ido al mismo restorán
a una comida de gala. A lo mejor lo estaban presentando como modelo exclusivo
de una gran marca de tuxedos, o al fin había conseguido un estelar en la
televisión. Bueno: era solamente --pero muy feliz-- el nuevo capitán de meseros
de
"Por cierto, me susurró Bernal, hay
noticias de aquélla. Abandonó la aviación
el año pasado. Su nuevo giro son las alfombras persas: hace poco huyó de
España, con pérdidas cuantiosas, pero está a punto de tomar Amsterdam por
asalto."
1 comentario:
Lo leí de un tirón. Excelente!!!
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