PRÓLOGO A LA EDICIÓN DE LOS IMPRESCINDIBLES DE EDITORIAL CAL Y ARENA
A la memoria de Ilya de Gortari y Olivier
Debroise
1
En el centenario de su muerte, Guillermo Prieto (1818-1897), uno de los
mayores escritores y héroes cívicos mexicanos de todos los tiempos, recibió un
temible homenaje: la recopilación de sus Obras
completas (ed. Boris Rosen Jélomer, Conaculta) en ¡32 tomos!, algunos muy
gruesos.
Semejantes homenajes
exterminan a los lectores, aunque en este caso tal Babel hemero-bibliográfica
resultaba necesaria, e incluso muy tardía, pues Prieto compromete no sólo el
gusto literario, sino todo el siglo XIX como uno de sus mayores protagonistas
(5 veces ministro, 18 veces diputado, incesante colaborador de innumerables
diarios, revistas, libros, academias) en cuanto político, escritor-de-combate, maestro,
testigo, cronista, poeta (el poeta mexicano más prestigioso de su siglo, según
encuesta de 1890 del diario
Acaso más que cualquiera
de los otros 29 próceres de
Advierto mucho folklore
nacional en ese prototipo mítico del Mexicano-con-mayúsculas (tan buen-muchacho
incluso de viejito, tan llano, tan sin pretensiones, tan burlón de sí mismo),
pero sospecho también no poco folklore personal inventado, construido, acuñado
con prestigios de articulistas españoles y novelistas franceses. Debe
destacarse su sentido del humor y su gran generosidad para la conversación,
para el castellano coloquial del México callejero de su tiempo, que se ahínca
como la parte sustancial de su obra.
Es posible incluso que su
castellano coloquial ya no lo fuese tanto
en el momento de la primera publicación de sus prosas: está más cargado de
arcaísmos y pintoresquismos que sus contemporáneos; pudo ocurrir que, desde
joven, haya incorporado palabras y expresiones ya en desuso, fabla de abuelos, como rasgo de estilo. Que también haya sido
memorioso de los tiempos de sus mayores. Del mismo modo, exagera los giros
campesinos y populares, saboreando las incorrecciones como verdaderas
golosinas: la fabla ranchera o la fabla
del pelado. (En realidad, Prieto siempre fue capitalino, de origen algo
cómodo aunque con épocas de miseria, y con una personalidad precozmente
intelectual.) Sus prosas juguetonas suelen ser más barrocas, pintorescas,
plebes y arcaizantes que las serias, lo que hace sospechar que sus
barroquismos, arcaísmos, plebismos y pintoresquismos fuesen desde el principio los
colores elegidos para su paleta lúdica. Pero no debe pasar desapercibida la
música del prosista, el refinamiento estético incluso en sus aventuras de
deslenguaje: fue en cualquiera de sus formas, y sobre todo cuando escribe en
laberintos, uno de los mayores artistas del castellano en México.
Ahora lo conocemos sobre todo
por un libro-summa que no leyeron sus contemporáneos: Memorias de mis tiempos (póstumo, ed. Nicolás León, 1906), aunque
en él se compendian tanto sus conversaciones como los trazos periodísticos que
lo hicieron tan célebre (y tan querido) desde muy joven. Es probable que haya
intuido en sus últimos años que legaba a la posteridad un caos hemerográfico y
se haya propuesto condensarlo en un tomo de tomos, para lectores futuros. Su
fortuna con la posteridad reside sobre todo en este libro, fundamental para
todo conocimiento del siglo XIX mexicano.
Difícilmente, sin embargo,
como en el caso de su gran amigo Ignacio Ramírez El Nigromante, podremos reconstruir cabalmente la voz que se oyó en
su tiempo. Los lectores y el pueblo semilustrado sobre todo conocieron y amaron
al poeta Prieto y al orador Ramírez. El gusto del siglo XXI
(e incluso el del XX) se aparta de esa poesía y de esa oratoria marcadas por un
patriotismo romántico dirigido a un público elemental y ardoroso, con poca o
ninguna ilustración, que había surgido a la vida nacional independiente en un
deplorable estado de miseria y de incuria casi silvestres; y que no estaba
acostumbrado a leer -pero en absoluto- sino
a oír y a declamar: escuchaba en
corrillos, fogones y festejos: sermones, discursos, canciones y poemas que
circulaban en la tradición oral y asimismo en la prensa, como ornamento de
almanaques, calendarios, hojas volantes y variados fascículos misceláneos de
principal intención política, comercial o devota.
Esa escasa o nula
ilustración no era siempre, desde luego, equivalente de incultura: su cultura
era otra, de tipo oral y tradicional, más atento de la conversación y de la
lectura en voz alta que del texto silencioso; muy dado a ritos y ceremonias,
bailes, posadas, desfiles, misas; tertulias, cafés, tabernas y mentideros;
hábil para memorizar y recordar, incluso para recitar e inventar; entusiasta de
fervores cívicos, militares y religiosos, y jubiloso de que sus escritores
cultos lo pintaran incesantemente en la prensa periódica, en las ceremonias y
en el teatro incluso con todos los ácidos de la caricatura.
Esa cultura escasamente
alfabetizada era profusamente trabajada en la iglesia, la escuela y los eventos
cívicos, pero sobre todo en la casa (casas colectivas, vecindades). Aun en
casas humildes la recitación, el canto e incluso la improvisación de todo tipo
de letrillas formaba parte del entretenimiento cotidiano (casi no había otras
diversiones, más que el trago y la baraja o, rara vez, los toros y los gallos),
así como la representación por los miembros de la familia y los vecinos,
especialmente los viejos, las mujeres y los niños, de todo tipo de comedietas
de origen más o menos sacro. Muchas plegarias así como muchas lecciones escolares, incluso de ciencias y técnicas, se
difundían en verso, por el apoyo y el gusto que la métrica y la rima daban a la
memoria.
Hay que advertir que los
no-lectores arcaicos muchas veces apreciaban y atesoraban más el texto que los lectores
alfabetizados modernos: desde principios del siglo XVII hubo memorillas capaces de aprenderse de pe a
pa, de una sola oída, toda una comedia de Lope. Esos memorillas eran poco letrados. Pero incluso el público común y
corriente recordaba durante mucho tiempo fragmentos y escenas completas que
había visto apenas una vez, y que se volvían parte de la conversación cotidiana
y de la vida social. El público salía de los teatros recitando, glosando y
parodiando; se corregían y comentaban los unos a los otros, armaban
competencias; representaban las escenas para quienes no habían tenido la suerte
de verlas con los actores.
Esto seguía ocurriendo en
México en los años de los nuevos dramaturgos Fernando Calderón e Ignacio
Rodríguez Galván. Asimismo, el público de Lizardi, Bustamante o Prieto podía
recordar e incluso memorizar fragmentos de textos, en prosa o verso, pero sobre
todo poemas, que leía o escuchaba leer pocas veces. Algo parecido ocurría con
la música: la ciudad de México por entero se impregnaba de ciertas arias de
ópera, opereta y zarzuela que acababan de ser representadas apenas dos o cinco
veces en sitios sólo accesibles a unos cuantos, y que sin embargo al poco
tiempo andaban en las gargantas y en las guitarras (previsiblemente
destempladas y desentonadas) de todos los vecinos. El propio Prieto nos cuenta
que, como Don Quijote, se encuentra por los caminos a gente sencilla que ya
anda recitando las letrillas que apenas
acaba de componer, como la célebre “Marcha de los cangrejos”. En muchas otras ocasiones,
Prieto glosa y parodia poemas y canciones ajenos que ya conocía el público. Era
gente extremadamente receptiva y plástica para los textos orales, y practicaba
en vivo todos los ejercicios que ahora se llaman “intertextuales”. Prieto da
razón de varios pasmosos improvisadores en verso que no publicaban nada, ni
siquiera pensaban en ello. Por entonces la poesía no se hacía para publicarse;
se publicaba sólo por accidente, lujo o golpe de suerte, y no importaban tanto
unos escasos compradores de libros frente a inagotables escuchas. La mayoría de
los poemarios eran tardíos o póstumos.
A ese público se dirigían
el poeta y el orador populares. En cuanto a su abundante, casi asfixiante color
local, no puede olvidarse que este folklorismo de Prieto era exclusivamente
para consumo interno, y de ahí las enormes libertades que se toma son su gente:
no había turismo, ni lectores extranjeros para los vates locales. El folklore
de exportación y lucimiento ante el mundo empieza después de la revolución, con
el éxito de la pintura mural y la escuela mexicana de pintura y artes
plásticas. Prieto, por el contrario, ofrece un furibundo folklorismo de combate
a la manera de Ramón de Valle Inclán. Cita mucho a Goya.
Nada más remoto pues del
nacionalismo complaciente que suele agobiar a México, que el nacionalismo
esperpéntico de Prieto, no por ello menos enamorado de sus poblanas de enagua
roja, tan tías de la duquesa que Job amó; de sus rotos y currutacos, de sus
curas mitoteros y militarotes de opereta sanguinaria, de sus pelados,
carniceros, cargadores, trajineros, monjas, beatas, tragones, atildados
ridículos, viejos raboverdes; leperitas prendadas de rotos, pelados que se
quejan de los desdenes y regateos de las léperas y de las vendedoras de chía; raterazos
consuetudinarios y escuincles atorrantísimos; fauna de teatros, plazas de
toros, mascaradas, fondas, cafés.
Se diría que el elenco de
esta farsa tricolor no está conformado sólo por tipos (aunque abundan los
cuadros de gran riqueza y precisión costumbristas), sino también por
excéntricos incurables, casi seres imaginarios: los tipifica un sistemático
delirio de excentricidad a toda orquesta con una irrefragable vitalidad que
asombra a cada instante.
Todo su clima es comedia,
de ahí que con frecuencia pasen a segundo término sus programas y matices
ideológicos y prevalezca el espectáculo risible. No es en absoluto necesario
compartir sus opiniones para disfrutar su mundo, de modo que conviene preferir
en una antología los textos donde mejor luce su materia verbal, y no tanto su
ideología, que de cualquier modo impregna toda su escritura, ni su minuciosa
trayectoria de prócer.
2
Con frecuencia se reprocha a Prieto y a Ramírez que no hubiesen sido más
refinados (“esos máistros y no
maestros”, bromeaban Reyes y Novo): no les tocaba serlo, sino fundar la patria,
su literatura y su política, su prensa y sus instituciones. La eficacia, el
fragor de los poemas de uno y de los discursos de otro se resiste empero, una y
otra vez, a la imaginación del lector “posmoderno”, descontentadizo y como
decepcionado o harto de la cultura. En Prieto, en cambio, todo es entusiasmo y
furia de vivir, incluso entre las pesadillas sin despertar, que no sólo
recupera, sino exagera y alebresta, para multiplicar la diversión
multitudinaria. Una como jocundidad rabelaiseana anima tal rusticidad-algo-teatrera.
Por fortuna, como asimismo
es el caso de su otro gran amigo, el novelista Manuel Payno, Prieto nos ofrece
su voz personal en conversación desatada, no pocas veces sobreactuada,
redundante y desaforada; y adrede
poco vigilada, o desvigilada -deliberada y hasta jocosamente azarosa- con
delirios de risa o charla locas, algo reminiscentes, para mi gusto, de los
discípulos ilustrados de Cervantes y de Quevedo, que encontraron en la literatura
popular (charlas, letrillas, sátiras, fábulas, artículos de costumbres) una
salida de la sofocante y tiesa cultura
levítica que monopolizaba toda la civilización hispánica.
En ese sentido, charlar,
echar relajo y disparatar era secularizar: escaparse del claustro (clerical o
académico) rumbo a las utopías de la aventura montaraz o callejera. Casi toda
la prosa ilustrada española rebuscaba la frescura de la conversación, del
periodismo o del discurso laico, del teatro y sobre todo del género chico, el sketch. Ya estaba en fray Servando, por
ejemplo, y en Lizardi y Carlos María de Bustamante. Abundaba también este
estilo entre los escritos confiscados por
Sin duda existió para
Prieto y para Payno cierto romanticismo folklórico y nacionalista en tal
privilegio del habla vecinal y de fogón -un vecinal fogón barroquísimo- sobre
la escritura atildada, de “buen gusto”, pero también una prodigiosa intuición
de que en la conversación más libre y pintoresca detonaban todas las galas y
pliegues de su estilo, de su personalidad y de su arte personalísimos. A ellos
les tocaba escribir así. Destino es
estilo. Podemos acaso, a falta de otro, recurrir al ambiguo término de
“crónica” para abordar a semejantes Inclasificables, a estos prosistas-de-todas-las-prosas.
Él hablaba asimismo de “tradiciones”, “charlas”, “actualidades”, “escenas”,
“cuadros”, “apuntes”...
Las memorias bastante
novelescas de Prieto, las novelas bastante memoriosas de Payno (Los bandidos de Río Frío) habrían
perdido mucho si se las hubiese querido recortar y traducir demasiado rigurosamente
a los amanerados modelos de la escritura literaria al gusto europeo stendhaliano,
flaubertiano, barbey-d’aurevillesco, como por ejemplo le ocurrió muchas veces a
otro gran liberal-romántico: Ignacio Manuel Altamirano, en cuyas novelas
esforzadas se echa de menos a ratos el vuelo de sus crónicas rápidas. Incluso
Vicente Riva Palacio a veces sufre demasiado ante las convenciones del aparatoso
folletón histórico-sentimental, aunque desde luego siempre con pasajes dignos
de sus cuentos y de las crónicas jocosas, y con trozos de bravura caricaturesca
y pintoresca por encima del entramado artificioso.
El ideal literario de
muchos de ellos, curiosamente, no fue tanto la pureza o la concentración, sino
la grandiosa, dispendiosa, disparatada aventura nacional: Payno y Prieto
tuvieron un modelo folletinesco imposible que todas sus obras delatan: Los misterios de París, de Eugène Sue
-no remoto, desde luego, del perseguido por las novelas de Dumas, Balzac, Hugo,
Dickens. Escribieron los misterios de la ciudad de México y de las guerras
civiles e internacionales; Prieto se aventuró a otras zonas del país: Querétaro,
Puebla, Morelos, Zacatecas, Veracruz, Sinaloa, la frontera norte e incluso
llegó más allá que sus compañeros e interrogó larga y tenazmente los secretos
de los Estados Unidos.
Estamos pues en la era
bronca de los gigantes “rústicos”, que comenzaron la patria y la cultura
nacional prácticamente de nada (los prestigios prehispánicos y coloniales
habían desaparecido por completo de la cultura -y de la memoria- en vísperas de
El propio Prieto nos
recupera el perfil de los curas esperpénticos de hacia 1830, de los que fue muy
cómplice y compadre. Su primera publicación, muy temprana, consistió
precisamente en una letra sacra que se pegó en las puertas de algunas iglesias
céntricas; treinta años después lució otra publicación inolvidable: se pegaron
en esas mismas puertas los edictos de desamortización de los bienes del clero
expedidos por el presidente de
Sin embargo, si alguien siempre
recordaba algo de la cultura virreinal, mucho más que cualquier clérigo
decimonónico, era él. Nuevamente excepcional, Prieto se diferencia de sus
contemporáneos porque intuye -ayudado un tanto por Vigil y Orozco y Berra- la
riqueza secreta de sor Juana (conocía sobre todo sus “Liras”, que imitó) y de
la cultura indígena; cita con frecuencia a Clavijero y a Alzate; sabía algo
incluso de Sigüenza y Góngora. El desamortizador de los bienes del clero
regresaba a menudo a las fuentes no sólo populares, sino letradas, de la
amortizada cultura colonial.
Asimismo se empeñó
tempranamente en todo tipo de textos en resguardar la memoria de las costumbres
coloniales (que con frecuencia continuaron vigentes a lo largo del siglo),
incluso en detalles de los ritos de semana santa, de la vidas de las monjas y
de conventos, o de la historia de la capital, para no hablar de las costumbres
populares, de las comidas y las fiestas, de los episodios cotidianos,
instituyéndose así como uno de los principales patriarcas de los colonialistas
y en maestro de Luis González Obregón. Hay un gran Prieto colonialista.
3
Prieto también difiere de otros juaristas y porfiristas en otros dos
aspectos fundamentales: no estuvo de acuerdo con el marginamiento o el combate
de esos liberales triunfadores o triunfones
a los indios-que-insistían-en-seguir-siendo-indios, que no se modernizaban, que
no se volvían ciudadanos liberales y prósperos empresarios capitalistas, al
gusto del código liberal: hay en muchas de sus páginas una encendida
sensibilidad indigenista, casi de fraile misionero; y tampoco estuvo de acuerdo
con la manipulación autoritaria de la democracia: cuando el Benemérito se
perpetuó a la mala en el poder (1866), renunció a su ministerio con un panfleto
más que claridoso, salió del país y se opuso a la tiranía de los últimos años
juaristas, sin perder por ello la admiración por su gran héroe-Benito.
Tampoco admitió el exilio
más o menos dorado con que don Porfirio se deshacía con bastante facilidad de
sus viejos camaradas; prefirió una especie de exilio interno en el Porfiriato:
siguió hasta su muerte como pobre profesor de escuela (muchas escuelas) y
periodista modestísmo, sin otro pedestal que el amor, ese sí abrumador, de sus
alumnos y lectores: el casi harapiento, cochinón, sentimental y jocoso viejito Prieto de fines del siglo XIX.
Ese exilio interno era
algo forzado: no fue meramente por obsesión memoriosa que el viejo Prieto se
dedicó durante sus largos y marginados años porfiristas a reciclar sus
memorias, sus romances y crónicas antiguas: no se le permitía ocuparse de otras
cosas.
Se antojan escasas y
apagadas sus críticas al porfirismo a lo largo de esos veinte años, y Prieto en
otro tiempo había armado tremendas trifulcas periodísticas a la menor ocasión.
En más de un sentido don Porfirio lo desterró, por nueva orden suprema, a las
memorias de sus tiempos. ¿Hay cierta palinodia socarrona, cierto reproche
indirecto al triunfo liberal, a ese club
de triunfones, cuando Prieto lo zahiere por petulante y ridículo, y en
cambia ensalza a otros liberales, los
sencillotes y menesterosos, los previos al Gran Triunfo? No debe desdeñarse la
lección viva para las nuevas generaciones de un Prohombre de
Prieto y Payno: Una
literatura a pelo y sobre la marcha, admitiendo con feliz humorismo la ironía
de plumas que se solazan en su circunstancia y su naturaleza dizque payas, semi
(anti)letradas, simplonas, callejeras, peladonas y leperuzcas, fascinados por
la jocosa “patria espeluznante” que diría López Velarde.
Durante la vejez de Guillermo
Prieto (y de hecho, desde la fundación de la revista El Renacimiento de Altamirano, al triunfo de Juárez sobre todas las guerras de Reforma,
intervención francesa e imperio de Maximiliano) ya se ajetrea una generación de
autores y lectores con una nueva sensibilidad, que todavía no saben que se les
llamará (muy impropiamente) “modernistas” y que ahora vemos encabezada por
Manuel Gutiérrez Nájera, a quien sus contemporáneos, como Justo Sierra, por el
contrario, no vieron sino como una culminación y depuración del romanticismo
liberal de todos ellos: Prieto, Ramírez, Payno, Riva Palacio, Altamirano; e
incluso de los maestros de éstos: fray Servando, Navarrete, Quintana Roo,
Lizardi, Carlos María de Bustamante, Alamán, Heredia, Fernando Calderón,
Ignacio Rodríguez Galván, Flores, Acuña...
Cierto canon poético pretende
entronizar a Martí, a Gutiérrez Nájera, a Díaz Mirón, a Othón sólo como fundadores del modernismo:
sabemos que varios de ellos alcanzaron a denostar con todas sus letras el gusto
modernista, y que todos se sentían más cerca de sus maestros romanticotes que
de sus atildados discípulos decadentes o satanistas. Se consideraban más bien
románticos plenos, vigorosos, culminadores y no meros precursores de una
crepuscular, conjetural escuela futurista: byronianos, victorhuguescos,
balzacianos, suenescos, dumasianos; más que baudelairanos, verlaineanos,
mallarmeanos o rimbaudianos. Hay mucho legado de Prieto en los románticos más
jóvenes y en los primeros modernistas.
Me gusta imaginarme a
Prieto como amigo literario de Michelet y de Renan (fue tenaz divulgador de
Seignobos); a Fidel como compadre de Fígaro (Larra); sus escenas parianescas como escenas matritenses
(Mesonero Romanos). Y si Gutiérrez Nájera, Díaz Mirón o Luis González Obregón
alcanzan desde luego cierto parentesco con la gran revolución verbal e
imaginativa de Rubén Darío, con mayor razón encarnan cierta culminación, cierto
perfeccionamiento de los ideales de la literatura romántica de sus maestros.
La poblana de enagua roja
siempre quiso ser una Duquesa Job;
Hay por otra parte una
gran sensatez ranchera, extremadamente antiextremista,
supersónicamente antimoderna en Prieto: liberal puro y duro, sigue siendo
religioso (su poesía mariana, por ejemplo, es abundante); mira con más que
ironía las novedades industriales, eróticas, comerciales y teosóficas; busca el
fresco nacionalismo de los tipos-antitipos y las carnavalescas sensaciones
concretas (los términos máscara y carnaval son básicos en sus escritos), a
la vista, palpables en todos sus desfiguros. No asombra entonces que gran
cantidad de las sátiras del modernizador y civilizador Prieto se dirijan precisamente
contra los preciosos ridículos que se andaban modernizando y civilizando
demasiado y al dos por tres.
No ama solamente una patria
ideal, límpida y eficiente proyectada al futuro, sino su astrosa patria real de
todos los días. Si el modernismo comienza en los hijos literarios de Prieto,
vuelve nuevamente a él para terminar, con su gran nieto López Velarde: la
novedad de su patria es precisamente la vuelta a la narrada por Prieto.
Fuensanta era una Duquesa Job que recobraba el gusto por ser poblana (o
jerezana) de enagua roja. Desde el tremendo examen de conciencia de la cultura
mexicana moderna que ejerce López Velarde durante las desdichas de
4
Leemos en el siglo XXI la refundación de la literatura (y aun de los
registros del habla) modernos de México que ocurrió desde los albores del XIX.
En el valiente código bronco, de cronista conversador y romántico,
antiparnasiano y antiacadémico, a caballo entre el nuevo periodismo hispánico
de Mesonero Romanos y Larra y las novelas folletinescas de Sue (¡y hasta Paul
de Kock!), Dumas, Balzac, sin perder del todo los resabios “polkos” -el
patriota Prieto tuvo su perejilito de polko- de un país sacristanesco y
militarote, ranchero e iletrado, añorando la conversión del púlpito virreinal
en la tribuna constituyente (a la manera de Lizardi o Ramírez) y de las
letrillas devotas o chismosas de la lírica dieciochesca en la poesía
folklórica.
Prieto buscó el alma
popular en romanceros a la manera del tradicional español, pero también en
letrillas de opereta cómica y en sonetos o cuartetas didácticas y fabulescas
herederas de la literatura ilustrada hispánica, abundante en la prensa periódica,
devota y comercial del siglo XVIII. Una cultura moderna de autodidactas con
escasa y menesterosa escolaridad (alguna clase en sacristías y colegios
particulares, algunas becas nimias en San Juan de Letrán o Minería, muchas
discusiones engoladas en academias y liceos, muchos poemas memorizados en
calendarios y almanaques devotos): así se formaron los estupendos ministros de
Hacienda, de Gobierno y de Justicia; los legisladores intrépidos, los
novelistas renovadores, los pedagogos de nuevo cuño y los poetas modernizadores.
Ramírez, Prieto y Payno
sabían, desde luego, que en Europa y los Estados Unidos prevalecía una
literatura más refinada, que conocían y admiraban (hay bastante crítica
literaria contemporánea en los 32 tomotes); admitieron que su misión y su
estilo consistían, por el contrario, en recuperar las musas callejeras, las
escenas del México astroso y convulso, los cromos un tanto naïves (desde el punto de vista actual) de una cultura cívica que
todavía conservaba resabios y sonoridades de la sacristanesca. Reconoció el
magisterio fundador de Lizardi y de Bustamante (a quien defiende contra los denuestos
de Alamán en alguno de los prólogos a sus romanceros) y siempre conservó
cercanía con los perfiles, que recupera tan minuciosamente, de Quintana Roo,
Calderón y Rodríguez Galván.
En cierto sentido, con
Guillermo Prieto empieza nuestra tradición cultural moderna de manera conciente
y deliberada: reconoce y recupera como maestros a sus antecesores, lo que éstos
no pudieron hacer: Lizardi, Bustamante, Quintana Roo, Alamán, Mora, Carpio,
Pesado, “el gran Heredia”, Calderón, Rodríguez Galván no contaron con grandes
mentores; conforma una ecléctica pandilla más o menos romántica y liberal que
no excomulgaba del todo a los conservadores ni a los bucólicos, pandilla que
retomará Altamirano en El Renacimiento;
y decide permanecer en el país, a pesar de las órdenes supremas de don
Porfirio, como maestro y abuelo extravagante de dos o tres generaciones nuevas
y muy latosas: Revista azul, Revista
moderna...
En Prieto tenemos pues:
habla, conversación, paisaje, sensaciones, imaginación, juego, panorama social,
entusiasmo y regusto en la-vida-de-todos-los-diablos-del-peor-de-todos-los-siglos,
en el que se habían volcado, como chaparrón en destartalada vecindad, todas las
calamidades: derrumbes del orden español, de la cultura clerical, de la paz
social; continuas guerras civiles e internacionales; corrupción interna
laberíntica y explosiva, extrema precariedad en todos los órdenes precisamente
cuando se trataba de treparse por asalto, y sobre la marcha, al ferrocarril de
la modernidad industrial.
Tenemos también un temple recio, de quien sabe mascar rieles y
veranear en tempestades, con toda la risa (sobre todo las bromas a costa de uno
mismo), y un formidable talento para apreciar con todo entusiasmo los detalles
y nimiedades de la vida cotidiana, como si fuesen paraísos que compensan del
largo apocalipsis menesteroso: los chiles rellenos, los chismes, los garabatos
de la caricatura, los pulques, las anécdotas, el humor negro transformado en no
sé qué de sonrisilla casi infantil, con una especie de inocencia salvaje, de
anticipación fauviste que se quiere
ranchera y campirana, con cierto regusto beato y mocho (ya sabemos que nuestros
matacuras fueron supercuras laicos). Prieto no pocas veces al charlar
jocosamente, también predica, y se muere de risa ante el esperpento de su
propia predicación. Sospecho que cuando se burla de cierto aire clerical de que
había quedado impregnado su tenorio amigo Payno desde la infancia, está también
guiñándose socarronamente al espejo. A ratos, en su crítica de las “malas
costumbres”, el liberal Prieto resulta, como Lizardi, más estrecho y espantado
que los viejos curas, lo que termina conformándolo como un esperpéntico autor
regañón digno de su extravagante reparto.
No nos asombre que en
Prieto y Payno (como en ciertas páginas de Altamirano y Riva Palacio) se haya
logrado lo que las generaciones más cultas y desahogadas del siglo XX simplemente
no consiguieron: la recuperación literaria del habla, del panorama social, de
las costumbres y de la vida cotidiana de su tiempo, del elenco nacional
multitudinario -toda una comedia trigarante- y de su propio perfil
autobiográfico. Ese estilo prevalecerá. Está en Azuela, en Vasconcelos, en
López Velarde; incluso a mediados del siglo XX, Juan José Arreola buscará ese
tono en muchas de sus recuperaciones pueblerinas, como La feria.
Narradores de finales del
siglo XX pedirán inspiración a la musa callejera y coloquial: Elena Poniatowska
(Hasta no verte, Jesús mío), José
Agustín (Se está haciendo tarde. Final en
laguna), Luis Zapata (El vampiro de
la colonia Roma). La inspiración de la desordenada prosa coloquial de
Prieto (más afortunada que la de sus poemas, y que la oratoria de El Nigromante) goza de cabal y saludable
actualidad casi dos siglos después.
5
Las Memorias de mis tiempos se
instituyen como duradero paradigma de la recuperación del habla, del
espíritu-del-tiempo y del paisaje social mexicanos, y como inalcanzable
prodigio de la reinvención de uno mismo a través de la autobiografía: sólo
encuentro en el Vasconcelos de Ulises
criollo un ímpetu de construcción de un yo literario semejante (aunque éste
ya algo menos libre, ya uncido por un Mito-de-Superhombre).
Su continuación (una
continuación previa: ¡medio sigo anterior!, siguiendo los jocosos oximorones de
Prieto, pues la publicó desde 1857), Viajes
de orden suprema -el relato del viaje que debió realizar, sobre todo en los
pliegues del mapa de Querétaro, exiliado por Santa Anna a causa de sus artículos
periodísticos, representa un gran aliento del cronista de viajes que asimismo
dejó testimonios valiosos de otras regiones del país y de sus visitas a los
Estados Unidos. En algún momento la farsa se materializa, y el villano mayor de
toda la comedia, el tirano Santa Anna, quiere apalear ahí mismo al escritor que
lo fustiga.
Estos dos gruesos tomos
reúnen la más eficaz expresión de Prieto para el gusto contemporáneo y han recibido
considerable atención del público en las últimas décadas. Se diría que
entrambos -Memorias de mis tiempos,
Viajes de orden suprema- conjuntan la mayor parte de su obra perdurable
(son títulos señeros de toda la literatura nacional). Esta antología, que sigue
la edición de las Obras completas de
Boris Rosen Jélomer, ha procurado ofrecer una selección abundante de ellos.
Hay que enfatizar la
belleza de la noveleta Memorias de
Zapatilla (en las “Charlas domingueras” del 12 de septiembre al 10 de
octubre de 1875), en la que con todas esas armas guasonas, naïves, fauvistes y coloquialismos incluso en laberintos verbales,
narra episodios de la toma de la ciudad de México por el ejército
norteamericano.
Importa recalcar que la
notable revaloración que Prieto, Payno, Riva Palacio y Altamirano han recibido
en las últimas décadas coincide con un saldo atrozmente deficitario para sus
relucientes sucesores del siglo XX, que pretendían haberlos enterrado por
obsoletos y anacrónicos: la mayoría de los llamados narradores, poetas e
ideólogos de la (post)revolución, por ejemplo, o los autores de cosmopolitismos
urbanos y decadentes de temporada (temporada Milagro Mexicano, temporada Auge
Petrolero, temporada Ya-llegamos-al-Primer-Mundo, temporada Pura-Crisis). Los
patriarcas rústicos resultaron más ricos y durables de lo que nadie suponía. Se
apolillaron antes los pretensiosos, los resabidos
y los redichos, los demasiado
precipitada y extremosamente modernizados. Al parecer, al menos en prosa, los
primitivos románticos también le han ganado la batalla incluso a muchos sus estilizados
sucesores modernistas. Sólo la prosa de Gutiérrez Nájera y de Amado Nervo ha
alcanzado una recuperación semejante.
¿Qué debe revisarse del
resto de la enorme acumulación hemero-bibliográfica? La mitad de esos 32 tomos
está conformada por textos especializados de economía, política, discursos,
cartas, manuales de divulgación o pedagogía, siempre limpios e interesantes,
siempre algo improvisados, que seducen poco al lector de intereses literarios y
se ofrecen más bien como archivo al estudioso de su tiempo y de Prieto en
cuanto personaje público. Por lo demás, con frecuencia Prieto pierde la mitad
de su energía en escritos poco lúdicos; casi ni se le reconoce en sus textos de
autor-serio, cuyas ideas nunca difieren de las expuestas en sus crónicas. Hizo
bien en resistirse al almidón, la depuración, la etiqueta y el tono
sofisticado: lo habría perdido todo. Sabemos que tal era su consejo a Payno:
-¡No te me perfecciones, hermano; sigue dando lata tal y como incorregiblemente
eres!
Otros seis tomos recopilan
sus mil y un poemas, muchos bastante largos, como sus numerosos “romances
históricos” que se propusieron, un tanto abusivamente, relatar con una
versificación algo fácil, programática, de receta, a veces más bien mecánica,
los episodios de la historia patria, de la “historia de bronce”. Esa historia patria
romanceada de Prieto no está necesariamente mal, pero abruma por su
sobreabundancia y su sobrefacilidad; se trata del mismo material de sus Lecciones de historia patria (escritas
para los cadetes del Colegio Militar), que ya había reelaborado industrialmente
en todo tipo de géneros y ocasiones, pero ahora versificado con velocidad de
improvisador que se transforma en monotonía.
Fue empero una pedagogía
exitosa: los romances históricos se usaron muchísimo en las aulas, se
reprodujeron en libros de texto -incluso en los textos gratuitos de la segunda
mitad del siglo XX- y millones de niños los declamaron, y fueron
importantísimos para la cristalización de la “historia de bronce” que se
consolidó en el Porfiriato y reciclaron los gobiernos del PRI. Es todavía la
historia patria que vivimos, toda vez que los revisionismos históricos
recientes han mostrado escasa aptitud artística y se han resignado a meros
espacios políticos, mediáticos y académicos. Comparte no pocos vicios y
virtudes con la otra gran empresa de divulgación política de la historia
nacional: el muralismo.
Pero no engañaba a nadie:
no aspiraba a reediciónes. Prieto se repite mucho porque escribe para la
publicación (o recitación) inmediata y olvidable, casi sin memoria de lo que ya
ha escrito y publicado antes: muchos versos e incluso títulos se reiteran una y
otra vez como si los textos semejantes anteriores jamás hubieran existido. En
cierta manera no existían. Se escribía y publicaba para el día presente. Casi
se pedía al lector o al escucha que, por favor, no recordara nada: que todo
ocurriera de nuevo por primera vez. No es otra la actitud de los soneros que
improvisan coplas -siempre más o menos las mismas: de eso precisamente trata el
són- a cada rato. Prieto codiciaba en cada poema al lector fresco.
Cualquiera de esos
romances históricos se deja leer bien solo, varios abruman, el santoral
completo irrita y, por otra parte, se enfrentan no al público devoto de las
gestas heroicas de su tiempo, optimista y esperanzado, sino a una sociedad
ahora extremadamente fatigada de la propaganda política. Nada señala, desde
luego, que no puedan regresar, destino frecuente de los poemas de tema heroico
en todo el mundo. El trovador siempre canta bien y cuando desafina es porque le
gusta desafinar, le parece insulsa tanta servidumbre al solfeo.
6
Hay una voluntariosa vocación juglaresca en Prieto y en Payno. En cierta
manera era otro bohemio, no hacia las drogas, prostituciones, decadencias,
exotismos y preciosismos de “sus muchachos” modernistas (todo mundo fue alumno
de Prieto), sino hacia la rusticidad y la precariedad de sus viejos tiempos: en
1890 añoraba, cultivaba, las rusticidades, despropósitos, barbaridades e
incurias de 1830, cuando todavía no se habían inventado ni los fósforos y todos
los fumadores debían tener su braserito prendido a la mano todo el día; o de
1855, cuando ya había perdido la fe religiosa...
Era a su modo otro lion incroyable en su desaliñada, pero
rebuscada, rusticidad y en su acrisolada virtud a pesar de sus innumerables
bromas. Los modernistas, que dizque no se escandalizaban ya con vampiros ni con
misas negras, sí se escandalizaban, y mucho, con la facha y el beligerante
anacronismo de Prieto, casi frailecito astrosísimo al final, él, ¡el único
monumento vivo y presente de toda la historia de broncel! ¡Cómo le gustaba
lucirse como pobretón, perdedor, mero aficionado, algo disparatado, basurita!
Si tal era el final del mayor de los ídolos, ¿qué les esperaba a los
principiantes? Se chismeaba que Prieto más bien chocheaba o se hacía el loco.
Que sufría el snobismo del autopobreteo y del autoninguneo... Fue deporte
nacional de los modernistas burlarse de su tan querido viejito: Valle-Arizpe
seguía muerto de risa cuando describía tal figura hacia 1940.
La poesía de Guillermo
Prieto sin embargo sigue estando en debate, pues todavía no se ha decidido que
su musa romancesca, callejera, sentimental o satírica, que para el canon
romántico era perfectamente legítima -como lo sanciona el elogio supremo de
Marcelino Menéndez y Pelayo-, deba ser desterrada para siempre en obediencia a
los códigos poéticos posteriores más restrictivos, del simbolismo o la poesía
pura, que a su vez naufragaron ya hace mucho tiempo...
Sigue habiendo habla y canto,
humor y panorama en ella; incluso ofrece no escasos puntos de contacto con la
poesía vanguardista de Valle Inclán, Alberti, García Lorca, Neruda, Huerta o Sabines
y del neorromanticismo coloquial de buena parte de la poesía en lengua
castellana de la segunda mitad del siglo XX, que como el propio Prieto,
recobran los moldes del romancero y de la poesía de tipo popular para elaborar
su nueva expresión culta y personal. Así, por ejemplo, León Felipe y los poetas
cancioneros o chansonniers (a la
manera de Prévert) de 1950... ó 1970 ó 1990 recordaban a Guillermo Prieto.
También ha dejado de
imperar el criterio algo escolar y parnasiano de que los poemas satíricos, las
canciones, las coplas, los epigramas, los juguetes verbales o cualquier especie
de corridos o cuentos en verso sean necesariamente poesía menor o no-poesía: mera
prosa-en-versitos: Ahora todo es (puede ser) poesía, como en la juventud de
Prieto. Sospecho que siempre el mejor poeta Prieto es el que sobre todo se divierte,
y que su mejor poesía está en las letrillas juguetonas... pero bastante
decentes. El terrible Prieto siempre era un buen-muchacho: ahí residía su
espanto particular, en que nunca tomaba el partido del diablo. Resultaba siempre incombatible y terminaba seduciendo a
los mismos enemigos y víctimas de su pluma. Este supremo comecuras es poeta
imprescindible en cualquier poemario guadalupano, por ejemplo. En su caso, como
en el de Ramírez, la biografía también importa para el disfrute de la obra,
pues la dota de una poderosa credibilidad que es consustancial con su acento.
Quedarían como “problema”
para el antólogo, pues, unos ¡ocho poderosos tomos! de prensa miscelánea,
generalmente periodística, de ensayos y crónicas, cuadros de costumbres o
apuntes de viaje, de calidad e interés bastante parejos, entre los que es
difícil elegir. Casi todo ese abundante material podría ser antologado y
resulta algo azaroso, en consecuencia, el criterio de selección. Siempre habrá
lectores que echen de menos tales o cuales artículos o crónicas específicos, o
que, por el contrario, aleguen que tal texto ya demasiado establecido se parece
muchísimo a otros diez, entre los cuales alguno parecería más fresco o variado
que el consagrado.
Ciertos autores han
considerado que el Viaje a los Estados
Unidos, “Los San Lunes de Fidel” (supuestamente los ocios alegres
del vago, pues en lunes ni las gallinas ponen, pero asimismo un guiño a la
columna literaria más importante del mundo: los Lundis de Sainte-Beuve) o las “Charlas domingueras” conforman parte
del mejor Prieto, conjuntos tan compactos y apreciables como las Memorias de mis tiempos o de los Viajes de orden suprema, mientras que
otros prefieren no privilegiarlos sobre el resto abundante de su escritura
periodística, y rebuscar la frescura de los textos azarosamente olvidados o
dispersos. Su estudioso norteamericano Malcolm D. McLean estimaba especialmente
el Viaje a los Estados Unidos... un pequeño viaje ¡de dos tomazos!
En cierta manera, fuera de
aquellos dos grandes títulos unánimemente acatados, la antología de la prosa
miscelánea de Guillermo Prieto sigue en construcción y en debate, no porque
tenga debilidades sino, al contrario, por la abundancia de sus textos
rescatables, de los que puede seguirse enriqueciendo la narrativa y el
periodismo actuales. Opino que siempre deben combinarse con las dos obras
maestras que fueron compuestas deliberadamente como libros mayores y centrales,
y que estructuran ulteriormente todos sus demás escritos.
Lejos de quedar superada
la discusión en torno a Prieto, que Alfonso Reyes quiso concluir hace más de
medio siglo con la fórmula diplomática, que también se aplicaría a otros
liberales-románticos como El Nigromante
(el menos afortunado actualmente en la recuperación estética, que no política
ni ética, de todo el grupo), de personajes con gran importancia histórica y obras
de escasa importancia literaria -verdaderos próceres y no verdaderos artistas-,
nos encontramos con que su escritura, en apariencia frágil, callejera y
momentánea, resiste al tiempo y se impone a los cambios de modas, ideas y
gustos. Todos los cronistas socarrones han encontrado sus relucientes novedades
precisamente en el baúl del tatarabuelo: lo mismo González Obregón que Artemio
de Valle-Arizpe y Salvador Novo, hasta los actuales, y no pocos bloggeros.
Buena parte de ese material disperso era
prácticamente inaccesible antes de la edición de las Obras completas, cuando los lectores sólo podían recurrir a unas
cuantas antologías breves, casi todas muy semejantes entre sí y provenientes de
la fundadora de Luis González Obregón: Prosas
y versos (Cultura, 1917), al grado de que parecían calcadas unas de otras.
Durante su vida no se recopilaron en forma de libro muchas obras lúdicas o
periodísticas en prosa de Guillermo Prieto -aunque los artículos sin embargo se
reeditaban generosamente en las más diversas publicaciones periódicas-, sino
sólo poemarios y títulos técnicos, políticos o pedagógicos. Viajes de orden suprema alcanzó a
publicarse pero no circuló, pues casi todo el tiraje se destruyó en un incendio
en la propia imprenta. Durante un siglo, Prieto sobrevivió felizmente
parapetado en las Memorias de mis tiempos.
JOSÉ
JOAQUÍN BLANCO,
DIRECCIÓN
DE ESTUDIOS HISTÓRICOS, INAH.
1 comentario:
Excelente, Joaquín...
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