El corrido de Juan Murrieta
Por José Joaquín Blanco
“Pues sí, señores,
pues sí, será:
que aquí se mueren los hombres
con mucha facilidad.”
Corrido de
José Roberto y Simón
I
Mi tío Juan Murrieta fue un
hombre de honra y pro, como se decía antes; un hombre a carta cabal, de los que
debieran ser inmortalizados en bronce, de traje y con libro, como don Benito
Juárez o san Juan Bosco.
No brilló en la política ni en los negocios, aunque
consolidó la prosperidad de toda la familia, y nuestra familia es muy grande;
ni realizó milagros. Ni siquiera iba mucho a misa, aunque tampoco faltaba
demasiado. No se preocupaba mucho por la política, por las elecciones, si bien
invariablemente votaba por el PRI, pues decía que ya era difícil soportar a un
partido de bribones como para, además, soportar a los varios partidos de los
mismos bribones pero también en la oposición.
Creía en la razón, en el sentido común, en la familia, en
las leyes, en la moral cristiana. Desde chico, ya ve cómo somos de cábulas aquí
en
Vivía
exclusivamente para su trabajo y para su familia, y se juntaba con muy pocos
amigos, tan pacíficos y decentes como él. Apostaban a la baraja fichas de
plástico, sin dinero. Pero se veía algo raro. Yo creo que vivió antes de
tiempo. Ahora, con el feminismo, sería un ideal del marido antimacho, del padre
antimacho. O después de época: parecía imagen del bonachón padre modelo de la
prehistoria, a veces representado en el cine por Carlos Orellana y por Joaquín
Pardavé.
¿Creerán que a mi tía Casilda, que todavía está sana y
fuerte, y a quien le hizo ocho hijos, la llamaba siempre “mamá” y le hablaba de
usted? Llegaba a mediodía a la casa, se sentaba en la cabecera de la mesa,
dirigía las oraciones de toda su enorme familia, y le preguntaba: “¿Y ahora qué
nos va a dar usted de comer, mamá?”.
La tía Casilda lo tomaba un poco a broma, porque el ustedeo
y el mamaseo la hacían sentirse más vieja de lo que era, pero también le
hablaba de usted y de “papá”, como en las películas ambientadas en tiempos de
don Porfirio. Y lo bendecía, con muchas oraciones y cruces de dedos, y beso en
la frente, siempre que salía de casa, así fuera nada más a su tienda, que
quedaba en la esquina.
Mucho se debieron de haber divertido, cuando tuvieron tantos
hijos, pero a nosotros, los primos, más modernos, nos daba risa tanta
ceremonia, tanta cursilería, hasta infantilismo. Se consentían uno a otro como
bebés. “Ahora le preparé, papá, el chayotextle al axiote que tanto le gusta”.
“¡Es usted una santa, mamá, que Dios se lo tenga en cuenta!”.
A veces el tío Juan fingía ya no tener apetito, y ¿creerán
ustedes que entonces tía Casilda le partía el alimento, y le acercaba el
tenedor o la cuchara a la boca, como a niño chiquito?: “A ver, papá, no sea melindroso:
dos pedacitos más de carne y ya; pero abra bien la bocota, papá, que le voy a
chorrear la corbata”.
Los primos conteníamos la risa, la reservábamos para el
momento de ir con el chisme a nuestros papás, que adoraban al tío Juan Murrieta
pero no dejaban de burlarse de él: “¡Qué visionudo!”, “¡Qué payasos, los dos!”;
“Casilda era la más tremenda de todas las hermanas, ¡si hubieran visto lo
noviera y traviesa que fue!; y mírala ahora, de santita”.
“Y de abusona”, porque todos sabíamos que el pobre tío Juan
Murrieta regresaba del trabajo a ayudarla en la cocina, sobre todo cuando se
trataba de postres y pasteles, que la tía cocinaba al mayoreo, para repartirlos
entre familiares y vecinos, o moles, o bacalao. No era raro encontrar al tío
Juan Murrieta con mandil y la nariz enharinada, o descabezando maíz para el
pozole, o limpiando verdolagas y huauzontles.
Era hombre de su trabajo y de su casa. Comerciante. Nos tuvo
como empleados a varios sus primos y sobrinos, o esposos de las primas y
sobrinas, cuando éramos chamacos, y luego nos ayudó a poner nuestras tiendas
propias. Porque era un genio estableciendo negocitos. Tenía olfato para eso.
“Si sigues conmigo siempre vas estar atenido a un sueldo, Genarito, me dijo:
búscate un local y yo te ayudo a poner tu changarro”. Un patriarca discreto,
pues.
Invariablemente del trabajo al hogar, a jugar a la casita
con la tía Casilda hasta cuando tuvo nietos. También jugaba mucho con sus
hijas, quienes lo adoraban pero a ratos se desesperaban de que las tuviera como
monjitas: nada de salir a la calle más que en compañía de adultos de confianza
(siempre parientes), ni de poner discos o el radio a todo volumen, ni de
vestirse “como pizpiretas de la televisión: ¡Calmadas, mis niñas, pórtense como
niñas!, ¿qué no les da gusto ser niñas?”
Claro que no: querían jugar a vampiresitas, como sus
compañeras de escuela. Pero hacían pocos berrinches: el tío Juan Murrieta les
cumplía todos los gustos pacíficos y decentes, las mimaba hasta con ceremonia y
cortesía, como a señoritas. Damitas desde chiquitas. Tenían sus cuartos llenos
de muñecas y animales de peluche, y una colosal casa de muñecas perfectamente
amueblada, que ocupaba medio corral. Y cuando jugaban a las costureras el tío
se prestaba a servirles de maniquí, incluso a que lo enredaran entre los rasos,
los tules y los terciopelos, los encajes y la bisutería de un pretendido
vestido de gala de princesa.
Con los hijos varones el trato era más hosco. Se diría que
el tío Juan Murrieta les tenía un poco de miedo, sobre todo a partir de la
adolescencia, cuando dejaron de bastarles la pelota, los carritos, los robots
de pilas y los modelos para armar.
Los chamacos se escapaban todo el tiempo para formar bandas
con los pelandrujos de los barrios bajos, que sólo quedaban a cinco cuadras de
la vieja casa de la familia Murrieta. El tío insistía, sin mucha convicción, en
decirles que ser hombres no significaba ser majaderos, ni violentos, ni
destructores, ni atropellar a los débiles, ni llenarse la boca con majaderías
de arriero, ni andarse retando a lo bobo a puñetazos y mordidas como animales.
Les imponía, hasta que se rebelaron por completo a los
quince o dieciséis años, las ocho de la noche como hora máxima para estar de
vuelta en casa. Porque había que revisar las tareas y sería una “ingratitud
imperdonable” con Mamá Casilda dejarle la cena servida, u obligarla a
recalentarla. “¡Tengan consideración con su madre santa, todo el tiempo en un
hito por ustedes!”
Nos burlábamos de nuestros primos: “Ya córranle de regreso a
su museo!”, les decíamos; “¡Los Murrieta ya vuelven a su tumba!”,
proclamábamos; y terminábamos a moquetazo limpio. “¡Que los cuelguen en su
ropero todo el día, no se vayan a arrugar!” “¡Desayunen píldoras de naftalina,
para que no se apolillen!” “¡De seguro todavía maman chichi y se mean en la
cama!”
Por fortuna, los chicos Murrieta salieron bravos y se
imponían a la tropa. “¡Nos tienes envidia!”, le dijo una vez Jacinto Murrieta
al más peleonero de la banda, un tal Felipe Casasús, tan libre que podía jugar
bote pateado a medianoche en la calle, con muchachos grandes, y hasta se había
escapado dos o tres veces, arrimado con los traileros, a San Luis Potosí: “¡Tú
nunca quieres estar en tu casa porque tu papá te agarra a correazos! ¡Siempre
está borracho y siempre te agarra a correazos!” Ese pleito fue feroz. Le
arrancamos de encima a Felipe Casasús, quien estaba en plan no sólo de
golpearlo y patearlo, sino hasta de destriparlo.
Niñerías de hace veintitantos años que me vienen a la
memoria porque el tío Murrieta acaba de morir, de una muerte terrible que no
merecía: más de dos años en cama; operación tras operación; tanques de oxígeno,
sondas, enfermeras, olor a medicinas y desinfectante. Una muerte demasiado
pavorosa para quien siempre buscó el orden y la paz.
La tía Casilda parecía haber agonizado con él: así había
quedado de chupada, de desencajada con su agonía. Luego, por fortuna, se
recuperó bastante. También sus hijos, a quienes en la edad adulta dejó de
parecerles tan extravagante el hogareñismo del tío Murrieta. Ahora siempre
presumen de haber contado todo el tiempo, durante toda la vida, con su padre; y
no nada más a ratos infrecuentes, tensos y monosilábicos, como el resto de la
gente en Valles.
II
En las espesas horas del
velorio, al que asistió la mitad de Valles, íbamos y veníamos por los pasillos,
salones, escaleras y jardines de la funeraria hablando de las cuitas de ese
hombre célebre en la comarca por mandilón y persinado, pero también por
bondadoso y alegre. Había sido un santo, un hombre de Dios, ¡y con qué agonía
tan tremenda se había visto recompensado! Alguien dijo: “Me cae que paga más
ser rufián o abigeo: uno se muere sin tanto martirio, en el acto: ¡un balazo y
ya!”
Al sonido de la palabra “abigeo” susurró mi madre —ya todos
éramos adultos y casados—, hermana mayor de Casilda: “¿Pero qué no lo sabían?
El papá de su tío Juan fue un bandolero terrible. Mató a mucha gente. Quemó
ranchos. Anduvo de prisión en prisión por todo el Norte hasta que otros presos
lo mataron a clavazos, aquí en Valles. Como no encontraron un puñal en la cárcel,
lo destriparon con unos palos con clavos. Eso ocurrió por
Entonces supe que todo Valles, o por lo menos la mucha gente
que tratábamos en Valles, quería de veras, a la buena, al mustio tío Murrieta,
porque de tantas cosas que se decían sobre él, pues hasta de catrín, hipócrita,
chulo, petimetre, afeminado, avaro y usurero lo chismeaban, nunca llegó a
nuestros oídos su verdadera vergüenza.
“Lo crió su abuelo”, siguió diciendo mi madre. “Por eso sacó
todas esas visiones, todos esos tics del año de Maricastaña. El abuelo materno
lo recogió, cuando el padre estaba preso y la madre se había escapado a los
Estados Unidos, para evitar la infamia y la venganza de las víctimas.”
Lo crió, más que como niño, como abuelito. Abuelito desde
pequeño. De trajecito de casimir y siempre impecable. Corbatita. Cortés,
servicial, con lenguaje de domingo. Tímido. Almidonado. Para todo el “mande
usted”, y el “por favor”, y el “porfavorcito”, y el “quisiera si no es
molestia”... Lo mandó al colegio de monjas Motolinía, adonde iba menos peladaje
y corría menor riesgo de encontrarse con hijitos de rancheros o camioneros que
supieran las correrías del papá.
El abuelo era profesor de secundaria y el nieto parecía
también un profesorcito. Andaba siempre con un libro: Biografías de hombres ilustres, Momentos estelares de la humanidad,
Cápsulas filosóficas del Reader’s Digest. Jugaba con el abuelo (pues le
permitían poco salir a la calle) a los experimentos de química y a las
construcciones del mecano, un juego (entonces muy en boga que hasta tenía su
revista mensual, Mecánica infantil),
de barritas de metal, verdes y rojas, con múltiples orificios; poleas, rondanas
y tornillos, con el que se formaban grúas, edificios y barcos.
Todos sus parientes, que lo evitaban como a la oveja negra
del rebaño, como a la manzana podrida del frutero, pensaban que se iba a
dedicar a cura. Era monaguillo y consentido del párroco. A lo mejor también eso
creía él. Pero su abuelo se murió pronto, cuando el tío Murrieta contaría
apenas catorce o quince años. Y tuvo que dedicarse al comercio en el mercado,
de ayudante.
La gente del mercado recordaba bien a Juan Murrieta padre,
“el Malo”; algunos con admiración, otros con odio o con asco. Tal vez entonces
el tío Murrieta trató de hacerse invisible, inofensivo. Ahí perfeccionó su
estrategia de pasar por mosquita muerta, para evitar roces con todos. “Buenos
días”, “Buenas noches”, “compermisito” y sanseacabó.
Imagino que corrían chismes y bromas, que a ratos resonaba
un insulto; sobre todo cuando se encontraba con alguien bebido o con ganas de
juerga o de riña. Es un hecho que el tío Juan Murrieta escapaba como de la
peste de esas reuniones de hombres solos, donde a la menor provocación, o sin
provocación, resurgía (supongo) la memoria de aquellas andanzas, las escenas de
balazos; hasta algún corrido debió circular sobre el famoso abigeo Juan
Murrieta.
Prefería la compañía de los ancianos y de las señoras. Les
cargaba las canastas del mercado. Les cedía la acera. Se ofrecía a todo tipo de
mandados y servicios. Andaba de faldero cuando ya medía su buen metro con
setenta, con ochenta centímetros. Y bastante huesudo y fortachón. Eso molestaba
a los demás hombres. Parecía caricatura de escuincle, o retrasado mental, o
maricón.
De ahí al pequeño almacén de granos, correas, monturas,
forraje, que iría agrandándose con el tiempo, mi madre dio un gran salto en su
historia. Suspendía su relato con el
chico Juan Murrieta (el chico grandulón), siempre modesta pero impecablemente
vestido, humilde y servicial, sin familia ni amigos, casi sin memoria, haciendo
el trabajo de dos por la mitad de un salario, a fin de granjearse la protección
de sus patrones. Y sólo lo retomaba unos quince años después, con el tío
Murrieta, dueño ya de la tiendita bien abastecida, con traje menos modesto pero
igualmente impecable, a pesar de los calores, cuando hacía la ronda en la calle
de Casilda.
Fueron varios años de noviazgo. Mis abuelos no querían
emparentar con el hijo del sanguinario Juan Murrieta. Esa vocación para el
delito, el crimen, la crápula, se llevaba en la sangre, decían. Tarde o
temprano saldría a la superficie, por mucho que se la quisiera esconder.
Finalmente, a fuerza de constancia, el tío prevaleció.
Tampoco había muchos partidos prósperos y convenientes en Valles para las
muchas hijas de mis abuelos, a las que iban casando con extrema dificultad.
Alguna, la pobre tía Rebeca, a pesar de las pesquisas infinitas y de las
minuciosas precauciones de sus padres, se vio de repente abandonada sin causa,
sin decir agua va, por un “buen muchacho” que resultó sencillamente un
irresponsable sin corazón, quien se le largó a los Estados Unidos a casarse de
nuevo, en franca bigamia, ahora con una gringa.
Los años fueron borrando, por fortuna, la fama del bandolero
Juan Murrieta. Se incrementó la delincuencia en toda la región. Se modernizó y
perfeccionó. Los nuevos rufianes y los nuevos crímenes opacaron los antiguos,
casi aldeanos en comparación, del atroz abigeo de los años treinta.
He encontrado poco qué añadir al relato de mi madre, salvo
dos circunstancias. La primera, sobre el origen de su fortuna, todavía
circulaba en el mercado. Hay varias versiones. La más común es que un día,
cuando fue mayor, supo del escondite donde Juan Murrieta “el Malo” había
atesorado el botín de sus andanzas; fue a desenterrarlo y puso su tienda. Así,
automáticamente. Esto no se decía con mala voluntad, sino con envidia:
encontrar un tesoro siempre es bueno, y lo es heredar la fortuna del padre.
¡Cuantos hijos y viudas simplemente acuden al banco a la muerte del señor, y
reciben un cheque limpísimo; y vayan ustedes a saber cómo se juntó ese
dinero!
Otra versión, notoriamente infudiosa, pretende que tras su
fachada de comerciante honrado y de honorable padre de familia, el tío Murrieta
prosiguió los malos negocios de su padre, con la ayuda de los antiguos socios
del abigeo. De ahí su exageración, rayana en la caricatura, de la moral, la
bondad y las buenas costumbres: necesitaba una fama impecable. Que les limpiaba
el dinero, o fungía como intermediario, y tal vez como autor intelectual de
tales o cuales asaltos a ranchos o a traileros.
Pero nunca se le levantó un solo cargo; ni durante su vida,
que se supiera, hubo quien lo acusara abiertamente de malos negocios. Todo lo
contrario: su fama de usurero se debía, y abundan los testimonios al respecto,
a la generosidad de fiar o vender a crédito, sin muchos papeles, a clientes que
lo preferían a un banco, o que carecían de la posibilidad de tratos con los
bancos. Nadie ha dicho abiertamente: “¡Yo fui extorsionado por Juan Murrieta!”
Asistieron, llorosos, al velorio infinidad de sus clientes. (La tía Casilda ha
ido encontrado perdidos entre cajones y carpetas, o entre las páginas de
algunos libros, como separadores, pagarés olvidados como adrede, incobrables,
vencidos cinco, quince años atrás...)
Hay otra versión, algo picante: Se dice que en su primera
juventud, el tío Murrieta, que era grandote y sanote como buen ranchero, pero
que evitaba tanto las juergas como a las muchachas, quienes siempre traen
broncas a esa edad (a cualquier edad), y vivía célibe y guapote en una recámara
alquilada, como monje, impresionó a una viuda más o menos acaudalada.
Que acaso aquello de llamarle “mamá” a la tía Casilda, vino
de sus tratos con la tal viuda, que tendría en esa época la misma edad de su
madre ausente. Que fueron años de amores tranquilos y secretos dentro de una
casona sin testigos. Que, a su muerte, la lloró como mujer y como madre.
Resultaría obvio —una especie de moraleja de talk-show televisivo sobre los
desajustes matrimoniales— deducir que de su padre salteador, preso y
salvajemente asesinado por los reos; de su madre desnaturalizada y fugitiva; de
su abuelo que retomó el arte de la paternidad al borde de la tumba; de su
experiencia de un chico con nervios frágiles a quien cualquier paisano podía
quebrar con una sola palabra; del miedo íntimo de ver surgir en sí, contra su
voluntad y sus más entrañables oraciones, el carácter del atroz abigeo Juan
Murrieta; resultaría obvio deducir de todo aquello, digo, que nuestro tío
eligió lo extremo: formar una familia exageradamente apacible, civilizada,
dulzona.
Sabemos que fue feliz así. Fue feliz con la virtud, con la
sensatez y la prudencia, con su vida siempre arropada entre su mujer y sus
hijos. Su trabajo honorable y cortés hasta el prurito, casi hasta la parodia.
He dicho ya que todos lloraron la muerte de mi tío Juan Murrieta “el Bueno” a
lágrima viva. Y yo entre los primeros.
La otra circunstancia, terrible, la conoció todo Valles.
Hace apenas diez años. A pesar de todas sus estrategias y de todos sus
cuidados, uno de sus ocho hijos le salió indomable. Nadie dijo, porque no lo
sabíamos, pero podemos decirlo ahora, que en Jacinto Murrieta resurgió la
bestia del antiguo abigeo atroz. Cosa de cervezas, de bailes en la zona roja
entre putas, rancheros y traileros, de ocasionales amigos malvivientes. Hubo
una balacera, dos cadáveres inexplicables, y Jacinto Murrieta apareció en la
cárcel, enmudecido frente al Ministerio Público, cargado con todos los delitos.
Me imagino al tío en su visita a la cárcel, un poco irreal,
sin saber a ciencia cierta si visitaba a su hijo o a su padre. A un Murrieta,
en todo caso. (Se había negado a imponerle el Juan a alguno de sus hijos: ¡que
ya no hubiera nunca otro Juan Murrieta!; pero el exorcismo, al parecer, no
surtió efecto. Quedaban la sangre y el apellido.)
La vieja cárcel de Valles era un jacalón nauseabundo, sin
muebles. Se amontonaban los reos, casi todos paupérrimos, entre harapos e
inmundicias. Se bañarían a cubetazos, cuando mucho, una vez al mes. Casi no se
les daba de comer, confiando en que sus familiares les llevaran algún alimento
todos los días, que les entregaban a través de las rejas. La acera de la cárcel
siempre estaba llena de mujeres patibularias, enrebozadas, en fila, con sus
envoltorios de tortillas y sus ollitas de sopa aguada con famélicas patitas de
pollo y frijoles.
Los presos se las ingeniaban, de cualquier manera, para
conseguir aguardiente todo el tiempo, y al ir a visitar a alguno, el familiar
se encontraba a una turba de ebrios, crudos o dormidos, todos piojosos y
cosidos de cicatrices, entre los que finalmente aparecía el indicado, a quien
los demás llamaban a gritos, entre albures y zalamerías, con la esperanza de
compartir los obsequios o el dinero que dejara la visita.
Acaso alguna vez, muy niño, quizá en brazos maternos, el tío
Murrieta fue a visitar a su padre. Tal vez fue así como conoció la cárcel antes
de aprender a hablar. Así, idéntica, la encontró al visitar a su hijo.
Sabemos que logró liberar a Jacinto Murrieta. Debió costarle
una fortuna. Se arreglaron los papeles de tal modo que los cargos se
desvanecieron; y no hubo indicios, pruebas, testigos ni acusaciones de nada.
Aquí en
Jacinto salió de la cárcel en la oscuridad de la noche. Se
habrá encerrado con su padre toda la madrugada en la vieja casona del abuelo,
del profesor. Habrán recordado al terrible abigeo Juan Murrieta, de quien acaso
Jacinto no tenía, como tampoco la teníamos nosotros, noticia alguna. Habrán
concluido que llevaban el lobo en la sangre.
Jacinto estuvo encerrado en su casa unos días y, también en
la oscuridad de la noche, partió a los Estados Unidos. Muchos años después lo
visité de pasada en un pueblito de Texas. Era trailero. Se había convertido a
no sé qué secta evangélica, y estaba casado con una gringa gorda, rubia y
pecosa que le había dado cuatro niños chulísimos: ninguno se llamaba Juan, ni
tenía nombre en castellano, sino Dick, John, Marvin y Louis. Se veía feliz y
escarmentado. Presumía de bíblico, de vegetariano y de antialcohólico.
Pero la sangre llama, lo reconozco ahora. Jacinto no pudo
asistir al velorio de su padre porque hubo otra inesperada noche de cervezas,
de baile en algún night club entre
putas, peones y traileros, de cadáveres inexplicables; y amaneció en una cárcel
de Texas, enmudecido frente a los sheriffs,
cargado con todos los delitos. Ahí espera para junio de este año, por fin, la
pena de muerte que, para su mayor tormento, diversas asociaciones humanitarias
han pospuesto una y otra vez.
El resto de los hijos de Juan Murrieta “el Bueno” viven
felices y sin novedad en Valles. Lo mismo el montón de primos, sobrinos y
parientes políticos: los Chávez, los Ayala, los Herrera, los Meneses, etcétera.
Olvidaba decir que el día que Jacinto partió a los Estados Unidos, el tío
Murrieta hizo un pequeño cambio de decoración en la sala de su casa.
Antes, presidía el muro principal la gran foto de bodas de
Juan y Casilda, rodeada por las caritas sonrientes de todos los hijos, cuando
eran bebés, a manera de guirnalda: todas producidas en el estudio de “Job, el
fotógrafo de los niños”, de
Y la ampliación de otra, melancólica, sepia, escondida
durante medio siglo, del sanguinario abigeo Juan Murrieta, también de sombrero
norteño pero con camisa parda, casi militar, fumando un puro, con ojos
vidriosos; menos galán que retador: hasta parece la foto de un villista, como
las que vemos con asombro en los libros de Historia Patria.
Aquellos villistas que miraban fijo a la cámara, sin
parpadear, sin que se les rompiera la larga ceniza del puro, cuando esperaban
la orden del pelotón de fusilamiento. Esos villistas padecían una muerte más
misericordiosa que la brutal y eterna agonía del hombre de honra y pro, como se
decía en otros tiempos: del excelente ciudadano, padre y marido, del hombre a
carta cabal que fue mi tío Juan Murrieta, a quien Dios tenga en su gloria.
A la tía Casilda no le gusta hablar, ni siquiera con
parientes, de la desventura de su hijo Jacinto. Pero habla mucho de él a solas,
es decir: con Dios, en el altar lleno de veladoras que tiene en su recámara.
Sobre una mesita se acumulan estampas de
Cada hogar con sus penates;
que no petates, como desvaría en las emisiones radiofónicas de “Poemas del
corazón” el laureado “Declamador de Valles”, durante sus inevitables
recitaciones dominicales dizque de Díaz Mirón —digo dizque porque a cada rato
descubre “nuevos”, “inéditos”, “desconocidos” poemas de Díaz Mirón, que luego
resultan los más populares de Nervo, de Chocano y hasta de Barba Jacob— con que
lleva décadas fastidiándonos. Es toda una calamidad regional. ¡Eviten, si
pueden, la radio de Valles los domingos en la noche! ¿Qué es eso de que “El
príncipe Enéas huyó de la flamígera Troya a fundar la marmórea Roma, cargando
sobre la espalda sus más íntimos petates”? ¿Creen ustedes que Díaz Mirón se
haya atrevido a escribir semejante cosa?
También, como los santos y las vírgenes, el tío Murrieta
disfruta de una veladora en el altar de tía Casilda. Otro intercesor, o el
mejor intercesor, ante los tribunales del Eterno. Pues Dios sabrá en su
Providencia por qué castiga a algunas de sus criaturas con esa levantisca
sangre de lobo, siempre tan desdichada y más en
Y como dicen en Tampico, cuando cantan (así se llama, de
veras, no exagero: encontrarán el título tal cual en el libro de don Vicente T.
Mendoza) el Corrido de
“Esta historia he
terminado,
me despido con afán;
si en algo estuviera errado,
las faltas perdonarán”.
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