UN BRAVO POR LOS CASTRADOS
Por José Joaquín Blanco
La reivindicación de los castrados llegó tarde, a partir de los años setenta, y no ganó a un público amplio (europeo) sino en los noventa, con algunos libros (Dominique Fernandez: Porporino ou les Mystères de Naples; entre nosotros: Sergio Pitol: El desfile del amor), la película Farinelli y media docena de discos compactos (Le Temps des Castrats, L’Age d’Or des Castrats) que, interpretados por contratenores —Jochen Kowalski, James Bowman, Derek Lee Ragin, Alfred Deller, Paul Esswood—, retomaron el gran repertorio del siglo XVIII (Bach, Purcell, Scarlatti, Cavalli, Pergolesi, Hasse, Porpora, Broschi, Caldara, Haendel, Gluck, Mozart) para esas voces. (Hay “sopranistas” naturales, sumamente raros, como Aris Christophellis.)
Destaca el rol de Orfeo, en la bella ópera de Gluck, que ha sido éxito travesti de la Callas y de muchas divas. ¿Por qué escandalizarse de que en otros siglos los hombres cantaran en roles de mujeres, si en el nuestro todas las divas cantan en los roles de hombres, y vestidas como grandes héroes y guerreros, compuestos para los castrados?
De haber ocurrido poco antes, cuando cierta androginia causaba furor en el rock (David Bowie, Lou Reed, Mick Jagger, Boy George, Freddy Mercury, Prince, Michael Jackson, Madonna), habría gozado de mayor aceptación, y no el tímido reconocimiento a su excentricidad. Los años sesenta y setenta fueron su oportunidad, cuando la contracultura estaba en auge: Si se aceptaba con relativa tolerancia la contracepción, la esterilización voluntaria, el travestismo y la transexualidad (que, dicho sea de paso, es solamente una castración, toda vez que las mujeres artificiales no reciben en el quirófano un sexo femenino verdadero, sino una mera simulación plástica), ¿por qué seguir siendo tan intolerantes frente a la antigua castración con fines musicales? ¿Por qué el sí para las vasectomías, las ligas de trompas y los transexuales, y el no sólo para los castrati?
LA VOZ INCONCEBIBLE
Ignoramos cómo nació la ocurrencia de despojar de los testículos (no del pene, cuyos pleno crecimiento y función eréctil no se dañaban en las operaciones exitosas) a los niños o adolescentes que destacaban en el coro, a fin de impedir que las hormonas masculinas destruyeran la agudeza y la claridad de la voz infantil. En realidad, no sabemos cómo cantaban realmente los castrados. No era solamente una prolongación de los registros infantiles, ni una imitación de la voz de mujer.
Era eso, y algo diferente: una potencia nueva, por la más amplia caja torácica masculina y las cuerdas vocales más fuertes, que permitía a los castrados una voz artificial prodigiosa, la cual se usaba en catedrales y capillas no sólo para representar a los altos ángeles en misas, misereres y aleluyas, y en la ópera personajes femeninos, sino sobre todo a los grandes personajes heroicos que requerían una voz angélica o sobrehumana: los dioses y los héroes de las mitologías. Sí, para cantar como Orfeo se necesitaba algo más que una voz de tenor: una voz de castrado.
Ahora nos resignamos a que las divas interpreten, ridículamente travestidas en guerreros, los papeles de Jerjes, Julio César, Escipión, Pompeyo, Hércules, Mitridate, Ciro, Alejandro, Aquiles, Orfeo, Rinaldo, que fueron escritas para los castrados. “Nada en toda la música es tan bello como una voz fresca y joven de castrado. Ninguna voz de mujer tiene su firmeza, su fuerza y su suavidad”, escribió el poeta Wilhelm Heinse. Y el propio Diderot: “¿Estabais ahí cuando el castrado Caffarelli nos sumía en el arrobamiento?”
Los papas, los reyes y los empresarios se los arrebataban. Italia, Inglaterra, Austria, Alemania, Rusia, Francia. Se les escuchaba en el imperio turco. Cristina de Suecia interrumpía guerras internacionales y provocaba conflictos diplomáticos para ganarse a los castrados más brillantes para su palacio. Tanto admiraba Felipe V de España a Farinelli, el único ser en el mundo que pudo extraerlo de sus profundas depresión y neurastenia, que le dio rango de ministro de Estado, para escándalo de Voltaire (Cándido). Hasta Napoleón contrataba para su servicio particular a los castrados, al mismo tiempo que lanzaba humanitarios edictos liberales contra la castración. Los principales roles para un castrado, además de la música eclesiástica, eran los de héroes mitológicos o de la historia antigua, no los de soldado, torero, rentista, poetastro pobretón, tendero o buen vecino que a nadie se le antojaban en los siglos XVII y XVIII, y que se volverían protagónicos hasta el siglo XIX. Eran personajes increíbles, magníficos, para los que se buscaban voces portentosas, inauditas.
Escribe Patrick Barbier: “Muchas horas de trabajo diario durante años procuraba a estos cantantes una capacidad respiratoria que, añadida al desarrollo de la caja torácica, les confería una potencia y una autonomía respiratoria realmente admirables. Sacchi decía que Farinelli poseía ‘lo que es más importante, una capacidad pulmonar de inspiración y espiración de una amplitud extraordinaria’. Además, la situación muy particular de la laringe del castrado y el acercamiento de las cuerdas vocales a las cajas de resonancia acentuaban la sensación de plenitud, de brillo y nitidez que fascinaba al auditorio. Por último, las cuerdas vocales del castrado, generalmente más cortas que en el hombre pero más largas que en la mujer y, sobre todo, más musculosas, debían de producir un sonido intermedio donde se fusionaban, en un cuerpo masculino, los más bellos atractivos de la voz del niño y de la mujer”.
Alcanzaban tonos sobrehumanos durante un tiempo increíblemente largo. Sus acrobacias vocales empezaron a tocar lo inconcebible en el siglo XVIII “con cantantes que pasaban alegremente del grave al medio y al agudo, con aterciopelado igual en todas las gradaciones. Cusanino pasaba del Do 3 al Do 5 (o Do agudo). Pacchiarotti del Si bemol 2 al Do 5, Marchesi del Sol 2 al Do 5 y Farinelli del Do 2 al Do 5, y hasta el Re 5 (Re sobreagudo). Aún más excepcional, pero no necesariamente más estético, era el Fa sobreagudo del castrado Domenico Annibali, que no debía de tener muchas ocasiones de utilizar. En un caso absolutamente único, el de Luca Fabris, el exhibicionismo vocal resultó literalmente mortal. Una noche el maestro Galuppi exigió a su discípulo una nota tan elevada que el joven castrado tuvo un ataque y murió en escena”. (Partrick Barbier: Histoire des Castrats, París, Grasset, 1989; versión castellana de Javier Vergara Editor, Buenos Aires: Historia de los castrati.)
En la película Farinelli se intentó crear en un laboratorio —“reinventar”— una voz de castrado, mezclando las voces de la soprano Ewa Malla-Godlewska y del contratenor Derek Lee Ragin: “Como nadie hoy en día posee un rango vocal de castrado (hasta tres octavas y media), se convocó a la soprano y al contratenor, para que aquella cantara las partes más agudas y éste las más graves”, nos informan los productores. El montaje tuvo más de 3 mil “puntos de edición”, además de los trabajos para “homogeneizar los timbres” de ambos cantantes... Un castrado cibernético. ¡Frankenstein en la ópera!
LOS PRESTIGIOS DE NÁPOLES
El auge de los castrados duró solamente un siglo, el de las Luces, aunque ya brillaban en el XVII y siguieron dando la batalla en el XIX: de Monteverdi a Rossini. El empeño de crear estos ángeles de la música surgió en el Vaticano y buena parte de Italia (Nápoles, Venecia, Milán, Bolonia) a principios del siglo XVI, al parecer como remedio a la prohibición papal de que las mujeres cantaran en la iglesia y los teatros —lo que obligaba, para suplirlas, a estar formando continuamente coros desechables de niños que, al poco tiempo, conforme crecían y les cambiaba la voz, había que reemplazar. Hubo cuatro escuelas o conservatorios de castrados en Nápoles.
La castración o “eviración” fue desautorizada desde mediados del XVIII por los científicos racionalistas, humanitarios y progresistas de la Enciclopedia y luego por la Revolución Francesa, como monstruosidad y ultraje a la condición humana. El papa León XIII prohibió definitivamente el uso de nuevos castrados en la música eclesiástica hasta 1902, pero siguió empleando a los que ya había hasta 1913.
La castración con fines de canto siempre estuvo sometida a debate. La Iglesia Católica desautorizaba teóricamente esa mutilación, aunque instruía, empleaba y premiaba a algunos cientos de mutilados, que formaban parte conspicua de los coros de las iglesias y de la corte del papa y de todo tipo de obispos y cardenales. (Para lo único que sirvió esa prohibición fue para que la castración, como el aborto, se practicara semi-clandestinamente, en condiciones higiénicas desastrosas.)
Se trataba además de una mutilación ejercida a niños muy pobres, incluso en contra de su voluntad, por la ambición de atraerles, a ellos y a sus familias, las riquezas y el renombre del éxito musical. Siempre se supo que se trataba de un verdadero tráfico de infantes, en el que estaban involucrados la propia familia del niño, los colegios de música, los jerarcas eclesiásticos, los profesores y empresarios musicales y los altos funcionarios de reyes y príncipes.
Para agravar más las sombras del procedimiento, ocurría que las más de las veces esa operación no era realizada por cirujanos profesionales, sino por empíricos y barberos, en condiciones de sanidad deplorables, de modo que muchos niños operados (hasta en un 80 por ciento) morían o sobrevivían —lesiones, hemorragias, infecciones— en condiciones trágicas. La técnica consistía en drogar a los niños y cortarles los testículos dentro de agua hirviente —para atenuar la hemorragia—, a veces mezclada con leche o con hierbas que se suponía antisépticas, y dejarlos cicatrizar.
Aun cuando tenía éxito, la castración no aseguraba una voz extraordinaria, ni siquiera pasable, en la mayoría de los casos; de modo que muchísimos castrados nunca brillaban como cantantes, sino que se pululaban como sombras de coros, colegios y sacristías.
Los argumentos en favor eran poderosos, aunque no lo parezcan tanto dentro de nuestra humanitaria lógica moderna. Los castrados no sufrían mayores riesgos que los que se cernían sobre los soldados de las especialmente sangrientas guerras del siglo XVIII, y escapaban de las salvajes condiciones de los campesinos y trabajadores de minas o fábricas. Espantarse del castrado y no del soldado, del campesino o del trabajador era llana hipocresía humanitarista de tartufos bien pensantes. Multitud de jóvenes pobres arriesgaban tanto como el castrado en la guerra o el mar, para salvarse a sí mismos y a sus familias de la miseria.
Dice pintorescamente Dominique Fernández, en nuestra época: “Quienes se levantan contra la barbarie de la castración olvidan las considerables desventajas que compensaban una pequeña disminución física [sic], por lo demás menos radical de lo que se piensa... [pues] eran capaces de hacer el amor. Cuando tenía éxito, la operación los dejaba estériles, pero no impotentes”.
Miles de hombres y de mujeres ofrecían en esos siglos no sólo su sexualidad, sino sus personas y destinos completos, al servicio de Dios y la iglesia. Escandalizarse del destino sexual del castrado, y no del de los miles de frailes y monjas también era un tartufismo. Con la humanitaria lógica actual, incluso la maternidad sería monstruosa en esos siglos, pues infinidad de bebés y de madres morían en el parto, o quedaban en muy malas condiciones.
De hecho, el castrado era una especie de fraile, y como éste contaba con el gran argumento: “Nada es poco, ni un órgano humano, ni la propia vida, ofrecido en honor y a la gloria de Dios y de su Iglesia”. Se sacrificaban los testículos para la mayor gloria de Dios... y del papa, los cardenales, los obispos, los reyes, y luego de la afición en general, que aplaudía a rabiar, sin mayor escándalo, a sus ruiseñores absolutos. Incluso en la puritana Inglaterra, donde causaron furor.
El arte también lo exige todo. Los boxeadores, los toreros, algunos acróbatas y corredores de autos también corren riesgos mortales para escapar de la miseria, hacerse de prestigio y enamorar al público. Entre los músicos del Vaticano y de Nápoles no se decía que habían castrado, sino “mejorado”, a los niños cantores. En Francia, que apenas se les había “incomodado”.
La verdad es que el escándalo frente a los castrados en la edad moderna se debió menos a motivos realmente humanitarios —sólo Dickens se acuerda de qué les pasaba a los niños obreros—, que al represtigio en el siglo XIX del sexo masculino. Las partes viriles son mucho más estimadas en la época moderna que en la barroca: las “vergüenzas” de antes se volvieron el intocable orgullo del hombre del siglo XIX, que admiraba menos a los ángeles y a los mitos, y más a los soldados, a los aventureros, a los seductores, y finalmente a los padres y abuelos de buena familia... figuras todas ellas poco alabadas en la época barroca.
Ni la virilidad (los reyes se polveaban, maquillaban y enseñaban la pierna), ni la fertilidad (que era una calamidad para las mujeres), ni la procreación (indeseable para los ricos, porque dividía los patrimonios; y para los pobres, porque aumentaba la miseria) eran en los siglos XVII y XVIII los emblemas de oro en que los convirtió el romanticismo y la familia burguesa... y que nuestras pastillas, condones, diafragmas, dispositivos, vasectomías, abortos y ligas de trompas de fin de milenio están descascarando. La tragedia de los castrados fue sobre todo la de quienes murieron o quedaron lisiados y enfermos, y la de quienes no siguieron cantando como ángeles, a pesar de la operación.
LA PROFESIÓN Y LOS MITOS
Pero muchos castrados, acaso trescientos en total, sí llegaron a ser cantantes magníficos en tres siglos europeos; algunos, una docena, se volvieron las grandes estrellas internacionales de su tiempo, adorados no sólo por papas, cardenales, reyes y nobles, sino por el propio pueblo, como si se tratara de las actuales estrellas de rock: Farinelli, Caffarelli, Giziello, Marchesi, Mateuccio, Pacchiarotti, Senesino, Sifacio... Nacieron al mismo tiempo que la ópera, y fueron sus mayores estrellas durante siglo y medio, desplazando muchas veces a las mejores sopranos. (Los tenores contaban poco; los bajos, casi nada.)
Buena parte de su éxito se debía no sólo al “artificio” de dotarlos de una voz más aguda y potente, sino a su esmerada educación en el virtuosismo vocal, de la que carecían las sopranos y los tenores. Los castrados eran los cantantes mejor educados en los siglos XVII y XVIII. Solían ser, además, músicos tan preparados —contrapunto, ejecución de instrumentos, composición— como los ejecutantes y compositores más reputados. Estudiaban en rigurosas academias de Nápoles durante más de diez años con los mejores maestros de Europa, y no se limitaban sólo a interpretar, ya que el gusto de la época les permitía inventar o improvisar todo tipo de variaciones sobre la partitura (Da capo), al grado de transformarla por completo, e insertar sobre óperas o programas dados sus arias favoritas. Eran verdaderos inventores de música. Algunos escribieron sus propias obras, y casi todos fueron también maestros en colegios y coros importantes. Rossini se indignaba de que los castrados solamente se interesaran en su despliegue de virtuosismo, de florituras, sin respetar las proporciones ni el tejido dramático de las óperas, pero no quiso exterminarlos, sino llamarlos al orden, a la obediencia de las partituras.
Hay mitos sobre los castrados que no cuentan con apoyo testimonial. Uno es el de considerar que la operación los feminizaba tanto sexual como físicamente. Sí hubo muchos castrados redondos como matronas —también existieron curas, banqueros y carniceros “completos” gordísimos—, pero se sabe de bastantes que fueron galanes muy atractivos, de exitosa estampa viril. Y no fueron homosexuales famosos sino todo lo contrario: reputados amantes de marquesas mal casadas. Se les acusó rara vez de seducir hombres, y sí, todo el tiempo, de ser preferidos por las damas aristocráticas, por su glamur y por la ventaja de que no corrían el peligro de embarazarse de ellos. Hasta cundió el mito de que, aliviados de tan pesadas bolsas, poseían una potencia, una agilidad y una duración mayores.
Marchesi, Caffarelli y Farinelli no fueron menos lascivamente asediados por las damas que un moderno cantante de rock. Para Stendhal (defiende a los castrados en sus biografías de Haydn, Mozart, Metastasio y Rossini), el castrado Velluti no sólo era un gran cantante, sino “uno de los hombres más apuestos de su siglo”, y cuenta que en Viena las mujeres llevaban medallas con el rostro de Marchesi.
Madame Vigée-Ledrum (Souvenirs 1790-1793) narra cómo las damas romanas irrumpían en gritos y en desamayos cuando cantaba Crescentini. Caffarelli y Rauzzini conocieron arriesgadas peripecias, típicas del Don Giovanni de Mozart, para escapar de los iracundos maridos de sus amantes. Pacchiarotti se batió en duelo por una marquesa. Sifacio se disfrazó de monja para seguir amando a una viuda, a quien la celosa familia había encerrado en un convento. Bernacchi, monógamo y casi feminista, no aceptaba cantar a precio alguno si no era al lado de su amante, la soprano Antonia Merighi.
Sorprende, por lo demás, la longevidad de muchos de ellos, que llegaban a los sesenta, setenta y ochenta años, en una época en que el promedio de vida no pasaba de los cuarenta (lo que acaso se explique por la vida disciplinada y sana que su difícil profesión de cantantes virtuosos les exigía: rara vez se les acusó de ebriedad o disipación, aunque sí fueron víctimas del vicio del juego.) Stendhal encuentra que, a los setenta años, Pacchiarotti siempre “centellea”, siempre canta de modo “sublime”; y no sólo canta: “en seis conversaciones con este gran artista, he aprendido más que en todos los libros: es el alma que habla al alma”.
Muchos de los castrados triunfadores fueron empresarios, maestros, filántropos notables, con devoción por sus familias y por la religión. Todo lo opuesto a su fama de “invertidos disolutos”. Claro que se puede sospechar, en los más jóvenes y apuestos, que ofreceran ocasionalmente algo más que cantos a sus benefactores cardenalicios, como documentan Casanova y Balzac (Sarrasine), pero en la infinidad de documentos maliciosos que existen contra ellos no se les acusa concretamente de ejercer venalmente la homosexualidad.
Es razonable suponer que se dedicaban de lleno a su mayor atractivo, el canto, que tanto les redituaba y más les había costado. Tenían que ensayar arduamente todos los días, pues todo su destino estaba en el virtuosismo profesional, y su fortuna en triunfar como cantantes virtuosistas contra sus feroces competidores. Por su parte, los cardenales y marqueses homosexuales podrían contratar para sus amores a muchos efebos comunes y corrientes, que les saldrían infinitamente más baratos. Un buen castrado en el siglo XVIII llegaba a ganar, por su canto, más que un general; a cualquier purpurado podría costarle toda su fortuna hacerse de semejantes amantes canoros. Y los cardenales son avaros, siempre. Sólo se sabe de una relación homosexual abierta de este tipo: la del castrado Cortona, quien por lo demás alguna vez había intentado casarse formalmente (el matrimonio estaba prohibido a los castrados), con el hijo del duque de Toscana, un Médicis.
La decadencia y extinción de los castrados se debió a varias razones: a la filosofía moderna, humanitaria y naturalista, de los enciclopedistas, que exigía el respeto a las “normas” de la naturaleza y a los derechos humanos, y que se volvió ley en toda Europa a partir de Napoleón; al romanticismo, que condenaba los artificios, virtuosismos y “monstruosidades”, y celebraba el culto “natural” a los roles sentimentales: el amor “normal”, y ya no los mitos, se volvió el asunto de las óperas del siglo XIX, permitiendo el triunfo definitivo de las sopranos: Lucia de Lamermoor, Carmen, La Bohème, La Traviata, Tosca, Madame Butterfly... La única excepción a esta regla, Wagner, no encontró sitio en su Walhalla para los castrados barrocos.
Philosophes, enciclopedistas, románticos, liberales, socialistas y positivistas odiaron a los castrados como a una monstruosidad barroca más, como si fueran retablos escandalosos, dragones o quimeras de la música. Finalmente, al ser derrotado en cuanto poder terrenal, el Vaticano no pudo seguirse manejando a través de los ambiguos arbitrios de los papas y cardenales, y tuvo que aceptar las leyes europeas modernas y prohibir definitivamente la contratación de castrados en sus iglesias (aun así, había en 1913 un castrado en el Vaticano, Alessandro Moreschi —un castrado sin técnica, pues las escuelas napolitanas para castrados fueron suprimidas cien años antes—, quien había tenido la mala ocurrencia de grabar varios discos en 1902 y 1904, que para nada hacen justicia a todos los “¡bravo!” que durante más de un siglo Europa entera entonó en loor de los ángeles del altar y los ruiseñores de la ópera).
La Iglesia siguió —sigue— usando las efímeras voces infantiles para sus coros “sublimes”. A la fecha, los coros femeninos no son lo más habitual ni lo más destacado de la música católica, a diferencia de los coros negros protestantes, con todas sus Mahalias Jackson en los Spirituals, que a veces aburren tanto como si Roberto Carlos le cantara al papa Juan Pablo II.
Puede uno imaginarse a un castrado de buena estampa, que representa a un héroe griego; ahí está, trepado en una colina de cartón piedra, más ataviado que el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Porta espada, escudo y lanza relucientes, un casco de plumas en la cabeza (“de por lo menos seis pies de altura”, especifica Stendhal). Y canta, canta Da capo durante más de un cuarto de hora apenas unas ocho frases, con todas las variaciones “inconcebibles” que se le ocurran, entre un heroico estruendo de trompetas (menos potentes que la voz del castrado), y todo para vencer a un mudo y magnífico león de utilería, acaso revestido de tres o cuatro docenas de larguísimas cabelleras rubias naturales, frente a un público consternado o eufórico que está en un momento insólito, sobrehumano. En su entusiasmo se imagina que el arte es más que la vida, que es una vida diferente, maravillosa, de otro modo, en otra parte. Cree que el hombre puede crear reinos de prodigio, paraísos artificiales.
4 comentarios:
Me encantan sus cuentos, no paro de leerlos y de disfrutarlos, gracias por ponerlos a nuestro alcance, gracias, de verdad muchas gracias
Dios! cómo hace para hechizarme???
Estupendo, he pasado un buen rato leyéndole.
El artículo me parece fascinante. Sin embargo, tengo que hacer un comentario que me parece muy importante:
La condición de transexual no es solamente castración. La transición de género es fundamentalmente un fenómeno de identidad, justamente de la falta de identificación del individuo con su género. Por otro lado, es importante hacer notar que la vasta mayoría de las personas que se identifican como transexuales nunca transicionan (por tomar prestado el término en inglés) quirúrgicamente.
Además, el sexo femenino que resulta de un procedimiento de reasignación de género es completamente funcional. No podemos decir que la falta de útero le reste a la condición femenina, ya que hay muchas mujeres biológicas sin útero o con úteros no funcionales, sin que esto haga que nadie cuestione su condición femenina.
Nuevamente, debido a que la sexualidad y la identidad de género no son una condición biológica centrada en los genitales, no hacen falta tesículos para ser hombre ni vagina para ser mujer.
Pido respetuosamente que tengamos todos más aceptación de los transexuales, tanto hombres como mujeres, ya que son de los grupos más discriminados por la sociedad y las leyes. La aceptación y validación de la otredad nos ayuda a entendernos más como seres humanos y a tener sociedades más justas.
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