EL JURAMENTADO
Por José Joaquín Blanco
A Delia Juárez y Rafael
Pérez Gay
1
Todo el lóbrego peso de la
edad madura cayó sobre mi cabeza, que ya evidenciaba los primeros estragos de
la calvicie, la tarde aquella de un sábado que, en el restorán español El
Peque, cerca de
Había asistido a una ceremonia religiosa en la iglesia de
San José de los Naturales, en el centro, y le había prometido a
El Peque era un restorán maravilloso, perdido en el tiempo,
un pequeño paraíso en la tierra. Fundado por un republicano español a finales
de los años cuarenta, en el estilo de la época, poco había cambiado durante las
décadas siguientes. Se conservaban el largo mostrador, las pinturas murales de
un barco y de escenas de toros; las fotos de personajes relativamente ilustres
que asistieron a El Peque en sus primeros, célebres años.
El dueño parecía no querer prosperar ni transformarse.
Atendía con gusto y generosidad a la numerosa clientela, que se tenía ganada
por sus precios bajos, sus platillos sabrosos y la abundancia en las porciones.
Los tragos se servían en la mesa directamente de la botella: la cantidad que quisiera
el cliente. Y claro que nosotros, cuando descubrimos (hacia 1967) el restorán y
lo volvimos nuestra guarida de los sábados, nos hacíamos servir bien cargadas
las cubas, para tomarnos dos al precio de una. El viejo español recibía con
sonrisas entre cómplices (oh, la juventud perdida) y paternales nuestro abuso,
y con frecuencia nos regalaba alguna ronda, o se olvidaba de cargarnos algunos
tragos en la cuenta. Y siempre nos obsequiaba con alguna botana de cortesía.
Nos sentíamos bohemios hacia los dieciocho años. A la vez
que estudiábamos afanosamente para convertirnos en oficinistas perpetuos,
dedicábamos los sábados a hablar de novias y de putas; de cine, de toros (subía
el astro de Manolo Martínez), de poetas y filósofos (pero jamás de tele ni de
futbol, que nos parecían despreciables, salvo en campeonatos mundiales). La
vida se nos presentaba divertida y emocionante. Claro, el efecto de la juventud
y de las cubas.
Éramos bastantes. A veces juntábamos hasta cuatro mesas. Una
vez llegamos a ser quince compadres y nos quedamos hasta que cerraron el
restorán. El español nos regaló dos botellas, que nos bebimos en plena calle:
así, simplemente estacionamos dos coches en cualquier calle, con el radio a
todo volumen (eran los años del twist), y que se chingaran los vecinos y la
policía. Seguimos nuestra fiesta callejera hasta las tres de la madrugada, sin
contratiempo alguno. Luego nos fuimos a insultar putas. Como no podíamos
pagarlas, nada más nos acercábamos a ellas y las hacíamos rabiar. Éramos chamacos
terribles, como de la nouvelle vague
del cine francés.
Desde luego, aquel grupo de valientes amigos se dispersó
pronto. Sólo nos seguimos tratando los desordenados y los borrachos. Pasaban
los años y de repente alguno llamaba por teléfono: que cómo estás, que cómo
andas, que qué onda, ¿cuándo nos vemos? Ya eran borracheras más tristes y menos
humildes, en bares de hoteles, con variedad (¡el órgano melódico de Juan
Torres!); y luego en los cabaretuchos. Todo ello, claro, mucho antes del table dance. Pero no olvidábamos, cada
dos o tres meses, pasar algún sábado por El Peque, incluso cuando el buen
español murió y su hijo criollo convirtió esa maravilla en un pinche “bistro”
pretencioso y caro, de tragos exiguos y suflés indigestos, rebautizado Le Rendez-vous.
Alex era el más borracho y el más desordenado de todos.
Duraba poco con las mujeres, y a todas las añoraba hasta las lágrimas. Se hacía
de asombrosas amistades, también fugaces, con las que a ratos salía retratado
en los periódicos: Manolo Martínez, Enrique Guzmán, Manolo Muñoz, Johnny
Laboriel, Alejandro Jodorowsky, Mike Laure, José Agustín. Luego nos contaba de
las orgías y encerronas de los famosos. “¿Ves esta esclava? Se la gané en el
póker al mismísimo Loco Valdés”. Hasta salió de extra, en traje de baño,
luciendo musculatura, en una película de pescadores asesinos de Hugo Stiglitz,
y lo vimos en la enorme pantalla cinematográfica someter a puñetazos a una
candente y feroz Isela Vega.
Le pasaban todo tipo de calamidades, de las que solía salir
bastante bien librado, y las revivía una a una, con sufrimientos acrecentados,
frente a una botella. Pero la vida era amable con él. Prosperaba y se
conservaba más o menos ligador, a pesar de los grandes pleitos (hubo varios de
navajazos y algún tiro), en que recaía cada dos o tres meses. Hasta que cerca
de los cincuenta años (1995) decidió cambiar de vida.
La causa fue una mujer, la tercera con la que se casó. Era
jovencita, guapísima y de buena familia. Desde luego también muy fresa y
exigente. Le puso condiciones, bajo amenaza de botarlo de inmediato, que Alex
le vio todas las intenciones de cumplir.
Se apareció una tarde de sábado en El Peque (bueno, ya era Le Rendez-vous. Bistro), que a pesar de
los treinta años transcurridos seguíamos frecuentando los tres o cuatro
sobrevivientes de la bohemia juvenil. Pero ya no nos ocupábamos de hablar tanto
de toros, novias, películas y poemas, sino de burlarnos de los desertores, que
andaban de cursis y bien portados con sus esposas, sus hijitos y sus oficinas, y
se habían vuelto bien reaccionarios, hasta a misa iban; y se permitían predicar
como curas contra las putas y los borrachos. Algunos de plano se habían hecho
rotarios y miembros del Movimiento Familiar Cristiano. Se les veía el
aburrimiento hasta en la punta de sus escasos pelos. Y el miedo de morir:
cuidando el colesterol, la panza. También el terror a dejar de ser queridos.
Hacían deporte y se cuidaban la figura para no desagradar a sus exigentes
esposas. Posaban como personajes de sermón para que los admiraran sus exigentes
escuincles.
¡Ah, cómo cambian los tiempos, cómo nos traicionan! Nosotros
nos habíamos prometido la vida divertida y emocionante de los bohemios, ¡y en
qué habíamos parado! Con gran nostalgia hablábamos de la generación de nuestros
padres, cuando no había tanto feminismo ni mocherías de la salud y la vida
correcta; y el hombre echaba panza con entera soberanía, ponía casas chicas con
fundador ímpetu de patriarca, se emborrachaba y divertía como bestia jocunda
hasta avanzada edad, y las esposas no se les rebelaban ni los acusaban con
aullidos histéricos de machismo.
¡Qué hombres aquellos!
Cuando el macho lo era naturalmente, y no un pedantesco perrito faldero:
¿qué otra gracia quieren que les haga, universitarias damas de la sociología,
para no parecer “machista”: les enseño la panza o les presto la patita? ¡Tengan
su buena cuarta de patita! Simplemente así era la vida de los hombres,
desordenada; y las mujeres y los hijos debían acatar, y hasta nos parecía que
lo acataban con bastante naturalidad, el pesado rol del varón en este mundo.
Tendría yo que aceptar, desde luego, que algo de esta
decadencia contemporánea del hombre maduro también nos había corroído a los
fieles, a los malvivientes. Algunos mentíamos. Nos las dábamos de más libres y
reventados con los amigos de lo que realmente éramos, y les permitíamos a las
esposas o amantes ciertos regaños y berrinches mucho más ásperos de los que en
nuestra rebelde juventud les habíamos tolerado a las mamás. Y eso que entonces
una madre enseñaba a sus hijos varones a que fueran lo más machos, no lo menos
posible, je.
Pero teníamos al menos la vergüenza de ocultarlo. Llegábamos
a El Peque, o a las cantinas y antros, como si en nada hubiéramos cambiado.
Como si siguiéramos siendo tan bohemios, lacras, irresponsables y jóvenes como
siempre. La vida emocionante y divertida ante todo, sin miedo a la muerte, a la
ruina, al abandono, al desamor, a la soledad, al fracaso. Vivir cada día como
si fuera el único. No dejarse afeminar, domesticar, castrar, amustiar por los
miedos de la edad madura, por la trampa de la vida decente y la jaula de oro
del impecable padre de familia.
Nos gastamos hasta la camisa para asistir a aquella
encerrona de Manolo Martínez con seis toros —él solito, toro tas toro—, en
Monterrey (1973), y para celebrarla seis días seguidos, sin que luego
pudieramos recordar claramente en casas de quiénes estuvimos ni con qué
taurófilas, meseras o coristas dormimos todo ese tiempo, hasta llegar
cadavéricos pero triunfantes al hospital, a que nos pusieran algo de suero. El
propio Manolo Martínez nos pagó esa cuenta de hospital.
Habría que confesar también otra hipocresía. Los
sobrevivientes de nuestra bohemia éramos más o menos prósperos, lo que en sí
denunciaba cierta buena conducta. Fuera de las mesas con las cubas (que se
habían transformado desde hacía años en whiskies), todos nos preocupábamos como
cualquier mustio licenciadito meado por los negocios y el trabajo en la
oficina. Hasta éramos más o menos ejecutivos.
Cuando ocurría que nos topábamos con los compañeros de
juventud que habían resultado perdedores, los que sí se daban al trago y a la
aventura sin consideración, habíamos quedado más que desilusionados: aterrados.
Aunque nos burláramos del pinche éxito, de vender la vida por las treinta
monedas del éxito, nos repugnaba casi con una sensación física, como ante la
vista o el olor de una inmundicia, la derrota del pobretón que ni siquiera
tenía para pagar su cuba y que había terminado por dedicar todo su ingenio a
cómo transarle los tragos a otro, y a cómo lamentarse de sus infortunios para
conseguir un pequeño préstamo.
Sabíamos que nuestra bohemia (“bohemia senil”, dice
brutalmente mi mujer) era puro teatro. La vivíamos un poco como teatro. Todos
habíamos reflexionado más de una vez en que la traída y llevada “vida divertida
y emocionante” no estaba en realidad en ninguna parte. Que nos la inventábamos,
ya retóricamente, ya con alguna fatiga, frente a los whiskies, o en los toros,
en los espectáculos de treinta bailarinas en plumas y bikini, en torno a Malú
Reyes, Zulma Faiad o Thelma Tixou. Pero no pretendíamos, por mucho que
quisiéramos nuestros hogares y a nuestras mujeres e hijos, y por mucho que nos
interesara el trabajo en la oficina, que existiera “vida verdadera” en otra
parte. Tampoco estaba en misa (aunque, claro, había que cumplir de vez en
cuando, por eso de los hijos); ni en nuestros departamentos, coches, aparatos.
Algo presumíamos de que ninguna vida estaba realmente en
ninguna parte. Que era tan irreal, pero inevitable, el éxito en los negocios,
la vida marital, el cuidado de los hijos, como las hazañas del toreo, los
enamoramientos de media noche frente a una vedette o con una prostituta al
lado, los mutuos lucimientos verbales de las secretariazas y edecanazas que
cada quien se llevaba a la cama, si hubiera que creerle, cada tercer día. Todo
resultaba, a final de cuentas, tan ilusorio como un bolero. ¡Ah, pero los
boleros!
Alex era diferente, o al menos eso creíamos. Parecía, él sí,
ser un sobreviviente auténtico, un bohemio natural. Tal vez porque siempre se
veía un poco inerme y tristón, y hablaba mucho más de sus calamidades y
fracasos que de sus éxitos atronadores con una vedette de un antro de
Insurgentes o con la secretaria de la oficina del séptimo piso. También porque
siempre había sido bastante (quizás demasiado) atractivo, y le habíamos visto
dejar caer, así, como quien deja caer un cigarro de la mano, cada mujerona de
aquéllas, de las reales, no de las disfrazadas en una noche de juerga, sino
bellezotas naturales, inteligentes, con dinero, hasta alguna actriz de la tele,
por las que todos hubiéramos derrapado sin esperanza; ellas le rogaban, le
lloraban, le insistían, y él las dejaba ir con indolencia, para luego llorarlas
infinitamente con palabras y gestos que nos llegaban hasta el alma.
2
Les decía, queridos amigos,
que todos debíamos ya saber a esta edad, y probablemente lo sospechamos desde
muy jóvenes, que esto del trago, la bohemia, los toros, los antros, los amigos
del alma copa en mano, era pura ilusión. Puro bolero. Años de José Alfredo
Jiménez cuento yo. Sabíamos que la vida emocionante y divertida no estaba en
ninguna parte, pero nos esforzábamos por vivir nuestros fines de semana como si
en ellos sí estuviera. Así brillaban en nuestras manos los tragos. Así sonreían
las chamacas en nuestros brazos. Con tal entusiasmo salíamos de los toros rumbo
a los antros.
Y con cierta maña de expertos pretendíamos controlar la
borrachera, los ligues, la gastritis, la cartera, hasta la información misma
que soltábamos cuando, sobreactuando la ebriedad, fingíamos hablar con el alma
en la mano, toda el alma, como dizque sólo los niños y los borrachos hablan.
Pero no nos lo confesábamos.
Cada cual se sentía a su modo un comediante de su bohemia, y
sospechaba (estaba seguro, más bien) de la comedia del amigo. De hecho ya nos
aburríamos unos a otros hasta la muerte. Ya no nos creíamos ni el bendito.
Hacíamos como si nos creyéramos, nos asombráramos, nos entusiasmáramos, o nos
indignáramos en nuestras pláticas. “Viejo bribón, nomás te estás haciendo el
interesante, ¿a quién crees que engañas?”, pensábamos.
Pero a Alex sí le creíamos. Y en cierto sentido, todo el
honor y la gloria del equipo, je, estaban en su camiseta, porque a él sí le
ocurrían los amores trágicos, los desastres absurdos que parecían como buscados
y hasta fabricados por su sed de emociones y romanticismo.
Él sí abandonó a las guapas y ricas por alguna suripanta
cascada que lo saqueó y hasta lo metió en líos con la policía. ¿Por qué? “No
sé, por pendejo”, decía; pero nosotros pensábamos: No, por apasionado. La
pasión no conoce de belleza ni de razonamientos, es ciega y tortuosa, es
imperativa; acontece como un tropezón del destino, para quien no sufre la
mediocridad de pasarse la vida huyendo de los tropezones del destino.
Él si puso en riesgo, y perdió, importantes posiciones en el
trabajo con argumentos ridículos, por cierta incapacidad de simular. Él sí se
negó a titularse, porque el titulito de abogado era una farsa insoportable, y
¿con qué cara un hombre de honor iba andar con el pegote de licenciado?
Él sí rompió muy joven con la familia, y con buena parte del
apoyo y de la herencia de una familia muy rica e influyente, porque su papá se
creía muy salsa y quería andarlo mangoneando y humillando todo el tiempo, ¿y
cómo lo iba a aguantar?
Él sí se había creído genio más de una vez, y no sólo con
cubas frente a los cuates, sino en la realidad, y se había endrogado para
ganarles a los pinches capitalistas en
Un personaje de película, si quieren que lo resuma de una buena
vez. Pero todo un personaje. Era guapo desde chiquillo. Hasta se llegó a decir
que era maricón, porque no tenía novia en la escuela (luego supimos que gastó
toda su juventud —sabio siempre el Alex— con puras mujeres mayores, de
preferencia casadas); o que era padrotón, cuando lo descubrimos de galán de
señoronas interesantes, y narcisista. Pero era también una belleza viril, algo
ruda y áspera, de pocas palabras, que fue mejorando con la edad, conforme se le
arrugó un poco la cara y se puso entrecano. En el momento en que “juramentó”
parecía un galán otoñal de película francesa.
No se resignaba el Alex, pensábamos. Le exigía al amor y a
la vida toda la pasión y la aventura de las que hablábamos en nuestra bohemia
juvenil. Se enfrentaba al destino sin reflexionar, sin trampas, sin cálculo; no
se doblaba, como dicen que hacen los bambús, ante la dirección del viento; y no
se apartaba, prudente, de los conflictos y calamidades. Le teníamos admiración,
nosotros, los aburguesados que pretendíamos no serlo en la animación ya
retórica de nuestras cada vez menos frecuentes reuniones de disipación y trago.
Entonces nos cayó el cubetazo de agua fría. Llega una tarde
de sábado a El Peque y nos dice, así como si nada: “Voy a dejar el trago y la
mala vida. Para siempre. Soy un juramentado”. ¡Un juramentado!
Nos causó tanto escándalo como si un famoso descreído, de
esos ateos de hueso colorado, nos llega con el cuento de que
La causa era esa chica de la que les cuento. Jovencita al
grado de poder ser su hija. Dizque bellísima. Lista. Y con esa arrogancia, esa
infernal soberbia de las niñas ricas y listas y preciosísimas que han sido
criadas como reinas del universo, y en todo saben mandar y siempre se salen con
la suya. Esas rigurosas damas sin piedad, inalcanzables.
¡Pero si alguien siempre había tenido mujeres hermosas, de
todos los colores, edades y sabores, había sido él! Grandes diosas habían
llorado por su abandono, como diría el poeta. ¡Y ahora esa chiquilla, por más
fresca y altanera y bellísima que fuese, le decía de plano: sí, pero sin trago;
sí, pero sin otras mujeres; sí, pero sin faltar ni llegar tarde a casa; sí, con
gimnasio, y jogging, y comida sana;
sí, pero sin amigotes, ni acto alguno de tu vida en el que yo no participe como
tu centro y tu razón de vivir; sí, pero trabajando duro, porque las necesidades
del hogar y de los hijos; sí, pero...!
Nos indignamos. Tratamos de disuadirlo. Eso constituía no
sólo una capitulación completa (y ya les dije que Alex llevaba en su camiseta
la honra y la gloria del equipo entero), sino un indigno contrato de
esclavitud.
Se pasó con un pinche cafecito las dos o tres horas que
estuvo con nosotros. Nos dejaba protestar, recriminarlo, incluso insultarlo,
con una sonrisa entre indolente e irónica, como si no escuchara nada; o como si
todo lo que escuchaba fuera caer el agua, las mismas aguas que había oído caer
toda su vida y ya lo tenían aburrido.
Padecía la obsesión de la muchacha. Esa obsesión se le había
vuelto delirio: sin ella su vida ya nunca tendría sentido; perderla sería su
fin completo, el fin del mundo. Todo el lóbrego peso de la edad madura cayó
sobre nuestras cabezas, que ya evidenciaban los primeros estragos de la
calvicie, cuando lo vimos alejarse por la puerta de El Peque, digo “Le Rendez-vous. Bistro”.
Asistimos a su boda. Estuvimos de acuerdo en que la
mujercita no era tan gran cosa: una chiquilla con demasiados huesos y todavía
bastante parecida a nuestras propias hijas. La familia de la novia ni siquiera
era distinguida, realmente distinguida, de esas que han vivido en la afluencia
y el poder por varias generaciones y han adquirido cierta naturalidad
aristocrática; para nada, nuevos ricos de lo más vulgares.
Cuando nos presentó como sus “amigos de toda la vida”
sentimos que más que recomendarnos, se estaba despidiendo de nosotros con un
gesto elegante. “¡Adiós muchachos, compañeros de la vida!” Sólo Alex se veía
espléndido, más atractivo que nunca, con esa distinción otoñal que la
generación de nuestros padres vio, por ejemplo, en los mejores momentos de un
Arturo de Córdova.
No volvimos a verlo en muchos meses. En realidad, nos vimos
poco nosotros mismos. La capitulación de Alex parecía la capitulación de todos.
Sólo mi mujer se rió. Mi mujer es malévola. Tiene sus ideas. Dice que me prefiere
borrachín, disipadón y taurófilo a tenerme de bulto en casa todo el tiempo,
estorbándole su quehacer (¿cuál, digo yo, si le pago criada?) y fastidiándola
con mis teorías.
Concedo que mi insigne cónyuge conserva algo de la sabiduría
de las matronas de otros tiempos: no me toma mucho en serio, maneja la casa
como quiere, y me ve a ratos como a un incorregible adolescente al que, no hay
remedio, se sobrelleva con el mejor humor posible. Ella tiene mucho humor. Se
ríe de mí todo el tiempo.
Debo confesar que, gracias a su risa, más que a mi talento,
he podido andar mi doble camino de mediocre, pero no desastroso, padre de
familia; y de nostálgico, pero no perdedor, bohemio a destiempo. Ella debería
confesar que gracias a los toros, al trago y a ciertas escapadas non-sanctas a ciertos antros, sobrellevo
pacientemente sus achaques. Y sus guisos, porque —dicho aquí en confianza— cada
vez cocina peor. Siempre que me siento a la mesa exijo no sólo la sal y la
pimienta, sino el bicarbonato.
3
Luego supimos lo
previsible. Una vez conocidas las fiebres o las mieles del lecho (como diría
Balzac, cuya Fisiología del matrimonio,
ilustrada con espléndidas láminas pornográficas de la época, ha sido uno de los
libros más importantes de mi vida, aunque más por su indecencia y su cinismo
deliciosos que por mis poco rigurosas aficiones literarias); una vez conocidas
las fiebres o mieles del lecho, digo, la muchacha se transformó. Se volvió
ávida, disipada, temeraria. Eso dice Balzac, que no hay que darle mucha azúcar
a la mujer en la luna de miel, porque se envicia, y ya siempre verá a los
hombres con turbios ojos de opiómana.
Acaso no hubo mala fe: ella creía, antes de casarse, que
quería corregir a Alex, pero dentro de ella, incluso sin sospecharlo, estaba
enamorada del muchacho que Alex había sido y ya no era. No soportaba al viejo
bohemio, al madurón libertino, porque los chamacos ven ridículos o vulgares los
vicios que, según ellos, ignorantes y prejuiciosos, sólo en la juventud
esplenden. Le fascinaba el viejo fuego vivo que adivinaba en el rescoldo
transformado y juramentado de su galán otoñal.
Tuvo aventuras con muchachos despreocupados que se parecían
a aquel joven Alex que reinaba entre mujeres casadas; conoció con ellos el
alcohol y las drogas, hasta llegué a verla en los toros. Y Alex, cada vez más
un Arturo de Córdova, pasaba madrugadas atroces, corroído por el despecho y por
los celos, esperando en vano a la esposa joven que en esas mismas horas andaba
corriendo a toda velocidad en motos y coches de los James Dean del barrio.
Alguna enfermiza necesidad de purgatorio lo llevaba a expiar
así, vergonzosamente, su juventud disipada; comerciar con Dios,
Sé que la edad madura tiene vicios que los chamacos
desconocen. Que su erotismo y su romanticismo son más acezantes. Que es
infinitamente más difícil desprenderse de una pasión para un tendero barrigón y
canoso, aparentemente ya más allá de todo, que para un desesperado e inexperto
galancillo de veinte años.
Imagino a Alex espiando olores en las medias y la lencería
de su mujer, al regreso de sus aventuras; lo imagino planeando asesinarla, o
suicidarse; creo que al final de esas diabólicas madrugadas sin ella, sudoroso
y con la garganta seca, después de ríspidos y llorosos coloquios con las
potencias celestiales, la terminaba adorando más, como Agustín Lara; y que en
su posición de víctima crecían su propia necesidad de ella y sus placeres con
ella.
Seguía siendo un poco ebrio, ebrio sin alcohol, lo que los Alcóholicos
Anónimos pero no los juramentados conocen como la “ebriedad seca”. Se lleva ya
el vino en la sangre, y sin copa alguna uno siente y se comporta como si
hubiera vaciado dos botellas de coñac. Un ebrio de Dios. Hay torcidos placeres
en la edad madura que los chamacos desconocen.
Pero la mujercilla, que nunca fue gran cosa, perdió para
todos (menos para Alex) su altanería de virgen exigente y codiciable. Se
acorrientó. Sus ojos ya no miraban con desprecio de todo, sino con codicia de
demasiadas cosas. Ya no la virgen inmutable sino la casada ansiosa de
emociones. Se pintaba y se vestía con demasiada urgencia de agradar. Celebraba
con aspavientos cualquier tontería. Su Arturo de Córdova (a quien el
sufrimiento ennoblecía, ahora con destellos místicos) la observaba con gestos
secos de quien ha aprendido a soportar (se diría que a disfrutar) los grandes
tormentos sin emitir una queja.
Hay secretos de cama que nadie conoce. Por alguna razón
siguen viviendo juntos, digo yo. Podría ya haber ocurrido una tragedia.
Pudieron haberse separado. ¿Por qué no regresar al vicio?, le hubiera dicho yo
a Alex. ¡Más vale vicioso contento que mustio amargado, y cornudo! Pero no
solicitó mis consejos. Y a la esposita pudo haberle convenido, para mayor
libertad de sus aventuras, poner casa de mujer soltera. Algo elaborado y
tortuoso ha de funcionar entre ellos cuando insisten, con los roles volteados,
en esa mescolanza de matrimonio y aventura, de la virtud y el vicio.
Mi extrema curiosidad no llega al grado de hacerme presente
en su casa, para espiarlos. Los espío de otro modo. Una mañana de cruda atroz,
domingo, me presenté en el templo de San José de los Naturales, en el centro.
Estaba llena de ex-borrachos y de borrachos vergonzantes o arrepentidos que
buscaban en
Escuché cómo el cura exaltaba las aventuras del infierno y
del paraíso, los combates contra la tentación, los poderosos enemigos del
hombre que conducen a través de mil mañas a la débil oveja hacia la perdición
de las cubas. Salían transfigurados, con apetito de virtud, como si fueran a
jugar póker o a ponerse una borrachera hasta el amanecer con las vedettes de
senos más grandes de toda la capital. Los vi firmar sus compromisos de no tomar
un trago más, reformar sus vidas por completo, vivir la emocionante aventura de
sentirse un poco ángeles. Y recibir sus estampitas enmicadas, con su compromiso
en el reverso, para colgárselas a manera de escapularios.
No sé qué pasión mayor o más absurda descubrió Alex en esta
vía del sacrificio y la negación. Quizás los nervios de un blasé ya no se conmuevan sino con placeres metafísicos, con los
enredos morbosos de sentir ángeles o demonios inmiscuidos en cada instante de
nuestras mediocres vidas meramente humanas. Algunos placeres secretos han de
desgarrar pasionalmente las fibras del sufridor. En su escena más famosa,
Arturo de Córdova reza en un reclinatorio entre los pasos resonantes de unas
hermosas piernas de mujer. San Alex y su diablesa.
¿O se trata simplemente de la capitulación de la edad? ¿De
la conocida vulgaridad de que en la edad madura resulta más difícil, incluso
insoportable, aceptar que la vida no tiene ningún sentido, y uno se lo busca en
los laberintos menos razonables, y por ello los que menos lo pueden
desencantar? ¿Esos sufrimientos hacen sentir algo al cincuentón de nervios
estragados, incluso algo... erótico?
Mis amigos dicen, en las raras ocasiones en que nos vemos
últimamente, que en realidad Alex era un fraude. Que siempre lo fue. Que
tomamos, ingenuos, como vocación de vida intensa y aventurera una mera
debilidad de carácter. Que Alex era una veleta movida a cada rato por un
carácter más fuerte. Ahora dio el chochazo y se encontró la horma de su zapato.
Mi mujer se ríe y opina malévolamente que, a pesar de los
cuernos, Alex debe estar recibiendo de su mujer algo más de lo que
acostumbraba. Tal vez su vida anterior de borrachín no le daba tanto: pura
alharaca y a la hora de la hora, nada.
“¡Verdaderamente esa mujer debe tener su gracia!”, dice mi
esposa con un tono más libertino que el de todas las suripantas que he conocido
en mi vida. Y Dios sabe que suman legión.
No le hice pues caso y, como estábamos en los toros, me
concentré en la faena. Toreaba Ponce. Ella va a los toros, como de repente me
acompaña a algún cabaret, para constatar que esos terribles placeres masculinos
son puras bobadas de hombres que se niegan a crecer: que se envician con un
triciclo, con unos trenecitos.
Resentí la facilidad con que una matrona (porque es
voluminosa mi señora: no se podrá decir que la he matado de hambre), que se
sentía en el paraíso entre sus pudines y sus plantitas, despreciaba nuestras
irrefrenables nostalgias de garañones juveniles; y con una lascivia
sobreactuada me le quedé mirando descaradamente a una amazona suculentísima que
vociferaba a unos metros, en el tendido de sol. Mi mujer se rió más:
—¡Anda, pero háblale, no te le quedes nomás mirando! ¡Eso
quisiera ver! ¡Que de veras esa chamaca pelara a un borrachín cascado como tú!
¡A lo mejor te hace recordar lo mucho que has olvidado! ¡Desde hace años!
¿Quieres que te ayude, que la llame? ¡Señoritaaa!
—Bah, no seas celosa, mujer.
3 comentarios:
Tu puta madre ¡¡¡ No me has hecho llorar puesto que soy muy hombre para hacerlo pero acaso es que has husmeado en mi futuro ¿¿??
Por tus relatos me doy cuenta que no debes ser mucho mas joven que mi padre, probablemente hasta se conocen de algún tugurio o antro de esos que ya cada vez hay menos.
Gracias por estas letras que me han puesto a reflexionar sobre un par de cosas, entre ellas mis amistades, mis vicios.
Y por supuesto me has hecho recordar historias de gente sabia.
Me ha hecho reír mucho señor Joaquín, la desgracia de los sobrios es terrible, ya no digamos insoportable, insuperable y otros ins- que no se me ocurren por el momento. Cómo muy bien apunta, asuzando a los daimones, el compañero JOEL: "acaso es que has husmeado en mi futuro ¿¿??"
Vaya recursos y oido literario del maestro José Joaquin para ponernos, a muchos de.mi generación, frente al espejo
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