viernes, 14 de agosto de 2009

ISHERWOOD Y SU DHARMA


ISHERWOOD: CHRISTOPHER Y SU DHARMA

Por José Joaquín Blanco

A Luis Zapata

"El novelista debe combatir su talento
adolescente y aprender
cómo ser llano y torpe, el nuevo don
de vivir entre sus personajes sin llamar la atención".
W.H. AUDEN

Los ancestros de Christopher Isherwood (1904-1986) se remontan a la aristocracia inglesa del siglo XVI, que entró en conflicto con la monarquía y a mediados del siglo siguiente, con Cromwell, ajustició al rey Carlos I. De esa época data Marple Hall, la boscosa y palaciega propiedad de la familia terrateniente (con algo de comerciante en vinos) que culminó en 1955 su decadencia, ya visible a finales del siglo XIX, para convertirse parcialmente en edificios públicos; su último heredero de la familia, Christopher, desentendiéndose de ella, había renegado de las tradiciones inglesas (contestando con payasadas sus exámenes en Cambridge, para ser ominosamente expulsado), de las tradiciones familiares (largándose de casa) y nacionales (adoptando la nacionalidad norteamericana, después de haberse fascinado en los años treinta con la empobrecida Alemania), e incluso de las tradiciones literarias (oponiendo al inglés "mandarín", imperial y blasonado, la prosa llana, nutrida del tono conversacional de los cafés, del reportaje y de las subliteraturas detectivesca, policiaca y cinematográfica, además de dedicar su obra al estudio --y al homenaje-- de personajes oprimidos, marginales, delincuentes o desesperados); también renegó de las tradiciones religiosas: después de un breve tránsito por el ateísmo, simpatizó en los Estados Unidos con algunos aspectos de los cuáqueros y finalmente se erigió como el patriarca literario del budismo californiano, que tanto sufrimos y veneramos en los años sesenta y setenta, para consolidar --todo esto junto-- una obra y un personaje protagónicos de la contracultura, ese movimiento rebelde del siglo XX que se empeñó en crear una cultura rebelde y liberadora contra la institucional y burguesa.
Una de las más certeras, aunque parciales, formas de entender el conjunto de la obra de "el mejor escritor actual de lengua inglesa" (según juicio de Gore Vidal), sería intentar una crónica de su fuga de la cultura burguesa e imperial de Inglaterra hacia una cultura más democrática, algo desclasada, que incorporase los terremotos ideológicos de Freud y de Marx, el nuevo sitio de su clase y de su país --que ya no podían seguir parasitando de su propia decadencia--, la necesidad de romper las barreras sociales y nacionales (y hasta culturales, con la aceptación integral de las culturas populares y marginales, y aun las asiáticas y americanas) y llegar a una nueva prosa, absolutamente democrática, con personajes y situaciones que también lo fueran.
En este sentido, Isherwood se integra a lo que se ha dado por llamar "The Auden Generation", que marca el punto en que tocó fondo la tradicional literatura burguesa de Inglaterra, y del que acaso surjan nuevas opciones; un punto ligado a todo un proceso de fuga, que ya apuntaba en Byron y Coleridge (hacia Grecia, hacia Xanadú), revelaba sesgos en Kipling, en Conrad, en Wilde, en Shaw, y ya alcanza uno de los mayores momentos de toda la cultura inglesa con el grupo de Bloomsbury (principalmente con E.M. Forster, el de El paso a la India) y con ambos Lawrences, hasta llegar a Orwell, Connolly, Upward, Spender, Huxley, Dylan Thomas, Graham Greene y su primo Christopher Isherwood, etcétera.

TODAS LAS CONSPIRACIONES
El arte nos ha dejado una imagen decadente y frecuentemente placentera del fin del siglo XIX, aunque el tipo de vida y de sensibilidad que refleja era minoritaria y encerrada en sectores excepcionales de las grandes ciudades. La imagen real de este mundo era, naturalmente, la enorme explotación de los trabajadores de la metrópoli y de todo el sistema colonial británico, por un lado, y por el otro el arrogante y duro sistema de vida que se autoimponía la burguesía victoriana, que no era necesariamente una burguesía hipócrita, pasiva, rentista y "pervertida", como la de muchos personajes de Proust, sino otra dura, voraz, propotente, brutal, preparada para el poder y esclavizada por las exigencias que su propia voluntad de dominio inevitable y enérgicamente le imponía.
Puritana, prejuiciosa, atavista, dogmática y austera. Aunque en la familia de Isherwood, como en todas las buenas familias, abundan los deslices, excentricidades y escándalos, la situación predominante era aquella atmósfera victoriana de burgueses exigentes consigo mismos, que se autorreprimían brutalmente en sus propias costumbres, sensualidad, imaginación y vida cotidiana, a fin de no debilitarse como dominadores. La debilidad en las propias filas era el gran peligro. Equivalía a dejar de ser burgués, a dejar de ser "el macho de todas las especies", como dijo D. H. Lawrence.
Aquella vida burguesa para la fuerza, para conquistar y someter África, Asia, América; para competir con Alemania y con Francia; para aventurarse hasta China y disciplinar con mano de hierro a los trabajadores de la propia Inglaterra, no sólo produjo las víctimas conocidas en masacres y explotaciones, sino también la inhabitable tiranía íntima, la ejercida contra el burgués mismo, contra su mujer y sus hijos, sus hermanos y sus amigos. Así era el país más clasistamente regido del mundo.
La primera reacción ideológica y literaria de Christopher Isherwood fue su sublevación contra sus padres y su clase. Era habitual que los jóvenes de una u otra manera se rebelaran contra tal tiranía, se escaparan de casa y se aventuraran a otros ámbitos y continentes, y casi inevitable que, después de esas fugas apasionadas, volvieran al redil, enterraran ese pasado y reasumieran tiránicamente la prepotente y dura imagen del poder. Algunos no transigían: vagabundos, artistas, anarquistas, revolucionarios, locos, tramps, freaks.
Isherwood tuvo suerte. La burguesía inglesa, después de la Primera Guerra, no era al menos en su vida interna tan fuerte como durante la generación anterior, y había más posibilidades de escape. El padre de Christopher había muerto en combate, y así la aborrecida-amada-intimidadora imagen del burgués prepotente y virtuoso (en el sentido de que cumplía profunda y plenariamente lo que su propia clase consideraba "virtudes"), ya sólo fungió en él como atmósfera y no como obstáculo exteriorizado, real y permanente.
La primera "desadaptación" de Isherwood con respecto a su clase (y con respecto a su familia, su nación, su religión, su cultura: todo el enredijo ideológico) fue ésa: la de no llenar el patrón paterno, no querer llenarlo y hasta detestarlo. Era en consecuencia el Hombre Débil, aquél que del Buen Burgués sólo podía recibir desprecio.
Desde su niñez, Isherwood se sintió repelido por tal código de vida, y echaba de ello, al principio, la culpa a su propia "debilidad". Inventó una teoría --que desarrolló en sus primeros escritos y que prácticamente dirige toda su obra hasta el encuentro con el Vedanta, hacia los cuarenta años de su edad-- que se esboza en el conflicto entre el Hombre Débil y el Hombre Fuerte, o sea entre encarnar suficientemente o no el código de su clase --que no era visto como un simple código de clase, sino como un código universal y único de virtud.
Como en Isherwood ese código no se daba de manera espontánea, según él pretendía que debía darse en un Hombre Verdaderamente Fuerte, como por ejemplo su padre, se veía condenado a someterse continuamente a pruebas y retos para vez si alguna vez conseguía sobreponerse a su "debilidad". De ahí él mismo explica su natural y total solidaridad con los demás "débiles" del mundo en toda su obra, y su confrontación satírica o dramática con las figuras de los "fuertes". Hay incluso en Isherwood un culto a la derrota, a la humillación, a la pobreza, a la desesperación como fortalezas más puras que la del código burgués.
La madre --una Mujer Fuerte, siguiendo el mismo código-- era, sin embargo, un obstáculo menos formidable que el que hubiese representado el padre. Además, a Isherwood se le podían consentir ciertos privilegios, ya que con la muerte del padre se había convertido en el heredero no sólo de la familia, sino del clan entero, toda vez que el detentatorio del blasón familiar era por el momento su tío homosexual que no parecía encaminado a dejar descendencia propia. De este modo, con la complicidad del tío, Christopher pudo abandonar Inglaterra a principios de los años treinta y ubicarse en Alemania, donde produciría sus obras más famosas: Adiós a Berlín (hay una traducción castellana del excelente poeta Jaime Gil de Biedma) y Mr. Norris changes trains (también publicado a veces con otro título: The last of Mr. Norris.)
No sólo la muerte de su padre, un militar eficaz en combatir y reprimir a los irlandeses, a los obreros en huelga y a los alemanes, le abrió en la adolescencia la primera resquebrajadura para la huida. Otro aspecto importante fue la relativa disolución de la opresión familiar, ya que tuvo que criarse principalmente en internados (St. Edmund, Reston, Cambridge) y ahí aprender la vida en camaradería, que sustituiría en él a la familia como ámbito natural de la persona. Los mundos del novelista Isherwood serán familias de camaradas.
Entre esos camaradas, huyendo como él de la tiranía íntima de su clase, encontró a los jóvenes Edward Upward y W.H. Auden, con quienes logró avanzar los últimos pasos de la fuga: la ideología del arte. Un culto al arte totalmente diferente del lírico optimismo de las generaciones de señoritos oxfordianos anteriores; ahora era crítica, baudelaireana, sarcástica y "vulgar" --aspirante a lo vernáculo, a lo común, a lo bajo, a lo popular--: había que acabar con el arte heredado, que ya no servía sino para prestigiar museos del pasado harto diferentes de la vida real de la Inglaterra de los años veinte.
El desprecio por la academia, la oratoria, la epopeya, la erudición, las galas del saber --el estilo "mandarín" que dice Connolly en Ennemies of Promise-- se da con una violencia equiparable a la fascinación por la aventura física, la libertad, las "degeneraciones" eróticas, el viaje, los estratos más agudos del vitalismo antiburgués (incluidas la delincuencia, la drogadicción, la prostitución, etcétera, aunque bien puede acotarse que fueron banderas rara vez vividas de bulto, y cuando las compartieron fue de un modo turístico o de atrevimiento cultural excesivamente civilizados. Jugaron a ser outlaws del mismo modo que dice Borges que José Hernández, el de Martín Fierro, jugó a ser Gaucho.) No por nada Christopher Isherwood es --vía Susan Sontag, en Against interpretation-- el patriarca del Camp.
Antes de escribir su saga de las emociones, depravaciones y miserias de la Alemania inmediatamente anterior al nazismo, Isherwood escribe sus dos primeras novelas para caricaturizar brutalmente a su propia familia, perfectamente identificable en sus personajes, y oponer a ella, como símbolo de la fuga hacia la Verdadera Realidad, la Verdadera Libertad, la Verdadera Existencia Corporal en el Mundo, etcétera, la camaradería entre los muchachos de su propia generación, como su amigo Upward, o su discípulo (y luego maestro), amigo, amante (durante más de diez años), hermano, coautor y compañero de viajes: Wystan Hugh Auden.
All the Conspirators (1928) y The Memorial (1932) nos muestran lo triste que habría sido un Isherwood dentro de Inglaterra y de su clase, empeñado nomás en caricaturizar lo ya de suyo caricaturizado en su existencia cotidiana. Muchos años después, en los setentas, rescribirá la historia de sus padres, Kathleen and Frank (1971), desmintiendo un poco aquellas diatribas adolescentes, pues una vez liberado de las opresiones que creyó ver representadas en ellos, podría pensar que, a pesar de todo, sus padres habían sido solamente dos personas en sus propias prisiones, en las que habían librado sus propios combates dolorosos por vivir humanizados y dignos, y que por tanto, no habían sido en realidad sus enemigos, como lo había creído, sino combatientes de otra generación, a la que Isherwood quizás consideraría tan débil, irresuelta, prejuiciosa o pusilánime como acaso generaciones posteriores podrían calificar a la de Christopher and his Kind (su autobiografía de 1976).
All the Conspirators y The Memorial no son todavía novelas, sino panfletos para romper con la propia clase, para desprestigiarse a sí mismo y acabar con el poder cultural y moral de su propia familia, la cual no se dio --tan británica-- por enterada del insulto, y más bien lo felicitó por empezar con pie firme su carrera de escritor.
Por más que los biógrafos de Isherwood (Jonathan Fryer, Brian Finney) nos revelen los modelos de las caricaturas, éstas no logran animarse: están más pensadas para la lectura privada de quienes ya estaban en la clave, que para la entidad que hace posible al escritor: la presencia del lector desconocido. Atavismos, voluntades de poder, anécdotas, ridiculizaciones de las familias victorianas que se desintegran en un mundo donde la propia burguesía está renovándose precipitadamente, desechando ella misma a sus antecesoras caducas o anacrónicas como a mercancías que ya pasaron de moda y temporada.
Importan, sin embargo, algunas cosas: la primera, es la toma de bando narrativo de parte del casi adolescente autor: después de intentar seguir a Virginia Woolf y a Joyce, decide que su lucha es otra y por otro estilo; no modernizar ni profundizar las técnicas y estilos de la novela, sino democratrizarla, hacerla más ligera, casi periodística: una narrativa sin potencia industrial ni virtuosismos artísticos evidentes. Por el contrario, trabajar desde dentro del estilo y la técnica, mover la prosa subrepticiamente hacia la transparencia, la serenidad, la llaneza, la desnudez de énfasis y dramatismos, la naturalidad de relatos bienintencionados y cotidianos, hasta lograr lo que Cyril Connolly creyó su mayor valor literario: "su fatal legibilidad".
Para tales desdramatización, desteatralización, desornamentación de la novela había que partir por negar que la burguesía tuviera alturas sublimes o una épica intelectual y artística que requirieran de semejantes aparatos de veneración, embellecimiento y énfasis. Había que reducirla a un nivel sin altares, épica ni trofeos sentimentales, al nivel de la conversación llana. Nada de Kipling ni de ese antikipling que fue D. H. Lawrence; nada de Xanadú ni ni de la profundidad del flujo de la conciencia de Ulysses o Las olas.
The Memorial es el mausoleo que impide la vida cotidiana de la gente, el pasado y las instituciones (la cultura y el lenguaje también), que proyecta su sombra musoleica para intimidar a los vivos.
Era preciso destruir, pues, la tradición inglesa en la literatura y en la vida como esa sombra obstaculizadora. Acabar con la novela como la vida greater than life, de la literatura como una vida alzada a potencias y teatralizaciones mayores, con lenguajes y convenciones superiores a los de la realidad diaria. Acabar con el arte como estilización pomposa y engreída de la vida, como monumento embellecido, afinado, agigantado, decorado para superar al modelo real. Acabar con la piadosa mentira literaria que hace en, por ejemplo, Las olas de Virginia Woolf, que la mera burguesía comercial o burocrática quede estampada como sublimísimas figuras y temperamentos estéticos, como si fueran ángeles o bellísimos artistas, por la simple razón de que la novela está escrita muy artísticamente.
Asumir, luego, que cuales fueren las glorias y desventuras de uno mismo y sus criaturas narrativas, habría que vivirlas en su democrática situación (formal y de acción) cotidiana. La paleta sublime de Virgina Woolf en Las olas, para seguir con el mismo ejemplo, sus sutiles divagaciones, sus adjetivaciones exquisitas, su oído musical delicadísimo, todo ello era falso e impertinente para narrar vidas burguesas contemporáneas de tenderos, terratenientes, rentistas o financieros nada "artísticos", sino reales, callejeros, fabriles, brutalmente mercantiles.
Todo esto es un paso más allá en el camino que ya había venido felizmente pavimentando E. M. Forster. Dice Isherwood a propósito de Howards End (traducida al castellano como La mansión): "Forster es el único que entiende lo que debe ser la novela moderna... Nuestro tremendo error fue creer en la tragedia: el asunto es que la tragedia en nuestros días resulta bastante imposible... Debemos aspirar a ser escritores cómicos... Toda la técnica de Forster se basa en la conversación en torno a la mesa a la hora del té: en vez de tratar de elevar y elevar sus escenas al punto más alto, las desinfla hasta que suenan como chismes de mamás tomando té... De hecho, hay absolutamente menos énfasis en las grandes escenas que en las poco importantes: de ahí que resulte tan extremadamente terrífico. Hay un acento completamente nuevo en Forster --como una persona que habla otra lengua".
Este recurso fue relativamente efectivo para "poner a la burguesía en su lugar" en The Memorial, pero absolutamente magistral para investigar mundos narrativos no burgueses, que jamás podrían ser escritos en la literatura de los mandarines --imperial o superblasonada, o superlírica, o intelectualista. Y responde, además, a otra obsesión biográfica de Isherwood, tan despegado de su clase que aun adolescente encontraba fun entre los muchachos pecadores y sólo bore entre sus compañeros decentitos, y para tratar con aquéllos necesitaba romper, aunque fuese un poco, la brutal barrera lingüística de las clases, imitando el cockney.
Este estilo también y simultáneamente lo estaban intentando en los Estados Unidos escritores como Paul Bowles, de quien dice Gore Vidal, como elogio, que escribe "como si Moby Dick no se hubiese escrito"; es decir, sin intimidarse ante la fuerza adquirida de la propia literatura de su lengua, que se proyectaba como mala sombra o mausoleo sobre los nuevos libros para restarles vida.
(De hecho, este movimiento de limpieza de énfasis y tramoyas, desdramatización y llaneza en la narrativa inglesa, venía dándose por varios frentes: la investigación lingüística de Joyce, el arte de la conversación de Forster, y del otro lado del océano, la simplificación lírica de Sherwood Anderson que permitía el arte de Scott Fitzgerald, Hemingway y Faulkner.)
Así, gracias a esta desmilitarización, desimperialización, desestetización y, ¿por qué no?, desburguesamiento de la narrativa inglesa, Christopher Isherwood llegó a dar imágenes más acordes con sus nuevos personajes marginales que con la tradición literaria adquirida: sus pillos, sus chichifos, sus locas, sus adorables matronas de pensiones en decadencia, sus clasemedieros atormentados por las contradicciones entre la moral y el amor, sus transas de gran-escuela, sus masacres de mítines obreros, sus persecuciones de judíos en Berlín, sus retratos de excéntricos o de genios, sus Sally Bowles.

CUENTOS DEL PERVERSO BERLIN
Exactamente lo que no era Berlín y exactamente lo que Isherwood nunca escribió (salvo ciertos perfiles de los números musicales de Liza Minelli y algunos sesgos difuminados de Michael York) es lo que hemos consumido en la película Cabaret, basada en la novela Good-by to Berlin.
Tanto la vida alemana de bulto como su encarnación en los días y las páginas de Christopher Isherwood representan algo brutal, crudo, desglamourizado y radicalmente crítico, e incluso su placer encuentra su raíz directora en esa oportunidad de vivir críticamente, entre el terror, el peligro, lo imprevisible y la mezcla de paraíso e infierno de cualquier víspera de un apocalipsis.
Desgraciadamente, la vocación clasemediera del melodrama es incapaz ya no digamos de digerir, sino hasta de siquiera percatarse de la crudeza de un hombre que se desaburguesa y se zambulle en la ciudad de todas las crisis, como lo era Berlín entonces; ni la de otros marginales que ahí encontraron un efímero rincón de tolerancia, o la de los miles de muchachos alemanes desempleados que ingresaron a la delincuencia, la transa, la prostitución, la brutalidad, el fanatismo, el nazismo (y a las esperanzas de democracia, socialismo, libertad civil, camaradería, que entonces, en el convulso medio de una sociedad subvertida, parecían también posibles.)
En esa época confusa, donde hasta los politólogos perdían por completo los hilos de la madeja, Isherwood se atuvo exclusivamente a cierta decencia fundamental, una actitud ética inevitable en cualquier persona que ame honestamente el arte y sus proyectos de democracia. Y tal actitud le impidió tanto tergiversar las situaciones, como panfletear sobre ellas.
Era, como lo descubrió Auden, un novelista que no quería adjuntarse el título de intelectual, ni de guía o sociólogo, y realmente aspiraba a meramente vivir entre sus personajes sin ser en absoluto más que ellos. De hecho, en la obra de Isherwood hay una premeditada disminución de sí mismo, que con seudónimo o ya con su propio nombre no se asigna sino un papel de personaje secundario, como el del punto-de-vista de Henry James, pero que irá cobrando fuerza hasta llegar, consolidado y eufónico, a Christopher and his Kind.
Su primera novela alemana, Mr. Norris changes trains (1935) sigue aun preocupándose por desprestigiar la cultura burguesa del narrador. Construida como la vida de un espía según la observa un narrador no demasiado suspicaz, forja la imagen de un antihéroe que reta a la moral de aquél, y siempre resulta más perverso de lo que suponen los prejuicios y las sospechas de Bradshaw (nombre tras el que se esconde Isherwood).
Esta superación intelectual o estética vuelven a Norris un pillo romántico, simpático, al cual lo redimen (en la amistad del narrador) su elegancia, su ingenio, su total inmoralidad, que se antoja inobjetable frente a la poca consistencia de la moral prevaleciente. Tras esa fascinante fachada que Norris pone a su vida privada, está el inescrupuloso chantajista y el traidor que lucra con la crisis alemana, de la cual escapa con cierta elegancia, pues resulta perseguido por quienes usaban más brutalmente que él sus mismos métodos.
Se diría que Mr. Norris es El Inmoralista con el que Isherwood avanza, según señaló Connolly, en su deseducación: Mr. Norris se lo permite todo, con un hedonismo compulsivo; encarna todas las armas ideológicas del puritanismo burgués para revertirlas a la delincuencia más cínica. Un antídoto contra la demagogia de la virtud. En esta novela "llana", Forster elogió que estuviera conversada como si todo lector fuera un conversador "extremadamente inteligente".
Adiós a Berlín (1939) es una especie de álbum fotográfico, o de secuencias que fragmentan la acción. Aparentemente carece de unidad y de anécdota coordinadora, pues su asunto es subrepticio: el aceleramiento de la historia alemana entre 1930 y 1933, del caos hambriento y orgiástico a la entronización de Hitler, y paralelamente, la toma de conciencia del narrador y su clarificación política de lo que ha estado viviendo.
De la efusividad con que Christopher descubre su verdadera patria, una ciudad anárquica de todos los proscritos (psicológicos, sociales, sexuales, culturales, económicos, raciales, religiosos, temperamentales, etcétera --provenientes de todo el país, y aun de la Europa en quiebra--), donde las instituciones ya no pueden ejercer eficazmente su opresión cotidiana y Christopher logra vivir al fin entre "los suyos", hasta el paulatino terror helado de las masacres y los proyectos triunfantes del nazismo. Esta temperatura se da magistralmente en el lector, que va sintiendo crecer y transformarse todo con minuciosidad.
En un principio Berlín representa lo vivo (aun lo vivo-corrupto, como Mr. Norris, ¡pero al fin vivo!) mientras Inglaterra es lo muerto, con su burgueses correctos y mezquinos, inhibidos, casi sin cuerpo, torpes y snobs en su cotidianidad. Qué vivas, en cambio, las coristas y las prostitutas, los muchachos desempleados en las playas, que no muestran su miseria sino la viven en una especie de pantomima orgiástica entre turistas dadivosos.
La ciudad de los jodidos, quebrada por el capitalismo de los vencedores del Tratado de Versalles, se llena de protagonistas vitales: el comunista Rudy, los pillos, la prostituta Frl. Kost, la entusiasta y perdedora Sally Bowles, los terratenientes judíos a punto del holocausto, los proletarios desempleados, enfermos y hambrientos de los Nowaks. Esa jodedumbre era para Christopher más habitable que la prosperidad burguesa. Cómo se inventaban su supervivencia y esplendía la solidaridad; cómo ante catástrofes que para un muerto burgués serían el fin del mundo, respondían con sentido del humor.
Así va creciendo el nazismo, sin que lo adviertan los personajes, confusos ante las perspectivas amplias en el momento de luchar por la supervivencia instantánea, cuando se fortalece el culto a la fuerza, a la venganza, conforme en las calles ocurren ensayos generales del sistema que ya está tomando el poder.
Sin advertirlo, el lector ha encarnado en Isherwood, y después de haber vivido entre la habitable solidaridad de los jodidos un tiempo, de repente lo comprende todo, es decir, súbitamente se le reorganizan sus impresiones en una comprensión política: la ciudad es ya el infierno y apenas le queda tiempo de escapar. Los moralistas, como Hitler, insistirán en que ese fuego purifica a Sodoma. Isherwood sentirá, por el contrario, que es la venganza contra la profunda humanidad que ahí alcanzaba la comunidad baudelaireana de los proscritos, que tendrán así que volverse ahora víctimas o verdugos del nazismo.
Christopher se ha marginado del relato, presentándose sólo como testigo o como una cámara, porque a pesar de todos sus esfuerzos sigue sintiéndose un burgués muerto, que no puede ni debe competir con los antiburgueses personajes vivos: los jodidos de la tierra. Así, su personaje parece un fantasma.
Pero quizás también haya mucho de fantasma en los demás, en el sentido de ser una mera aglomeración de momentos vitales dirigidos por los Otros, los Invisibles, como la burguesía internacional que apoyó y financió a Hitler --creyendo poder manejarlo-- para exterminar a los poderosos comunistas alemanes. Los que mueven la historia no aparecen en la novela, sino sus repercusiones en la vida de las calles y las casas.
Después de decirle adiós a Berlín, le quedaban a Christopher sólo las imágenes solidarias de la gran "city of the damned". Y había al menos que rescatarlas. Esas imágenes eran, son, la más perfecta encarnación de sus utopías de democracia, bondad, arte, amor, camaradería, diversión y cotidianeidad emocionante.
Y sólo una prosa reducida con tal talento a su mayor modestia; sólo una imaginación anecdótica tan sincera y crítica, tan genialmente desprovista de falsa grandeza, podía recobrarla sin mentir, en la plenitud misma que alentaban.

CHRISTOPHER Y LOS SUYOS
Sin embargo, en la biografía de Isherwood el período que cubren estas dos novelas no fue esencialmente trágico. Estaba demasiado introvertido para asimilar profundamente las experiencias que vivía, y que habría de desarrollar en los años inmediatamente posteriores al ascenso de Hitler, que sí fueron personalmente dolorosos.
Hasta a principios de 1933 Berlín le ofrecía una Anti-Inglaterra, y vivirlo como tal le restaba oportunidades de profundizar en ella de un modo más objetivo; los amigos, la libertad, el comienzo independiente de su juventud, el trabajo encarnizado en la literatura, la frecuente camaradería entre artistas y freaks solitarios, le proporcionaban una antieducación. Su estancia en Alemania se concentraba en deshacerse del "yo" que Inglaterra había querido construirle, y en tal sentido su trabajo literario hasta 1933 era prolongación de sus primeras novelas en que panfleteaba contra su propia clase, incluso contra sí mismo como parte de ella y contra sus amigos igualmente fugitivos, como lo presentaría en Lions and Shadows (su autobiografía de 1938).
En Alemania había tenido la suerte de conectarse con Magnus Hirshfeld, en cuyo instituto para el estudio científico de la sexualidad estuvo viviendo algún tiempo. El ascenso del nazismo se ensañó contra ese instituto, y poco antes de partir, Isherwood asistió a la quema en plaza pública de la biblioteca y hasta de un busto de Magnus Hirshfeld por parte de las juventudes nazis. En ese momento comenzaba la verdadera tragedia y la toma de conciencia. Su más honesta e íntima vocación era su desclasamiento, la ruptura con el orden opresivo que detestaba, la fuga de la vida burguesa, pero la comunidad de los proscritos que Berlín le había ofrecido se desvanecía para erigirse en un infierno que exageraba aún más aquello de lo que Isherwood venía huyendo. ¿A dónde huir ahora?
Curiosamente la vida de Isherwood ahí había sido prácticamente angelical; sus descensos al mundo de la prostitución masculina, donde los desempleados chichifos se peleaban a muerte entre sí en la masiva competencia por los billetes de los turistas, sólo le habían servido para extraer de ellos románticos amantes perdurables, con los que sostuvo relaciones tan profundas como la más ejemplar pareja heterosexual, y que luego --en la postguerra-- habrían de ponerle el nombre de Christopher a sus primogénitos, una vez retomado el curso de sus vidas como ex-combatientes y obreros.
El último de esos muchachos, comunista, estaba en peligro de ser llamado a las filas nazis. Ningún país europeo asilaba a un opositor proletario --sólo los burgueses con propiedades y currículum podían estar en la oposición y solicitar asilo. La digna política exterior de México consiguió la bochornosa anécdota de transar a Isherwood por mil de aquellas libras esterlinas a cambio de un pasaporte mexicano falso para Heinz, que la Embajada de México nunca entregó, ni devolvió el dinero, manteniéndolos en espera hasta que fue demasiado tarde para conseguir papeles de cualquier tipo en cualquier otra parte, y a Heinz lo arrestó la Gestapo. Heinz fue juzgado militarmente y sentenciado a un campo de concentración por "prostituirse" (se llamó prostitución a una relación de vida en pareja que ya llevaba seis años) a un extranjero, se le envió al frente ruso y luego, cuando la ofensiva final, a las barricadas alemanas, de las que logró salir con vida para caer en un campo aliado de prisioneros hasta 1946.
En tanto, la situación internacional rompía cualquier resto de aquella fuga baudelaireana y agudizaba los extremismos políticos. Isherwood dejó un tanto a Baudelaire y siguió a un nuevo guía, acorde con los tiempos: el comunista Bertolt Brecht. Auden e Isherwood escribieron tres piezas de teatro un poco brechtiano, carpero, con algo de introspección y de panfleto sobre la crisis que llevaría a la guerra no sólo a Alemania, sino también a las instituciones dominantes de Inglaterra: On the Frontier, The Ascent of F6, The Dog Beneath the Skin (1935-1938).
Ambos escritores viajaron luego a China como reporteros --uno en prosa, otro en verso: Journey to a War (1939)-- sólo para sentirse rebasados cada vez más por la brutalidad de la guerra que se avecinaba, mientras asistían a la caída de la República Española y al fortalecimiento del nacionalismo bélico entre las democracias, no exentas de fanatismo ni de impulso para la destrucción. (El nazismo a final de cuentas también era una democracia: su poder fue obtenido mediante elecciones libres, que ganó por mayorías que no soñaban los partidos triunfantes de Inglaterra, Francia o los Estados Unidos.)
El escritor desaburguesado, desclasado, despatriado ya no tenía lugar adonde ir, en el cual encontrar a los suyos, a sus camaradas, y hacer hogar con ellos.
Down there on a Visit (1962; traducido al castellano como Andanzas), escrito años más tarde, habla de tres fugas imposibles, a través de personajes vistos por un narrador, el propio Isherrwood, que se identifica de algún modo con ellos durante los años de entreguerras (y un cuarto, situado en la época inmediatamente posterior). Viven la misma soledad de negarse a la vida impuesta y de fugarse a utopías que resultan llanamente el no-hay-tal-lugar. Quizás no se haya escrito en este siglo libro más profundo y hermoso sobre vidas homosexuales. Ni más trágico (si el cuarto personaje no alentara cierta liberación).
El primero, sobreviviente de la Inglaterra victoriana, Mr. Lancaster, sólo ha encontrado espacio de vida en una esquizofrénica mitificación épica de sí mismo, que de algún modo lo fortalece contra los embates de la realidad, pero que termina encerrándolo en una caja de reverberaciones sin correspondencia con el mundo exterior. Para la marginalidad sólo existía el espacio de la locura, que él habitó hasta que fue imposible el contraste entre su intimidad ilusoria y la realidad objetiva y apareció, invitándolo, la fuga definitiva en forma de revólver.
El segundo, Ambrose, encuentra en el desorden social de principios de los treintas, la Comunidad de Proscritos, y establece su mundo en una isla deshabitada de Grecia, entre chichifos y pescadores, el vino y la orgía, en una sensualidad sin mañana, propia de las vísperas del desastre; y ahí su identidad se le disgrega en minutos aislados y llenos de ruido, sin recuerdos ni proyectos, ni mejor impulso vital que el propio ruido.
El tercero, Waldemar, es la persecución de la guerra que ya no puede tolerar ni los rincones en que se escondían los fugitivos, ahora convertidos en malditos.
Isherwood se encuentra como vagabundo entre esas tres huidas, compartiéndolas y escapándose de ellas apenas a tiempo, en busca de su propio dharma: la vocación y la vida juntas que alientan en su cuerpo sin encontrar cómo realizarse. Paul, el cuarto personaje, le reprochará que ande de vagabundo en vidas ajenas sin comprometerse en ninguna, y sólo dejando como turista tarjetas de visita que terminen con la nota: "Anduve por ahí de visita... Down there on a Visit."
"Cuando Eliot, Auden e Isherwood invocan el ejemplo de Baudelaire, escribió Edmund Wilson al reseñar los Diarios íntimos de Baudelaire que Isherwood había traducido, lo que están proponiendo es una pasión por la literatura que ha conseguido arder con pureza e intensidad a través del sufrimiento y la degradación" (Classics and Commercials.)
La literatura, entendida como dharma, como vocación y como vida irrenunciable del propio cuerpo, como el ser individual pleno y trabajando, lo había hecho rechazar un mundo y ser rechazado por los otros, a los que en vano se aventuraba. No en vano, pues si bien no había logrado instalarse en ellos y erigirlos como principio trascendente, en el sentido en que los programas políticos o religiosos lo hacen, sí había logrado realizar día a día esa vocación, porque dharma quería decir convivir con Magnus Hirschfeld, con Sally Bowles --el Bowles, como homenaje a Paul Bowles--, con Ambrose y Waldemar, con Mr. Norris y Mr. Lancaster, con los Nowaks, y rescatar los instantes vitalmente inspirados de sus trayectorias. Instantes, pese a los desastres que habrían de sucederlos, más inspirados que cualquier conformismo --aunque sólo dieran a su autor el insuficiente hogar de la literatura.
Y esta contradicción entre un escritor fugitivo y la realidad, o mejor dicho, entre cualquier fugitivo cultural --fugitivo por dharma, por temperamento irrenunciable, por fundamental instinto vital-- viene a ser el tema de las obras siguientes de Isherwood, que se inauguran con esa obra maestra de la novela corta que es Prater Violet (1945; Violeta del Prater).
Con la sencilla anécdota de un director de cine (Bertholt Vertel) y un guionista (Christopher) durante la filmación de una comedia que lleva el nombre de la novela --y que en realidad, fue la película Little Friends-- se carean dos maneras opuestas de enfocar la contradicción entre vida y arte, entre dharma y realidad. El director es una figura paternal, masiva, concreta, que no cree en el desclasamiento "anarquizante" de la cultura radical ni en la negación que el arte pudiera hacer de las fuerzas políticas beligerantes en cada momento concreto; sin embargo, y pese a que finja lo contrario, comparte con su cuestionado asistente el aislamiento vital en que los Otros los tienen, y que el director sólo puede vencer con el sentido del humor; aislamiento al que Christopher trata de sobreponerse con ilusiones melancólicas.
Christopher aprende del director una cosa, sin embargo: que el trabajo artístico le sirve al creador para evitar autodestruirse, y que debe empeñarse en él a toda costa porque ése es, el arte, su verdadera patria --aun cuando, como en el caso del director, toda su conciencia política y su engagement sean reconocidos por la realidad exterior, sólo para permitirle hacer ¡una comedia musical! --Prater Violet--, ridícula y cursi, por mandato de los Otros.
No importaba: aun en los mínimos detalles del trabajo había que asirse al arte, al dharma, a la supervivencia del propio ímpetu vital. Perder ese ímpetu era la mayor concesión al enemigo, y no estaban los tiempos como para conquistar reinos sino, apenas, y aun así con grandes esfuerzos, para no perder los pequeños atisbos desclasados, proscritos, neuróticos y hasta caricaturescos que uno lograra en la vida a cuyos ensoñados proyectos había venido dirigiéndose.

EL DHARMA
Los cuarentas fueron una década de profundo abatimiento en la vida de Isherwood, exiliado a los Estados Unidos, porque siempre es más libre la vida de un exiliado que de un preso voluntario en la cárcel de la propia sociedad que se detesta. Y siempre es menos trágico vivir de escribir, como chamba, guiones insulsos (que de cualquier modo siempre resultaban superiores a Hollywood, que rara vez por lo demás llegó a filmarlos, y cuando lo hizo, buscó previamente estropearlos, como esa Diana de Poitiers, con Pedro Armendáriz), que seguir pretendiendo tener algo qué decir como novelista cuando en sí mismo se encontraba abatido, agotado, sin saber ni qué ni por dónde.
Fue entonces cuando encontró la filosofía de los Vedas, o cuando encontró el modo de hacer que el Vedanta representara lo mismo que él había venido viviendo, pero que no había encontrado una fórmula en qué encarnar. Desde un punto de vista, una filosofía tan antigua, tan lejana del mundo burgués, y tan "tercermundista", representa una excelente coartada para recobrar los impulsos de libertad, de honestidad, de abierta solidaridad humana, de pacifismo y dignidad, y sobre todo de recuperación del propio ser para la virtud, palabras todas que las religiones occidentales han vuelto hipócritas, imposibles.
No existe, en mi opinión, cambio de trayectoria en Isherwood, sino un mayor radicalismo moral y artístico en su época orientalista confrontada con la anterior, en Berlín, diabolista y baudelaireana.
El dharma (el concepto de vocación ligado a la actividad, y al mismo tiempo al conjunto de la sensibilidad y la identidad de la persona; o sea todo lo que uno es, pero no en abstracto, sino en-cuerpo-y-en-movimiento-y-trabajando) de Isherwood, lo había puesto en contradicción con su clase, su país y su cultura; lo había impulsado a la "city of the damned" buscando en el infierno la vitalidad, la belleza y el calor que el "paraíso" burgués no podía ofrecer. Pero la fuga era ilusoria en el sentido de querer recibir la liberación sólo desde fuera, casi por contagio; y cuando ese "fuera" ilusorio se venía abajo, Isherwood volvía a quedar, como el alterego de Prater Violet, otra vez en el muelle que había pretendido abandonar. Y ya tenía treinta años. Y ya no podía creer, como los grumetes de las novelas de aventura, que liberarse era treparse a un barco en busca de "otro lugar". El mundo se confundía en una guerra que sólo comprendían los maniqueos locutores a sueldo de las estaciones de radio de cada bando.
¿Qué hacer entonces consigo mismo, esa abrumadora responsabilidad? Porque no se puede gastar la vida culpando a la realidad, aunque sí sea la Gran Culpable, ni entreviendo liberaciones exteriores. De hecho, Sally Bowles en la vida real se había convertido en activista comunista. Aun más, como escritor, y como escritor forsteriano que presupone que la gran misión de la literatura es encarnar la vida del mundo en una experiencia profunda, sincera y minuciosamente personal, Isherwood tenía la responsabilidad de dar su respuesta: no sólo escribirla (a fin de cuentas, el texto es apenas y exclusivamente la coda del trabajo literario, que se hace en la praxis, en la vida cotidiana), sino previamente encontrarla.
De algún mundo, The World in the Evening (1954), con su protagonista cuarentón que busca como única salida de la realidad inmanejable un accidente atroz, que lo encama largo tiempo "con la mente y el cuerpo enyesados, y sin más contacto con el mundo exterior que el olfato", representa a un Isherwood comprometido en un arduo trabajo de introspección, a fin de despojar de atavismos la desnudez del dharma, del impulso individual de la vida, que era, simultáneamente, el impulso para el trabajo. Sin aquél no quedaba nada del novelista y sin el trabajo no podía existir la persona, "y dejar de ser una persona, matarme dentro de mi cuerpo vivo, es peor que un bombardeo, peor que no tener amante". Ese trabajo que anteriormente había encontrado en la protesta y la provocación la manifestación de su impulso.
Y entonces ocurrió lo que ya habían intuido los mejores lectores de toda su obra anterior: que el tema y la atmósfera más entrañables de su obra era la bondad, una especie de santidad cotidiana, llana y en mangas de camisa, como su prosa, como sus novelas, con deportes, risas, amigos y en lenguaje forsteriano de mesa de té; una santificación de la vida privada, la exigencia moral de las minucias personales, el rigor religioso con el cual vivir los modestos días de la persona modesta.
La prosa de Isherwood va volviéndose más antiliteraria --aliteraria, más bien-- y más clara, y a través de la magistral percepción de los detalles más minuciosos de sus personajes se extiende una amplitud de tolerancia hacia todos los demás hombres.
Tolerar el brahmán por la conciencia del atmán, enriquecer el trato con el mundo gracias a que se ha enriquecido el trato consigo mismo, y al revés... Auden, que se burlaba del budismo de Isherwood como de un mumbo-jumbo, había escrito en un poema de su época socialistamente "comprometida": "o el mundo aprende a amar, o perecerá". Y no amor en el sentido de romance o de discursos wishy-washy, sino de reconocer amorosamente la vocación diaria de cada persona individual dentro del tejido solidario de las vocaciones de los demás.
Las novelas de Isherwood son el aprendizaje que cada personaje hace de cómo amarse a sí mismo, desprendiéndose de los atavismos, de la voluntad de poder, de los pudores e ignorancias que conllevan, primero, el odio esencial hacia uno mismo, y en seguida, la furia y la masacre contra los demás en guerra-de-ratas.
Lo maravilloso es que esto, que desgraciadamente sí suena wishy-washy al enunciarlo, es evidentemente concreto en novelas como Down there on a Visit, The World in the Evening, A Single Man (1964; en castellano, Un hombre soltero), A Meeting by the River (1967), y en libros autobiográficos como Christopher and his Kind, Kathleen and Frank, y seguramente, como afirman los biógrafos, en la obra que amenaza a ser --como en Gide-- la culminación de Isherwood: el diario que en los últimos cuarenta años de su vida escribió con mayor pasión, si se quiere, que la de sus novelas.
El capítulo cuarto de Down there on a Visit cuenta la historia del gigoló más caro del mundo que llega al asco de sí mismo. Es condición del dharma el manifestar con asco, depresión, ira, infamia, crueldad su rechazo a los aspectos atávicos que lo contradicen, y muy a menudo el de manifestarlos psicosomáticamente. Así como el personaje de The World in the Evening busca entre queriendo y no, poner un hasta aquí a su vida, al sufrir el absurdo accidente que lo pone en cama, el gigoló Paul atenta contra su miembro y queda impotente por mucho tiempo.
La fallida castración lo libera a través de la impotencia: descubre la amistad, el gusto por el trabajo, el interés intelectual, la alegría deportiva de su propio cuerpo, en fin, todo lo que el falo mercenario le había desviado; cuando sana, es un hombre mejor que el previo, un yo más vital que el yo falso que se había construido antes. Por desgracia, la realidad exterior no admite tan fácilmente las liberaciones individuales, y vuelve el conflicto entre la roca en la playa y las olas que la abruman; y sigue caminando entre las concesiones a la vida personal falsa y las vueltas al dharma, hasta su muerte al final, no exenta de tragedia. (Otros autores se han ocupado del personaje real que dio lugar a este narrativo, como Tennessee Williams, Truman Capote, Gore Vidal). Como el profesor cincuentón de A Single Mann que se esmera por sobrevivir a un pasado fosilizado, para hacerle justicia a lo que alienta de activo y de vivo en un yo que se inclina más bien a dejarse vencer por la acedia.
Pues al final de cuentas no importa la muerte ni el futuro, el poder o la trascendencia, el éxito y ni siquiera la aventura por sí misma. En el Todo la persona no es sino la modestia del detalle, del breve tiempo, del breve espacio. Y toda la riqueza del hombre no es ganarle campo a la realidad externa, sobre los demás o sobre el universo, sino llenar su mínima e infinita existencia. La riqueza de la modestia diaria, de la prosa llana, de las anécdotas de todos los días, y muy especialmente de la crítica centrada en la pequeña dimensión, que no es sino despojarse --y ayudar a los otros a que lo hagan-- de las pequeñas infamias, que son las que más fastidian y más irremediablemente.
Escribió Isherwood a los cincuenta y ocho años de edad, en 1962: "La melancolía es la enfermedad ocupacional de nosotros los viejos. La melancolía senil es bastante diversa de la romántica melancolía de los jóvenes... Pero cuando me encuentro preguntándome a mí mismo: ¿Y para qué esto? ¿y para qué lo otro?, trato de ayudarme con el concepto hindú de dharma: uno emplea los propios talentos porque los tiene, y no en obediencia a algún Poder externo sino por la obligación que los propios talentos imponen sobre quien los tiene. La mayor parte de las veces este argumento funciona, aunque puede peligrosamente convertirse en una especie de masoquismo estoico: 'haz con energía tu larga y sorda labor', etcétera. Labor sugiere la idea de trabajo, y te convierte en una especie de esclavo, mientras que dharma sólo puede cumplirse por un acto de libre albedrío. Me parece que todas las ocupaciones son simbólicas, o mejor dicho que sus frutos son completamente otros que los aparentes. No es en realidad la novela terminada lo que importa, sino lo que le ocurre a uno cuando la está escribiendo. Queda sin embargo la pregunta de qué ocurrirá con el lector cuando la lea. Por ello uno no puede ponerse místico y decir que no importa si la novela no llega a terminarse". Porque es necesario dar la vida a los otros para recibirla de ellos; el intercambio entre el atmán y el brahamán, la vida individual y el mundo exterior, que se resienten recíprocamente.
(Es muy rica la parte religiosa u orientalista de la obra de Isherwood: sobre sus reflexiones en torno al pensamiento hindú, además de la novela ya citada A meeting by the River, pueden consultarse su edición de ensayos Vedanta for the Western World (1946), el Ramakrishna and His Disciples (1965), los Essentials of Vedanta (1969) y su bellísimo tomo autobiográfico My Guru and His Disciple (1980), además de sus traducciones del Bhagavad-Gita, los aforismos yogas de Patanjali y los pensamientos de Shankara.)
Sea cual fuere el juicio sobre el aspecto religioso de Isherwood, su aportación a la narrativa contemporánea es formidable. No hay otro novelista actual con semejante poder de educación moral. Sus novelas construyen la solidaridad entre los personajes para purificarse, y no en un sentido místico, sino en sus vidas modestas y particulares, en sus propios infiernos y limbos domésticos.
Ni hay un amor tan crítico y tolerante hacia la gente, representada por el propio lector, que siempre tiene la idea de que Isherwood se asoma hacia él en su libro y lo quiere; que podría quererlo en su propio entretejido como a los personajes que se critican y ayudan amorosamente entre sí, buscando la purificación de vidas civiles por medio de la búsqueda de lo mejor, lo más virtuosamente impulsivo y placentero, de cada cual.
Aunque nuevamente, esa purificación es más posible en el mundo de los malditos, delincuentes, proscritos, desesperados, que son precisamente quienes niegan más enérgicamente el hipócrita mundo de la maya, de los engaños y las apariencias, del odioso arrancarse unos a otros mordiscos de poder, trabajo, propiedad y vida como en guerra-de-ratas.
Isherwood ama la santidad solidaria de las personas oprimidas, grises y y negras, como ese cincuentón de A Single Man, que a los cincuenta años reinicia en el medio suburbano y mediocre de un suburbio universitario su reto de vida, con no menor coraje que el de La línea de sombra de Joseph Conrad, pero con mayor lealtad a la cotidianeidad verdadera: un día en su vida, que podía ser el último, ennoblecido y alzado por el dharma, por la lealtad a la vida, a los impulsos de vida que uno lleva consigo, y que nos mueven a existir con la mayor plenitud posible. (1980; recogido en mi libro de ensayos Sentido Contrario, Puebla, Buap, 1990.)

1 comentario:

Javier dijo...

Acabo de descubrir este impresionante artículo sobre Isherwood y su obra, sencillamente me he quedado atónito y sinceramente no hace más que acrecentar mis dudas y mis preguntas, obviamente carentes de respuestas, ya que quien podría contestar ya ha fallecido y aún así creo que llevó su impostura hasta un extremo tal que le costaría ser sincero. Quiso romper con todo, de hecho rompió con todo y se fue en pos de un sueño, de una nueva Arcadia, curioso buscarla en USA, aunque tal vez en aquellos años 30, como Gore Vidal ha dado a entender pudieron cambiar el mundo, no fue así. y el rompió amarras ataduras y renegó de lo que era, lo que me lleva a pensar en enorme soledad y sensación de vacío que debía sentir aún más desde el que para mi es el desafortunado encuentro de San Valentín con Don Bachardi y que obviamente marca su declive. No quiero alargarme mas y perdón por el exceso.