viernes, 30 de junio de 2023

LA LLORONA NÚMERO 9

LA LLORONA NÚMERO 9

 

 

Por José Joaquín Blanco

                                                         “...de musa a musa...”

                                                         SALVADOR NOVO: Diálogos

 

Durante los años setenta del pasado siglo, el agónico cine mexicano, que llevaba tres lustros de crisis después de su “época de oro”, se vio exuberante de promesas. Durante dos sexenios las mayores autoridades cinematográficas fueron nada menos que hermanos de los presidentes de la república: Rodolfo Echeverría y Margarita López Portillo.

Se acusó al primero de promover un cine populista, gobiernista, tercermundista, casi soviético. Pero alcanzó a levantar en una de las esquinas de Calzada de Tlalpan y Río Churubusco, junto a los estudios cinematográficos (en los terrenos donde se construiría una década más tarde el Centro Nacional de las Artes), un moderno y lujoso edificio que durante unos seis años proclamó las promesas gubernamentales del Nuevo Cine Mexicano: la Cineteca Nacional.

Tenía salas, librería, cafetería-restorán, galería, oficinas, almacén.  Dependía de la Secretaría de Gobernación, pero ahí se mostraban precisamente las grandes películas internacionales cuya exhibición esa misma autoridad prohibía terminantemente en cualquier otra parte, por su contenido erótico o político.

Se trataba de un cine de excepción, concurrido por cineadictos de excepción, que con sólo desembarcar en su acera, entre el horrísono tráfico de Calzada de Tlalpan y Río Churubusco, se sentían un poco en Europa, en la Orilla Izquierda de la Cultura. Años de relumbrante esnobismo.

         Margarita López Portillo era la hermana queridísima del presidente, la única entre todos los mexicanos a quienes ese presidente jamás podía decirle un no. Y ella pedía mucho. Lo pedía todo. Nunca se le dijo no. Pero careció de la modestia de Hillary Clinton, quien se satisfizo con una mera senaduría; Margarita pidió todo el poder en radio, en televisión y cinematografía. La cuchara grande.

Dicen que lo primero que hizo fue visitar todas las oficinas y escandalizarse de lo mal decoradas que estaban; contrató de inmediato a su amiga, la cuentista Guadalupe Dueñas, para que comprara unos cuantos cientos de pinturas geniales a fin de dignificar sus muros. Lo segundo que hizo fue correr a tamborazos a la propia Guadalupe Dueñas, que porque andaba gastando millones en puras porquerías pictóricas. Que se regresara, pero ya, “al anonimato de sus cuentitos idiotas”. Eso dicen. Las escritoras suelen ser amigas terribles.

         “Doña Margarita”, como se le llamó durante todo el sexenio lópezportillista, era poeta y escritora. Se consideraba una gran autora ninguneada por la envidia y la imbecilidad de los mexicanos, especialmente por sus maestros, como Agustín Yáñez, quien nunca se convenció del todo –aunque parece que no le quedó más remedio que aceptarlo ante ella de viva voz- de que los poemas de Margarita López Portillo fueran mejores que los de sor Juana. “¡Y lo son!”, exclamaba la hermana presidencial: “¡Son más modernos!” Sus colegas Griselda Álvarez y Margarita Michelena la aplaudían a rabiar.

         Doña Margarita sufría de una obsesión algo necrofílica con respecto a sor Juana. Hizo remover los cimientos del Convento de San Jerónimo para encontrar unos huesos de monja. (Debe haber ahí varias generaciones de monjas enterradas durante tres siglos, en sudarios semejantes, confundidas las unas con las otras.) Se los llevó a su casa.

Ocurrieron muchos líos, que llegaron hasta al Senado de la República, con motivo de tales huesos indocumentados, pero “históricos” (todos los huesos son historia) y “auténticos en certeza espiritual”.

Los antropólogos no certificaron que tal esqueleto fuese el único y verdadero de sor Juana Inés de la Cruz, pero Doña Margarita, tan dada a las brujas y a los médiums, prescindió de la ciencia y les descubrió un aura sorjuanesca indiscutible. Ésa era su verdad; en consecuencia: la verdad y punto.

Ahí en su casa, junto a los huesos, conversaba con sor Juana. O se los llevaba a la oficina y los colgaba frente a su escritorio, en el perchero.

-¡Eh tú, Juana! ¿Qué te parecen estos pendejos?

         Octavio Paz, en la introducción a su célebre biografía de la poetisa, celebra el sorjuanismo de doña Margarita. Pero el poema más conocido de la hermana presidencial fue, años más tarde, una loa al Subcomandante Marcos, publicado en la revista Proceso en las primeras semanas de 1994: los rebeldes de Chiapas de alguna manera continuaban el sexenio de José López Portillo, tan combatido por su dilecto sucesor, el presidente Miguel de la Madrid.

Antes de esa oda al Nuevo Redentor de los Indios, al Nuevo Liberador de México, doña Margarita había escrito y llevado al cine (con Sonia Infante como protagonista) un emblema de la bravía mujer mexicana, Toña Machetes; y en el papel de semejante dictadora terrible la sufrían sus empavorecidos subalternos y empleados de la Dirección de Radio, Televisión y Cinematografía de la Secretaría de Gobernación. Eso cuando el gobierno tenía todo el poder sobre esos medios y todo el dinero del mundo para realizar sus caprichos.

         Pero México seguía siendo ingrato con doña Margarita. Por más que quisiera redimirlo todo, no encontraba sino puro imbécil a su alrededor.

-¡No se puede hacer nada con tanto pendejo, Juana! Encargo guiones, los pago a precio de oro, para producir buenas películas mexicanas, para poner en alto el nombre de mi México, para recuperar nuestra historia y nuestras tradiciones, ¡y me traen historias de puras putas antiguas! Que la Frida Kahlo, que la Tina Modotti, que la Nahui Olín, que la Benita...

Sólo autorizó una “película de putas antiguas”, sobre Antonieta Rivas Mercado, pues consideraba a esta mujer “la más cepilladita” de entre todas las “horizontales” de su calaña. Y para ello importó, a precio de oro, director y actriz extranjeros, famosísimos.

         De no vivir agobiada por el duro peso de su responsabilidad oficial, ella misma se habría puesto a escribir el guión, y hasta a filmar y a protagonizar personalmente esa película que reivindicara al país y devolviera la cinematografía nacional a aquella “época de oro” de la que no debió de haber salido. Pero carecía de un momento libre. Había un memorándum, cese o denuncia ante la Procuraduría General de la República que firmar o dictar a cada instante contra tantos pendejos como proliferaban en el país.

Convocó entonces, con toda la autoridad de su cargo y de su apellido, a diez barbones de El Colegio de México, de El Colegio Nacional, de la UNAM, de diversas universidades europeas y norteamericanas:

-Quiero ya, pero para ayer, un guión sobre la Llorona...

Acaso los huesos de sor Juana le habían susurrado tal inspiración:

-Doña Margarita, me atrevo a sugerirle a Su Merced una película sobre la Llorona...

-Ay Juana, tú y tus oscurantismos coloniales. ¿No puedes más que pensar en puros trebejos de la Colonia?  Mejor cállate.

-¡Pero ya se filmó hace muchos años, con María Elena Marqués, y fue un fracaso de taquilla! –se atrevió alguno de nosotros a objetar, con terror de verse transferido de inmediato a un calabozo de la policía judicial.

-¡Bah, olvídense de eso!: ¡la historia de México comienza ahora!, y se trata de la película sobre nuestra Llorona, no de babosadas...

-En efecto –anotó un adulador-, aquella película nada tenía que ver con nuestra Llorona tradicional: era simplemente una mujer de la Colonia, despechada por su amante, que hasta mata a sus hijos o algo así; y luego regresa en los años cincuenta del siglo XX a matar niñitos y a vocear su infortunio...

-Bueno –repuso un valiente mexicanista francés-, ésa en efecto es una de las ocho tradiciones de la Llorona, aunque adicionada con la matanza de sus propios hijos, digna más bien de Medea. Contamos con 1) La matrona que llora por sus hijos, asesinados o hundidos en la miseria; 2) La amante burlada y abandonada, cuyo seductor se había casado con otra, y que muerta por la tristeza o por propia mano, regresa en busca inútil de su gran amor a pesar de que corran los siglos; 3) La viuda estéril, que llora al difunto y su falta de hijos; 4) La esposa que había sido infiel, y volvía del infierno todas las noches a confesar su infamia; 5) La esposa fiel cruelmente asesinada a puñaladas por el marido celoso...

-De todas hagan una –repuso, impaciente y salomónica doña Margarita-, ¡pero ya, y que sea muy mexicana y que ponga en alto el nombre de mi México! ¡El sexenio se está acabando!

-Está la vertiente indígena –continuó el valiente americanista francés, muy protegido por su pasaporte extranjero y armado de un imponente fichero portátil, manual, pues todavía no aparecían las lap-top-: 6) La Malinche arrepentida, que lamenta los muertos provocados por su pretendida traición; 7) Alguna diosa indígena, que reunía y amplificaba el llanto de todas las madres aztecas, después de la caída de Tenochtitlan; y finalmente 8) Un extraño ángel o fantasma cristiano, ataviado como madre azteca, que se le apareció a Moctezuma poco antes de la llegada de los españoles para pronosticarle el fin de su imperio. Dice Sahagún del sexto pronóstico fatídico de Moctezuma: que “...de noche se oyeran voces muchas veces como de una mujer angustiada y con lloro decía: ‘¡Oh, hijos míos, que ya ha llegado vuestra destrucción!’ Y otras veces decía: ‘¡Oh hijos míos, ¿dónde os llevaré para que no os acabéis de perder!?’”

-No me venga con relumbrones de erudito, mesié. Quiero una gran película que ponga en alto el nombre de mi México, no sabihondeces de rata de biblioteca. Abomino de las ratas de biblioteca. Quiero para ya, para ayer, el guión de esa película. Hagan una sola historia, una buena historia, de todas esas tradiciones. Buenas tardes, señores. ¡Nos vemos pasado mañana con el guión listo para la preproducción!

Y se fue a platicar a su recámara con los huesos de sor Juana, que ahí tenía juntito, en su buró. O a su oficina, con la osamenta apilada sobre un archivero, a manera de una folklórica calaca de cartón, de las que se queman como un judas (la había sometido al rigor de la lavadora automática, con harto detergente, a fin de dejarla presentable y digna de acompañar a tan alta funcionaria).

Los huesos de sor Juana estaban algo resentidos con la insolencia y el ego desbordantes de doña Margarita. Ya no sólo les decía: “Mis poemas son mejores que los tuyos, monja; ¡son más modernos!” También les decía: “¡A los cuarenta y siete años estabas chimuela! ¡Moriste chimuela! ¡Te enterraron chimuela! ¡Tu cadáver demuestra que estabas chimuela! ¡Recitabas tus archigongorinos poemas frente a los virreyes, en el refectorio, con la bocota chimuela! ¿Siquiera tenías el pudor de cubrirte la dentadura averiada con un velo? Yo ya te llevo unos añitos, aquí entre nos, y mira mis dientes: ¡per-fec-tos!”

Flacos se veían los restos de sor Juana frente a la gruesa silueta de doña Margarita (gruesa pero compactada por una reciente liposucción en Europa). La cara blanqueada y repintada como artesanía japonesa, de esas turísticas caritas de porcelana de a tres por un dólar.

Y en esos coloquios andaba la terrible intelectual Margarita López Portillo con una humillada y bocabajeada sor-Juana-en-sus-huesos. De hecho, ya estaba terminando de ponerla “en su lugar” (“¡Esa crecida: se siente más clásica nomás porque es más vieja!”), cuando sonó el teléfono de la red presidencial. Todavía no existían los celulares. Y ahí sí que hubo un gritazo, un aullido, que ni la Llorona.

-¡Aaay pendeeeejos! ¡Hacerme esto a mí!

El país de pendejos había vuelto a traicionar a doña Margarita, ¡y de qué manera!

Marcó el número de su hermano presidente, de los secretarios de Gobernación, de Educación Pública, de la Defensa y de Relaciones Exteriores; del Procurador de la República y del director de Seguridad Nacional. A todos no supo ni pudo sino espetarles:

-¡Aaay pendeeeejos! ¡Hacerme esto a mí!

Había estallado el moderno, promisorio, esnob, excepcional, primermundista edificio de la Cineteca Nacional, con las salas rebosantes de público; valiosos objetos y obras de arte en exhibición, y todas sus bodegas repletas de las Grandes Películas de la Humanidad, incluyendo los negativos de muchas películas nacionales antiguas, prestigiosas, irrecuperables...

Atardecía. Se hizo trasladar entre patrullas y ambulancias ensordecedoras hasta el camellón de Río Churubusco, frente a la Cineteca. Se plantó con sus doscientos guaruras. Ahí estaba su Roma en llamas, a todo color, como en cinemascope. Todavía salía o sacaban en camillas gente semichamuscada, semiasfixiada. Se decía que los recintos estaban llenos de cadáveres.

Todo el rumbo se ensombrecía con un humo químico denso, irrespirable. La gente traía los ojos colorados como llagas. A cada momento atronaba un nuevo estallido de las Joyas Cinematográficas del acervo nacional.

-¡Se los dije! ¡Se los dije! “¡Tengan cuidado! ¡Tengan mucho cuidado con mi cine nacional!” ¡Aaay pendejos! ¡Hacerme esto a mí!

-¿A quién se lo dijo? –preguntó un audaz reportero de la tele.

-A Pepe, a Chucho, a Víctor, a Miguel, a Fernando, a Arturo, a Carlos, ¡a todos! ¡A todos! Les dije que siempre tuvieran mucho cuidado con mi cine nacional y que siempre pusieran en alto el nombre de mi México.

Pepe era el presidente; los otros, secretarios de estado o altos funcionarios del gobierno federal. Carlos y Arturo eran el regente y el jefe de la policía de la capital.

Más calmada, en las horas y días siguientes, doña Margarita amplió su requisitoria contra todos los funcionarios medianos, y hasta los empleados, almacenistas, barrenderos y espectadores de la Cineteca Nacional.

Supongo que los huesos de sor Juana se llevaron una buena zarandeadita, en la recámara o en la oficina, peor que aquélla de la lavadora automática (chaca-chaca), por no haberla prevenido (“¡Pinche Juana! ¿No que muy sabihonda?”) de lo que se sabía desde hacía años en todas las oficinas de la Dirección de Radio, Televisión y Cinematografía de la Secretaría de Gobernación, pero que los altos funcionarios preferían no tomar en serio: es decir, que la Cineteca Nacional carecía de instalaciones apropiadas para guardar tanto material sumamente inflamable como eran las películas y en especial las películas muy viejas. Que de hecho constituía una bomba inminente.

-Se lo dijimos a doña Margarita, le mandamos muchos informes; pero no quiso gastar dinero en vulgares instalaciones burocráticas, sino en grandes producciones que recobraran su identidad nacional y pusieran muy en alto el nombre de su México. Sólo nos respondió: ‘Nomás tengan cuidado, mucho cuidado, y pongan siempre en alto el nombre de mi México’; y ya. 

Doña Margarita se olvidó por completo del guión que nos había encargado. Se dedicó durante el resto del gobierno de su hermano en gritar: “¡Aaay pendejos! ¡Hacerme esto a mí!” por todas partes; a gentes y a huesos, a funcionarios y a empleados; al pueblo y a los astros. 

Le guardó mucho rencor a sor Juana. Hacerle eso a ella, a doña Margarita, quien había sacado a sor Juana del anonimato absoluto al estampar su efigie en billetes y monedas de curso legal. Sor Juana, con todo y huesos, también la había decepcionado.

¿Qué le costaba haberle avisado, a través de un médium, o de sus propios huesos: “Doña Margarita, advierto a Su Merced que el mes que entra se va a quemar la Cineteca Nacional”?

-¡Habría podido tomar yo las medidas oportunas! Pero esa Juana amargada y envidiosa se quedó callada, nomás para fastidiarme...

Su grito se hizo tan famoso que el valiente mexicanista francés no consideró del todo inútil su viaje a México: añadió un dato a su fichero, aunque ni a él ni al resto del “equipo de la Llorona” se nos pagaron gastos ni honorarios.

Después de llamar en vano por teléfono innumerables veces a la oficina de doña Margarita, escribió una protesta dirigida a su embajador y se regresó a Francia. Nos dijo cuando fuimos a despedirlo al aeropuerto:

-Ya tienen otra Llorona. La Llorona número 9. Sólo que ésta no aullará de noche en el centro de la Ciudad, por las inmediaciones del Zócalo, como las otras ocho; sino por todo Churubusco y por toda la Calzada de Tlalpan, como estampida de sirenas de patrullas y ambulancias: “¡Aaaay pendeeeejos! ¿Hacerme esto a mí?”

Tuvo razón. Todos quienes vivimos esa tarde de 1982 en que ardió la Cineteca, recordamos a la Llorona Número 9 siempre que pasamos por la esquina de Calzada de Tlalpan y Río Churubusco. Ésta es una nueva tradición o leyenda de las calles de México. De modo que doña Margarita ya compartirá créditos con su menospreciada sor Juana en algún resumen de la cultura mexicana.

Aunque tal vez su “Oda al Subcomandante Marcos” aparezca pronto como poema declamable en los libros de texto gratuito. Y entonces sí, ¡sufre, sor Juana! Habrá una poetisa más famosa.

 

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