Por José Joaquín Blanco
“...de
musa a musa...”
SALVADOR
NOVO: Diálogos
Durante los años setenta del pasado siglo, el agónico cine mexicano, que
llevaba tres lustros de crisis después de su “época de oro”, se vio exuberante
de promesas. Durante dos sexenios las mayores autoridades cinematográficas
fueron nada menos que hermanos de los presidentes de la república: Rodolfo
Echeverría y Margarita López Portillo.
Se acusó al primero de
promover un cine populista, gobiernista, tercermundista, casi soviético. Pero
alcanzó a levantar en una de las esquinas de Calzada de Tlalpan y Río
Churubusco, junto a los estudios cinematográficos (en los terrenos donde se
construiría una década más tarde el Centro Nacional de las Artes), un moderno y
lujoso edificio que durante unos seis años proclamó las promesas
gubernamentales del Nuevo Cine Mexicano:
Tenía salas, librería, cafetería-restorán,
galería, oficinas, almacén. Dependía de
Se trataba de un cine de excepción,
concurrido por cineadictos de excepción, que con sólo desembarcar en su acera,
entre el horrísono tráfico de Calzada de Tlalpan y Río Churubusco, se sentían
un poco en Europa, en
Margarita López Portillo
era la hermana queridísima del presidente, la única entre todos los mexicanos a
quienes ese presidente jamás podía decirle un no. Y ella pedía mucho. Lo pedía
todo. Nunca se le dijo no. Pero careció de la modestia de Hillary Clinton,
quien se satisfizo con una mera senaduría; Margarita pidió todo el poder en
radio, en televisión y cinematografía. La cuchara grande.
Dicen que lo primero que hizo fue visitar
todas las oficinas y escandalizarse de lo mal decoradas que estaban; contrató
de inmediato a su amiga, la cuentista Guadalupe Dueñas, para que comprara unos
cuantos cientos de pinturas geniales a fin de dignificar sus muros. Lo segundo
que hizo fue correr a tamborazos a la propia Guadalupe Dueñas, que porque
andaba gastando millones en puras porquerías pictóricas. Que se regresara, pero
ya, “al anonimato de sus cuentitos idiotas”. Eso dicen. Las escritoras suelen
ser amigas terribles.
“Doña Margarita”, como se
le llamó durante todo el sexenio lópezportillista, era poeta y escritora. Se
consideraba una gran autora ninguneada por la envidia y la imbecilidad de los
mexicanos, especialmente por sus maestros, como Agustín Yáñez, quien nunca se
convenció del todo –aunque parece que no le quedó más remedio que aceptarlo
ante ella de viva voz- de que los poemas de Margarita López Portillo fueran
mejores que los de sor Juana. “¡Y lo son!”, exclamaba la hermana presidencial:
“¡Son más modernos!” Sus colegas Griselda Álvarez y Margarita Michelena la
aplaudían a rabiar.
Doña Margarita sufría de
una obsesión algo necrofílica con respecto a sor Juana. Hizo remover los
cimientos del Convento de San Jerónimo para encontrar unos huesos de monja.
(Debe haber ahí varias generaciones de monjas enterradas durante tres siglos,
en sudarios semejantes, confundidas las unas con las otras.) Se los llevó a su
casa.
Ocurrieron muchos líos, que llegaron hasta
al Senado de
Los antropólogos no certificaron que tal
esqueleto fuese el único y verdadero de sor Juana Inés de
Ahí en su casa, junto a los huesos,
conversaba con sor Juana. O se los llevaba a la oficina y los colgaba frente a
su escritorio, en el perchero.
-¡Eh tú, Juana! ¿Qué te parecen estos
pendejos?
Octavio Paz, en la
introducción a su célebre biografía de la poetisa, celebra el sorjuanismo de
doña Margarita. Pero el poema más conocido de la hermana presidencial fue, años
más tarde, una loa al Subcomandante Marcos, publicado en la revista Proceso
en las primeras semanas de 1994: los rebeldes de Chiapas de alguna manera
continuaban el sexenio de José López Portillo, tan combatido por su dilecto
sucesor, el presidente Miguel de
Antes de esa oda al Nuevo Redentor de los
Indios, al Nuevo Liberador de México, doña Margarita había escrito y llevado al
cine (con Sonia Infante como protagonista) un emblema de la bravía mujer
mexicana, Toña Machetes; y en el papel de semejante dictadora terrible
la sufrían sus empavorecidos subalternos y empleados de
Pero México seguía siendo
ingrato con doña Margarita. Por más que quisiera redimirlo todo, no encontraba
sino puro imbécil a su alrededor.
-¡No se puede hacer nada con tanto pendejo,
Juana! Encargo guiones, los pago a precio de oro, para producir buenas
películas mexicanas, para poner en alto el nombre de mi México, para
recuperar nuestra historia y nuestras tradiciones, ¡y me traen historias de
puras putas antiguas! Que
Sólo autorizó una “película de putas
antiguas”, sobre Antonieta Rivas Mercado, pues consideraba a esta mujer “la más
cepilladita” de entre todas las “horizontales” de su calaña. Y para ello
importó, a precio de oro, director y actriz extranjeros, famosísimos.
De no vivir agobiada por
el duro peso de su responsabilidad oficial, ella misma se habría puesto a
escribir el guión, y hasta a filmar y a protagonizar personalmente esa película
que reivindicara al país y devolviera la cinematografía nacional a aquella
“época de oro” de la que no debió de haber salido. Pero carecía de un momento
libre. Había un memorándum, cese o denuncia ante
Convocó entonces, con toda la autoridad de
su cargo y de su apellido, a diez barbones de El Colegio de México, de El
Colegio Nacional, de
-Quiero ya, pero para
ayer, un guión sobre
Acaso los huesos de sor
Juana le habían susurrado tal inspiración:
-Doña Margarita, me
atrevo a sugerirle a Su Merced una película sobre
-Ay Juana, tú y tus
oscurantismos coloniales. ¿No puedes más que pensar en puros trebejos de
-¡Pero ya se filmó hace muchos años, con
María Elena Marqués, y fue un fracaso de taquilla! –se atrevió alguno de
nosotros a objetar, con terror de verse transferido de inmediato a un calabozo
de la policía judicial.
-¡Bah, olvídense de eso!: ¡la historia de
México comienza ahora!, y se trata de la película sobre nuestra
Llorona, no de babosadas...
-En efecto –anotó un adulador-, aquella película
nada tenía que ver con nuestra Llorona tradicional: era simplemente una mujer
de
-Bueno –repuso un
valiente mexicanista francés-, ésa en efecto es una de las ocho tradiciones de
-De todas hagan una –repuso, impaciente y
salomónica doña Margarita-, ¡pero ya, y que sea muy mexicana y que ponga en
alto el nombre de mi México! ¡El sexenio se está acabando!
-Está la vertiente indígena –continuó el
valiente americanista francés, muy protegido por su pasaporte extranjero y
armado de un imponente fichero portátil, manual, pues todavía no aparecían las lap-top-:
6)
-No me venga con relumbrones de erudito,
mesié. Quiero una gran película que ponga en alto el nombre de mi
México, no sabihondeces de rata de biblioteca. Abomino de las ratas de
biblioteca. Quiero para ya, para ayer, el guión de esa película. Hagan una sola
historia, una buena historia, de todas esas tradiciones. Buenas tardes,
señores. ¡Nos vemos pasado mañana con el guión listo para la preproducción!
Y se fue a platicar a
su recámara con los huesos de sor Juana, que ahí tenía juntito, en su buró. O a
su oficina, con la osamenta apilada sobre un archivero, a manera de una
folklórica calaca de cartón, de las que se queman como un judas (la había
sometido al rigor de la lavadora automática, con harto detergente, a fin de
dejarla presentable y digna de acompañar a tan alta funcionaria).
Los huesos de sor Juana
estaban algo resentidos con la insolencia y el ego desbordantes de doña
Margarita. Ya no sólo les decía: “Mis poemas son mejores que los tuyos, monja;
¡son más modernos!” También les decía: “¡A los cuarenta y siete años estabas
chimuela! ¡Moriste chimuela! ¡Te enterraron chimuela! ¡Tu cadáver demuestra que
estabas chimuela! ¡Recitabas tus archigongorinos poemas frente a los virreyes,
en el refectorio, con la bocota chimuela! ¿Siquiera tenías el pudor de cubrirte
la dentadura averiada con un velo? Yo ya te llevo unos añitos, aquí entre nos,
y mira mis dientes: ¡per-fec-tos!”
Flacos se veían los
restos de sor Juana frente a la gruesa silueta de doña Margarita (gruesa pero
compactada por una reciente liposucción en Europa). La cara blanqueada y
repintada como artesanía japonesa, de esas turísticas caritas de porcelana de a
tres por un dólar.
Y en esos coloquios andaba la terrible
intelectual Margarita López Portillo con una humillada y bocabajeada
sor-Juana-en-sus-huesos. De hecho, ya estaba terminando de ponerla “en su
lugar” (“¡Esa crecida: se siente más clásica nomás porque es más vieja!”),
cuando sonó el teléfono de la red presidencial. Todavía no existían los
celulares. Y ahí sí que hubo un gritazo, un aullido, que ni
-¡Aaay pendeeeejos! ¡Hacerme esto a mí!
El país de pendejos había vuelto a
traicionar a doña Margarita, ¡y de qué manera!
Marcó el número de su hermano presidente, de
los secretarios de Gobernación, de Educación Pública, de
-¡Aaay pendeeeejos! ¡Hacerme esto a mí!
Había estallado el moderno, promisorio,
esnob, excepcional, primermundista edificio de
Atardecía. Se hizo trasladar entre patrullas
y ambulancias ensordecedoras hasta el camellón de Río Churubusco, frente a
Todo el rumbo se ensombrecía con un humo
químico denso, irrespirable. La gente traía los ojos colorados como llagas. A
cada momento atronaba un nuevo estallido de las Joyas Cinematográficas del
acervo nacional.
-¡Se los dije! ¡Se los dije! “¡Tengan
cuidado! ¡Tengan mucho cuidado con mi cine nacional!” ¡Aaay pendejos!
¡Hacerme esto a mí!
-¿A quién se lo dijo? –preguntó un audaz
reportero de la tele.
-A Pepe, a Chucho, a Víctor, a Miguel, a
Fernando, a Arturo, a Carlos, ¡a todos! ¡A todos! Les dije que siempre tuvieran
mucho cuidado con mi cine nacional y que siempre pusieran en alto el
nombre de mi México.
Pepe era el presidente; los otros,
secretarios de estado o altos funcionarios del gobierno federal. Carlos y
Arturo eran el regente y el jefe de la policía de la capital.
Más calmada, en las horas y días siguientes,
doña Margarita amplió su requisitoria contra todos los funcionarios medianos, y
hasta los empleados, almacenistas, barrenderos y espectadores de
Supongo que los huesos de sor Juana se
llevaron una buena zarandeadita, en la recámara o en la oficina, peor que
aquélla de la lavadora automática (chaca-chaca), por no haberla prevenido
(“¡Pinche Juana! ¿No que muy sabihonda?”) de lo que se sabía desde hacía años
en todas las oficinas de
-Se lo dijimos a doña Margarita, le mandamos
muchos informes; pero no quiso gastar dinero en vulgares instalaciones
burocráticas, sino en grandes producciones que recobraran su identidad
nacional y pusieran muy en alto el nombre de su México. Sólo nos respondió:
‘Nomás tengan cuidado, mucho cuidado, y pongan siempre en alto el nombre de mi
México’; y ya.
Doña Margarita se olvidó por completo del
guión que nos había encargado. Se dedicó durante el resto del gobierno de su
hermano en gritar: “¡Aaay pendejos! ¡Hacerme esto a mí!” por todas partes; a
gentes y a huesos, a funcionarios y a empleados; al pueblo y a los astros.
Le guardó mucho rencor a sor Juana. Hacerle
eso a ella, a doña Margarita, quien había sacado a sor Juana del anonimato
absoluto al estampar su efigie en billetes y monedas de curso legal. Sor Juana,
con todo y huesos, también la había decepcionado.
¿Qué le costaba haberle avisado, a través de
un médium, o de sus propios huesos: “Doña Margarita, advierto a Su Merced que
el mes que entra se va a quemar
-¡Habría podido tomar
yo las medidas oportunas! Pero esa Juana amargada y envidiosa se quedó callada,
nomás para fastidiarme...
Su grito se hizo tan famoso que el valiente
mexicanista francés no consideró del todo inútil su viaje a México: añadió un
dato a su fichero, aunque ni a él ni al resto del “equipo de
Después de llamar en vano por teléfono
innumerables veces a la oficina de doña Margarita, escribió una protesta dirigida
a su embajador y se regresó a Francia. Nos dijo cuando fuimos a despedirlo al
aeropuerto:
-Ya tienen otra Llorona.
Tuvo razón. Todos
quienes vivimos esa tarde de 1982 en que ardió
Aunque tal vez su “Oda al Subcomandante
Marcos” aparezca pronto como poema declamable en los libros de texto gratuito.
Y entonces sí, ¡sufre, sor Juana! Habrá una poetisa más famosa.
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