jueves, 1 de noviembre de 2012

EDGAR ALLAN POE


POE: LA ESTETICA DE LO BIZARRO

 

Por José Joaquín Blanco  

 

Uno de los principales ensayistas literarios de nuestro tiempo es el italiano Mario Praz (1896-1982), autor de varios libros fundamentales sobre literatura italiana e inglesa, sobre el Barroco --conceptismo, emblemas-- y los períodos romántico y neoclásico, especialmente La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (1930; 1966).

Recientemente se publicó en México (traducción de Ida Vitale) una recopilación de sus ensayos de mediados de siglo: El pacto con la serpiente (Fondo de Cultura Económica) en torno a la literatura que buscó estimular la sensibilidad mediante la imaginación desbordada; todos los ensayos son estimulantes: Fuseli, El Monje de M. G. Lewis, los prerrafaelitas (los Rossetti, Swinburne), los esteticistas (Pater, Ruskin), algunos excéntricos del tipo de Symonds, Wilde, Moore, Barón Corvo, Beerbohm, de la Mare; una saga dannunziana y los alrededores de Proust y Kokoschka.

Del autor de la Historia ilustrada de la decoración.  Los interiores, de Pompeya al siglo XX ("La fillosofia dell'arredamento"; versión española de Editorial Noguer) no podían faltar estudios y concepciones plásticas, del "estilo floral" a las pesadillas arquitectónicas de Piranesi y el mobiliario del horror en la novela gótica.  (De él escribió Edmund Wilson en 1965: "Ama lo grotesco, lo incongruente; sus libros, entre otras cosas, son gabinetes de curiosidades.  Pero esto no da idea de la belleza y del rango de sus libros".)

Una larga sección de El pacto con la serpiente se dedica a discutir --sin misericordia y sin injusticia-- a Edgar Allan Poe, un autor cuyos principales prestigios resultan falsos (el arte puro, la "filosofía de la composición", la originalidad estética, la perfección formal, el intelectualismo artístico, el buen gusto literario, el "dar un sentido más puro a las palabras de la tribu", etcétera); y muy verdaderas, en cambio, las aportaciones fundamentales de Poe, poco reconocidas en la época --los años cincuenta-- en que escribe Praz: la refundición truculenta de Hoffmann y Coleridge, capaz de "epatar" y apasionar a los lectores populares de periódicos, y de invadir con la estética romántica a la literatura popular; un climax en la teatralización del poeta moderno como ser degenerado, perverso y maldito; el entronizamiento en el gusto general del aspecto gótico de la literatura, que ya venía desde principios del siglo XVIII, como el vampirismo, la ternura mórbida y los delirios escatológicos; la propaganda triunfal de las novias espectrales y los dandies neuróticos y criminales; la campaña más fuerte para desligar el arte de contenidos morales edificantes, aun al precio de saturarlo de guardarropías de infierno, comedor de opio, deshuesadero y manicomio; el prestigio retórico de una mecánica de efectos, por sobre metafísicas espiritualistas o sentimentales, en la composición literaria; el establecimiento de una estética de la teatralidad y la exageración, en la que ya es imposible avanzar un milímetro más sin iniciar o culminar su autoparodia; una "teatralidad granguiñolesca" en sus abismos de conciencia y de nervios, gracias a la cual diversos perfiles de terror, pasión y delirio alcanzaron textos y personajes definitivos; la elevación del "doble" de Hoffmann a un motivo central de la narrativa moderna; intuiciones radicales, sin las cuales no existía alguna parte de, por ejemplo, Dostoyevski (como el Espíritu de la Perversidad, mediante el cual  realizamos indefectiblemente las acciones fatales "simplemente porque no deberíamos hacerlo"); la creación del género policial (y de alguna de sus muy escasas producciones realmente literarias, artísticas, pues hablar de "literatura policiaca" es casi siempre una contradicción de términos: "El género policial, dice Praz, no tiene en sí otra cosa en común con la literatura que el ropaje exterior: una novela policiaca es un libro como puede serlo el directorio telefónico o la tabla de logaritmos"); no sólo el género policial, sino algunos de sus elementos básicos: el detective-dandy, sofisticado y esteta, el planteamiento matemático de la trama, el compañero lerdo (que produciría a Watson), etcétera; algunos de los momentos límite en el abuso escatológico, sólo comparables a Sade o a El Monje, como las descripciones de los cadáveres del barco fantasma en Las aventuras de Arthur Gordon Pym; la instauración, como recurso terrorífico y no cómico, de la demencia y los manicomios; la exaltación de los escenarios decorados como abismos de conciencia, etcétera.

La lista de las  aportaciones de Poe suena larga y parece desdeñosa.  Es lo uno y lo otro, si bien desde luego se resuelve en el triunfo final, en el que se ponen de acuerdo el lector popular y el estudioso, de una de las grandes obras de la literatura mundial del siglo XIX.  Es importante que parezca desdeñosa, porque enfrenta seriamente las acusaciones que generalmente los críticos y el público sajones hacen a Poe, y que siempre son ignoradas por la tribu de fanáticos latinos, especialmente franceses, del autor de Historias extraordinarias.

Resulta que, ni con mucho, ni en prosa ni en verso, Edgar Allan Poe llega a ser un paradigma de pureza, maestría o fecundidad en el uso del lenguaje.  Es un "maestro de la lengua inglesa" sólo para quienes lo leen en traducciones romances. Los lectores de lengua inglesa --afirman Huxley y muchos otros-- se refriegan los ojos al escuchar los elogios extranjeros ante un uso tan torpe y viciado de la retórica y la lengua inglesas como el que hace Poe. 

Sus supuestas sabiduría y aristocracia del gusto quedan desmentidas por las atroces opiniones de sus artículos críticos, donde ensalza pura basura literaria y de la más vulgar.  Su famosa "filosofía de la composición" (mera exageración, extrapolación, de ideas de Coleridge), mal comprendida por Mallarmé, Valéry y tantos otros profetas del rigor y de las matemáticas en literatura, es menos una postulación de rigor mental que una orquestación de simples efectos exagerados, precisamente los que hacen de El cuervo un gran poema... de la teatralidad y lo artificial; es menos una filosofía o una retórica que una tramoyística truculenta.

Mario Praz se ve en el caso de examinar con atención y justicia cada uno de los argumentos propuestos contra Edgar Allan Poe por sus coterráneos, y de concluir que en casi todos ellos son éstos quienes tienen razón, y no los extranjeros fantasiosos que lo leen en traducciones o con reducida capacidad de juicio en asuntos de lengua inglesa y de historia cultural estricta. 

Sin embargo, estas derrotas no menguan el triunfo final de Poe; se diría que lo clarifican y refrendan.  Sólo echan un tanto por tierra las mitologías forzadas que a partir de Poe han inventado los europeos (¡el artista del rigor! ¡el formalista de la retórica!), a partir de Baudelaire y Mallarmé, para justificar aristocracias artísticas e intelectuales que nunca se propuso Poe, ni las habría entendido ni aprobado, y ni siquiera llegó a sospechar.

Poe nos resulta, así, no tanto un genio seminal cuanto un genio de actuación y repercusión, como en otros sentidos Byron y Wilde.  No resiste la comparación seria con Hoffmann ni con Coleridge, pero tampoco la necesita; y en cambio, propició --encaminó minuciosamente-- obras importantes, de primer rango, que sin él serían impensables en muchos aspectos: Baudelaire, Mallarmé, muchos simbolistas, Villiers d l'Isle Adam, Huysmans, Dostoyevski, Stevenson, Chesterton, Borges, Cortázar... Y esto a pesar de que "la prosa de sus relatos sea intolerable", de que sus poemas trágicos suenan a "cadencias cómicas" e involuntarios "sinsentidos de Edward Lear", de que su cultura ni fuera amplia, ni profunda, ni firme; ni si gusto muy decantado.

A pesar también de que, en la mayoría de sus terrenos, Poe no sea tan original: "Ya que en literatura, como en geografía, dice Praz, los que dan nombre a las tierras nuevas son los Vespucios más a menudo que los Colones".  Sin negarle cierta originalidad (especialmente en el cuento policiaco), resulta que Poe fue el Vespucio; los Colones eran autores irreprochables como Coleridge y Hoffmann.  Algo semejante al éxito y a la influencia de Lord Byron, que extendió con nuevo atractivo popular y a bajo costo, como en barata, todos los prestigios románticos (introduciendo de su cosecha el sentido burlesco del spleen), o como Wilde con respecto al arsenal esteticista.

Poe es el triunfo popular de los románticos alemanes; un triunfo minucioso, incluso en su biografía, "una biografía que ya es por sí casi una obra de arte, un drama del artista en la sociedad".  Byron, Wilde, Poe "son autores, pero sobre todo son grandes actores. Mueven multitudes" con sus amores, sus episodios de delirium tremens (Poe), orgías, rarezas, extravagancias, vicios, cárceles (Wilde), extremos de riqueza y pobreza, muerte casualmente heroica en el caso de Byron y casualmente antiheroica en los otros. En Poe triunfa la literatura antiburguesa precisamente en el pleno ascenso de la edad burguesa: es el elogio de la debilidad y la fatiga, de la desesperanza, de la equivocación, la intemperancia y el desorden, de la derrota, de la esterilidad, de la enfermedad y los vértigos alucinantes; escribió: "No he logrado amar sino donde la Muerte/ mezclaba su aliento con la Belleza".

Y todo ello más en la atmósfera y en el temperamento que en la letra expresa.  Escribió para periódicos puritanos, y a su muerte sus compatriotas lo elogiaron como un autor especialmente ¡virtuoso y casto!: "Nada en sus escritos habría podido ruborizar las mejillas de la más pura joven".  Poco después, sin embargo, comprendieron que el mal era subrepticio y difuso; desde entonces, y hasta la fecha, la literatura norteamericana una y otra vez conjura para deshacerse de su mayor prestigio mundial.  Le parece un prestigio sucio, derrotista y mórbido, a diferencia de la supuesta Salud Patriótica de Walt Whitman, de la misma manera que ha querido deshacerse de Faulkner (exaltando al All American Boy, Hemingway), de Tennessee Williams (con loas a Arthur Miller)... aunque desde luego resulte que Hemingway y Miller también era una excelentes fichitas perversonas, capaces de indignar a los puritanos de los Estados Unidos.  (La mitad de la mejor literatura de Norteamérica es ninguneada y despreciada siempre en su propia patria por razones puritanas: ¡cómo quisieran los Estados Unidos deshacerse también de Paul y Jane Bowles, Goodmann, Kerouac, Burroughs --no el de Tarzán, sino el de Naked Lunch--, Ginsberg, Corso, Bokowski, Mailer, Baldwin, Capote, Vidal... e instaurar el fastidio edificante de ejercicios universitarios de estilo, redactados por profesores de la Christian Science!).

Poe no inventó su repertorio, ni su lenguaje, ni sus personajes y episodios: los exageró a partir de modelos previos, con gran tino: "En el los temas del repertorio romántico, dice Praz, el mayor erudito mundial en arte romántico, se vuelven verdaderamente obsesivos porque recubren una situación psicopatológica excepcional... La provincia que Poe ha descubierto, en verdad, no es tanto la de lo maravilloso y terrorífico como el haber hecho de ellos un lenguaje transparente de su angustia subterránea".

Es la angustia --fue el inventor del método y la atmósfera-- lo que vivifica a sus personajes y episodios, de otra manera inverosímiles, que en efecto parecen muñecos: "Los versos de Poe tienen el mismo tipo de vitalidad fija, alucinada, de muchos de sus relatos: la seudovitalidad de las figuras de cera", lo que resulta --hay que añadir-- finalmente apropiado: es necesario este artificio, incluso este artificio de museo de cera, para que sus atmósferas de horror, locura, vértigo, delirio realmente se posesionen del lector; si no fueran tan artificiales serían naturalmente insoportables.

Y el contrapunto lúdico, el juego de crear pesadillas sensibles con tipos artificiosos, es lo que da fuerza a sus extravagancias y exageraciones.  Leídos de corrido, sus cuentos resultan avasallantes (sobre todo en francés, en prosa de Baudelaire; y en español, en la prosa de Julio Cortázar); releídos con análisis, molestan por su abundancia de tramoya y utilería, su pastosa e histérica prosa inglesa de novelitas vulgares de quiosco --lo que también, naturalmente, está perfecto: creemos introducirnos en un cuento popular más, de esos truculentos que proliferan cadáveres, y resulta que de pronto estamos en mitad de un cuento diferente, inolvidable, obsesivo, aunque no deje de rendir copioso tributo a las más baratas rutinas y necesidades de la literatura truculenta de quiosco.

Praz escribe este ensayo sobre Poe hacia 1958, cuando en Europa predominaba el prestigio de la literatura social o sartreanamente "comprometida", y se veían mal las frivolidades o degeneraciones burguesas y antiburguesas.  Poe parecía iniciar su desprestigio definitivo, que patrocinaban claramente las universidades e iglesias norteamericanas, ansiosas de Autores Positivos, como el Profeta Whitman o el Predicador Emerson o el Bibliotecario MacLeish, en lugar del borracho-narcotizado-neurótico-necrofílico-dandy-escapista-irresponsable-aristocratizante-populachero Poe.  No fue tal.  Poe sigue siendo, ante todo, un enorme favorito del gusto popular.

Y lo mejor que puede hacer el estudioso y el lector letrado es la tarea honrada de Mario Praz: señalar que buena parte de los prestigios europeos de Poe siempre fueron falsos, y que por lo demás no los necesita, ni como fundador en muchos sentidos de la llamada literatura popular --literatura de quiosco--, ni como creador de espacios y mecánicas enrarecidos, teatralizados, extravagantes... donde ocurren vértigos verdaderos.

"En sí mismo finalmente la Eternidad lo convierte", escribió Mallarmé: ese sí-mismo era el "hombre solitario y devorado por el ansia", que sus libros nos devuelven como figura de cera: apenas convalescente de un envenenamiento, con la piel del rostro que se vuelve traslúcida más que pálida, verdosa, los labios lívidos y unas ojeras espectrales, resaltado todo por una lámpara rojiza de un estanquillo de cartomanciana, o en una enrarecida alcoba elegante y como subterránea.


 

lunes, 1 de octubre de 2012

GOETHE


GOETHE: EL DIABLO MODERNIZADOR

                                  

Por José Joaquín Blanco

 

Johann Wolfgang von Goethe ha sido, además de uno de los más altos autores de la humanidad, el santón más feliz de la cultura burguesa; el más feliz de los autores oronda, flagrantemente burgueses.  Nadie como él consagra los ideales y los intereses de esa nueva clase social que, a fines del siglo XVIII, se proponía revolucionar el mundo gracias a las palancas del dinero, del trabajo, de la osadía empresarial, de la imaginación transformadora de la materia.  Que Goethe fuera, además, muchas otras cosas, no le resta importancia a su imponente enseña de patrón de la cultura burguesa.

En su tan difundido como disparatado revoltijo de ideas y anti-ideas, Todo lo sólido se desvanece en el aire, el tardío profeta-de-campus (decadencia más que extenuada de sus predecesores Paul Goodmann,  Herbert Marcuse, Norman O. Brown, etcétera), Marshall Berman, retoma este emblema (en realidad, responde a los planteamientos de hace algunas décadas de Georg Lukács): el Fausto, el Hombre Nuevo (es decir, el Hombre Burgués, el Empresario Libre, el Científico Dueño del Mundo), como primer esbozo de un desarrollo económico y social a contranatura: un héroe de la planificación, un Prometeo industrial y bursátil, un neoyorkino-feliz-construyendo-el-canal-de-Panamá: un empresario moderno.

A nadie debe escandalizar que se vea en el Fausto una épica empresarial, al menos en la medida en que también se considere a la Ilíada una épica castrense y a la Divina Comedia una épica eclesiástica; estas obras son sobre todo poesía, y de la mayúscula, pero también son --y sobre todo-- proposiciones de cómo y con qué vivir en este mundo real, que es el único que existe.

Por lo demás, el término "cultura burguesa" (o autor "burgués", o "novela burguesa" --qué lata con las etiquetas--) no implica valoración ética alguna ni definición generalizante, sino una mera descripción elemental, hasta instrumental: son los que quieren ser burgueses, con las instituciones, valores e intereses de la burguesía, y no otros.

En este sentido, al propio Goethe le habría gustado ser considerado autor burgués (y no noble, clerical, militar, campesino, proletario, lumpenproletario o pequeñoburgués); lo mismo podría decirse respecto a Thomas Mann, André Gide, Virginia Woolf, E. M. Forster, Constantino Cavafis,  William Faulkner, Jorge Luis Borges... Pero además, en el momento floralmente burgués de Goethe, la burguesía todavía no había sido impugnada: todo lo contrario, era la impugnadora y redentora (los enciclopedistas, pero también y sobre todo quienes hacían posibles a los enciclopedistas: los industriales, comerciantes, especuladores y corredores de la bolsa y las finanzas, etcétera), la constructora y creadora de riqueza y de poesía, de ciencia y de empresas, de leyes y de contratos (las leyes: contratos).

Este aspecto liberador del sueño burgués se expresó en los terrenos de las artes y la vida espiritual o sentimental, especialmente como una ansia de libertad y ensanchamiento individuales. Tal es el camino que lleva de la Ilustración al Sturm und Drang, de Voltaire a Rousseau, de la Casa de los Lores a Lord Byron en Grecia, del rococó al romanticismo más radical.  El individuo quería romper límites y trabas, obstáculos y compromisos en todos los sentidos. Liberado de las ataduras medievales de religión y estamentos sociales, se planeaba como algo-más-que-un-hombre, un superhombre.

El Fausto quiere llegar al conocimiento absoluto, como nunca se había llegado antes, sin separar lo bueno de lo malo, sin diferenciar siquiera entre el dolor y el placer: un conocimiento rendondo y cabal como el propio universo, que además no se redujera a las meras formulación o ideación especulativas, sino que se transformase en experiencia individual: "Quiero gozar de todo aquello que es patrimonio de la Humanidad, aprehender con mi espíritu así lo más alto como lo más bajo, saturar mi pecho de todo lo bueno y de todo lo malo, y dilatar así mi propio yo, hasta que comprenda al de la Humanidad entera,  y al fin, como ella misma, estrellarme también".

A la experiencia total del mundo sigue la convicción --por primera vez en toda la historia universal-- de que es posible inventarlo, transformarlo por completo, crear incluso un mundo artificial, mecánico.  La idea del Homunculus es complementaria de la de un mundo radicalmente trastocado, reformado, reconstruido, mejorado, rehecho por el hombre.  Dios y la naturaleza estaban liquidados.

La acción burguesa, exactamente como habrá de definirla Marx, es una portentosa energía sin fin previsible: una creadora de necesidades que crean a su vez nuevas necesidades, una transformadora de realidades que exigen más círculos viciosos de transformaciones.

"Como portador de una cultura dinámica en el seno de una sociedad estancada, dice Berman, el Fausto está desgarrado entre la vida interior y la exterior."  La tragedia de la inteligencia burguesa en los siglos barrocos se revela en el Fausto   como la necesidad de poner la cultura a la vanguardia de la sociedad, de convertir al intelectual (los ilustrados, savants, eran sobre todo intelectuales científicos) en líder de las transformaciones económicas y de la creación de riqueza de su tiempo.

En gran medida, toda la primera parte del Fausto es la historia del nacimiento de este nuevo tipo de intelectual práctico, activo, empresarial, para el cual el mundo de la economía y de la materia no sólo también existe, sino que es el que importa más y el que está ahí sobre todo para ser sometido --es el propio Goethe, el especulador Voltaire, el viajero Humboldt-- y aprovechado: utilizado.

La segunda parte es la historia del poderío humano planificador y científico sobre la realidad material y sobre las sociedades.  En esta segunda parte ya no hay solamente hombres, sino que súbitamente, como un fogonazo, aparece una clase: los trabajadores urbanos, los hombres transformados, modernizados por la ciudad y por el trabajo: la materia y el instrumento indispensables para la gran revolución práctica del doctor Fausto.

Pero en el momento en que el hombre desplaza a Dios de la creación, de la naturaleza y de la vida de este mundo, aparece la nueva fuerza: el demonio.  Una de las grandes aportaciones de Goethe a la cultura universal ha sido la invención de un demonio moderno --ya no aldeano, medieval, hagiográfico o mito-de-oriente--, sino la eficiente subversión de la moderna fuerza humana en su lado oscuro, rebelde, abusivo (hybris): el motor estercolado y poco escrupuloso de la creación humana: "el más importante de los dones del diablo es el menos artificial, el más profundo y más duradero: estimula a Fausto para que 'confíe en sí mismo'; una vez que Fausto ha aprendido a hacer esto, emana encanto y seguridad", ciertamente un don no menos valioso que el fuego de Prometeo.

Pero el hombre moderno, con su moderno demonio, posee otros nuevos dones con los que puede destruir la estabilidad anterior, el mundo fijo de Dios y de los amos feudales: trae dinero (el papel moneda y su fantasmagoría inflacionaria, tan hábilemente soñada por Goethe). Trae espíritu polémico: capacidad de contradicción para destruir los dogmas y las ideas establecidas, si no mediante la cabal discusión, al menos mediante el mero hecho de perderles el respeto y discutirlas: al discutirlas --con razón o fortuna, o sin ellas-- se las vuelve discutibles (no hiceron otra cosa Voltaire y los otros enciclopedistas). Trae ideas propias, arrogantemente asumidas como posibles, que está impaciente por poner en práctica cueste lo que cueste. Trae sobre todo una conciencia feroz de que éste, el material y diario, es su mundo; de que no quiere otro; de que además lo quiere ahorita y lo quiere todo.

El hombre fáustico trae ideas de libertad (no tan volátiles como pareciera: liberarse de los privilegios medievales; libertad de empresa, de iniciativa, de religión, de expresión, de finalmente hacer todo lo que se le pegue  la gana contra el que resulte más débil que él, sea quien fuere, aun curas y nobles): quiere en suma la libertad  brutal de intentar ser el más fuerte en la selva. Trae también ideas urbanas: el mundo de la ciudad es el primer gran mundo secularizado, donde el hombre puede ser autosuficiente y prepotente; en la ciudad la divinidad decrece, del mismo modo que en la aldea campesina se volvía absoluta.

A Marshall Berman, tan pos o antimoderno, el Fausto le parece una especie de King Kong: la tragedia de Margarita "debería grabar para siempre en nuestras mentes la crueldad y la brutalidad de tantas formas de vida barridas por la modernización". Bueno: también el feudalismo, el Renacimiento, Roma y el más remoto Egipto, si a ésas vamos, tuvieron sus culpas.

La modernización no es buena o mala en sí, sino cómo se haya hecho; a la modernización fáustica se debe el surgimiento de los Estados Unidos, del proletariado y las clases medias.  Del WC, la democracia y la pasta de dientes, a los antibióticos y a  la falta de miedo a los fantasmas, vivimos de puros signos modernos: no podríamos imaginar siquiera cómo se vivía de otro modo; creó la milagrosa posibilidad de que, mediante la producción masiva y en serie, muchedumbres antes desnudas y desnutridas logren por primera vez en la historia del mundo satisfactores amplios y baratos: que la pobreza no sea necesariamente harapienta y mendruguera.  La modernización puede resultar atroz según su dirección: los hornos del nazismo, las ciudades del subdesarrollo, las armas nucleares y químicas y la destrucción de la naturaleza, pero no vamos a echarle de ello la culpa a las vacunas, al agua potable, a la ropa interior, al papel higiénico, a la ortodoncia ni a la cirugía, ni mucho menos a los zapatos tenis bien deportivos, muy acá, que por fin acabaron con una gran mayoría de sans-culottes, descamisados y descalzos en el mundo occidental (menos complejos de clase habría sufrido Jean-Jacques Rousseau si hubiera usado unos tenis nike como los míos), ni a las grandes industrias del papel y las artes gráficas que producen libros muchísmo menos caros que los de 1777, aunque --nadie es perfecto-- a veces nos llenan de best-sellers de campus como Todo lo sólido se desvanece en el aire.

Fausto quiere que las cosas no sigan  como han sido siempre, quiere doblegar la tiranía de la naturaleza, establecer un mundo de la razón, una naturaleza con utilidad, fiel a un plan humano: quiere un mundo de puentes y canales, de barcos y trenes, quiere sobre todo un mundo lleno de mercancías.

La mercancía era la libertad total.  En los siglos barrocos se necesitaban títulos y privilegios para usar tales o cuales cosas; ahora sólo se necesitará el dinero.  Toda la libertad en el bolsillo, ¿quién quiere otra libertad?, ¿para qué hace falta?.

Y el dinero, nueva magia eficiente, lo transforma y recrea todo: pastizales, campos de cultivo, sembradíos, huertos, granjas, minas, agricultura intensiva, injertos y especies nuevas, máquinas fabulosas con fuerza hidráulica, y sobre todo: más y más mercancías, más y más mercados, más y mejores ciudades para que no se pare jamás el círculo vicioso --vuelto círculo creador-- de más-y- más-mercancías-para-mercados-cada-vez-más-ávidos-y-pujantes.

Detrás de semejante obra, está un espíritu del tiempo: la fuerza abrumadora de la burguesía y su expansión industrial en la segunda mitad del siglo XVIII.  Lukács afirma con razón que el último acto del Fausto es "una tragedia del desarrollo capitalista en su primera fase industrial.  Es la época de los grandes sueños de transformar la realidad, tanto los que buscaban la riqueza --fábricas, minas, canales--, como los que buscaban la justicia: el socialismo saint-simoniano.

El propio Goethe pertenece y reina en una cultura que durante más de dos siglos ha estado produciendo sistemas y contrasistemas, doctrinas y antítesis, pretendiendo a cada instante dotar al mundo de un nuevo orden.  De hecho fue el suyo, el orden liberal burgués, el que ha tenido más suerte, sobre todo en estos tiempos en que el socialismo parece ya no atreverse a decir su nombre.


 

sábado, 1 de septiembre de 2012

SCOTT FITZGERALD


SCOTT FITZGERALD: SEREIS COMO DIOSES



Por José Joaquín Blanco



Edmund Wilson escribió que si la Universidad de Princeton no le dio a su generación --que era también la de Francis Scott Fitzgerald y John Peale Bishop-- "suficiente base moral para ser escritores", la abrumó en cambio de "demasiado respeto por el dinero y el prestigio social de la gran burguesía terrateniente".  Scott Fitzgerald lo sabía: en el college descubrió claramente por primera vez que su meta era "superar a tantos como le fuera posible y alcanzar una 'vaga cima del mundo'" (Stephen Palms, The Romantic Egotist), y en la universidad, bueno: "las clases sociales era lo primero que uno descubría en Princeton... los mezquinos esnobismos del college, los sistemas de castas de Minneapolis, todos estaban allí ampliados, glorificados, transformados en una brillante clasificación... Me gustaba la idea de una gran competencia por el éxito entre las clases y castas dentro de las aulas y del triunfo de la habilidad y de la personalidad".

Para eso se estudia.  Edmund Wilson dio gracias al cielo de que, al menos, no hubieran ido a la Universidad de Yale, donde "aunque probablemente hubiéramos sobrevivido en carne y hueso, jamás habríamos sobrevivido a eso que inspira a la gente a tomar con demasiada seriedad el ideal del hombre de éxito". 

Aunque, como probablemente ningún otro novelista norteamericano de este siglo y acaso con mayor fortuna que Henry James en el anterior, Scott Fitzgerald encarna los retos exigentes y verdaderos de la narración en cuanto arte, contra los del mero éxito de mercado, y en opinión de Malcolm Lowry, "representa las mejores cualidades del decoro y de la dignidad, generalmente ausentes en la literatura norteamericana y con frecuencia también en la inglesa", bien se podría hablar de él en relación a sus temas más materiales, que en otros resultan incluso vulgares: el dinero y el prestigio social entre la burguesía.

Son dos de los tres ideales que sus estudiosos han encontrado en su personajes --el autor, desde luego, los compartía, pero añadía muchos otros: la ambición artística, ideas morales, políticas y religiosas, y hasta algunas erizadas incursiones amateurs, tomadas muy en serio, en la filosofía y la historia: Spengler, Marx--; en El último Laocoonte (Barral), Robert Sklar, ve la obra de Fitzgerald como la tradición del héroe genteel norteamericano (fundamentada por Mark Twain en el Tom Sawyer de Huckeberry Finn y Henry James en el Robert Acton de The Europeans, y que no consiste en otra cosa sino en la rebeldía voluntariosa pero dentro de las normas, que muchachos demasiado inquietos e imaginativos hacen contra su sociedad sólo para lograr la reaceptación y el premio: "Cuando terminaban los juegos de destreza, el héroe romántico se quedaba con la chica, el dinero y el prestigio social, porque sus aventuras conducían invariablemente a la victoria de la verdad sobre la falsa moral.  Este era el rito del paso a la edad adulta".

Tal cosa fue cierta en las primeras obras de Fitzgerald (Este lado del paraíso, Todos esos tristes muchachos, Chamacas y filósofos, Los bellos y los malditos), ennoblecidas sin embargo por un brillo lírico proveniente de un Keats amado y memorizado y recreado desde la adolescencia y por una confianza candorosa en que los veintes de los adinerados eran un paraíso, pero se volvió ya sumamente compleja en las siguientes: El gran Gatsby, Tierna es la noche, El último magnate, Cuando se quiebra (The Crack-Up).

Scott Fitzgerald pertenece a una extrañísima generación de novelistas norteamericanos en la que ocurrió algo insólito en la historia universal de la literatura: todos ellos, uno tras otro, cada cual destronando a su predecedor, fueron internacionalmente aclamados como el Número Uno de la novela mundial: Scott Fitzgerald en los veintes, Hemingway y Dos Passos en los treintas, Faulkner y Steinbeck un poco después, y además sufrían la cercana competencia de Theodore Dreiser, Upton Sinclair, Thornton Wilder, Thomas Wolfe, Robert Penn Warren, Willa Cather, James Branch Cabell, James T. Farrell, Sinclair Lewis, Sherwood Anderson, Gertrude Stein, Nathanael West, Dashiell Hammett, Erskine Caldwell, etcétera. 

No hay otro momento tan competido en la historia de la novela. Scott Fitzgerald tuvo el éxito más fresco y espontáneo, y el más efímero: se le consideró --lo era, en ese momento-- el representante del conformismo frívolo de la burguesía adinerada de la primera postguerra, el cantor de la brillante juventud que sabe divertirse con el mucho dinero. Sus cuentos de muchachas recién púberes que de pronto se encontraban en el mundo moderno, donde apenas se estaba resquebrajando el puritanismo calvinista que había impedido la diversión desde el principio del planeta, entusiasmaban al público masivo de las revistas más populares.  Pero su aportación a la literatura sería otra, la contraria: la crítica de ese sueño.

Buena parte de la grandeza de El gran Gatsby (1925), que desde luego ya no fue éxito de ventas aunque si y muy alto de crítica (T.S. Eliot), nace  de ser la historia de un sueño.  Ya la chica dorada, el supremo éxito de prestigio social y todos los millones del potentado no son asunto dado, natural, puro como los benditos árboles de Norteamérica, fruto del puritanismo y del trabajo; son, por el contrario, el sueño obsesivo del joven pobre que logra hacerlo realidad mediante malos manejos: el contrabando de licor (de lo que nos enteramos hasta el final).

El resplandor físico de la riqueza, de la juventud hermosa y saludable, de la omnipotencia moral de quien está por casta y cartera por encima de las normas, de las facultades casi divinas de una cuenta bancaria inagotable, exalta una historia soñada, una aventura adolescente montada en la vida real cuando todavía es tiempo y Gatsby algo joven.

Se ha señalado las dos grandes aportaciones de la novela europea a este juvenil idilio norteamericano: Conrad, donde se aprende a narrar en una anécdota particular una metáfora del destino (el mar en Conrad, el dinero en Fitzgerald) y Joyce, cuyo reciente Ulises planteó en el mundo entero la forma moderna de tratar a personajes de clase media baja --antes de Joyce, todo era estilización aristocratizada, tipo Henry James. Es esta perspectiva de realismo pequeñoburgués la que, por contraste, permite la incandescencia irreal de la historia inventada en la realidad y con seres reales, pero como si fuera una grandiosa película de Hollywood, por Gatsby.

El gran Gatsby, no es el dinero, la chica ni el prestigio, sino su ensueño en un brillante joven pobre; todos sus resplandores provienen de esa irrealidad, todas sus fiestas tipo Satiricón (el primer modelo fue precisamente Trimalquión, cuando Fitzgerald todavía pensaba hacer la sátira de un arribista y no la tragedia de un desdichado que trató de imponer en la realidad sus quimeras).  Si en Balzac puede leerse una épica del dinero, en Fitzgeral se encuentra su lírica --un romance: sus fantasmas de cuento de hadas.

Y ese sueño conmueve tanto más por la juventud de su protagonista (Gatz) y de su narrador (Nick Carraway), dotados de gran capacidad para la esperanza y el entusiasmo, hombres con apetito de mundo y de vida que saben encontrarle vigor, brillo, chiste, nobleza y belleza a todos los rincones de la realidad.  Son  unos Tom Sawyers asombrados en las ciudades y las residencias veraniegas, ante las orquestas de jazz y los magníficos automóviles, las mejores muchachas con los vestidos más finos y los mejores camaradas en sus mejores días, y así todos los días llenos de vida, y noche tras noche todas las noches.

La riqueza no es contabilidad, sino magia y libertad moral: todo es asequible con ella, no sólo hacer posibles los amores que no lo son sino hasta corregir el pasado, dice Gatsby. Y todo de bulto, todo presencia sensorial: las notas del jazz, el sabor de la champaña, la textura de todas sus camisas: el narrador, Nick, le dice a Gatsby:

"--Ella tiene una voz indiscreta... Esta llena de --yo vacilé.       

"--Su voz está llena de dinero --dijo Gatsby repentinamente. Eso era. No lo había comprendido antes.  Estaba llena de dinero: ese era el encanto inagotable que se alzaba y caía de su voz, su  retintín, su cascabeleo...  En lo alto del palacio blanco, la hija del rey, la chica de  oro."

Desde luego, el sueño de dinero de Gatsby es derrotado por el dinero pragmático, real, vulgar del rico de este mundo, Tom Buchanan.

En todos sus libros habla Scott Fitzgerald del dinero; en un cuento, "Los nadadores", dice que "Los norteamericanos están incompletos sin el dinero... El dinero es poder.  El dinero hizo a este país, construyó sus grandes y gloriosas ciudades, creó sus industrias, lo cubrió con una red de ferrocarriles.  Es el dinero lo que domina las fuerzas de la naturaleza, crea la máquina y la pone a funcionar cuando el dinero dice que funcione, y la detiene cuando el dinero dice que se detenga", lo que por cierto viene de Spengler y  suena a los sermones antimarxistas de Mencken.

En la vida real, el dinero fue un drama para Scott Fitzgerald, sobre todo cuando su prestigio empezó a declinar, en los años treinta, y sus gastos a crecer, por el empeño de mantener el mismo tren de vida en la depresión y los gastos médicos de su mujer, recluida en una clínica mental. Contó entonces de diversas maneras la tragedia del dinero, las bancarrotas y desmoronamientos de la época de la depresión.

En Tierna es la noche el protagonista, que se creía vivo, se descubre de pronto en medio de su sueño, que ya es un tanto delirio, y lo que es peor: se descubre manipulándolo, organizando sus quimeras en espejismos quebradizos al borde de la playa. Su pasado lo ha vuelto irreal, vive extraviado, engolosinado y preso en sus fantasías extravagantes.  Se diría que todo lo perdió en el auge, pero especialmente los deseos mismos, la capacidad de desear; ahora la acción no le interesa, no cree que actuar, hacer algo --cualquier cosa-- valga la pena. Quedan esquirlas de sueños chispeando en medio de una niebla alcohólica.

Pero acaso el texto de Fitzgerald más voluntariamente obsesivo con la riqueza sea un cuento escrito a la manera dieciochesca, ilustrada, de Voltaire: una fábula no realista, con gran libertad para las exageraciones, las peripecias extravagantes, caprichosas o de plano fantásticas,  y los símbolos, con encarnaciones de ideas y moraleja, que todavía usaban de vez en cuando algunos autores como Kipling o Twain.  En el propio Twain (a través del estudio de Van Wyck Brooks) encontró la idea: el protagonista se vuelve rico al descubrir una montaña de carbón; Fitzgerald no creyó que el carbón fuera suficiente y la volvió de diamante: The Diamond as Big as the Ritz, la mayor riqueza del mundo: así conforma la parodia del Mayor Capitalista del Mundo, con su versión sinóptica del sistema mundial: tiranías, esclavitud, todo tipo de crímenes (incluso contra Dios, a quien el Gran Rico trata de sobornar), corrupción de seres, cosas, instituciones y de la naturaleza misma, vulgaridad hollywoodense.

¿Es necesario decir que el gran trovador del dinero se confesó a sí mismo repetidamente marxista en sus últimos años?  Entre sus papeles personales quedan huellas de sus estudios de marxismo, que al parecer no pasaron del Manifiesto Comunista... lo que no está mal, si se piensa toda la ley y los profetas del cristianismo, según el propio Cristo, caben en un espacio todavía menor: dos renglones. Colaboró estrechamente con el Partido Comunista (1932-1934) y quedan referencias y textos de su obra engagé: teatro antibélico, programas de radio, discursos.  


miércoles, 1 de agosto de 2012

GORE VIDAL


GORE VIDAL: EL CLASICISMO DEL REBELDE

Por José Joaquín Blanco





Gore Vidal engañó a todo mundo todo el tiempo, con sus exitosos guiones de televisión y de cine, con sus novelas (frecuentes best-sellers, que también a menudo resultaban excelente narrativa), y especialmente con sus ensayos, que ahora aparecen reunidos en el tremendo volumen United States. Lo creyeron un latoso pasajero: es el más firme hombre de letras de la segunda mitad del siglo en los Estados Unidos, sólo comparable a Edmund Wilson en la primera.

         Era el escritor que ponía nervioso a todo el mundo, con el que nadie sabía a qué atenerse, el prolífico y el polifacético, el armabullas, el... más clásico de todos, probablemente el único verdadero clásico de su generación dorada, la generación de la Segunda Guerra Mundial. Era el autor "negativo", el de las opiniones impopulares, el irreverente, el burlón, el de los temas cochinos; además se sentía culto y elegante, despreciaba la cultura y la sociedad norteamericanas, se iba a Europa, y desde ahí escribía cada cosa sobre "el mejor país del mundo". Qué apátrida, qué apóstata, qué tipo. Time y The New York Times le declararon la guerra... y la perdieron. Fue ganando todas sus guerras (hasta la del dinero, hasta la del prestigio internacional) a su modo. Llegó a la vejez con un cúmulo de logros y una majestad de cónsul romano, él, a quien año por año se pronosticó el fracaso, el olvido, la cárcel, el bote de la basura.

         Como crítico literario, fue una temprana voz disidente contra el formalismo o "estructuralismo" francés y la usurpación académica del reino literario, que se pusieron de moda cuando cayó en desgracia Sartre (fiera brava, Sartre).  Vidal clamaba guerra contra los profesores, contra los pizarrones, contra las teorías y contra las tesis. Muerte a las universidades, en lo que a literatura se refería. Muerte a los temitas "positivos", "afirmativos", patrióticos, sentimentales: muerte a la demagogia de los políticos y moralistas. Qué hueva el realismo social, qué hueva la antinovela, qué hueva el melodrama edificante, qué hueva las novelas del amor a través del psicoanálisis...

         Como además escribía novelas que se convertían en best-sellers internacionales (Julián, Myra Breckinridge, Burr, 1876, El mesías, Kalki, Lincoln, Creación), la respuesta de los profesores fue acusarlo de autor comercial o popular, dado al escándalo, la mistificación histórica y la más obsesiva pornografía. A la distancia, las carcajadas de los dioses resuenan por todos los confines: si había un novelista verdaderamente letrado y clásico, que se supiera perfectamente sus autores grecolatinos, su Goethe y su Flaubert; que entendiera de historia y de política, de psicología y de economía, y que de veras supiera escribir --que de veras conociera la prosa de Henry James, por   ejemplo--, era precisamente él.  Su truco es antiguo e impecable: el ángel apóstata resultó el verdadero ángel, el aparente enemigo de la tradición era quien más tradición tenía. No me sorprendió que cuando todo mundo andaba tras la finta de Roland Barthes, él siguiera en la escuela de Gide. En Europa lo supo Calvino; lo sospecharon Isherwood, Bowles y Tennessee Williams; lo temieron Capote, Kerouac y Norman Mailer. Lo de siempre: sólo el verdadero rebelde puede construir una literatura verdaderamente clásica: sólo él tiene "lo que hay que tener", que dice la zarzuela.

    El mejor camino para revisar a este enemigo de la literatura, a este asesino de las novelas, a este francotirador anarquista siempre en pie de guerra contra las academias, está en considerarlo precisamente como el hombre de letras clásico, precisamente a la manera de Goethe y Flaubert, Gide o Borges... con la particularidad de que se sintió obligado o seducido, en los terrenos del ensayo, por la acción pública, mientras que otros hacen crítica privada, en conversaciones, diarios, cartas o publicaciones de escasa circulación. Todo creador es necesariamente un crítico; todo crítico que no es asimismo creador --al menos creador de ensayos de valor artístico-- es un albañil que jamás ha cocido un adobe con sus propias manos. ¿De qué habla ése, eh?

         Pensaba (y esto queda claro en sus ensayos políticos) que los Estados Unidos no sólo vivían una decadencia, sino una completa farsa que era necesario desenmascarar, combatir con recursos polémicos, cómicos, espectaculares (que aprendió de Bernard Shaw, André Gide, H. L. Mencken y Edmund Wilson).  Quien lea la Correspondencia de Flaubert no encontrará mayormente novedosa la virulencia del ensayista Vidal; tampoco quien conozca las batallas de esos cuatro padres de la literatura que fueron en su momento, y durante décadas, todos ellos, acusados de asesinos de la literatura, de corruptores de la tradición, de...  Quien verdaderamente ama y conoce la literatura odia a los farsantes de manera especial, y siempre existe la tentación de zarandear a los mercaderes del templo, aunque sea en unos cuantos ensayos críticos.

         Los dones de Vidal no podían ser más apropiados. La más vasta cultura humanística que se conozca a escritor norteamericano alguno. Sus novelas históricas deben en parte su agilidad a un vasto dominio de los autores clásicos y fundamentales, que son los mismos que apoyan su irrefragable lógica ensayística. Y una actitud furibundamente anti-sentimental, enemiga de todo tipo de mitos, idealizaciones, fanatismos y mentiras piadosas. Es, como crítico, el hombre que ríe: las falsificaciones e imposturas literarias quedan rotas, o reducidas a la modestia, frente a su máquina burlesca.  Alfonso Reyes trasegó en vano toda La edad ateniense en busca de un crítico literario: no encontró a ninguno, en la Grecia solemnota y pedagógica que adoran los maestros de literatura, salvo el hombre que reía: Aristófanes. Con tristeza, pero fiel a la verdad, Reyes declaró a Aristófanes el mayor crítico literario de toda Grecia.

         Cuando Vidal empezó a escribir, los Estados Unidos empezaron a ser el Imperio mundial, gracias a la bomba atómica. Todas estas décadas, los Estados Unidos, aun en sus tropiezos, han vivido una época imperial... que Vidal ve como farsa, una Roma de opereta. Aunque se disgusta ante los métodos y las ideologías (que por lo demás conoce bien, como el marxismo, que aprendió en el libro clásico de Wilson: Hacia la estación de Finlandia), su crítica sistemática política y económica a la dictadura de los banqueros y militares norteamericanos --con sus marionetas de políticos-- sigue un camino consistente de desenmascaramiento y denuncia que en no pocas ocasiones lo acerca a teóricos radicales como Noam Chomsky, ese otro rebelde-clásico que tiene "lo que hay que tener", además de genio, sabiduría y todas las otras cosas.

         Para desprestigiarlo como novelista, Mailer y Capote inventaron el truco de elogiarlo nomás como crítico (ellos, a quienes Vidal degolló en sus reseñas y comentarios). El viejo chisme de que el buen crítico es mal creador y etcétera. Vidal, que sí sabía literatura, conocía por el contrario que no hay gran creador que no sea asimismo un gran crítico. No hay Baudelaire poeta ni Flaubert novelista sin los Salones del primero y la Correspondencia del segundo. Lo que ocurre es que existen algunos atrevidos que se deciden a no ocultar su crítica, a publicar sus ensayos --Gide, Wilson, Shaw, Chesterton-- con la misma pasión y esperanza que las narraciones y los poemas. Vidal se reía de que el pueblo, por millones, comprara sus novelas, creyéndolas "literatura popular" (hasta escribió novelas detectivescas con el seudónimo Edgar Box), mientras los melifluos y respingados literati sólo aceptaban, y a regañadientes, sus reseñas en The New York Review of Books.  Con ello hizo dos favores a la literatura internacional: aumentó el nivel de la crítica, y emponzoñó a nuevas generaciones de escritores, que se volvieron adictos a la crítica. A la crítica vidalesca.

         Leí --traduje, imité-- muy jovencito a Vidal (me lo dio a conocer Carlos Bonfil en 1973, como a Sontag y a Pauline Kael, a Baldwin y a Norman Mailer): es él una de las razones por las que he escrito reseñas tantos años y de la forma en que las he escrito. Cuando mis "creativos" amigos de academia-y-parnaso me decían que no perdiera tiempo en la crítica, que la crítica "seca" y "desprestigia", que no era "tan" literatura como los poemas y las novelas, yo me recitaba como quien pasa revista a una serie de nombres de silogismos, los títulos de crítica de Vidal, Wilson, Gide, Benjamin, Borges...  De Vidal: Homage to Daniel Shays, Matters of Fact and of Fiction, The Second American Revolution, At Home, etcétera, y ahora United States.  Además de este poderoso tomote, más voluminoso que una Biblia, Vidal ha escrito más de veinte gruesas novelas... La crítica ni seca, ni desprestigia, ni quita tiempo para nada... sólo cansa, cansa mucho, sobre todo en México, donde por cada persona que verdaderamente escribe poesía o narrativa por vocación (dejemos de lado si es buena o mala), cien lo hacen exclusivamente para hacer dizque méritos burocráticos, académicos, o pasarse la vida de perennes becarios inanes.

                   Mi pasión por sus ensayos no me impidió admirar desde el principio sus novelas. Probablemente en una relectura madura las encuentre aun mejores de como las recuerdo (existe el prejuicio juvenil de no valorar como Buena Escritura lo ameno, y Vidal invariablemente es ameno).  Pero las recuerdo escandalosas. Pocos autores vivos me escandalizaron tanto en su momento, y me cambiaron a tal grado la manera de pensar. No sólo la burla de las buenas costumbres sexuales, sino del sexo mismo, del hombre mismo, que explota en Myra y Myron; la burla de Dios y de la muerte en Julián, El mesías y Kalki; la devastación contra el patriotismo de farsa en Burr, 1876, Lincoln, Washington D.C., y hasta las dos o tres burlas pesadas que tiene que hacer --al fin pinche gringo WASP con larga infancia racista--, contra México en Duluth, del cual (como diría Mauriac sobre uno de Sartre) me da mucho gusto informar que es una mala novela... El escritor como ese hijo de perra que hace destrozadero y medio en la conciencia del lector.  Gracias mil, Hijo-de-Perra.

         Como en sus novelas, en su crítica Vidal es un pensador radical, un escritor claro y una mente especialmente divertida. Piensa mal de todo mundo, pero sobre todo concentra su perfecta maledicencia en los profesores, los políticos, los demagogos, los autores y los libros. Aun sus autores favoritos (salvo Calvino, Isherwood, Bowles) caen del pedestal. Nada de mentiras, de poses, de trucos, en este reino de las letras que, lo sabemos, contiene todas las miserias del mundo, más otras tantas inventadas por los letrados, esos bribones. Los letrados son en Vidal muchas veces los esperpentos más risibles de la comedia humana, quienes más tropiezan en la corte de milagros de este mundo. Su talento cómico es infalible.

         La sátira política de Vidal --sus estudios, diagnósticos y profecías--, igualmente extraordinaria, resulta menos disfrutable. Los personajes y las situaciones de la política norteamericana pueden ser aterradores. Y ahí sí se equivoca Vidal. Dijo, por ejemplo, a finales de los años setenta: "Ronald Reagan no puede ganar. No puede ser presidente de los Estados Unidos. No tiene ninguna oportunidad. Los Estados Unidos están en el peor momento de su historia, pero todavía no somos Paraguay". Bueno: sí lo fueron, Reagan ganó y volvió a ganar como ningún otro presidente (tuvo mayor popularidad que Franklin Delano Roosevelt), se llevó a medio mundo entre las patas, y a nadie puede hacer mucha gracia --aunque la sátira sea soberbia-- tan desastrosa historia. Reagan sigue ganando.

         Nada puede Catulo contra César, pero cómo nos ayuda en la vida personal leer a Catulo. (1995)


domingo, 1 de julio de 2012

¿CÓMO SALVAR A THOMAS WOLFE?


CÓMO SALVAR A THOMAS WOLFE

Por José Joaquín Blanco



Thomas Wolfe (1900-1938), el célebre autor norteamericano de los años treinta, autor de voluminosas novelas autobiográficas como Look homeward, angel (1929), Of time and the river, The web of Earth, You can’t go home again, experimentó incluso en vida el curioso destino de ser considerado, por unos, como un genio descomunal de las letras; y por otros, como una extrema curiosidad literaria, un freak novelístico.

         A veces el mismo lector lo creía ambas cosas: un genio pero un freak, un talento salvaje que se agota a sí mismo. Sus mayores admiradores llegaron a renegar de él, como Truman Capote, quien lo calificó como la mayor influencia y el gran estímulo literarios de su juventud, pero añadió inmediatamente: “Claro que ahora no podría leerlo”.

         Nunca se repuso Thomas Wolfe de tan contradictoria estimación, que sólo puede imperar en una época culturalmente tan competida y tan pedante como este siglo en los Estados Unidos. A su favor, tenía Wolfe el ser un autor ultrarromántico y torrencial, un hombre en quien la vida y la escritura se confundían; que escribía todo el tiempo, y vivía no sólo para escribir, sino —literalmente— escribiendo. Y escribía de una manera sumamente peculiar. Una prosa en diluvio, con incontrolables reminiscencias de la poesía romántica (se han fabricado libros suyos de versos —A stone, a leaf, a door—, con solo imprimir las frases de sus relatos según su métrica, y no como prosa); capaz de cantar durante docenas o cientos de páginas cualquier detalle cotidiano o familiar de la vida norteamericana de principios de siglo: su propia vida.

         En contra, se ha señalado su farragosidad, sus reiteraciones, su verbosidad, sus incorrecciones gramaticales, sus exageraciones líricas —la mayor, considerarse a sí mismo como el héroe de su propia historia, sin rubor alguno, y narrarse a sí mismo durante miles de páginas como si el lector pudiese compartir ese interés tan unipersonal. Hay en él sinceridad, riqueza, música; e inmadurez (murió a los 38 años), desaliño y demasía.

         Después de los beatniks (Burroughs, Kerouac) y de los temibles tomazos de Mailer, por desgracia, el impulso original de Thomas Wolfe parece desvanecido. Él fue el primero en escapar de la prosa cuidadosamente literaria u “objetivamente” periodística a la que solía recurrir la novela de su tiempo, y lanzar su estilo al correr de la pluma, según le sonaba, buscando sobre todo espontaneidad y personalidad. De él no se dijo, como de Kerouac, que no escribía, que sólo mecanografiaba (No writing, just typewriting), pues eran conocidas sus enormes hojas manuscritas (a menudo dizque redactadas sobre un refrigerador, a manera de escritorio, pues era un hombre muy alto), pero la idea era la misma.

         Tampoco se aprecia ahora la hazaña de considerar como tema de arte la enorme y solemnísima vida minuciosa de una persona a la que nada en especial le ocurría, sino sus propias días: el hogar, el papá cantero, la familia, la infancia, los amigos, la adolescencia, el andar joven y solo en las grandes ciudades, la dolorosa codicia de devorar el mundo a través del arte.

         En cambio —sobre todo comparado en el refinamiento estilístico e intelectual de las novelas de Proust, Gide, Mann, Joyce, Kafka, Lawrence, Woolf, Fitzgerald, Faulkner, incluso Hemingway—, Wolfe resalta cada día más como arrojo suicida: su estética adolescente de lanzarse sobre el papel sin autocrítica, apoyado tan solo de sus lecturas (románticas, en mayor parte) escolares. En su momento, sus gruesos libros parecían la vida, fresca y en bruto, sin fabricación libresca; luego se evidenciaron como ingenuidad o simpleza literarias: “Quiero ir a todas partes, quiero hacer todas las cosas, quiero conocer a toda la gente que sea posible; quiero pensar todos los pensamientos, sentir todas las emociones posibles, y escribir, escribir, escribir”.

         En el Renacimiento (La Celestina, Lope de Vega), en el siglo XVIII (Sterne), incluso en el XIX (buena parte de La Comedia humana, de Los miserables; de Dickens, Thakeray, Zola, incluso Henry James), la crítica habría sido más tolerante. Se permitía, incluso se exigía en las comedias o en los relatos, la prosa suelta, el desaliño (“es justo/ hablarle en necio al vulgo, para darle gusto”, decía Lope), el exceso, siempre y cuando la emoción y la trama salieran ganando.

         Pero en el siglo XX la novela buscó exigencias artísticas más rigurosas (partiendo de Stendhal, de Flaubert, de Tolstoi). Y los novelistas “bastos” o desaliñados tarde o temprano fueron abandonados por la crítica, la academia, algunos lectores. Sin embargo, Thomas Wolfe sigue vendiendo sus libros, porque se ve o se quiere ver en él, a pesar de los pesares, un retrato vívido de los Estados Unidos en las primeras décadas del siglo. Una especie de pirata que navegó empeñosamente a su modo, en contra de las reglas de la marinería literaria. Se le ve incluso como un héroe o un mártir que combatió, así haya sucumbido, las normas de la literatura.

         La manera de leer novelas ha cambiado, de Stendhal a la fecha. Durante mucho tiempo no desvelaban a los lectores la perfección ni el pulimento; eran capaces de bregar por los cientos de páginas en busca del gran momento, de la gran acción, del gran pasaje, de los grandes personajes; y si aparecían, bien podía el lector perdonar y olvidar los “rellenos”, tiempos muertos o páginas de más.

         El propio Balzac, cuando se cansa, embute en sus grandes novelas muchas páginas inertes o sermoneadoras. Pero Papá Goriot o el Primo Pons siempre están ahí.  En Wolfe, también siempre están ahí los equivalentes de Papá Goriot o del Primo Pons, pero el lector no le tiene la paciencia que —se ha establecido— sólo hay que dispensar a los clásicos. ¡Armamos hoy tanta bulla por errores o trucos que a Cervantes o a Dickens les parecían inofensivos!

         Thomas Wolfe (aunque muy joyceano a su manera) sería el Anti-Joyce, y sus novelas (todas están más o menos representadas por Look homeward, angel), un Anti-Ulises. Son el mismo retrato del artista como adolescente y los mismos naufragios del hombre moderno en la gran ciudad, pero menos “escritos” que cantados y hasta vociferados. Quieren refundar lo que Joyce está demoliendo. Sus libros están escritos como si nunca hubiera existido libro alguno, y hubiera que decirlo todo rápidamente, de una buena vez. Celebrar a la madre, al tío, a los hermanos y los amigos, la comida, las calles en la noche (“Sólo los muertos conocen Brooklyn”); las muchachas, el trago, las primeras ladillas y el primer rubor ante el médico. Pero sin los alambiques ni la ingeniería de la literatura moderna. Sólo eran válidos los viejos recursos de la emoción, de la música espontánea (versos que salen armados con toda su métrica, sin andarlos midiendo con los dedos), de la conversación. Yo converso, parece decir: si creen en mi habla, escúchenme como yo quiero hablar, y no se pregunten si así se debería o no. ¿Que tal cosa no les gusta o les hastía? Sáltensela. Tengo miles de bosques más para ustedes. Tengo todos los bosques imaginables. Despáchense ustedes mismos. Cojan su árbol.

         Más que en cualquier otro país, se dio en Estados Unidos, y precisamente en esa época, la superstición del escritor que no lo fuera. El escritor antiliterario. El vendedor de zapatos o de inmuebles, el marinero o el soldado, el vago o el millonario, el agitador político, el detective o el presidiario, que de repente “agarra y dice”, pero sin las trampas del College, y olvidando todo lo que puede de su High School. Ya Upton Sinclair y Dreiser jugaban un poco al escritor “sencillo” —antioxfordiano, antiparisino—, el escritor que no se tragaba los trucos literarios y no tenía otra estética que la conversación de la gente y su democrático demonio interior.

         Podrá ridiculizarse esta pretensión, pero mucho de Salinger, los beatniks, Norman Mailer, Vonnegut, viene de la fuente thomaswolfiana. La “virginidad” literaria antiacadémica, antiparnasiana. El buen chico que toma la pluma y ya, como el ranchero que por las noches esgrime la guitarra. ¿Una prosa country and western? Con algo de jazz. Pareciera que Thomas Wolfe se pone a improvisar con la trompeta, y sólo termina el capítulo cuando, sudoroso y extenuado, ha soltado todo lo que tenía que tocar... por el momento. Al rato retoma la trompeta con la misma melodía y variaciones imprevistas. Un curioso jazz con la métrica de Byron, Keats, Shelley, Coleridge, Worsworth, Tennyson...

         “No era un constructivista, sino un expresionista”, dice Malcolm Cowley (A Second Flowering. Works and Days of the Lost Generation), “y su necesidad de expresión cambiaba y cambiaba al correr del lápiz, página tras página”.  En este sentido nunca estaba escribiendo de más, ni repitiendo por tercera vez su historia de un niño y su familia en provincia, y luego su juventud en la ciudad, y la amarga sinfonía de querer ser artista entre trenes o esperando el autobús, sino intentando una expresión nueva cada vez. ¿Y el lector? ¡Bah, qué no fastidie! ¡Ahí está la mina, que elija! Él está absorto en el interminable frenesí creativo (Balzac, Hugo, Dickens, ¿lo habrían apoyado?). Algo tiene en común con Revueltas (los críticos enfatizaron sólo la “influencia” de Faulkner sobre Revueltas... porque Faulkner era el único novelista que creían conocer los críticos.) Fue conocido e imitado internacionalmente: por ejemplo, Louis-Ferdinad Céline, aunque con una orientación moral y estética opuesta.

         De hecho, en buena parte, sus libros tienen la estructura que sus editores, como Maxwell Perkins (de Scribner’s) y Edward Aswell, decidieron darle, cortando, eligiendo y reacomodando el arsenal de cuartillas sonoras, llenas de imágenes y sensaciones asombrosamente fieles, de consagración de la cotidianeidad moderna, que no cesaban de llegarles. A Wolfe no le importaba que lo “editaran”. Su Obra soportaba incluso a esos sensatos y generosos editores, que querían volverlo “legible”. No me espanta el caos, ni la vida misma. Yo no soy “legible”, ni “estructurado”, ni “organizado”, sino a un tiempo todo lo que digo, resonando, diría.

         En los años treinta esta actitud desmesurada escandalizaba menos que ahora. A final de cuentas, ¿por qué prohibirle a Wolfe lo que se le permitía —con aplausos— a la “escritura automática” de los surrealistas, o a la escritura en laberinto de Gertrude Stein? ¿Acaso le faltaban música, invención verbal, imágenes, sensaciones “buenas como el oro”? Entonces, ¿qué más quieren? Pero el lector contemporáneo busca en la novela una construcción pre-elaborada —las más de las veces, prefabricada—, que ha de disfrutarse en conjunto, y no como antes, cuando cada lector se quedaba con lo que le venía en gana. Wolfe era un Amadís de Gaula interminable, un incorregible Orlando Furioso del mundo urbano, una Faerie Queene de Brooklyn.

         Sin embargo, muchos críticos (como Bernard de Voto) pidieron desde el principio la hoguera para sus “magmas”, y lo natural hubiese sido que, en efecto, los editores le rechazaran sus enormes manuscritos. El editor Maxwell Perkins pensó —para fortuna y asombro de varias generaciones— de otra manera. Vio que había literatura vigorosa, aunque de una manera inusual; y creyó que a final de cuentas la labor de un escritor genuino era ofrecer su propia expresión, no otra —aunque fuese más elaborada—. El público lo advirtió: la de Thomas Wolfe era una voz diferente, más entrañable, algo mística, casi pantagruélica —él era pantagruélico, con sus casi dos metros de estatura, sus jornadas de veinte horas de escritura diaria, su fila de steaks en cada comida, sus...—, en la que se colaba una música reacia a obras más premeditadas y pulidas. ¿Por qué escandalizarse? ¿No se elogiaba la pintura salvaje, a los fauvistes? ¿No pintaba Diego Rivera kilómetros de murales? ¿Y todas esas novelas-río, apenas un poco más escolarmente organizadas, de Romain Rolland, de Roger Martin du Gard, de Jules Romains?

         Thomas Wolfe canta la saga de la vida urbana de clase media baja de los Estados Unidos, en los albores de este siglo. Escenas minuciosas elevadas a tonos ceremoniales o sinfónicos. Esto da para cuatro volúmenes gigantescos, y varias recopilaciones de relatos. ¿Que molesta su desmesura? Bueno: siempre puede uno leer sólo veinte o cincuenta páginas. ¿Su falta de estructura, sus reiteraciones? Bueno: siempre puede uno leer solamente pasajes, abrir el libro al azar, como quien escucha sólo un buen pedazo de música. 

         Porque esos pedazos de música, o de color, o de lirismo, o de conmovida descripción sensorial de la vida diaria, nunca faltan en el universo —unos dijeron genial, otros freak— de Thomas Wolfe, quien por lo demás sigue vendiendo año con año sus ediciones, como si la academia, la crítica y el parnaso no estuvieran tan escandalizados.

         Y tiene otro secreto. Aunque es un autor amargo, a la manera de sus compañeros de “la generación perdida”, se trata de una amargura ritual. El arte y el artista han de tener ese pathos: pero él cree, desde su perspectiva siempre autobiográfica, que la vida siempre es grande, colosal, hermosa, digna de ser vivida, llena de nobleza y de fecundidad en cada uno de sus instantes más modestos. Creyó que el mundo y el hombre, ejemplificados en sus personajes autobiográficos, eran totalmente sagrados (lo que se evidencia sobre todo en su primera y más legible novela, Look homeward, angel).

         Asombra al desengañado lector moderno que Wolfe todo lo tomara tan en serio, y con tal urgencia, lo que de cualquier manera lo particulariza entre tanta novelística producida industrialmente en nuestro siglo. Más que relatos, sus libros son “pedazos de alma”, como querían Darío y Machado; aunque gigantescos, sonoros, chispeantes de sensorialidad.