POE:
LA ESTETICA DE
LO BIZARRO
Por
José Joaquín Blanco
Uno
de los principales ensayistas literarios de nuestro tiempo es el italiano Mario
Praz (1896-1982), autor de varios libros fundamentales sobre literatura
italiana e inglesa, sobre el Barroco --conceptismo, emblemas-- y los períodos
romántico y neoclásico, especialmente La carne,
la muerte y el diablo en la literatura romántica (1930; 1966).
Recientemente se
publicó en México (traducción de Ida Vitale) una recopilación de sus ensayos de
mediados de siglo: El pacto con la serpiente
(Fondo de Cultura Económica) en torno a la literatura que buscó estimular la
sensibilidad mediante la imaginación desbordada; todos los ensayos son
estimulantes: Fuseli, El Monje de M. G.
Lewis, los prerrafaelitas (los Rossetti, Swinburne), los esteticistas (Pater,
Ruskin), algunos excéntricos del tipo de Symonds, Wilde, Moore, Barón Corvo,
Beerbohm, de la Mare ;
una saga dannunziana y los alrededores de Proust y Kokoschka.
Del autor de la Historia ilustrada de la decoración. Los interiores, de Pompeya al siglo XX
("La fillosofia dell'arredamento"; versión española de Editorial
Noguer) no podían faltar estudios y concepciones plásticas, del "estilo
floral" a las pesadillas arquitectónicas de Piranesi y el mobiliario del
horror en la novela gótica. (De él
escribió Edmund Wilson en 1965: "Ama lo grotesco, lo incongruente; sus
libros, entre otras cosas, son gabinetes de curiosidades. Pero esto no da idea de la belleza y del
rango de sus libros".)
Una larga sección de El pacto con la serpiente se dedica a discutir
--sin misericordia y sin injusticia-- a Edgar Allan Poe, un autor cuyos
principales prestigios resultan falsos (el arte puro, la "filosofía de la
composición", la originalidad estética, la perfección formal, el intelectualismo
artístico, el buen gusto literario, el "dar un sentido más puro a las
palabras de la tribu", etcétera); y muy verdaderas, en cambio, las
aportaciones fundamentales de Poe, poco reconocidas en la época --los años
cincuenta-- en que escribe Praz: la refundición truculenta de Hoffmann y
Coleridge, capaz de "epatar" y apasionar a los lectores populares de
periódicos, y de invadir con la estética romántica a la literatura popular; un
climax en la teatralización del poeta moderno como ser degenerado, perverso y
maldito; el entronizamiento en el gusto general del aspecto gótico de la
literatura, que ya venía desde principios del siglo XVIII, como el vampirismo,
la ternura mórbida y los delirios escatológicos; la propaganda triunfal de las
novias espectrales y los dandies neuróticos
y criminales; la campaña más fuerte para desligar el arte de contenidos morales
edificantes, aun al precio de saturarlo de guardarropías de infierno, comedor
de opio, deshuesadero y manicomio; el prestigio retórico de una mecánica de
efectos, por sobre metafísicas espiritualistas o sentimentales, en la
composición literaria; el establecimiento de una estética de la teatralidad y
la exageración, en la que ya es imposible avanzar un milímetro más sin iniciar
o culminar su autoparodia; una "teatralidad granguiñolesca" en sus
abismos de conciencia y de nervios, gracias a la cual diversos perfiles de
terror, pasión y delirio alcanzaron textos y personajes definitivos; la
elevación del "doble" de Hoffmann a un motivo central de la narrativa
moderna; intuiciones radicales, sin las cuales no existía alguna parte de, por
ejemplo, Dostoyevski (como el Espíritu de la Perversidad , mediante
el cual realizamos indefectiblemente las
acciones fatales "simplemente porque no deberíamos hacerlo"); la
creación del género policial (y de alguna de sus muy escasas producciones
realmente literarias, artísticas, pues hablar de "literatura
policiaca" es casi siempre una contradicción de términos: "El género
policial, dice Praz, no tiene en sí otra cosa en común con la literatura que el
ropaje exterior: una novela policiaca es un libro como puede serlo el
directorio telefónico o la tabla de logaritmos"); no sólo el género
policial, sino algunos de sus elementos básicos: el detective-dandy, sofisticado y esteta, el planteamiento
matemático de la trama, el compañero lerdo (que produciría a Watson), etcétera;
algunos de los momentos límite en el abuso escatológico, sólo comparables a
Sade o a El Monje, como las descripciones
de los cadáveres del barco fantasma en Las
aventuras de Arthur Gordon Pym; la instauración, como recurso terrorífico y
no cómico, de la demencia y los manicomios; la exaltación de los escenarios
decorados como abismos de conciencia, etcétera.
La lista de las aportaciones de Poe suena larga y parece
desdeñosa. Es lo uno y lo otro, si bien
desde luego se resuelve en el triunfo final, en el que se ponen de acuerdo el
lector popular y el estudioso, de una de las grandes obras de la literatura
mundial del siglo XIX. Es importante que
parezca desdeñosa, porque enfrenta seriamente las acusaciones que generalmente
los críticos y el público sajones hacen a Poe, y que siempre son ignoradas por
la tribu de fanáticos latinos, especialmente franceses, del autor de Historias extraordinarias.
Resulta que, ni con
mucho, ni en prosa ni en verso, Edgar Allan Poe llega a ser un paradigma de
pureza, maestría o fecundidad en el uso del lenguaje. Es un "maestro de la lengua
inglesa" sólo para quienes lo leen en traducciones romances. Los lectores
de lengua inglesa --afirman Huxley y muchos otros-- se refriegan los ojos al
escuchar los elogios extranjeros ante un uso tan torpe y viciado de la retórica
y la lengua inglesas como el que hace Poe.
Sus supuestas
sabiduría y aristocracia del gusto quedan desmentidas por las atroces opiniones
de sus artículos críticos, donde ensalza pura basura literaria y de la más
vulgar. Su famosa "filosofía de la
composición" (mera exageración, extrapolación, de ideas de Coleridge), mal
comprendida por Mallarmé, Valéry y tantos otros profetas del rigor y de las
matemáticas en literatura, es menos una postulación de rigor mental que una
orquestación de simples efectos exagerados,
precisamente los que hacen de El cuervo un
gran poema... de la teatralidad y lo artificial; es menos una filosofía o una
retórica que una tramoyística truculenta.
Mario Praz se ve en
el caso de examinar con atención y justicia cada uno de los argumentos
propuestos contra Edgar Allan Poe por sus coterráneos, y de concluir que en
casi todos ellos son éstos quienes tienen razón, y no los extranjeros
fantasiosos que lo leen en traducciones o con reducida capacidad de juicio en
asuntos de lengua inglesa y de historia cultural estricta.
Sin embargo, estas
derrotas no menguan el triunfo final de Poe; se diría que lo clarifican y
refrendan. Sólo echan un tanto por
tierra las mitologías forzadas que a partir de Poe han inventado los europeos
(¡el artista del rigor! ¡el formalista de la retórica!), a partir de Baudelaire
y Mallarmé, para justificar aristocracias artísticas e intelectuales que nunca
se propuso Poe, ni las habría entendido ni aprobado, y ni siquiera llegó a
sospechar.
Poe nos resulta, así,
no tanto un genio seminal cuanto un genio de actuación y repercusión, como en
otros sentidos Byron y Wilde. No resiste
la comparación seria con Hoffmann ni con Coleridge, pero tampoco la necesita; y
en cambio, propició --encaminó minuciosamente-- obras importantes, de primer
rango, que sin él serían impensables en muchos aspectos: Baudelaire, Mallarmé,
muchos simbolistas, Villiers d l'Isle Adam, Huysmans, Dostoyevski, Stevenson,
Chesterton, Borges, Cortázar... Y esto a pesar de que "la prosa de sus
relatos sea intolerable", de que sus poemas trágicos suenan a
"cadencias cómicas" e involuntarios "sinsentidos de Edward
Lear", de que su cultura ni fuera amplia, ni profunda, ni firme; ni si
gusto muy decantado.
A pesar también de
que, en la mayoría de sus terrenos, Poe no sea tan original: "Ya que en
literatura, como en geografía, dice Praz, los que dan nombre a las tierras nuevas
son los Vespucios más a menudo que los Colones". Sin negarle cierta originalidad
(especialmente en el cuento policiaco), resulta que Poe fue el Vespucio; los
Colones eran autores irreprochables como Coleridge y Hoffmann. Algo semejante al éxito y a la influencia de
Lord Byron, que extendió con nuevo atractivo popular y a bajo costo, como en
barata, todos los prestigios románticos (introduciendo de su cosecha el sentido
burlesco del spleen), o como Wilde con
respecto al arsenal esteticista.
Poe es el triunfo popular de los románticos alemanes; un triunfo
minucioso, incluso en su biografía, "una biografía que ya es por sí casi
una obra de arte, un drama del artista en la sociedad". Byron, Wilde, Poe "son autores, pero
sobre todo son grandes actores. Mueven multitudes" con sus amores, sus
episodios de delirium tremens (Poe),
orgías, rarezas, extravagancias, vicios, cárceles (Wilde), extremos de riqueza
y pobreza, muerte casualmente heroica en el caso de Byron y casualmente
antiheroica en los otros. En Poe triunfa la literatura antiburguesa
precisamente en el pleno ascenso de la edad burguesa: es el elogio de la
debilidad y la fatiga, de la desesperanza, de la equivocación, la intemperancia
y el desorden, de la derrota, de la esterilidad, de la enfermedad y los
vértigos alucinantes; escribió: "No he logrado amar sino donde la Muerte / mezclaba su aliento
con la Belleza ".
Y todo ello más en la
atmósfera y en el temperamento que en la letra expresa. Escribió para periódicos puritanos, y a su
muerte sus compatriotas lo elogiaron como un autor especialmente ¡virtuoso y
casto!: "Nada en sus escritos habría podido ruborizar las mejillas de la
más pura joven". Poco después, sin
embargo, comprendieron que el mal era subrepticio y difuso; desde entonces, y
hasta la fecha, la literatura norteamericana una y otra vez conjura para
deshacerse de su mayor prestigio mundial.
Le parece un prestigio sucio, derrotista y mórbido, a diferencia de la
supuesta Salud Patriótica de Walt Whitman, de la misma manera que ha querido deshacerse
de Faulkner (exaltando al All American Boy,
Hemingway), de Tennessee Williams (con loas a Arthur Miller)... aunque desde
luego resulte que Hemingway y Miller también era una excelentes fichitas perversonas, capaces de indignar a
los puritanos de los Estados Unidos. (La
mitad de la mejor literatura de Norteamérica es ninguneada y despreciada
siempre en su propia patria por razones puritanas: ¡cómo quisieran los Estados
Unidos deshacerse también de Paul y Jane Bowles, Goodmann, Kerouac, Burroughs
--no el de Tarzán, sino el de Naked Lunch--,
Ginsberg, Corso, Bokowski, Mailer, Baldwin, Capote, Vidal... e instaurar el
fastidio edificante de ejercicios universitarios de estilo, redactados por
profesores de la
Christian Science !).
Poe no inventó su
repertorio, ni su lenguaje, ni sus personajes y episodios: los exageró a partir
de modelos previos, con gran tino: "En el los temas del repertorio
romántico, dice Praz, el mayor erudito mundial en arte romántico, se vuelven
verdaderamente obsesivos porque recubren una situación psicopatológica
excepcional... La provincia que Poe ha descubierto, en verdad, no es tanto la
de lo maravilloso y terrorífico como el haber hecho de ellos un lenguaje
transparente de su angustia subterránea".
Es la angustia --fue
el inventor del método y la atmósfera-- lo que vivifica a sus personajes y
episodios, de otra manera inverosímiles, que en efecto parecen muñecos:
"Los versos de Poe tienen el mismo tipo de vitalidad fija, alucinada, de
muchos de sus relatos: la seudovitalidad de las figuras de cera", lo que
resulta --hay que añadir-- finalmente apropiado: es necesario este artificio,
incluso este artificio de museo de cera, para que sus atmósferas de horror,
locura, vértigo, delirio realmente se posesionen del lector; si no fueran tan
artificiales serían naturalmente insoportables.
Y el contrapunto
lúdico, el juego de crear pesadillas sensibles con tipos artificiosos, es lo
que da fuerza a sus extravagancias y exageraciones. Leídos de corrido, sus cuentos resultan
avasallantes (sobre todo en francés, en prosa de Baudelaire; y en español, en
la prosa de Julio Cortázar); releídos con análisis, molestan por su abundancia
de tramoya y utilería, su pastosa e histérica prosa inglesa de novelitas
vulgares de quiosco --lo que también, naturalmente, está perfecto: creemos
introducirnos en un cuento popular más, de esos truculentos que proliferan
cadáveres, y resulta que de pronto estamos en mitad de un cuento diferente,
inolvidable, obsesivo, aunque no deje de rendir copioso tributo a las más
baratas rutinas y necesidades de la literatura truculenta de quiosco.
Praz escribe este
ensayo sobre Poe hacia 1958, cuando en Europa predominaba el prestigio de la
literatura social o sartreanamente "comprometida", y se veían mal las
frivolidades o degeneraciones burguesas y antiburguesas. Poe parecía iniciar su desprestigio
definitivo, que patrocinaban claramente las universidades e iglesias
norteamericanas, ansiosas de Autores Positivos, como el Profeta Whitman o el
Predicador Emerson o el Bibliotecario MacLeish, en lugar del
borracho-narcotizado-neurótico-necrofílico-dandy-escapista-irresponsable-aristocratizante-populachero
Poe. No fue tal. Poe sigue siendo, ante todo, un enorme
favorito del gusto popular.
Y lo mejor que puede
hacer el estudioso y el lector letrado es la tarea honrada de Mario Praz:
señalar que buena parte de los prestigios europeos de Poe siempre fueron
falsos, y que por lo demás no los necesita, ni como fundador en muchos sentidos
de la llamada literatura popular --literatura de quiosco--, ni como creador de
espacios y mecánicas enrarecidos, teatralizados, extravagantes... donde ocurren
vértigos verdaderos.
"En sí mismo
finalmente la Eternidad
lo convierte", escribió Mallarmé: ese sí-mismo era el "hombre
solitario y devorado por el ansia", que sus libros nos devuelven como
figura de cera: apenas convalescente de un envenenamiento, con la piel del
rostro que se vuelve traslúcida más que pálida, verdosa, los labios lívidos y
unas ojeras espectrales, resaltado todo por una lámpara rojiza de un
estanquillo de cartomanciana, o en una enrarecida alcoba elegante y como
subterránea.
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