JAMES BALDWIN Y LA
ESCRITURA DEL FUEGO
Por José Joaquín Blanco
Durante los años cincuenta y sesenta, James Baldwin (1924-1987) fue el
escritor norteamericano negro más reconocido:
el vocero intelectual del Movimiento de Derechos Civiles (“a media star”, en esa época del boom televisivo), pero sobre todo un
extraordinario artista de la prosa: en ensayos, relatos autobiográficos o de
claro sesgo autobiográfico; obras de teatro y novelas (Ve a decirlo en la montaña, 1953; Notas de un hijo nativo, 1955; El cuarto de Giovanni, 1956; Nadie conoce mi nombre, 1961; Otro país, 1962; La próxima vez el fuego, 1963;
Un blues para Mr. Charlie, 1964; Nada
personal, 1964; En busca del hombre,
1965; Dime hace cuánto pasó el tren,
1968; Sin nombre en la calle, 1972; Si Beale
Street pudiera hablar, 1974, Sobre mi
cabeza, 1979; El precio del boleto, 1985; etcétera).
Su figura y su obra, ninguneados o
vilipendiados en su patria -que sus relatos eran muy verbosos, con anécdotas
poco comerciales: flojas, embrolladas; llenos de escenas tan religiosas (“Come-to-Jesus stuff”) como obscenas, o
de “incesantes autoanálisis que con frecuencia concluyen en autodenostaciones”;
y que se regodean en los “aspectos oscuros” de la vida de los negros,
envileciendo (“debase”, en palabras
de Time; “besmirch”, en palabras de Hubert Humphrey) a su país-,
establecieron un principado literario internacional muy superior al que antes
habían erigido los otros tres grandes escritores negros de los Estados Unidos:
Langston Hughes, Richard Wright y Ralph Ellison, y a los de algunos artistas
negros, africanos o caribeños (Sengor, Fanon, Cesaire), de lengua francesa. Los
mayores honores que Baldwin recibió en vida fueron franceses, y con frecuencia
se “exiliaba” en Europa durante esos años de crisis racial norteamericana.
(Entre las obras sobre Baldwin, hay que
destacar la colección de ensayos críticos James
Baldwin, editada por Kenneth Kinnamon: Nueva Jersey, Prentice-Hall, 1974; y
la biografía de W. J. Weatherby: James
Baldwin. Artist
on Fire, Nueva York, Laurel, 1989).
Sorprendían su refinamiento, su emotividad y su magnífica prosa inglesa
-cercana al inglés de la Biblia
del rey James y de una larga escuela de predicadores, así como al elaborado y
matizado estilo de Henry James-, en una época literaria que abundaba en la
rudeza, la experimentación y la destrucción de cánones estéticos (Bourroghs,
Kerouac, Ginsberg, Mailer, Roth, Vonnegut).
Una prosa emotiva pero concisa; directa y, a
la vez, capaz de atmósferas complejas, densas, musicales. Es fama que Baldwin
se forjó como escritor redactando lo que sería Ve a decirlo en la montaña en un pueblo suizo (donde jamás se había
visto otro negro: “Extraño en la aldea”), encerrado con los discos incesantes
de Bessie Smith y con la idea fija de una prosa doblemente jamesiana.
Cada año aparecen tesis doctorales sobre el
curioso caso de un escritor que descubre su expresión literaria “en cuanto negro” o “su negritud” ¡a través de La princesa Casamassima y del Retrato de una dama! Henry James + Bessie Smith. (Desde luego, algo tuvieron que ver también Balzac,
Tolstoi, Wilde, Gorki, Proust, Mann, Gide, Eliot, Faulkner, Richard Wright,
Genet...)
Se rastrean o inventan ingeniosos
pasadizos comunicantes –metafísicos, metalingüísticos, meta...- entre el
archiblanco-ultraeuropeo-aristocrático y el negro-marginado-de-Harlem.
Baldwin simplemente confesó que el exigente
estilo de Henry James lo espoleaba mucho más que, por ejemplo, el de D. H.
Lawrence, a quien prefería, pero del cual se sentía demasiado próximo.
Necesitaba retos, dificultades: un estilo difícil y asuntos graves.
Pretendía despreciar la facilidad poética de
Langston Hughes y la prosa “periodística” de Richard Wright, así como los
exotismos africanoides, folklorizantes, de “la negritud” de los neo-musulmanes
norteamericanos (“African mockery”).
Su situación como negro era norteamericana, y debía descubrir su expresión
dentro de esa cultura nacional.
Desde un principio se advierte esta decisión
retórica de impedirse un discurso llano que reprodujera los lugares comunes
sobre los negros norteamericanos. Las sutilezas del laberíntico andamiaje
verbal de James dotan a sus personajes y a la propia voz de Baldwin de mayor
penetración y complejidad que los característicos del realismo norteamericano habitual.
Por otra parte, el “alto estilo” jamesiano
ennoblece, shakespeariza un tanto a sus personajes negros, misérrimos o
callejeros. Viudas, matronas, putas, niños huérfanos o desprotegidos,
adolescentes bravos, adultos borrachos, peleoneros, vagos; músicos y escritores
fracasados del Village o de la rive
gauche parisina, meseros; obreros extenuados por el trabajo mal remunerado
y el desempleo; angustiados clasemedieros obligados a responder con los ojos
bajos y la voz melosa a todo tipo de humillaciones; sub-ciudadanos a quienes se
fuerza a un servicio de trastienda, “segregado”, o se les niega, en casi todos
los aspectos de la vida pública, de los autobuses, restoranes y escuelas a la
vivienda o al simple hecho de andar por la calle.
Este “alto estilo” retórico en sus
miserables no resulta tan artificioso como pareciera a primera vista: es
conocida la excelencia en el inglés “alto”, culto, de muchos negros
norteamericanos, generalmente predicadores o abogados, lo que desde tiempos de
Mark Twain provocaba sorna y envidia entre sus compatriotas blancos, que
estimaban y practicaban su lengua con menor pasión y virtuosismo. Hay mucha
“alta poesía” en sus sermones, spirituals,
gospel songs, blues. Sin embargo, fue nada menos el gran poeta negro
Langston Hugues quien, en venganza, acusó a Baldwin de ofrecer falsos
personajes populares (folks) que
hablaban como artistucos (‘art’ folks),
“sobrescritos y sobrepoetizados”...
Pero azoró sobre todo su furia, su
rabia: como precursor inmediato de Martin Luther King (cinco años más joven) y
camarada de Malcolm X, James Baldwin vivió los tiempos y los episodios más
humillantes y violentos del racismo norteamericano contra los negros, y
respondió panfletariamente, como un profeta en llamas (había sido predicador en
su juventud, en Harlem); esto, a pesar de su enfática crítica, en cuanto
ensayista literario, contra la literatura “social o de protesta” (polemizó
ácidamente con su protector Richard Wright, autor de Native Son, sobre la novela “comprometida”).
“He tenido dos veces la suerte de
disfrutar un Renacimiento Negro”, dijo Langston Hugues; “la literatura negra
estaba de moda en los años veinte, cuando me inicié como poeta, y ahora ha
regresado. Pero hay una diferencia. Los veintes se sostenían en el arte. Era el
arte negro lo que la gente buscaba. La moda actual es un subproducto del
conflicto sobre los derechos civiles. La moda de los años veinte surgió del
éxito de artistas como Ethel Waters, Duke Ellington y Louis Armstrong. La
actual emerge del espíritu de protesta. James Baldwin y Leroi Jones, escritores
en cuanto protestadores [writes as
protesters], han sido su centro”. (No está de más señalar al paso que
Langston Hugues influyó en Novo y Villaurrutia, lo que acaso lo señale como la
mayor impronta que México ha recibido de la literatura negra norteamericana).
Ese tono beligerante (especialmente en Notas de un hijo nativo, Otro país, La próxima vez el fuego, pero
continuo en toda la obra de Baldwin), tan distinto del que se impondría después
del “triunfo” de King y del Movimiento de Derechos Civiles, lo volvió incómodo
tanto para el norteamericano blanco común y las instituciones culturales
norteamericanas (exasperó a sus “aliados” los Kennedy, y fue espiado por el FBI
desde 1960: se conservan “reservados” en los archivos más de 1,700 documentos
de espionaje sobre él), como para el sector negro favorecido por el nuevo orden
de cosas, que prefería no mencionar demasiado la soga en la casa de ahorcado.
Éste opinaba (opina) que “la ropa sucia se lava en casa”, y que no es oportuna
tan encendida pasión en la protesta.
Irónicamente, el más esteta de los
narradores negros, quedó tildado con el mote de “panfletario” que ya parece
obligado en cuanta enciclopedia o almanaque literario se consulte. Más
panfletario aun que el sartreano Richard Wright, a quien tanto criticó como
“novelista contestatario” durante sus inicios de jamesiano parricida
intelectual en París.
Fue tal el impacto de sus ensayos sobre “el
asunto negro”, que todavía se le quiere reducir a ellos; es frecuente que se le
califique, como a Gore Vidal, de “ensayista estupendo y narrador fallido”. La
industria literaria desea novelistas tontos; cuando piensan... es que son
“estupendos ensayistas”.
Nuevos escritores negros, menos airados,
ahora negociadores más o menos sensatos, que hablaban con la calma y la
prudencia de quien mira después de la batalla y no en su centro (al estilo del
actual político-sacerdote Jesse Jackson), más relajados, se vieron favorecidos
por un clima menos extremista y ocuparon el sitio donde Baldwin ponía nerviosa
a tanta gente (su seguidora Toni Morrison finalmente obtuvo el premio Nobel).
Baldwin quedó muchas veces reducido en los balances académicos y comerciales,
cuando no al mero ensayo, a la “agitprop”
(propaganda de agitación) o al “new
journalism”.
Pero a James Baldwin no le correspondió el
tiempo de la reconciliación ni de la curación de las heridas, sino el de la
opresión y las batallas (protagonizó como “media
star”, pero corriendo todos los riesgos personales, buena parte del
Movimiento de los Derechos Civiles y participó en más de un episodio violento
en el sur), que resuenan, vivas, en sus voces ensayística y narrativa; tanto
más cuanto se expresan en una de las prosas más civilizadas, elaboradas,
refinadas, de su generación.
Una prosa algo reminiscente de los trucos de
Faulkner, también bíblico y henryjamesiano, y deudora en efecto de D. H.
Lawrence y hasta algo de Joyce en los aspectos eróticos.
Cuando se montaba su obra Un blues para Mr. Charlie en Broadway,
le pedían los productores: “¡Más Shakespeare, Jimmy; menos motherfuckers!” (Todos sus “motherfuckers”
fueron censurados en escena). “¿Y qué quieren ustedes que griten los negros de
Alabama y Mississippi cuando los están bombardeando?”, preguntaba él.
Una anécdota curiosa. Un blues para Mr. Charlie resultó un escándalo (y fracaso de
taquilla) tanto en Nueva York como en Londres. “¡Mierda! ¡Regrésense a
África!”, gritaban los espectadores. “Una mezcla de literatura y demagogia”,
clamaban los críticos. “Provocación de odio anti-blanco”. “Los personajes
chapotean sin ton ni són en su odio”. Sin embargo, poco después Ingmar Bergman
la montó en Estocolmo con actores rubios. Éxito de público y de crítica.
Comentó Baldwin: “La actuaron puros suecos. Ni una sola cara negra. Se
comprendió que la obra hablaba de tribus, no de razas; sobre cómo tratarnos los
unos a los otros”
Baldwin, sin embargo, también resultó
incómodo para los radicales negros de los años sesenta: parecía demasiado
humanista y sentimental en la época de los Panteras Negras, los Musulmanes
Negros y Malcolm X (en su primera etapa extremista). Educadito, snob, hasta afeminado, según el criterio
puritano y “rudo” de los activistas. El propio Wright lo fustigaba como una a
especie de Truman Capote negro: “Con frecuencia Richard me hacía sentir que la
palabra ‘frívolo’ se había acuñado para describirme”, recordó James Baldwin
años después.
Incluso fue acusado formalmente de “traidor
a la raza” (por un gángster llamado Eldridge Cleaver, posteriormente venal
comparsa reaganiano, pero defensor de la violación brutal de las mujeres
blancas por parte de los activistas negros como “un acto de liberación o
justicia raciales”, en un libro inexplicablemente admirado en su momento: Soul on Ice; Alma encadenada, según se
tradujo en México, en la edición de Siglo XXI).
La mayor traición consistía en su
homosexualidad. Un negro que abdicaba del machismo del Puro Hombre Negro (como
el Hombre Nuevo que se predicaba en esos años en Cuba), corrompía y ensuciaba a
toda su raza, y mucho más si sostenía “diabólicas” relaciones amorosas o
sexuales con los enemigos blancos (the
white devils). ¡Se estaba entregando
al Verdugo Blanco... y de la manera más “étnicamente innoble” posible! ¡Se
acostó con muchos franceses blancos!
Aunque según las pesquisas de su biógrafo, la nómina amatoria de Baldwin
incluyó a negros, a “hispanos” y a blancos europeos y norteamericanos. Sobre
todo a jóvenes negros musculosos con porte de hustlers. Y hubo algunas mujeres negras. Exasperó a los ultras del Black Power, de los Panteras Negras y de los Musulmanes Negros sólo el
rumor de que la celebridad literaria negra hubiese amado en la cama a algún
blanco (seguramente un italiano llamado Giovanni, a partir de una lectura
cerril de El cuarto de Giovanni,
según la cual la novela sería mera autobiografía vergonzante). “Racismo al
revés”, diría Baldwin.
Hacia 1950 provocaba suspicacias y hasta
indignación en ambas razas el menor trato entre blancos y negros, incluso la
simple camaradería de trabajo: solían ser arrestados los grupos o parejas
“interraciales” que tomaran café o platicaran por la calle en Manhattan, para
no hablar de Georgia o Mississippi. Esto le ocurrió varias veces a Baldwin
cuando salía a la calle con sus amigos escritores y artistas blancos,
norteamericanos o europeos.
A fines de los años cuarenta, cuando Baldwin
malvivía en París, se debatía en una gran novela que atacaba al mismo tiempo la
situación negra y la situación homosexual. Esa novela falló. Debió escribir
sobre cada “asunto” por separado; de un lado Ve a decirlo en la montaña (traducida al español también como El ghetto de Harlem) y, del otro, El cuarto de
Giovanni (la clandestina vida gay en París a principios de los cincuentas,
con personajes blancos).
A partir de Otro país se empeña en abundantes experimentos “interraciales y
bisexuales” que, en su momento, parecieron más exageración teórica del autor,
que reflejo de la realidad de la sociedad negra. Sólo en sus años maduros logró
Baldwin recuperar la unidad de ambas reflexiones en obras narrativas (Sobre mi cabeza: Just Above my Head) y
autobiográficas, aunque siempre conservó cierta intuición de que las opresiones
étnicas y las sexuales respondían con frecuencia a esquemas similares. Concepto
común en la contracultura de la época, que hablaba de categorías como
“freudomarxismo”, o del “machismo racista” contra las mujeres. Mailer jugaba
con yuxtaposiciones como “el blanco negro” o el “villano [supermacho]
homosexual”. Gore Vidal llevó semejantes teorías al delirio paródico en Myra Breckinridge y Myron. En su momento, la obsesión de Baldwin por los personajes
“bisexuales e interraciales” pareció un radicalismo cerebral de un perverso
agitador sistemático de la costumbres, a quien la llana homosexualidad de
negros y blancos segregados no le resultaba “suficientemente ultrajante”. (E
incluso ciertas entusiastas aproximaciones al incesto.)
OLIVER TWIST EN HARLEM (CON TRES O CUATRO KARAMAZOVS)
El mundo de Baldwin, una y otra vez -aunque el autor viva por temporadas
en Europa (Francia, Suiza, Italia, Inglaterra, Suecia, Turquía), o viaje por
Asia (Líbano), la
Unión Soviética , África (Senegal, Ghana, Kenia, Marruecos) y
el Caribe, o por las regiones sureñas de los Estados Unidos- se concentra en
Harlem, Nueva York: el ghetto negro de los años veinte a los setenta. Con
frecuentes visitas a Greenwich Village.
Un mundo exteriormente dickensiano (el
Londres de la pobreza se recicla en el ghetto neoyorkino) y dostoyevskiano en
el alma, de un cristianismo exacerbado: personajes “humillados y ofendidos”,
llenos de furia y de amores y ternuras desencaminados (el amor, la droga, la
violencia, las enfermedades mentales, los crímenes, las ideas fijas de
violencia y condenación social o religiosa), quienes a pesar de todo se abrazan
con una estupenda capacidad de amor y de amistad.
Acaso sus mejores páginas sean las que
abordan su infancia con su padrastro, su madre y sus hermanos: desde la
perspectiva de la infancia, se observa la agria lucha por la supervivencia de
los adultos, el mundo para el cual los niños iban creciendo. Ocurren con
diversos matices en varios de sus libros. O las que narran el momento límite de
negros desesperados.
En Otro
país el suicida Rufus se arroja desde un puente para destruirse y
reintegrarse a Dios, pero con la mayor de las blasfemias:
“El viento se lo llevó, sintió que se
remontaba, con la cabeza hacia abajo; y el viento, las estrellas, las luces, el
agua, todo giraba al mismo tiempo. Estaba bien. Sintió que se le caía un
zapato. No había ya nada a su alrededor, sólo el viento: Está bien, Omnipotente
Dios bastardo, Omnipotente Dios hijo de la chingada: voy hacia ti (you motherfucking Godalmighty bastard)”.
Su heredad narrativa: Las populosas tribus
de niños negritos –cada año un parto en cada pareja y hasta en cada mujer sola,
religiosamente cumplido- atenidos a colosales matronas, en hambrientos y
ruinosos departamentos de Harlem. Los desesperados, los vagos o semivagos del
Village, las putas.
El padre de familia (o el hermano mayor,
sustituto del padre) como alto jefe tribal, perfilado con extraña majestad, que
regresaba de sus extenuantes labores físicas con una huraña y arisca necesidad
de amor, la cual fácilmente se exasperaba hasta el odio.
Una vida que tropezaba sin remedio a cada
rato en los linderos de la muerte, hasta que por fin algo terrible ocurría a la
semana, todas las semanas.
Hombres a flor de piel, trabajados por
la humillación y la ira, y avocados con una energía inagotable hacia los
prehistóricos mensajes, órdenes, prohibiciones, esperanzas de la Biblia dura; de la Biblia belicosa y
atormentada, mucho más centrada en los pasajes del Jehová furibundo que en el
Nuevo Testamento.
Un crítico (Orville Prescott) señaló
que la saga de las familias negras por su supervivencia en el Harlem de la
primera mitad del siglo XX, “de algún modo suena [en el relato de Baldwin] tan
remota como una novela histórica sobre los patriarcas y profetas hebreos”.
Se diría incluso que su Jehová está
exagerado por el sesgo calvinista: los personajes negros de Baldwin, y el autor
cuando habla de sí mismo, no ubican maniqueamente la culpa en el enemigo. Se
culpan también y sobre todo a sí mismos, en un examen de conciencia perpetuo
tan honesto como corrosivo.
Baldwin fue también acusado de traición por
hacerle mala propaganda a la etnia: por narrar con todas sus miserias la vida
del ghetto, por rechazar que la posición de víctima contrajera inmediatamente
la inocencia o la pureza. Todo lo contrario. La opresión envilecía a sus
personajes. No luchaban solamente por liberarse objetivamente de esa opresión,
sino también de la vileza, del odio, del rencor, de la desesperación a que los
arrojaba. Siempre miró con desconfianza el folklore o el colorido “realismo
mágico” de las literaturas francófonas africanas aplicados a la situación
norteamericana.
EL BLUES DE SONNY
Hay una fibra religiosa en sus libros –la Culpa , la Piedad-, como en los
blues: una búsqueda extremadamente emotiva de la libertad interna, la
nerviosísima “redención” espiritual. Y claro, ciertas frustradas esperanzas de
la salvación mediante el sufrimiento, donde no deja de asomar el joven
predicador que fue Baldwin. Sus aleluyas. Su Dostoyevski.
“We
shall overcome!”, cantaban los seguidores de Martin Luther King, el hombre
de “I have a dream...” (“Boy, he made a helluva speech!”, exclamó
el inefable Bobby Kennedy cuando escuchó ese discurso de King en la gran marcha
de Washington.) Con frecuencia en Baldwin ocurre, en efecto, que Bessie Smith
cede el micrófono a Mahalia Jackson... (Las locas de los bares gay lo apodaban
“Martín Luther Queen”).
Escribió en Nada personal:
“He dormido en las azoteas, en los sótanos y
en el metro; he tenido frío y hambre toda mi vida; he sentido que ningún fuego
podía calentarme y que no había brazos que me sostuvieran... No cesan de nacer
las generaciones, y somos responsables ante ellas como sus únicos testigos...
En el momento en que dejemos de abrazarnos, en el momento en que perdamos la fe
los unos a los otros, nos rodea el mar y desaparece la luz”.
Baldwin arguyó que entre los negros de los
Estados Unidos, la religión abarcaba los campos que en África (Leopold Senghor)
o América Latina (Aimé Cesaire) ocupaban diversas ideologías, incluso el
comunismo. Su “Come-to-Jesus stuff”
les era pues tan natural e inevitable como para los negros de otros países las
concepciones antropológicas o ideológicas. Era su modo de entenderse y expresar
la vida. Y en efecto, era ese el tono y el estilo que le pedían sus lectores
negros.
De cualquier manera, el énfasis cristiano de
Baldwin (“Siempre hay un lloriqueo vergonzoso en cuanto Baldwin escribe”,
contratacó Richard Wright), desagradó tanto a los negros ilustrados, que
aspiraban a una cultura laica, como a los militantes jóvenes que reivindicaron
el comunismo y el Islam en el contexto de esos años de anticolonialismo y
Guerra Fría. (Durante la campaña de los Derechos Civiles, Baldwin retomó sus
dotes adolescentes de predicador, aunque ya era un hombre poco religioso y de
costumbres poco sacerdotales en la vida real, para animar y publicitar mítines
y marchas.)
Al mismo tiempo: La vida diaria en Harlem,
llena de risas y de música, entre los apocalipsis semanales de motines,
revueltas y razzias. Las tribus de ocho o nueve niños dependientes de padres (o
sólo de la madre) que apenas, mediomatándose, conseguían un par de dólares.
Niños llenos de juegos, de sueños deportivos y cinematográficos, de música y
fiesta. “Escucho un disco de jazz y escribo como si estuviera tocando”. Miles Davis, Charlie Parker, Duke Ellington, Ray Charles. Recuerdo un cuento
suyo donde un niño (Sonny) escucha tocar jazz a su hermano mayor.
En las páginas de Baldwin fluye una lírica
nostalgia por esos paraísos familiares, vecinales, callejeros en los panoramas
del desastre. Un Baldwin lleno de remembranzas; a cada paso, a cada rostro, a
cada baldosa, una magdalena proustiana, ahora ríspida, de malos tragos o droga,
de ira y ambiciones descompuestas.
Y la obligación que se imponen sus
personajes de gritar, pero sobre todo de convencerse a sí mismos, de que no son
como los conciben, tratan o imaginan los dominadores blancos. Destruir esa
caricatura, pero siempre con la angustia de acaso tener parcialmente algo de
ella. Los combates se libran también en la conciencia y la carne de los
combatientes. “Ahora me corresponde liberar a mi corazón de todo odio o
desesperación”, concluye el ajuste de cuentas autobiográfico y étnico de Notas de un hijo nativo.
Baldwin recuerda los tiempos difíciles
anteriores al triunfo del Movimiento de los Derechos Civiles. Tiempos difíciles
que nadie quiere recordar demasiado: han quedado, se dice, atrás: ¿para qué
voltear a verlos, como la mujer de Lot? Y menos con esos ojos de rabia
(autoinflingida, descargada sobre todo contra sí mismo) de James Baldwin, ojos
saltones en su pequeño cuerpo frágil, que le ganaron desde niño el apodo de
“Ojos de Rana”, Frog Eyes.
En los propios días de su celebridad
(lograda más por sus muchos lectores, que por los pocos colegas o académicos
que se atrevieron a reconocerlo en toda su importancia, como Edmund Wilson y
Marianne Moore) resultaba un tanto impropio considerarlo artista. Se le
clasificaba como un panfletista extraño del lado de los activistas, aunque
éstos también lo denostaran.
Muy pocos autores, especialmente Richard
Wright, Langston Hugues y Toni Morrison, entre los negros, y Mailer, Styron,
Cheever, James Jones, entre los blancos, reconocieron la profundidad de su
mundo y la belleza de su prosa.
Aunque el medio literario, como todos los
ghettos, resultó centro de discordias: son célebres sus pleitos con sus colegas
más cercanos: Wright, Hugues, Mailer... Un amigo de toda la vida, compañero
desde la High School ,
el director teatral Frank Corsaro, se expresó de Baldwin en términos que tocará
al amable lector traducir silenciosamente para sí mismo: “Jimmy was a combination of coquette, preacher boy and arrant wit all in
one –in other words, a cunt”.
TODO ESE “OTRO” JAZZ
Para el lector extranjero, Baldwin ofrece esa grandeza espiritual de los
patriarcas europeos en tiempos difíciles: Dickens, Dostoyevski, Zola, Galdós (a
quien no leyó Baldwin, naturalmente) que suele faltar en el estilo más
desahogado, y hasta edulcorado, de los autores negros posteriores,
afortunadamente menos enfrentados al infierno como experiencia cotidiana de los
años cuarenta a sesenta (aunque el infierno siga existiendo, y a cada momento
surja el título de Baldwin más temido: el mundo pereció alguna vez mediante el
diluvio; La próxima vez el fuego...
Ocurrió hace pocos años en Los Ángeles, por ejemplo.)
Actualmente comparte, en opinión de dómines
sin memoria, cierto tembloroso limbo con el otro gran panfletista étnico de su
época, ahora africano: Franz Fanon (Los
condenados de la tierra). No debiera: su mensaje es mucho más que un
reclamo histórico, político o antropológico fechable; se trata de un variado
mundo vivo, profundo y emocionante, escrito con un pulso (o una respiración) de
jazzista, como se le dijo varias veces en los años sesenta. El tipo de mundo al
que, en nuestra lengua, se acercó Julio Cortázar en El perseguidor.
Por eso también es un gran narrador. En ese
mundo de ira, ruinas y violencia, florecen sus historias de perdedores. Baldwin
ha entonado un puñado de las más entrañables elegías sobre los perdedores
urbanos del ghetto, como los mejores blues. ¿Que sus tramas no funcionan con la
rutinaria relojería de la novela de entretenimiento? ¿Y qué con eso?
Una anécdota nada peregrina: en la Dial Press , la
editorial donde publicaba, se comisionó a un joven editor –esto es, el escritor
responsable de dictaminar, revisar, discutir, surgerir cambios, procesar los
originales- para la obra de James Baldwin. A este editor no le resfriaron
durante seis años los laberintos, reiteraciones, lirismos, autoanális
apocalípticos ni cabos sueltos de la manera “ensayística” de narrar del autor
de En busca del hombre, Dime hace cuánto
que pasó el tren, Un blues para Mr. Charlie y The Amen Corner: los cuatro
libros que le tocó cuidar. Discutía, y mucho, de otras cosas con Baldwin.
Recuerda con admiración y fervor esos manuscritos, y señala como gran orgullo
profesional haber trabajado en ellos. Se trata de uno de los más autores más
logrados de la novela-como-artefacto, como relojería: E. L. Doctorow, autor de Ragtime.
La prosa musical y delicada de
Baldwin, aunada a la energía de su pensamiento, ofrece una especie de
experiencia mística: En el mundo existente el triunfo está en labrarse una
derrota noble, de guerrero interior. La guerra siempre se pierde: el honor y la
belleza de la vida residen en los episodios de coraje, pureza y amor de sus
batallas parciales.
Sus perdedores combaten por la dignidad
racial y cívica, sus pulsiones eróticas y sus cariños familiares o amistosos, e
incluso por el mero llamado del “absurdo” de episodios urbanos donde todos son drop-outs o exiliados amorosos,
raciales, sociales, artísticos. O simplemente hombres que se estrellan con
todas sus fuerzas contra la vida, “luchando con el ángel”, como se dice de
Jacob. Buena parte de la obra de Baldwin narra esa lucha y sus secuelas.
Es curioso que en la “cultura del éxito”
norteamericana haya surgido semejante aguafiestas, el cantor de los grandes
perdedores. En Francia se le relacionaba con la visión de Camus. En Estados
Unidos se ironizaba. Decía Bobby Kennedy, por ejemplo: “¿Y de qué tanto se
queja Jimmy? ¿Acaso no ha llegado a ser un bestseller y un autor de renombre
internacional? Eso lo logró por ser norteamericano. ¡Es un triunfador! En otro
país...”
Las vidas rotas por los fracasos y la
humillación, el hambre y la violencia, el alcohol y las drogas, la desesperación
y el rencor, entre hombres de carne viva. Esa época de víspera o del día del
fin del mundo en cada episodio familiar (dentro de ruinosas viviendas), en
calles llenas de basura y policías, o rodeadas de bandas de bravucones
linchadores de todo tipo; en puentes que invitan a saltar a los suicidas, en
bares ínfimos donde (abatidos sobre mesas sucias) babean casi inconscientes
aquellos que alguna vez se propusieron ganarle la partida a la realidad difícil
o imposible. Los feligreses parapetados en su templo de madera, casi una
barraca, cantando aleluyas, mientras el Ku Klux Klan le prende fuego...
Todos ellos fueron “hombres”, en un sentido
bíblico, luchadores del mundo, defensores de su nobleza y de su riqueza
humanas, y héroes derribados por las guerras del polvo enconado de las brutales
ciudades en los Estados Unidos de su época.
En este sentido, Baldwin despreciaba, casi
le repugnaban, las “historias de éxito” de los negros adinerados o
prestigiosos, que triunfaban como carreristas, pero no como “hombres en el
mundo”. De hecho, mientras fue ganando amistades y apoyo entre los liberables
blancos del Village (como el joven Marlon Brando), recibió una común y cerrada
reprobación del Establishment negro, de su prensa negra “decente” y exitosa, y
de los clubs o asociaciones de negros adinerados. Esa reprobación no ha cesado.
Su memoria sigue siendo escandalosa. Hay recuerdos que deben lavarse sólo en
casa y en sordina.
Advierto una perspectiva de cristiano de los
primeros tiempos frente a los leones o las tropas de Nerón, o bien de los fraticelli franciscanos ante la Iglesia Establecida
de la Edad Media
(frente a todo tipo de iglesias establecidas), en muchos rincones del Harlem y
el Village de Baldwin.
Esta visión “mística” o “lírica” de los
desiertos urbanos, dota a los relatos de Baldwin de una temperatura y una
trascendencia que no alcanza la mera narración del hombre perdido, enloquecido
o herido por la civilización industrial, tan típica del realismo
norteamericano. Baldwin se burlaba a ratos de los “suburbanitas”, como Updike o
Cheever, que se ahogaban sin remedio en sus propios whiskies tibios, en los
cómodos livings de sus casitas
apacibles.
Los personajes de Baldwin siempre tienen en
un puño, irrenunciables y desollados, todos sus nervios e ilusiones.
Invariablemente pelean por “algo”, no siempre fácil de expresar en términos
ideológicos, pero sí narrativos: la madre, el padre, el padrastro, los
hermanos, los amigos, los vecinos, aquel que terminó loco en un hospital o
muerto a media calle, los que fueron aporreados en tal otra; a quienes
simplemente se les negó, una tras otra, todas las grandes y pequeñas puertas de
la gran ciudad.
Una obligación de recordar en cada detalle
minucioso toda la historia del ghetto de Harlem. Una lucha por corregir,
purificar la memoria colectiva. “Hemos sido engañados: pero también solemos
engañarnos a nosotros mismos... Hay algo sospechoso en la forma en que nos
aferramos al concepto de raza, de ambos lados de la obsolescente barrera
racial”.
Los Establishments académicos, comerciales y
periodísticos exigen que cada autor quepa en una sola etiqueta, y han
dictaminado: “James Baldwin: no novelista, sino ensayista”. Falso. Incluso sus
ensayos son relatos: parlamentos de un personaje de alta tragedia.
Y en su obra narrativa la inteligencia y la
fuerza de la prosa juegan papeles no menores que los de la trama, los episodios
y los personajes.
En 1971 declaró a la revista Life:
“Sigo siendo una de las personas más
extremadamente poseídas, confusas, morosas, aterradas y quizás dementes que he
conocido. Pero al menos ahora escucho a mis propios demonios, y no a los de los
demás, y voy a seguir trabajando hasta que me hayan dicho todo lo que han
intentado comunicarme -y a ustedes. No voy a parar hasta que la última voz dentro
de mí haya callado. Entonces podré irme a casa, quitarme los zapatos, no hacer
nada y sentarme entre mis hermanos y hermanas y primos y sobrinos a escuchar
cómo me dicen que nunca fui
razonable”.
Y en 1979 al Times Books Review de Nueva York:
“Desde luego, no puedo imaginarme el arte
por el arte... eso es una perspectiva europea, a la que nunca le he encontrado
mucho sentido. Creo que lo que tienes que hacer, lo verdaderamente difícil en
un escritor, es evitar los slogans.
Hay que tener las tripas para denunciar los slogans,
no importa cuán nobles puedan sonar. Siempre esconden otra cosa; el escritor
debe tratar de descubrir lo que esconden”.
UNA ALMOHADA MOJADA DE LÁGRIMAS
Como otros escritores de su generación extraordinaria, que se entregaron
en su juventud a grandes hazañas artísticas y personales (Williams, Capote,
Ginsgberg, Kerouac, Carson McCullers, Jane Bowles, Mailer, Heller, Styron),
Baldwin se agotó, se consumió y envejeció antes de tiempo.
Pudo deberse a razones
personales: nervios estragados, celebridad temprana y excesiva, el desgaste
frente a tantos ataques y adulaciones; tanto alcohol, pastillas y tabaco;
tantas aventuras amorosas de solitario internacional; incluso su voluntario
“exilio” en el sur de Francia a partir de la muerte de Martin Luther King, que
vivió como el fin de una era, su era.
Pero también ocurrió que
el mundo cambió de pronto. La guerra de Vietnam desplazó por completo el asunto
negro y el Movimiento de los Derechos Civiles en el interés de los Estados
Unidos. Ese movimiento decayó, se desperdigó en facciones amargas, a la vez que
obtuvo triunfos legales (“tokenism”:
concesiones menores) que ya no requirieron de profetas ni de panfletarios, sino
de diplomáticos y políticos a la manera de Jesse Jackson.
De pronto, a los pocos
años de la muerte de King, parecían antiquísimas las luchas y proyectos de
Baldwin. Habían pasado de moda. En cierta medida, la práctica, habían logrado
su objetivo: cambiar y aplicar muchas leyes; y los antiguos luchadores -”soy el
único que no ha sido asesinado”, dijo Baldwin recordando a Malcolm X, a King, a
los Kennedy, a otros- se vieron relegados a figuras de museo.
Baldwin vio con amargura
la derrota de sus ideales, de una reivindicación del hombre negro, y el ascenso
de la derecha política (la era Nixon), la falta de memoria y de lealtad de las
nuevas generaciones. Quedaba como un ícono (sospechoso, por apocalíptico y
homosexual) para los negros, pero los lectores blancos que alguna vez lo habían
aclamado en masa también masivamente lo abandonaron. Era como una película
vieja.
A sus cincuenta años no
comprendía ya su país. Se exilió en el sur de Francia. Logró escribir un poco
más, pero ya su fe en sí mismo y en su sueño (“I have a dream”) se habían hecho añicos.
Escribió la autora nigeriana
Chinua Achebe:
“Los principados y las
potestades no toleran a quienes interrumpen el sueño de sus conciencias. Que
Baldwin haya escapado de ellos durante cuarenta años fue un milagro. Excepto
desde luego que no escapó del todo; pagó muy caro cada día de aquellos años,
cada hora de aquellos días. ¿Qué crimen cometió para ser convertido en un
hombre de soledad, este hombre habitado por un alma tan ansiosa de ser amada y
de sonreír?”
El Baldwin quintañón y
sesentón miró sus viejas hazañas con escepticismo, desencanto y amargura. La
marcha de las multitudes de King sobre Washington le parecieron ya menos una
gesta que una trampa: “El sueño de Martin fue manipulado, como lo fuimos
nosotros, y nunca se intentó cumplir ninguna de las promesas proclamadas”.
Pensó que el tema racial
ya era absurdo a finales de los años setenta y que había que aspirar a un mundo
sin razas, ni identidades nacionales, ni guerras sobre fronteras.
“Desperdiciamos nuestras vidas preocupándonos por cuestiones huecas sobre el
color y los sueños de seguridad... Somos mucho mejores que toda esa
palabrería”.
Se volvió (como se ve en
su última novela, Sobre mi cabeza)
más blando y tolerante. Privilegió el amor y la calidez del ghetto de Harlem
sobre sus antiguas denuncias de la pobreza y de la necesidad de un cambio.
El autor de La próxima vez el fuego declaró que la
función de los nuevos escritores negros consistía en “volver obsoleta la
cuestión del color”.
El gran organizador de
campañas contraculturales predicó la serenidad y el conocimiento de uno mismo,
en soledad. Se impacientó con los nuevos agitadores sociales:
“Todos estos movimientos
-la liberación femenina, la liberación gay- todas estas erupciones... Será que
estoy pasado de moda, pero me siento dudoso a propósito de todo ello. No tienes
que probar que eres una mujer. Y si ocurre que eres homosexual o lo que sea, no
tienes que formar un club para aprender a vivir contigo mismo.”
Su última década fue gris
y serena. Una celebridad del pasado a la que ya no se tomaba en serio. Un león
viejo a quien regañaban los peores críticos. Sus ventas cayeron en picada
(aunque conservaron un relativo nivel de supervivencia).
Debió contratarse como
profesor universitario, en universidades donde se le regañaba entre alaridos
del fin del mundo por “antisemita”, cuando sólo había hablado de los judíos con
la misma libertad e ironía con que solía hablar de negros y blancos. Ahora
existía el deber de un habla “políticamente correcta” donde cualquier énfasis o
ironía resultaba delito intelectual o moral.
Se sobrevivió hasta los
sesenta y tres años... como si tuviera ochenta:
“Sé que fumo y bebo
demasiado. Lo que vaya a matarme ya se está moviendo, viene en camino, y no sé,
como nadie puede saberlo, cómo me enfrentaré a la última intensidad, cuando
todo se levante en llamas por ultima vez, y entonces la llama parpadee y se
extinga. Me gustaría que fuese rápido. Sin embargo sé que tal momento no existe
en el tiempo”.
Al final de su última
novela, Sobre mi cabeza, dice su
personaje: “Entonces me desperté, y mi almohada estaba mojada de lágrimas”.
EL SILENCIO
Durante toda su vida profesional, James Baldwin escuchó que los críticos
negaban su capacidad narrativa y ponían por los cielos su trabajo ensayístico.
Agotada su energía narrativa, en 1985 publicó sus ensayos completos: El precio del boleto (The Price of the Ticket).
Bueno, pues ahora tampoco
les gustaban sus ensayos. El gran escritor que se llevaba reseñas de primera
plana en todas las revistas y suplementos, al final sólo consiguió algún
párrafo perdonavidas extraviado en páginas interiores.
Se explicó el editor del Times Book Review:
“Las opiniones de Jimmy se
han vuelto tan familiares y, de hecho, inmutables, que al tener que discutirlas
nuevamente en una reseña larga se correría el riesgo de herir a Jimmy más de lo
que lo le ha herido cuanto les ocurrió a los derechos civiles en los Estados
Unidos. Había muy poco material fresco en el texto y en las opiniones. Sería
muy desagradable para Jimmy que un reseñista señalara esto. No quise desecharlo
en un artículo largo. Los Estados Unidos habían llegado a conocer los puntos de
vista de Jimmy sobre los derechos civiles bastante bien por aquella época y la
tendencia es decir: ‘Ya escuché eso’. Lo cual no les resta validez, pero resulta
menos atractivo para los lectores que ya las han escuchado.”
En 1987 se le diagnosticó
cáncer en el esófago, que se extendió al hígado. Fue operado en vano. James
Baldwin murió el 1 de diciembre de 1987, en el pueblo St. Paul-de-Vence, del
sur de Francia.
1 comentario:
Muy buena y claros comentarios. Me fue de gran ayuda. Dany Laferriere, Dr.Honoris Causa,2013, por la Academia Francesa, lo menciona en su discurso
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