Por José Joaquín Blanco
“Esto
es un arroz con mango que no hay
quien
lo entienda —comentó la vieja...”
Virgilio Piñera: “Hecatombe y alborada”
SURREALISTAS EN LA
HABANA
Más que en lo “real maravilloso” o en el “realismo mágico” de las
novelas que gravitaron en torno a Carpentier, Rulfo, Garro o García Márquez, el
surrealismo —un curioso surrealismo que incluye la Biblia , Blake, fábulas
orientales, Carroll, Kafka (sobre todo Kafka) y pesadillas de science fiction tipo Lovecraft— azotó la
narrativa latinoamericana con desaforadas invenciones breves pero
“inconcebibles”, que ni siquiera querían considerarse muchas veces cuentos o
relatos, sino fábulas, “varia lección”, “varia invención”, esperpento, poema en
prosa, “discurso”, “grafomanía”, balbuceo hipnótico. Borges, Bioy, Cortázar,
Arreola. Ello ocurrió sobre todo a partir de los años cuarenta. Veinte años después tal imaginería llegaba
incluso al teatro “experimental” y a los cómics “culturales” (en México: Juan
José Gurrola, Alexandro Jodorowsky).
A este espíritu narrativo
pertenecen los textos, ahora recopilados en Cuentos
completos (Alfaguara) del también poeta, novelista (Pequeñas maniobras, La carne de René) y dramaturgo (El no, Dos viejos pánicos) cubano
Virgilio Piñera (1912-1979), gran rival de Lezama Lima en la rica y extraña
atmósfera literaria de la revista Orígenes
(1944-1956), que se prolongaría por décadas hasta, al menos, las obras de
Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy y Reinado Arenas. Más de setenta
relatos repartidos en cuatro libros y un apéndice de inéditos; en vida sólo
publicó dos compilaciones: Cuentos fríos
(1956) y El que vino a salvarme
(1970); son póstumos, ambos de 1987, los volúmenes Un fogonazo y Muecas para
escribientes.
Piñera comparte con
aquellos autores la ambición de las invenciones fantásticas “inconcebibles”,
pero con frecuencia les añade una furia escatológica, del “humor negro” de
Breton, o del “teatro de la crueldad” (Artaud) que en Europa adquiría el nuevo
nombre del “teatro del absurdo” (Ionesco). Habla mucho del cuerpo y de la
escatología (tanto en el sentido de muerte como de mierda), pero curiosamente
el sexo no es uno de sus mayores temas (aunque en “Fíchenlo, si pueden” narre
un episodio de homosexualidad infantil), ni el amor; predominan hecatombres,
transformaciones, profanaciones y sátiras corporales.
Para un lector mexicano
gravitan en torno al Confabulario
(1952) de Juan José Arreola, pero sin el rigor, el tino ni la claridad
contundentes de éste. Por el contrario, dan alas a fantasías informes: alardes
barrocos sin orientación, norma ni límite; muecas humorísticas o pesadillescas,
vagidos de bebés terribles (“Vea y oiga”), rollazos de escritura automaticoide
—jamás ha existido una escritura automática verdadera—; o bien áridos juegos de
ingenio abstracto en una puesta de escena chusca, con utilería banal y
cotidiana (“El conflicto”, “El filántropo”, “Grafomanía”, “El balcón”, “Lo toma
o lo deja”). Se burla de su propio hartazgo culteranísimo de la cultura en “La
risa”. Tanto los excesos culteranos como las burlas desorbitadas a esos excesos
son propios de su generación (con ciertos antecedentes en Alejo Carpentier y
Nicolás Guillén) y, a partir de ella, de toda una corriente literaria cubana.
A diferencia de Arreola,
Piñera no aspira a la perfección ni a la metafísica, sino a la fealdad, al
asombroso artefacto verbal gratuito, a la invención salvaje, al escándalo
letrado, en los temas y en su expresión. Sigue siendo fiel al espíritu de
travesura de un “criminal literario”, a la manera Ubú Rey (Alfred Jarry) y Dadá.
Por otra parte, Piñera
comparte con su amigo-enemigo José Lezama Lima el horror de la claridad, de la
precisión, de la racionalidad en asuntos estéticos, y de los límites
literarios. Paradisiaco aquél, “cainita” o demoniaco Piñera, ambos desmesurados
se identifican en el regodeo en caos verbales y conceptuales, que sus
partidarios llaman exuberancia o literatura a la doble o enésima potencia; y
sus detractores, autocomplacencia muchas veces arbitraria, nebulosa, sofocante.
Como su otro gran amigo, Witold Gombrowickz,
Piñera veneró una arisca escritura empeñosamente antiliteraria (pero erudita,
verbosa y golosa de malabarismos de un virtuoso del estilo, e incluso de un
archifilósofo-en-guasa) que privilegia lo informe y lo sádico, lo irracional y
lo salvaje, lo extravagante y extrapolado (“El baile”).
Siento que añade un culto
a la miseria, al desastre emocional, a la desolación íntima, al autodesprecio
de sus protagonistas, que le da una coloración sentimental, de “saturniano”
bohemio romántico a la manera de Barba Jacob. Sus personajes quieren ser más
cucarachas que Gregorio Samsa (“Cómo viví y cómo morí”), lo que a ratos se
resuelve en otra forma, tal vez involuntaria, del melodrama: a pesar del vasto
jolgorio verbal, se ofrecen como seres lastimosos. En sus diabluras, La commedia é finita desde el principio.
Resultan humorísticos cuentos tristísimos (“El enemigo”, “La cena”, “El
viaje”). Al menos en sus cuentos de su
última época (después de 1965), tal desolación tenía una abrumadora causa
exterior: la represión de la burocracia castrista, la cual persiguió a Piñera
tanto por su conducta privada (homosexualidad) como por actitud cultural
independiente o “decadente”, “contrarrevolucionaria”. Se erigía como la
antítesis del Hombre Nuevo de Fidel
Castro.
Pero también encontramos
esa visión y ese temperamento escatológicos en su abundante obra anterior a la
tiranía de Castro. De cualquier modo, los Cuentos
completos no expresan directamente denuncias ni testimonios
autobiográficos, sino una estética consistente, continua, desde los años
cuarenta. Su asco y su terror del mundo
son muy anteriores al régimen de Castro, aunque éste haya venido a confirmárselos
con una salvaje concreción minuciosa; y de algún modo puedan leerse ciertas
prosas de Piñera como un delirio de víctima frente al terror que los castristas
impusieron a la sociedad y la cultura cubanas (“La rebelión de los enfermos”).
Acaso los textos posteriores a 1965 admitan cierta interpretación como
denuncias o estertores en clave contra la represión que sufrió por parte del
régimen (especialmente la burocracia cultural, que a su muerte hipócritamente
lo “reivindicó”) de Fidel Castro.
EL CIRCO DE LAS LETRAS
Los cuentos de Virgilio Piñera podrían considerarse, al mismo tiempo,
extravagantes, inconcebibles, fársicos, logorreicos y premeditadamente
asquerosos: laberintos, mutilaciones, masacres (“Unas cuantas cervezas”),
antropofagia (“Unos cuantos niños”), defecaciones, enfermedades y deformidades
físicas asumidas con la muy seria cara de un predicador de escabrosos prodigios
de feria. Un merolico de El jardín de las
delicias. Rinden homenaje al mundo como payasada general en “El gran Baro”.
No lindan con la locura: pretende superarla.
Piñera siempre
desconcierta; a ratos escandaliza y revuelve el estómago (o la cabeza); en
ocasiones se dedica, fastidiado y fastidioso, a un mero enrevesamiento de la
lógica. Y él tan campante, tan feliz con su viscosa o embrollada travesura.
La aventura literaria debe
ser radical, pero gratuita: sin trascendencia. Un texto trascendente iría en
contra de su radicalmente negativa aspiración literaria. El lector pierde a
veces la paciencia: la altanería del autor, como buen barroco, su narcisismo
virtuosista, su afán de pasmar, prevalecen sobre la vida propia del texto.
Prodigios huraños, hoscos.
La desaforada libertad que
presuntamente se otorga el autor a sí mismo, corre en detrimento de la lectura
y del lector. No le gustaba a Piñera escribir para ser leído, sino para
proliferar “grafomanías”, “muecas de escribiente”. Tiene mala opinión de sus
posibles lectores:
“¡Tremenda ensalada para
el querido lector! Bien está que se rompan la cabeza, pues en su puñetera vida
no hacen otra cosa que leer. Son como esos saprofitos que se nutren de otros
organismos” (“El Impromptu en Fa de
Federico Chopin, novela XVII”).
Lo mismo podría decirse de
los escritores, absortos en la manía de escribir a partir siempre, desde luego,
de textos de otros autores. No hay escritor espontáneo: la cadena se remota a
varios milenios. No hay Piñera sin Kafka, Breton, Poe, Neruda, Borges, ni...
doña Gertrudis G. de Avellaneda. (Cuando se recopilen sus ensayos, artículos y
escritos diversos, encontraremos sin duda —han aparecido ya dispersos
testimonios y referencias al respecto— un facineroso Piñera crítico
(arbitrario, ególatra): contra Orígenes
y contra Sur, contra Borges y Lezama
Lima, etcétera.)
A la manera de los poetas
laberínticos del siglo XVII y de Lezama (especialmente en su poesía), Piñera
despliega una obra desaforadamente hábil, pero condenada a malabarismos más y
más extraños a cada nueva página, para consolidar su imagen de habilidad
suprema y de su negación total. Impresionan más el virtuosismo y la estética
escatológica del autor que los arduos y un tanto atrabiliarios textos
particulares.
En ocasiones trama
ficciones más físicas que las de Arreola o Cortázar, Borges o Bioy, y en ese
sentido golpean más directamente al lector, con las historias de los
hambrientos que empiezan por rebanarse una nalga para preparársela como filete,
y terminan por autodevorarse y autodefectarse en mitad de una prosa barroca,
eufónica y perfecta.
O la del cojo del pie de
derecho que anda en busca del improbable encuentro con un cojo del pie
izquierdo para juntos, ahorrativos, comprarse y compartir un par de zapatos;
ahí se esperan imposiblemente ambos, echados durante una eternidad de
desolación a la puerta de diversas zapaterías. “Bueno, se impacienta el lector
“saprofito”, ¿por qué no dejan de hacerse los interesantes y se hacen anunciar
en algún lado? Y que de paso especifiquen la medida de su pie respectivo, no
sea que a alguno no le quepa el zapato.”
Nunca pretenden los textos
de Piñera ecuaciones o metáforas orientadoras que potencien (o domestiquen) el
relato atroz o el divertimento algebraico, o una idea que trascienda la
barbaridad narrada. Se quedan generalmente en la gorda, infatuada barbaridad,
venenosilla y barrocamente cultivada (“Alegato contra la bañadera
desempotrada”), oronda en su proliferada ociosidad: “He ahí mi artefacto,
diría. Así es, sin más”.
Hiperbólicos horrores
carcajeantes (“Unión indestructible”); exuberancias rabelaiseaneas (“Un parto
insospechado”, “La montaña”, “El caso Acteón”); espejos deformantes de una
gelatinosa casa de bestias o monstruos; caníbales, brujas (“El caramelo”) o
jocundos locos de atar (“Otra vez Luis Catorce”), en el infierno cíclico de un
mundo desbocadamente sádico pero rebosante de vida alrevesadísma u
“horribilísima”.
O bromas intelectuales
disfrazadas de circo, que suenan un poco lejanas, como divertimentos de clique,
en clave; sarcásticas herejías demasiado elaboradas de un antifilósofo en mitad
del simposio solemne (Piñera siempre es solemne, sobre todo cuando ríe o juega
al infantilismo “terrible”). Breton y Dalí asoman las orejas en muchas de estas
páginas, de cualquier manera.
Todo ello conforma, sin
embargo, una burla radical de la humanidad y de la civilización, caníbal y
fría, con cierto color habanero. Hecatombes pánicas en la Calle Damas.
A medio siglo de distancia
esa concepción cerebral de lo inauditamente visceral o inconcebible, de los
horrores físicos más titiriteros, de los silogismos puestos boca arriba o a
morderse la cola (“La locomotora”), pierde mucha frescura. Hemos padecido ya
toneladas de surrealismos y absurdismos. Se han vuelto epidemia en los
video-clips y rebosan en las mesas y los anaqueles de los gift books, a todo lujo, en las librerías, como las sodomías y las
mierdas tan preciosistas, y envueltas para regalo, de Salvador Dalí:
“A ver, Piñera,
exclamarían los ‘saprofitos’: ¿ahora con qué me quieres confundir, asombrar,
espantar?” “A ver, Piñera, ¿con que otro cuento me vas a poner a vomitar o a
delirar, como en el miasma de una indigestión de lechones y langostinos
semipodridos, pero con algún folklore caribeño?” “¿Ahora quién le arranca los
ojos a quien; qué cuerpo se convierte en una sola y ávida nariz?” O lo
asombroso por el asombro mismo: el hombre que se dedica profesionalmente a
“nadar en seco”, sin agua. “Órale, tú síguele: todos exclamaremos a coro al pie
de cada texto: ¡Qué chico tan listo, tan imposible, este Piñera!”
Dice en “La gran escalera
del Palacio Legislativo”:
“Descendí los pocos
escalones subidos y una vez en el arranque de la escalera me puse a
contemplarla largamente. Hice el sensacional descubrimiento de que un escalón
se compone de una losa acostada y de una losa parada. Entonces se me reveló con
perfecta claridad que si subimos veremos primero la losa parada y, en seguida,
la losa acostada; y que, del mismo modo, si bajamos, veremos primero la losa
acostada y después la losa parada. Otra revelación: como a cada escalón
corresponde un paso de nuestras piernas, ocurre que acabamos por no saber si
son nuestros pasos los que suben por los escalones o si los escalones suben por
nuestros pasos”.
“¡Bravo, Piñera!”,
gritaría el “saprofito”.
KAFKA CAÑAVERAL
A nadie se culpe pues, sino al propio autor, si Virgilio Piñera ha
parecido durante tanto tiempo un autor poco digerible en la literatura
latinoamericana. En cualquier literatura. Ya era un nombre marginal,
clandestino, ninguneado, antes de 1971 (fecha en que ingresa formalmente como
anatema en el Index castrista): se encontrarán pocas referencias a su obra en
las historias de la literatura latinoamericana de la época (vgr. Anderson Imbert, Jean Franco). No
sólo el régimen de Castro, sino toda la cultura latinoamericana, decidió
ubicarlo como fantasma clandestino. En España, en Argentina, en México
aparecieron diccionarios, enciclopedias, historias y antologías que lo excluían
a reducían a menciones insignificantes.
Un ejemplo local: El
lector mexicano buscó en vano a Piñera en Una
antología de la poesía cubana, compilada por Diego García Elío (México,
Editorial Oasis, 1984), al parecer asesorado por Eliseo Diego, Eliseo Alberto,
Álvaro Mutis, Jomí García Ascot y Luis Mario Scheider: no aparece su nombre ni
como notita de pie de página. ¿A los cinco, además del compilador, les pareció
bien excluirlo por completo? No sólo en La Habana castrista se cuecen habas.
Coincidente con el
surrealismo, la reivindicación de Góngora —operada por la generación española
del 27— llegó en La Habana ,
con Orígenes, a sus mayores
temeridades o exageraciones. Marea un poco la simple idea de “exagerar a Góngora”,
como la de ser más cucaracha todavía que Gregorio Samsa. Góngora se vuelve, en
ocasiones, para júbilo de Cocteau, un loco caribeño que se cree Góngora.
¿Gongorismos kafkianos
coronados de El amor loco de Breton?
Los hay entre los cultos habaneros de la revista Orígenes. Aunque la densidad de Piñera proviene más de los
laberintos de la invención o las ideas que del lenguaje, no deja de competir en
crucigramas, diccionarismos, enrevesamientos y declamaciones “glíglicas” con
Lezama (aunque algo se burla de éste), en quimeras verbales: “la altifolia
magna daba un do sobreagudo de
sangre”, “congojosidades ultraterrenas”, “interjeplinas sonorosas”, “las
intripificenas la obturaron, dejándola en la pura contingencia terráquea”, “me
llegó por correo un hemeclofante”, “entre las léntulas se deslizaban presurosas
las málgalas”, “la densidad visional de las pligloterias”, etcétera (“En la
funérea playa fue”).
Se acusó a Lezama de
conformar un Proust tropical; habría que denunciar a Piñera como un Kafka
caribeño (o al menos como un Kafka “cubanazo” en plena guagua): una selva donde se centuplican y abigarran a cada instante
José K. y “El artista del hambre”. ¡Qué descanso regresar a El Proceso o El Castillo de Kafka, tan
temidos antes de conocer La
Habana de Piñera! ¡Hasta resultan nítidos, confortables,
lógicos y sobre todo sucintos, orientados: trascendentes!
Virgilio Piñera presenta
invariablemente en sus cuentos el gran espectáculo de una mente y una pluma
extraordinarias que enfáticamente dan la espalda al lector “saprofito” y se
dedican a no sé qué elaboradas bromas o lamentos para sí mismo, o para un
cenáculo. Una gran autocomplacencia estética e intelectual nimba su radical
anticonformismo.
Advierto demasiada
deliberación, demasiado proyecto monótono de inventar desoladas y/o
nauseabundas barbaridades en Piñera. Algunos cuentos aislados azoran o
escandalizan, en efecto, cuando toman al lector por sorpresa. En conjunto vemos
una retórica que sigue, incluso modo automático, esa “bizarra” forma personal
de narrar, ese arrogante impulso adquirido.
Gana en los relatos más
largos, cuando logra incorporar a sus conjuros algebraicos el habla y el color
local de La Habana
(“El álbum”, “Frío en caliente”, “El caramelo”). El Piñera que más me gusta es
el menos aparentemente elaborado, el de los antirrelatos que se libran de la
trama portentosa, y narran jocundos jirones de la loca vida diaria; por
ejemplo, se lee en “Un jesuita de la literatura”:
“Mulata despampanante
avanza como tanque de guerra, con tajada de melón [melón de agua: sandía] en la boca, sembrando la acera de semillas negras. La vista, al chocar
con tal arremolinamiento de carnes, envía al cerebro preguntas apremiantes, que
este contesta al punto: sabrosona, santa, entera... Acto seguido, mi voz, velada
y meliflua, se las susurra al oído; pero ella, que en ese momento de comerse el
melón no está para piropos, me dice, parándome en seco: ‘Está bueno, ¿no?’...
El flujo cerebral es interrumpido bruscamente por el tremendo frenazo de un
camión que ha estado en un tris de llevarse por delante a un autito verde, cuyo
chofer, sacando la cabeza por la ventanilla, sólo tiene ojos para la mulata,
que unos metros más allá sigue escupiendo semillas de melón con la misma
actitud olímpica de Luis XIV al recibir a los embajadores persas. ‘¡Malanga!’,
grita el camionero. ‘¡Jamonero!’, grita el del autito. ‘Paragüero!’, grita
alguien que pasa. Inminente match de
boxeo”...
Tal frescura es
infrecuente en los Cuentos completos.
Sin embargo, el lector se familiariza con las crueldades extremas y los
antisilogismos, infantilismos y payasismos “inconcebibles” de Piñera; les
reconoce prestigio “vanguardista”, los hace de lado, y se dedica a disfrutar,
tranquilamente, algunos juegos de ingenio y episodios de pesadillas superterribles.
O memorables viñetas
satíricas como las del fatuo Ministro metido con toda su solemnidad burocrática
en una cocina (“El señor Ministro”, originalmente publicado por Borges en Anales de Buenos Aires); del Señor
Presidente con la mejor sonrisa del mundo (“El muñeco”); del santo papa que
mistifica a todo su universal concilio con la teología de las bicicletas
(“Concilio y discurso”); del tigre aficionado a las fiestas infantiles
(“Belisario”), o del pusilánime perpetuo que escapa de sus miedos mediante
valientes, “efímeramente eternas”, inmersiones en la tina (“El enemigo”). O
ciertas burlas de la novela policiaca y de la ciencia ficción.
De cualquier modo, siempre
salta algo que qué gozar en su marea revuelta y turbia: Piñera es un prosista
habilísimo, un humorista incorregible, y posee una imaginación pródiga: ofrece,
más que textos logrados, perfiles memorables en su culto
del-caos-es-un-caos-es-un-caos:
“La seriedad para un
payaso es su propia payasería, con ella realiza todos los actos de su existencia,
y si alguien, en un estado de payasos, tiene la temeridad de destacarse del
gran todo armónico que es la payasería, deberá pagar las consecuencias de su
desequilibrio” (“El Gran Baro”).
Hay un melancólico clown extraviado entre las letras, que brinca
y patalea en busca de su circo, en estos Cuentos
completos de Virgilio Piñera. No es tan divertido porque no logra realizar
cabalmente ese circo, sino sólo su lastimosa y truculenta añoranza de un
universo delirante e hilarante. Y desde luego, absolutamente “cruel” (“cuentos
crueles, teatro de la crueldad”), como el anciano que añora a su puntual
asesino (“El que vino a salvarme”). Los pintores abstractos más vanguardistas
pintaban “negro sobre negro” o “blanco sobre blanco”; Piñera, la desolación sobre
la desolación, decorada con vísceras mutiladas o razonamientos demenciales y
funerarios.
De ahí que, como durante
su vida, aunque sea imposible negar el talento y la imaginería del célebre
autor cubano, resulten siempre algo elusivos, discutibles, extrañísimos.
Seguramente se proponía algo de esto. Soberbia y travesura. Vocación de
sufrimiento y sufrimiento por órdenes de la dictadura revolucionaria.
Desesperados alardes ególatras y gemidos de víctima —o al revés: alardes de
víctima y desesperados gemidos de ególatra—, siempre en arabescos. Escribió
textos que nadie supiera cómo ni por dónde tomarlos. Su broma/lamento íntimos.
Cierta antiexpresión o antiescritura.
Una vocación radicalmente
exótica en los terrenos del arte que se enorgullece (¿se infatúa?) de tal
soledad enrarecida, de tan arisca diferencia: “Soy Piñera y qué. Tómenme o
déjenme. Y les voy a facilitar todo el camino para que abandonen mi libro”.
Como Lezama Lima, Piñera
puede considerarse un héroe estético
en este sentido de creador de una literatura difícil, aventurada, onírica o
baldía. Como las hazañas barrocas de otro siglo, ese heroísmo se ofrece más a
la admiración en cuanto rareza que como generosidad de lectura. Curiosidades de
museo literario. Dan ganas de proclamar: “En la Sala Marcel Duchamp de
este museo literario se ofrecen durante la presente semana, para las damas y
los caballeros eruditísimos que ya regresan desengañados de toda cultura, los
artefactos inconcebibles, imposibles o ultrajantes, y hasta gratuitos, de
Virgilio Piñera”.
Esto, al menos, con
respecto a los textos de 1944
a 1965; después, este estilo, ya consolidado antes del
castrismo, ¿en qué medida, de qué modo, expresó la pesadilla personal,
histórica, de una víctima social, moral y cultural de la dictadura de Fidel
Castro?
Muchos de los alardes
literarios de Piñera, sin embargo, son comunes a la muchedumbre de autores que
siguió la senda surrealista en todo el mundo. La literatura del siglo XX abunda
en pensamiento salvaje, en ficciones inconcebibles, en delirios de asco y
horror, en bromas sonámbulas como “cadáveres exquisitos”; en ruedas de
bicicleta montadas sobre un banco y ya: “¿A poco creían que la literatura era
otra cosa, eh, inocentes saprofitos?”.
Esa extravagante tribu
literaria suele desanimar al lector (es tan fácil deshacerse de autores
ególatras: basta con botar los libros); pero no ha perdido su atractivo entre
los propios escritores, que admiran las difíciles minucias, los logros
encubiertos, las aristas temerarias, las “arias de locura”, o de bravura, que
no escasean entre algunos de sus mayores heresiarcas como Virgilio Piñera.
Uno parece conocer menos
al autor entre más lo lee: resalta su talento de orfebre, pero sofoca la
densidad y la sobreabundancia de sus enigmas: zumba una mosca y Piñera se
desgañita con una dodecafonía. Y de inmediato cada dodecafonía a su vez se
decuplica, y vuelve a decuplicarse hasta configurarse en selva prosística.
Yo me sospecho, en
ocasiones, menos una revelación que una utilería sonámbula, reiterativa hasta
la desesperación, en esa especie álgebra desorbitada entre visiones esotéricas
de los Cuentos completos de Virgilio
Piñera. Nadie podrá negar, sin embargo, sus elevadas lecciones (pero
intermitentes, parciales, inconclusas) de invención y de escritura, que le
aseguran un nicho exótico, de heresiarca —y de mártir particular de un Estado
totalitario—, entre los maestros de los narradores latinoamericanos.
Como el poeta Lezama,
Virgilio Piñera cumple el destino de permanecer lejos de los lectores y
demasiado presente, como obsesión gremial, entre los propios escritores,
siempre temerosos de hundirse en la vulgaridad sentimental o realista, en la
lógica tradicional o cotidiana, en la literatura municipal y espesa; siempre
ávidos de la brillantez de lo insólito o misterioso. Y no sin razón admiran a
autores como Piñera (o al Joyce de Finnegans
Wake) a la manera de íconos redentores.
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