LOS TURISMOS DEL DIABLO
Por José Joaquín Blanco
El más célebre de los escritores fascistas italianos (Premio Mussolini
1933), Giovanni Papini (1881-1956) padeció o fingió padecer una larga
fascinación por el diablo. Sus años de juventud fueron más o menos “diabólicos”
–escéptico, vanguardista: “futurista”, casi liberal-, hasta que a los cuarenta
(en 1920) recibió, como todo un aparatoso santo, la iluminación divina, y se
reconvirtió al catolicismo, para escribir libros no muy bien vistos por la Iglesia , como su Historia
de Cristo (1921), Cartas al papa Celestino VI (1946) –un papa “al
cual sólo puede hacérsele el reproche de no haber existido”-, o El diablo
(1953). No perdió con su reconversión al catolicismo su simpatía ni su interés
por Satanás, a quien todo católico debía asumir cordialmente dentro del paquete
de la Divina
Providencia , del orden universal. El hermano diablo, diría
san Francisco de Asís.
Tal vez el Vaticano lo habría preferido como
enemigo declarado que como un cofrade tan extravagante y reaccionario. Este
último librito, El diablo, que en realidad no es sino un desasido
alegato de su personal simpatía por tan poderoso personaje, indispensable y
protagónico en la creación divina y (como Judas) en la economía de la salvación
cristiana, despertó en los años cincuenta una asombrosa polémica internacional
tan exagerada como extemporánea. Sobre todo en sus últimas páginas, sostiene
una idea que existe desde los primeros Padres de la Iglesia y que reluce de
modo espectacular en La Fin
de Satan de Víctor Hugo: después del fin del mundo, Satanás (con todo y sus
huestes) también será perdonado y redimido por Dios, y volverá a ocupar, con
todo su esplendor primero, su sitio del ángel más hermoso, querido y principal
en las cercanías del Creador, ¡como si nada nunca hubiese ocurrido! La trágica
aventura de la humanidad religiosa sería a final de cuentas una mera ilusión,
una especie de farsa.
Produjo cerca de sesenta
libros, generalmente caóticos (poesía, memorias y relatos; estudios de san
Agustín, Dante y Miguel Ángel; la novela Un hombre acabado (1912), mucha
crítica y una Historia de la literatura italiana, de 1937) , algunos de
los cuales no sólo obtuvieron resonancia internacional, sino que llegaron a ser
considerados obras artísticas no menos admirables que las de Kafka,
especialmente Gog (1931) y El libro negro (1951).
Así le parecían a Juan José Arreola, quien no dejó de
lamentar durante sus últimas décadas el olvido en que había caído Papini. ¿Un
simple castigo a su beligerancia fascista y antisemita? Quizá algo más: Papini
fue un escritor sarcástico y amargo en pleito cerrado contra todo el mundo
moderno; un ultrarreaccionario generalizado, y al vejamen de las modernidades
de su tiempo consagró buena parte de su obra, especialmente esos dos libros.
Después de la Segunda Guerra
Mundial la modernidad del mundo no sólo se acrecentó, se volvió dogmática y
narcisista. Dejó de ser inteligente y elegante burlarse de la modernidad. Las
bromas de Papini resultaron tonterías o chocheces para los nuevos lectores de
la segunda mitad del siglo XX, del mismo modo que sus complejas, prolijas y
extrañas interpretaciones del catolicismo volvían menos vivible esa religión en
la época del Concilio Vaticano II. A este ultracatólico quienes menos lo leen
hoy son los católicos practicantes.
¿Fue un “inmortal” durante sólo unos veinte años, como su
odiado Anatole France: tremendas glorias en vida, y cerrado silencio tras su
muerte? Ambos escribieron, de cualquier modo, una literatura a ratos magnífica
y sobre todo extraña. (La mejor anti-historia de Cristo sería la de Anatole
France: un cuento irónico titulado “El procurador de Judea”). Pero el tiempo
siguió derroteros que les fueron adversos y ahora los leemos más bien como
curiosidad literaria. Oscurecidas o marginadas sus luces temáticas, destacan,
por contraste, sus aportaciones de estilo; se perfilan y depuran.
Por lo demás, Papini tiene
una importancia especial en México, porque fue él, tanto o más que Kafka o
Borges, quien impulsó a Juan José Arreola a no escribir siempre en géneros
tradicionales como la novela, el relato o el ensayo, sino textos raros que
denominaba a ratos fábulas y a ratos “varia invención”. Se trata en realidad de
artículos literarios anfibios, excéntricos, originalísimos, semejantes a los de
Gog y El libro negro.
Papini inventó en Gog a un
diablo contemporáneo, supersónico. Millonario y feísimo, melancólico y nómada,
inteligente y colérico, enfermo y sádico, sapientísimo y neurasténico; casi un
ídolo, con su cara como “un enorme bulbo con excrecencias coralinas”, un ojo
gris-azul y el otro verde-amarillo, dentadura de oro, mandíbulas terribles con
labios carnosos. (Sabemos que en la
Biblia se menciona al menos dos veces a Gog; en el Antiguo
Testamento (Ezequiel) se profetiza que un espantoso rey de Magog, llamado Gog,
castigará al pueblo de Israel con una guerra feroz, en la que sin embargo
Jehová prevalecerá; en el Nuevo (Apocalipsis), Gog se unirá a las huestes del
Anticristo y será nuevamente derrotado.)
Este personaje Gog o Mr. Goggins, el
Diablo-intelectual-de-los-años-veinte, utiliza su ocio, su acedía, sus
millones, incluso su enfermedad, sus barcos, fincas, industrias, bancos, así
como sus relaciones con los poderosos, para viajar por todo el mundo moderno y
declararlo aburrido, imbécil, estrambótico, loco o pueril. Los lectores de hace
setenta años celebraron que Papini hiciera mofa herética de todos los supremos
orgullos de la nueva modernidad industrial, científica, política o cultural. (El
libro negro podría llamarse también “La vuelta de Gog”, veinte años
después.)
Los textos de estos libros
son extraños apuntes, reportes o páginas de viaje alrededor del mundo. Gog se
permite entrevistar y caricaturizar con ferocidad, impertinencia e injusticia
variables a los “hombres del momento”, como Ford, Gandhi, Edison, Freud,
Einstein, Lenin, Hitler, Shaw, Wells, J. G. Frazer, Hamsum, Wright, Molotov,
Dalí, Picasso, Valéry... Escribe pastiches, como páginas olvidadas de grandes
escritores (Stendhal, Víctor Hugo, Kafka, Tolstoi, Goethe, Kierkegaard,
Browning, Blake). Mucho de lo que luego se llamaría “literatura potencial”. No
en vano provenía de una juventud vanguardista.
Conoce por todos los rumbos del planeta, o
inventa, experimentos sociales, culturales y políticos de una ciencia-ficción que
también fuese metafísica-ficción (la influencia de La isla del Dr. Moreau, de
Wells, es recurrente). Visita o produce industrias monstruosas o elaboradamente
inútiles. Compra repúblicas en subasta. Colecciona gigantes, médiums,
taumaturgos. Pone la ética en manos de
los cirujanos: ¿por qué no podrían enderezar la moral, si reparan una hernia?
Hereda el alma de un suicida. Recorre cadáveres de ciudades. Se escandaliza
ante un centenar de mandíbulas funcionantes al unísono en un restorán de lujo.
Se encuentra en un trasatlántico al memorioso y esotérico
inmortal Conde Saint-Germain, a quien abandona en Bombay. Registra la
industrialización de la poesía y de la novela. Demuele los rascacielos de los
barrios céntricos de una gran ciudad para conquistar un poco de llano y de
silencio. Especula sobre un teatro sin actores, sobre una música sin
instrumentos, sobre esculturas de humo, sobre una ciencia de la ignorancia,
sobre una universidad del homicidio y sobre un museo de la basura.
Compadece a un verdugo profesional a quien
la disminución de la tortura y la pena de muerte en Europa han dejado
desempleado y melancólico, sin raison d’être, con su vocación trunca.
Atisba una filantrópica Liga por los Derechos de los Minerales. Funda en una
prestigiosa universidad una cátedra a cargo de su bolsillo, con la condición de
que se enseñe en ella “una materia no contenida en ningún programa de ninguna
escuela superior del mundo”, y que resulta algo así como la cultura de los
piojos.
Se trata de pequeños juguetes o artefactos
verbales que parecieron frescos y rebosantes de originalidad e ingenio, y de
una profunda melancolía y desesperanza hacia el presente y el futuro del mundo.
Eran las traviesas páginas de un diablo afín a Papini. Algunas de sus
invenciones más extravagantes se convirtieron al poco tiempo en sólidas
realidades cotidianas.
En África se hace amigo de
un caníbal:
“Pensé en tomarlo conmigo para tener, en mis momentos de
aburrimiento, una conversación menos insípida que de ordinario. La gente que
siempre habla de cuadros, de bailes, de beneficencia y de problemas
industriales, me es detestable. Un hombre que ha devorado, en cuarenta años de
canibalismo legal, por lo menos a trescientos de sus semejantes, debería tener
una conversación infinitamente más apetitosa que un clergyman, un boss
o un asceta”.
Por desgracia, el distraído caníbal deglutió
alguna vez, con la suculenta carne, algunas indigestas almas de más, que no
resulta fácil excretar y continuan dando lata toda la vida. Sigue apeteciendo
la carne humana, pero ya no intoxicarse de almas. “La civilización lo ha
corrompido y lo ha vuelto humanitario y vegetariano”, se lamenta el diablo
papiniano en uno de sus escasos brotes sentimentales.
Lenin se permite esta
confidencia al recibir la visita turística de Gog:
“A usted, que es un hombre potente y
extranjero, se lo podemos decir todo. Nadie le creerá. Pero recuerde que Marx
mismo nos ha enseñado el valor puramente instrumental y ficticio de las
teorías. Dado el estado de Rusia y de Europa, me he tenido que servir de la
ideología comunista para conseguir mi verdadero fin. En otros países y en otros
tiempos hubiera elegido otra. Marx no era más que un burgués hebreo aferrado a
las estadísticas inglesas y admirador secreto del industrialismo. Le faltaba el
sentido de la barbarie, y por esta razón era apenas una tercera parte de
hombre. Un cerebro saturado de cerveza y de hegelianismo, en el que el amigo
Engels esbozaba alguna idea genial... Los hombres, señor Gog, son salvajes
espantosos que deben ser dominados por un salvaje sin escrúpulos, como yo... Y
como los salvajes son semejantes a los delincuentes, el principal ideal de todo
gobierno debe ser que el país se asemeje lo más posible a un establecimiento
penal.”
En cierta medida, Gog
y El libro negro sublimizan o parodian, según se quiera, las principales
revistas misceláneas o culturales de su tiempo, tan ufanas y orondas de sus
modas y novedades, de sus celebridades y de sus notas de actualidad. Giovanni
Papini logra una especie de almanaque de la locura mundial, que a pesar de las
bromas y los sarcasmos trasluce la melancolía del viejo mundo que desaparece
bajo los atropellos de esa vida moderna precipitada. Ciertamente se engolosina
con su papel de contradictor, de provocador: se atreve a las barbaridades más
exóticas. (Más de una, como la escultura-en-humo, recibirían hoy mismo solemnes
becas de Conaculta en el ramo de “instalaciones” plásticas.)
Ahora varias burlas de Papini contra la
modernidad nos parecen, a su vez, viejísimas, prehistóricas. Y sólo queda el
estilo punzante y amargo de un literato misántropo, misoneísta, cascarrabias y
enemigo de toda la realidad. Un gran berrinchudo literario. Lo que no es poco.
“¡Las historias, los asuntos son lo de menos!”, exclamó alguna vez
Louis-Ferdinad Céline. “¡Vaya usted a una gendarmería, a una cárcel: encontrará
miles de historias y de asuntos! Lo importante de un escritor, lo que se logra
dos o tres veces cuando más por generación, es un verdadero estilo. Yo tuve
uno”. Papini también.
Hermanado acaso al de
Schowb, al de Kafka, al de Borges, al de Calvino, al de Queneau, al de
Cortázar, al de Bradbury, Giovanni
Papini logró ese rarísimo estilo propio, y una contribución nada desdeñable a
la diversificación de los géneros literarios. Escribir prosas de mil maneras
diferentes, como quería Arreola, y no de acuerdo con los escasos empaques
seriales, preestablecidos por la inercia o por el mercado.
Su limbo literario se ha prolongado por
medio siglo. No se podrán poner en duda, sin embargo, su originalidad, su
diferencia. Reconvertido en autor para minorías, nos permite descansar del
masificado gusto literario contemporáneo. Sus vetusteces nos renuevan.
Debe lamentarse, sin embargo, que su
presencia en librerías suela reducirse a su voluminosa, verbosa, Historia de
Cristo: una mera homilía caótica interminable, sin aportes críticos ni
literarios significativos; semejante a cualquier otro tomo beato de predicador
lugareño, salvo algunos azarosos rodeos pedantescos bíblicos, chinos, hindúes o
grecorromanos, y ciertos sospechosos arrebatos de populismo y de jansenismo,
algo declamatorios, que suenan demasiado artificiosamente “edificantes”. El
viejo truco del sermonero dominical que recarga las tintas para abrumar al
feligrés. Por desgracia, su libro más exhibido no les hace justicia ni a Cristo
ni a Papini. Desde luego: toda Vida de Cristo se vende bien, quienquiera
que la firme, aunque nunca se lea: adorna los libreros del hogar católico.
Conviene dejar la de Papini bien quietecita ahí, en el anaquel: leerla sería
una decepción harto fatigosa.
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