EL MARQUÉS DE LAS VERDOLAGAS
Por José Joaquín Blanco
“Hay quien le echa la culpa al Duque Job, nuestro llorado e inolvidable Manuel Gutiérrez Nájera, de esta moda tan pueril como lupanaria y facciosa”, señalaba hacia 1897 en El Imparcial un crítico anónimo: “todo mundo ha dado por calzarse seudónimos de condes y marqueses de esto y lo otro. En el Café Passy he escuchado perorar a los barones Colipavo, Codorniz y Bacalao; a un abad Yerbabuena y a otros Rapé y Hatchís; a los caballeros Machete y De la Llorona; a varios duques Guayabo, Verdesmatas, Capirotada, Mátalas-callando, Ajonjolí y Ajenjo; a tres o cuatro marqueses Jericalla, Chirimoya y Benjuí.”
“Nombres de pluma, si esta plebe de imitadores se atreviese a escribir y publicar sus murmuraciones. Pero pocos escriben y publican alguna vez, pues (según su queja envidiosa y emponzoñada) los diarios y las revistas están totalmente copados por ‘la tribu de los afrancesados, decadentes y degenerados modernistas’, quienes se encargan de cerrarle el paso por completo a cualquier ‘talento nacionalista y castizo, cien por ciento mexicano’.”
“Estos condes y marqueses ‘literarios’, es decir: falsarios, deben reducirse pues al periodismo oral en cantinas y cafés, donde unos a otros se atormentan con sus pútridos artículos de viva voz [...] Para lo único que ha servido la prohibición constitucional de usar títulos y blasones nobiliarios es para ¡que cualquier palurdo se haga llamar archiduque en una cantina! Sobra decir que existe, inevitablemente barbado, un tal Archiduque Las Campanas, con tan fácil y soez revanchismo contra el gentil difunto que ya no puede defenderse.”
Hasta aquí el cronista anónimo de El Imparcial.
Durante largos años he investigado en hemerotecas, bibliotecas, archivos públicos y epistolarios privados, y recurrido a la azarosa memoria de algunos de los descendientes de tan fantasmales personajes, esta curiosa y fugaz aparición de la clandestinidad literaria de 1897.
He aquí el resultado de mis arduas pesquisas:
Entre esa “plebe lupanaria e irremisiblemente oral” se recordó durante algún tiempo a un Marqués de las Verdesaguas (vilipendiado como el “Marqués de las Verdesnalgas” o el “Marqués de las Verdolagas” por sus propios contertulios), a propósito de su única y fallida hazaña: su empeño por cambiarle de nombre a la Calle de Puente de Alvarado por el de “Calle del Rencor Mexicano”.
Se dice que el Marqués de las Verdolagas era bajito y esquelético, con una fisonomía totalmente indígena que parecía contradecir su pretendido abolengo castellano. Pero él se conocía bien su espejo, y estaba dispuesto a espetarle al primer maledicente toda una larga nómina de personajes virreinales con figura indígena que recibieron como merced, o que compraron gracias a alguna fortuna bien o mal habida con las mulas, las minas y el pulque, algún castizo título nobiliario.
¿Acaso no había condes (recientemente ascendidos a duques) de Moctezuma? ¿Por qué un nativo de Chalco no iba a calzarse, en memoria precisamente de su lago, el “Marqués de las Verdesaguas”?
-Porque las aguas de Chalco son todo, menos verdes, ¡y apestan! –señaló algún bohemio, digamos el Abad Hatchís.
El Marqués de las Verdolagas lo fustigó con algún parco insulto del tipo de “cretino” o “neófito”; y fingió estar más que dispuesto a retarlo a duelo con sables o pistolas, exactamente lo que esos contertulios jamás tenían (o se los retenían con tenacidad los prestamistas y las casas de empeño).
Sabía que el precio del saber era la incomprensión y la necedad del mundo. Su mundo estaba fatalmente constituido sobre todo por los abades Yerbabuena y Rapé; los barones Colipavo, Codorniz y Bacalao; los caballeros Machete y De la Llorona; los duques Guayabo, Verdesmatas, Mátalas-callando, Ajonjolí y Ajenjo; los marqueses Benjuí, Jericalla, Capirotada y Chirimoya.
El Marqués de las Verdolagas no se dejaba ganar por los prestigios “recientemente precolombinos” de los “poetizadores de indios”, del tipo de Rodríguez Galván, Eligio Ancona o Heriberto Frías. Y detestaba la amanerada estatua de Cuauhtémoc en Reforma, debida a Miguel Noreña (maqueta) y a Jesús F. Contreras (fundición). ¡Parecía un sportman, un lagartijo de Plateros ataviado de azteca para una ópera folklórica!
-Si los aztecas alguna vez fueron ‘tan bellos y moirés como un idilio’, eso no lo ha podido constatar nadie en varias centurias de desnutrición, servilismo y pulque –señalaba-. La redención nacional está en la vena hispánica -argüía con una imperturbable convicción de que María Santísima llevaría al triunfo al cansado león español, por entonces acosado por los “sajones pérfidos” en Cuba.
No se hallaba solo el Marqués de las Verdolagas en este repentino hispanismo. Ahora que España se preparaba para enfrentarse a los Estados Unidos, los contertulios de aquellos cafés y cantinas olvidaban viejos agravios, y le devolvían el nombre de madre a la hasta hacía poco denominada madrastra.
Desde su tribuna del Café Passy el Marqués de las Verdolagas exigía, en parrafadas de artículos de ajenjo, que se bautizara a las principales calles de la ciudad de México con los nombres de algunos de “sus mayores soberanos legítimos”, como Hernán Cortés, Carlos V, Felipe II y Carlos III, en lugar de encasquetarles tanto nombre de héroes liberaloides fanáticos y espurios, o al menos dudosos, como ya era epidemia nacional.
-¡En cualquier pueblucho hay una Calle Múzquiz!
Escandalizaba.
-El día que se levante una estatua a Hernán Cortés, o se llame con su nombre a alguna calle, es que México está perdido sin remedio -comentaban sus antagonistas (pongamos el Marqués Benjuí y el Abad Yerbabuena), también en vivos artículos de pulque o ajenjo.
-¿Y por qué, si don Fernando es el verdadero Padre de la Patria? Quiten ustedes a Hidalgo, a Morelos o a Juárez, y queda México como si nada, y a lo mejor hasta sale ganando y se restaura; quiten a don Fernando Cortés, y sencillamente no hay México, sino pura “Temixtitan”.
-Tampoco “Temixtitan”, pues él la llamó así con su grueso oído extremeño, sino Meshico-Tenoshtitlan” –le corrigió el pedante Duque Mátalas-callando, quien desde luego no había leído a Cortés, pero algo había escuchado en la cantina de sus dislates.
-Ni México, con x, con g o con j, como gusten; ni idioma español –remató el Marqués de las Verdolagas a la manera de un jaque mate.
-Pero es que Cortés fue un verdugo, un masacrador –murmuró otro, refugiándose en argumentos morales. Era el Barón Codorniz.
-¿Y entonces por qué hablamos de Puente de Alvarado? ¿Acaso Alvarado no incurrió también en ‘la masacre’? No me digan ustedes que por simple tradición, pues entonces Cortés debería figurar en todas partes: ¡encabeza todas las tradiciones mexicanas! Ni por gusto anecdótico, pues también gana en el flanco costumbrista: ¿Por qué el falso Árbol de la Noche Triste, en Popotla, donde nunca lloró, y no en todo caso el “Árbol de Cortés”? ¡Imagínense ustedes al valeroso capitán chille y chille públicamente, desmoralizando con su moquera a su tropa y a la indiada tlaxcalteca!...
Y es que, por una rara casualidad, el Marqués de las Verdolagas, quien nunca leía nada mexicano ni reciente (para evitar que en algo influyeran en su pensamiento “impoluto” las “venales frivolidades modernistas”), quien en realidad nunca leía nada, había infringido su código y recorrido en secreto un artículo de Luis González Obregón sobre la Calle de Puente de Alvarado. Eso había ocurrido con el barbero, en espera de que le arrancaran dos o tres muelas y dientes podridos.
-¿Saben por qué sí tenemos calle para Alvarado y no para Cortés? ¡Por pura mala leche mexicana!, ¡por puro rencor mexicano!, ¡por puro odio matricida! ¡Para infamar a don Pedro, y de paso a la Madre Patria! Hay que llamar a las cosas por su nombre; y a esa calle, la del Rencor Mexicano.
Una de las ventajas de los contertulios bohemios, ágrafos y antilibrescos, era su infinita capacidad de asombro. Como de nada se enteraban a través de escritos ni en sus escasos ratos sobrios, encontraban un aula llena de sorpresas eruditas en la cantina, en los artículos de ajenjo y viva voz de marqueses, condes, caballeros, abades y demás “nombres de pluma” de esos escritores “tan exigentes que... nunca escriben”, según burla de un tal Rip-Rip, seudónimo tras el que se sospechaba al “melifluo sacristán” Amado Nervo. (¡Como si alguien llamado así necesitara de seudónimos!)
“Por pura mala leche.” Y el Marqués de las Verdolagas pasó al terreno positivista de los hechos comprobables. Salió con su séquito del Café Passy; se proveyeron de dos o tres botellas de aguardiente, y cruzaron la Alameda; dejaron atrás San Hipólito hasta llegar al tramo de la Calzada de Tlacopan llamado Puente de Alvarado, a la altura de la Calle del Eliseo, donde todavía hacía poco tiempo se había levantado un “establecimiento non-sancto” o Tívoli.
Ahí midieron varias veces con sus pasos la distancia que se atribuía al “salto de Alvarado”. ¡Imposible! Nadie podía saltar tanto, impulsado por su lanza encajada en el lodo y los pedruscos y escombros de la laguna.
-Es decir, por aquí venía la calzada sobre la laguna, y se cortaba tres veces, para obligar a la gente a usar los puentes practicables que dominaban los aztecas... Un soldado chismoso dijo que aquí, en la tercera cortadura, como los aztecas habían retirado el puente, y lo acosaban, ¡Alvarado había brincado! Pero traten ustedes: ese brinco es imposible.
Algunos contertulios ebrios tomaron vuelo, improvisaron sus bastones o paraguas como garrochas, y saltaron... conservando en alto, como se supone Alvarado su botín de oro, las botellas de aguardiente. El más ágil (naturalmente, el Marqués Jericalla) logró apenas un brinco de dos metros.
-Tontos tontos, si ustedes quieren, pero no tanto: los aztecas se aseguraron de que ni los mayores atletas pudieran salvar con las simples piernas la cortadura de la calzada. De otro modo, ¡todo mundo las hubiera saltado desde los días del pobre Chimalpopoca, sin necesidad de puentes! –explicó el Marqués de las Verdolagas.
-¿Había ya Calzada de Tlacopan en los tiempos del pobre Chimalpopoca? –intrigó el Marqués Chirimoya. En aquellos años patrióticos, no se necesitaba mayor lectura para conocer las cuitas del tlatoani Chimalpopoca en su jaula de madera.
Pero tales escrúpulos de rata de biblioteca se vieron castigados con el silencio general.
Desde luego, el Marqués de las Verdolagas omitió (pues le parecía infatuada erudición o flagrante contradictio in adjecto llenar sus artículos orales con notas de pie de página) los créditos debidos: que el historiador Solís se había burlado de ese “salto” de Alvarado, el cual dejaría “más encarecida su ligereza [de don Pedro] que acreditado su valor”.
Calló que el historiador José Fernando Ramírez había considerado que ese chisme del “salto”, atribuido a la maledicencia de la tropa y documentado por Bernal Díaz del Castillo, constituía un “sangriento epigrama” contra el valor del capitán Alvarado.
(De hecho, lo del “sangriento epigrama” de la Calle de Puente de Alvarado corrió durante años como genial ocurrencia espontánea del Marqués de las Verdolagas en el Café Passy. Se indicaba a parroquianos y turistas: “¡En esta mesa el Marqués de las Verdesaguas inventó lo del ‘sangriento epigrama’ de Puente de Alvarado el 7 de octubre de 1897, a las once con treinta y dos minutos de la noche!)
Ni develó que todo lo había leído en un artículo de Luis González Obregón.
De regreso por la Alameda, San Francisco y Plateros, hasta el Café Passy –ya a punto de cerrar, en la noche densa apenas despuntada a trechos por los faroles-, el Marqués de las Verdolagas seguía ensoñando con un Bulevar de Felipe II:
-¡Pero en la época de Felipe II no se acostumbraban los bulevares! –objetó el Duque Guayabo.
-Licencia poética.
O Avenida Carlos V. O Paseo de Hernán Cortés.
Cinco lustros más tarde, según arguyen sus descendientes, el gobierno del Distrito Federal le hizo parcialmente caso, eludiendo con la más negra de las ingratitudes conferirle el justo crédito, al establecer –sin escándalo nacionalista alguno, acaso por respeto al religioso calificativo- la Calle de Isabel la Católica. ¿No que nada de reyes españoles en las calles mexicanas? Y medio siglo después, toda una Colonia Alfonso XIII... un rey destronado.
Dicen que el resto de la velada en el Café Passy, y luego en tugurios clandestinos próximos a Peralvillo, el Marqués de las Verdolagas, con otros abades, duques y condes de la pluma-sin-pluma, se gastó en discusiones sobre el asunto de la otra palabra del Puente de Alvarado. Lo del puente.
-¿Cuál puente, si se supone que saltó, precisamente porque no había puente, impulsado por su lanza como una garrocha? ¿El puente era la garrocha? ¡Calle del Puente de la Garrocha! (Entreveo el ingenio del Duque Ajonjolí.) O la “Calle del No-puente” (según el Caballero De la Llorona, algo vergonzantemente “modernista”, quien pretendía haber viajado a París y tratado a Mallarmé.)
-No –espetó el marqués-: Alvarado simplemente puso una viga y caminó sobre ella, paso a paso, equilibrándose como cirquero sobre una cuerda, pero sin red de protección.
-¿Y quién dejó olvidaba tan oportunamente una viga de seis a diez metros en ese lugar? –lo contradijo el malqueriente Barón Colipavo.
-Alvarado traía su viga, como puente portátil, cargada por caballos o indios.
-¿Entonces por qué los demás no se habilitaron con sus vigotas respectivas, o cruzaron por la misma, como cirqueros? –arremetió el Caballero Machete.
-Eso en una versión, escondida en viejos legajos... Otra versión dice que sencillamente un jinete que chapoteaba con su caballo por la laguna, en estos sitios superficial, trepó velozmente a Alvarado sobre las ancas.
-¡La Calle de las Ancas de Alvarado! –propuso el mallarmeano caballero De la Llorona.
-Eso les pasó a los españoles por no saber nadar. Odiaban el agua. ¿Qué en España no había ríos, ni lagunas? –especuló el Abad Rapé-. Y dicen que quienes lo intentaban, se hundían, de tan cargados como iban de tejuelos de oro.
-Sea como fuere –concluyó el marqués, casi llorando por el alcohol y su profundo amor a la Madre Patria, en esos momentos de su guerra inminente contra los Estados Unidos-, sólo nos acordamos de los fundadores de México para infamarlos. Nada de Carlos III, ¡y sí del butifarra Carlos IV, o más bien de su “Caballito de Troya”! Por burla y mala leche.
-Fundadores mis huevos –clamó el Duque Guayabo.
-Las gallinas también llegaron de España –atajó el Marqués de las Verdolagas.
-Hablo de mis huevos de guajolote. ¿Quiere usted que se los muestre?
Dicen que ante tan aparatosa amenaza del Duque Guayabo, en lo sucesivo llamado el Duque Guajolote, concluyó la tertulia y se dispersó por esa ocasión la pequeña pero irrefragable República de las Letras del Café Passy, que ya andaba trastabillando por la Calle de la Doncella Remendada, posteriormente denominada Independencia.
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