LUIS MIGUEL AGUILAR: PROSAS EN FORMA DE CUBO
Cuando apareció Chetumal Bay
Anthology (hacia 1980, en un suplemento; en 1983, como volumen), el
decisivo libro de poemas de Luis Miguel Aguilar, que daba la espalda tanto a
toda la balumba metaforizante de la quinta generación de rumiantes del
vanguardismo, como a los desahogos “expresionistas” del coloquialismo airado o
desbocado; y retomaba los monólogos dramáticos de la Antología griega, de Browning o Lee Masters,
relatos sucintos en versos lapidarios, recordé el asombro de José Gorostiza
ante el Return ticket de Novo: “¿Hay
en esta tendencia un deseo de cubicar el lenguaje, de reintroducir en él el
dibujo que perdiera la palabra romántica?”.
Aguilar había escrito
mucha poesía antes (su tan antologada villanela), y compuso después muchos
poemas diferentes a esta “tendencia cubista”, a esta poesía “con dibujo”: el
estilo tan difícil y extraño de la Chetumal Bay Anthology no es pues su bandera, sino
una de sus banderas.
Algo semejante podría
decirse de su prosa. De sus prosas. Ha escrito ensayos que van desde el
análisis histórico y filológico más ortodoxo, hasta los juegos de combinaciones
analógicas menos esperados (La democracia
de los muertos), y relatos autobiográficos directos de gran llaneza y
emotividad (Suerte con las mujeres
—el episodio del gol en el Estadio Azteca es una de las mayores estampas de la
narrativa mexicana contemporánea).
Bueno: ahora, en Nadie puede escribir un libro (Cal y
Arena) aparece la prosa “cubista”, que reintroduce el dibujo que ha perdido la
narrativa mexicana después de tres décadas de facilidad coloquialista y
semiautobiográfica, de contar “como platicando” alguna anécdota personal, de
los amigos o de las tías.
Ahora el cuento es el
cuento mismo, cómo contarlo. Cómo volver a dibujar un cuento, después de tantos
años de contar con puros manchones de emoción y desahogos coloquiales.
Luis Miguel Aguilar sí ha
podido escribir el libro que, dice, nadie puede; pero ha buscado el camino de
las dificultades, de formas y técnicas novedosas y desusadas. Sorprende y
refresca que, a la manera de un Carlos Mérida, por ejemplo, nos ofrezca cubos,
conos, espirales, aristas, donde alguien quisiera ver anécdotas más o menos
realistas, chismes o sucedidos más o menos conversados, según la norma de la
narrativa mexicana en este fin de siglo.
No le ha vuelto la espalda
al mundo cotidiano. Nos habla del futbol, de los embrollos del cajón de
calcetines, de los taxistas y el recogedor de la basura; de las minucias
domésticas de la pasta de dientes y los insomnios, de la vida capitalina de los
matrimonios jóvenes; de la gripe, de las peligrosas homonimias con cantantes
famosos, de los boleros.
Esas son sus manzanas,
diría Cardoza; pero como las manzanas de Cézanne, no aspiran a parecerse a las
de la realidad, sino a crearlas nuevamente, a dibujarlas precisamente como no
son, para que recobren el perfil que el abuso del cuento realista y el
coloquialismo les ha suprimido. Para que sean en sí mismas, en su invención, en
su composición, en su diferencia, más reales que los objetos o asuntos que
refieren.
Como en sus asombrosas y
discutidas columnas en Nexos y en Crónica dominical, en este libro de Luis
Miguel —que no es la bandera de su prosa, sino una de sus banderas— encontramos
una extraña manera de narrar, que inventa su técnica y recupera hallazgos de
aforistas, ensayistas, poetas, compositores de canciones y hasta de
crucigramas.
Para narrar lo más nimio,
íntimo o cotidiano, recurre a la regla y al compás, a los espejos de las
paradojas, a las simetrías y asimetrías del poema, y a mil y un travesuras
eruditas.
Ello no lo aleja de la
realidad de sus asuntos: les recupera esa realidad que hemos desgastado con la
innumerable emisión realista y simplona de sus episodios. Tampoco lo desvía de
la amenidad ni de la emoción: es más intenso en sus cubos, que otros cuentos
“instamatic”, de hablar dizque muy naturalmente frente a la grabadora, de
literal fotografía instantánea.
Siempre ha existido este
Luis Miguel “cubista”, pero se acentuó —como narrador— en los años noventa.
¡Tanto lío verbal, metafísico, libresco, porque hoy no pasó el recogedor de
basura, o porque los pares de calcetines invariablemente se vuelven nones en el
cajón! Ese lío es la realidad, ese lío es toda la literatura. Está ahí el
Quevedo de “Un cuento de cuentos”, el Balzac de las galeras impares de La musa del departamento, Verlaine y
Laforgue; están Kafka, Huidobro, Pessoa, Borges, Cortázar, Barthelme, Heller. Y
ciertos involuntarios hallazgos picassianos de los inenarrables locutores de
futbol, que en su afán de estar hablando durante todo el partido de repente
inventan cada frase, cada “objeto verbal”, cada vanguardismo literario...
¿”Espléndidas tus canchas, Patria mía”?
Ah, volver nuevo lo
trillado; devolverle a los episodios de nuestras vidas —siempre tan semejantes
a los de todos los hombres de todos los tiempos— un temblor nuevo, un asombro,
una caricia irrepetible, un frescor propio. Incluso su deformación en el espejo
trucado, su parodia, su caricatura. Estamos en plena creación —al mismo tiempo
concierto y carnaval— literaria.
No faltaron los necios que
se llamaron a escándalo. ¡Pero “así” no
se narra! ¡“Esos” no son cuentos!
Bueno: precisamente así se narra, y esos —sobre todo “ésos” y sobre todo “así”—
sí son cuentos, y no meros rollos melodramáticos ni meras fotografías
instantáneas y descuidadas de la reiterada realidad. Cézanne les devolvió todo
el dibujo, el color y el espesor a las manzanas.
Y el público lo advirtió.
Cuando los colegas —los colegas invariablemente nos equivocamos— acaso le
reprochábamos a Luis Miguel que estuviera yendo demasiado lejos con su regla y
su compás, sus Bracques y sus Matisses, sus Méridas y Andy Warhols, de repente
suena un campanazo.
Anoto que aquí sirvieron
de algo —¡por fin!— los cofrades del fanatismo futbolero. El caso fue que una
día —supongo que varias semanas, porque esta riesgosa y rigurosa manera de
narrar exige muchísimo más inspiración y horas de trabajo que otras— Luis
Miguel Aguilar amaneció pindárico.
Y se lanzó con una
valiente oda al futbol “de antaño” que, como las de Píndaro a los atletas, en
lugar de reproducir realistamente las hazañas de un pie con una pelota, le
pidió al lenguaje las eufonías, las anáforas, los ritmos de los tedeums o los
misereres, para narrar un mero listado de futbolistas que, por obra y gracia de
su metro, de su fuerza musical, de sus juegos verbales y sus aliteraciones, se
volvió una nostálgica y compendiosa La
guerra y la paz futbolera. ¿O se trata más bien de En busca del futbol perdido? No nos fabrica melodramas del éxito y
la adversidad, de la gloria y la caída, sino una mera lista de nombres
entrañables. Pura música. ¡Y todo mundo a añorar a moco tendido la dorada época
ida del Botafogo! Du côté de Maracaná.
Todavía no dejan de asombrarme su eficacia ni su popularidad.
Se alebrestó pues la
fanaticada (mientras los estadios se vacían de fans, el Parnaso y la Academia se llenan de
poetas y sociólogos que buscan en un otoñal y lírico fanatismo futbolero a la
vera de los whiskies, las promesas que el arte y la política, como se ha visto,
cumplen escasamente: ¡se habla tanto de futbol entre poetas; y hablan tanto de
“filosofía dianética” los futbolistas!).
Se armó el escándalo.
Llovieron las “cartas a la
Redacción ” ante estrofas como:
Reinoso —el Fumanchú— Necco y Berico,
De Sales, Portugal, Juan Bosco, Cuenca,
Colmenero, Escalante, Larrasolo...
Poema onomástico seguido de una larga sucesión de notas eruditas sobre
los futbolistas de antaño, que avivaron el fuego e instauraron la polémica.
Sobra decir que componer un poema con una mera sucesión de nombres, apodos o
apellidos, exige una maestría verbal que en su tiempo le fue envidiada a
Píndaro (quien por lo demás se atrevió a versos y estrofas onomásticos, pero no
a todo un poema exclusivamente onomástico. El proto-perpetrador de tal osadía
fue Unamuno, con nombres de ciudades y regiones españolas.)
A partir sobre todo de
entonces, para bastantes lectores (incluso quienes no desgranamos el otoñal y
memorioso rosario de las estadísticas y nóminas del futbol), dejó de ser
“difícil” el estilo de Luis Miguel. Lo que, a falta de denominación mejor,
llamo sus cubismos. Se encontró la sonrisa, la travesura, el frescor, el jugo y
el juego de sus relatos. Así les pasó a Picasso, a Carlos Mérida, a Andy
Warhol.
Sus dibujos eran menos
difíciles que nuestro prejuicio sobre sus supuestas dificultad, rareza o
erudición. Aparecieron como lo que eran: cuentos.
Los dones de este libro
espléndido podrían enunciarse de otro modo. En Nadie puede escribir un libro, Luis Miguel Aguilar nos recuerda que
el asunto de un relato no es su asunto, sino la manera de relatarlo; el
verdadero cuento de un cuento es sobre todo la aventura de contarlo.
La luna siempre es la
misma, y Lugones debe inventar mil formas diferentes, propias, de enunciarla,
para que no siga siendo la aburrida y reiterada luna desgastada por el uso,
sino una luna nueva, tan nueva como la de la noche sin literatura.
Arquitecto y dibujante a
contracorriente de sus cuentos, Luis Miguel Aguilar sobresalta la narrativa con
sus personalísimas tangentes. La somete a laberintos y leyes de gravedad.
Así logra sus cuentos de
cuentos sumamente rebeldes y asombrosos, pero también sonrientes, traviesos,
alegres de la experiencia de “circunnavegar el cubo” (Gulliver en el reino de
los oximorones) para llegar a la cosa terrestre, al pan diario.
¿Prosa de poeta? ¡Ya se le
dijo en otra ocasión que hacía poemas de prosista! ¡Pónganse de acuerdo! Con
Luis Miguel Aguilar no hay límites ni compartimientos estancos, sino la
aventura literaria total, en su jocunda plenitud.
Ha transformado la poesía,
el ensayo, el relato mexicanos de este fin de siglo. Ha logrado “otras cosas”
en este reino libresco del siempre más de lo mismo.
Rubén Darío brinda con sus
porteros y delanteros. Borges y Cardoza les guiñan a sus dinámicas aventuras de
un hombre parado (pero corriendo, ¡y a qué velocidad!) en mitad de su propio
cuarto. ¿Quién habla por ahí del cubo al cubo, de “las manzanas de Mondrian”?
Los méritos críticos y
renovadores del trabajo de Luis Miguel Aguilar, sin embargo, importan menos que
la gran alegría, la travesura y el “temblor nuevo” que proporciona su lectura.
Su realidad literaria. Su plenitud fabulesca.
Nos hace ver la realidad
de otro modo, con otro brillo. Sus extrañas máquinas de narrar producen seres y
episodios de intensidad profunda, de vida jugosa e inteligente.
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