PÍNTESE USTED MISMO
En 1700 se extinguió la dinastía Habsburgo en España, y nuestra castiza
madre patria dejó de ser gobernada por reyes germánicos para serlo... por reyes
franceses. Esto de los nacionalismos es todo un jaripeo. Antonio Alatorre
recuerda en Los 1001 años de la lengua española (México, Bancomer, 1979)
los consejos de Luis XIV, el Rey Sol, a su modesto nieto Felipe V, llamado al
trono meramente español: “Procura que tus gobernadores y virreyes sean
españoles pero tú nunca olvides que eres francés” (p. 307).
La dinastía borbónica nunca ha olvidado su
flor de lis. España se afrancesó y se volvió moda turística y pintoresca en
toda la civilización dirigida por Francia: óperas, novelas, poemas, libros de
aventuras, pinturas: Carmen, Don Juan, las manolas, los pícaros, los
“toreadores”. Un siglo después, a ciertos periodistas y escritores nativos les
pareció un tanto abusiva la caricatura que los extranjeros habían pergeñado de
España, y trataron de pintar ellos mismos sus toros y sus manolas, y de
codificar su folklore, que todavía no se llamaba así: de poner pues algo de
orden en cuestión de aragonerías y de sevillanas. Surgió así, entre una amplia
bibliografía romántico-costumbrista, un libro llamado Los españoles pintados
por sí mismos que algunos escritores mexicanos imitaron al vuelo, de la
misma manera que El pensador mexicano de Lizardi había imitado El
pensador matritense.
En 1854-1855 apareció en la Imprenta de Murguía, con
litografías (que se volverían tan famosas) de Hesiquio Iriarte (1820-1897) y
luego de Andrés Campillo (?), un librillo guasón titulado Los mexicanos
pintados por sí mismos. Tipos y costumbres nacionales por varios autores
(sigo la edición facsimilar del Banco Internacional y la Librería de Manuel
Porrúa, México, 1974), con mala escritura y peor ortografía, perpetrado por
cinco intrépidos periodistas, algunos todavía novatos: Hilarión Frías y Soto
(1831-1905), Niceto de Zamacois (español, 1820-1885), Juan de Dios Arias
(1828-1886), José María Rivera (?), Pantaleón Tovar (1828-1886) y el inminente
prócer Ignacio Ramírez, El Nigromante (1818-1879).
EL CUBO DE RUBIK
Por lo general, los mexicanos de quienes ellos hablan son meramente tres
docenas de engendros capitalinos: los tipos chuscos de la ciudad de México, y
no los de las selvas, montañas y desiertos del gran mapa: el aguador, la chiera
o vendedora de aguas frescas; el pulquero, el barbero, el cochero, el cómico de
la legua, la costurera, el cajero o dependiente de tendajón; el evangelista o
escribidor popular; el sereno, el alacenero o puestero; la china o la bonita de
barriada; la recamarera, el músico de cuerda, el poetastro, el vendutero o
vendedor en remates; la coqueta, el abogado, el arriero, el jugador de ajedrez,
el cajista (de imprenta), la estanquillera o cigarrera; el escribiente o
tinterillo; el ranchero, el maestro de escuela, la casera o portera, el criado,
el mercero, la partera, el ministro, el cargador, el tocinero o carnicero de
cerdos, el ministro ejecutor o embargador.
Por lo demás, este libro pintoresco condena
específicamente el romanticismo (en “El poetastro”) y mira con nostalgia las
furibundas sátiras ilustradas españolas en prosa barata. La amenidad, la
caricatura, la risa, el carnaval dizque moralizantes han sustituido a los
asombros del barroco y al “buen gusto” como ideales literarios. Lo mejor del
costumbrismo, dice el enigmático José María Rivera es ocuparse de “las malas
costumbres”. Veneran todavía a Moratín; imitan a Larra.
A ratos, aunque estamos en pleno Plan de
Ayutla (desde marzo de 1854), se antojan más que prudentes nuestros aguerridos
periodistas pues no incluyeron, en la peligrosa época de Su Alteza Serenísima,
quien no caería sino hasta finales de 1855, cuando el libro ya andaba en
librerías, a los tipos de la soldadesca que conformaban precisamente la suprema
y colorida novedad mexicana de las primeras décadas de su vida independiente:
apenas los mencionan instantáneamente por ahí como quien tira la piedra y
esconde la mano (v. gr.: las botas de un teniente en “La estanquillera”).
Hablar de los tipos y costumbres mexicanos
de 1854 y 1855 sin el soldado, el sargento, el capitán, el coronel, el cuartel,
el golpe de Estado, la leva, las asonadas, los motines, los desfiles, los
pronunciamientos, etcétera, suena algo excesivamente trunco (conforme avanza el
año de 1855, el libro se envalentona y politiza: probablemente se vendían los
cuadernillos sueltos periódicamente, antes de conformar el libro). Pero no eran
tiempos propicios para la crítica de la milicia, ni lo serían durante muchas
décadas. Además, se trataba ante todo de una empresa comercial: vender las
preciosas litografías pintorescas de Iriarte, que todo mundo vería, acompañadas
de textos chuscos que casi nadie iba a leer.
Los amantes del
pintoresquismo literario podrán hallar ejemplos más nobles y depurados en la Marquesa Calderón
de la Barca , en
Prieto, Inclán o Payno, en Altamirano y Riva Palacio. El prestigio de Los
mexicanos pintados por sí mismos se debe casi exclusivamente a su pomposo
título –que se creyó autóctono: casi un pre-manifiesto de Diego Rivera- y a las
litografías memorables de Iriarte, que en algunos casos precedieron a los
textos y los inspiraron: los escritores tramaron su texto para comentar la
ilustración (como dice Ramírez), y en ocasiones, según lo confiesa Zamacois,
“en pocas horas y sin tiempo para corregirlo”. De hecho, sin las ilustraciones
de Hesiquio Iriarte acaso Los mexicanos pintados por sí mismos no habría
siquiera ocurrido, o en todo caso, no habría pasado de una oscura aventura
periodística.
A pesar de muchos momentos divertidos y
fundadores, resulta difícil apreciarlo en conjunto como literatura seria: sus
autores simplemente pretendían divertirse, contar al paso –sin mucha reflexión
ni cuidados de estilo- unas cuantas bromas sobre los personajes que fastidiaban
a los jovencitos de clase media –ellos mismos-
en la ciudad de México, como el siempre maldito cochero que triplicaba
la tarifa en días de lluvia, es decir, precisamente cuando se le necesitaba; o
como el aguador que no sólo introducía agua de las fuentes públicas en las
casas, sino también todo tipo de mensajes celestinescos hasta las alcobas de
las encerradas señoritas de aquellos días. Los textos, de hecho, aparecieron
generalmente en forma anónima, lo que nos dice mucho del escaso mérito o futuro
artístico que nuestros fundadores del “cuadro de costumbres” esperaban de su
aventura zumbona.
La ulterior mitología nacionalista del libro
nos hace esperar algo que nunca quisieron escribir estos apresurados imitadores
de un librito español que andaba por entonces de moda. Pero el azar lo es todo.
Y el azar se introdujo en la redacción de este libro para marcar el tono, tan
inevitable en nuestras letras, del Schadenfreude o del regodeo cómico en
las penas y los pesares, en este caso propios. Los mexicanos pintados por sí
mismos es lo opuesto a una apología o a una propaganda nacionalistas; casi
es un aviso de “Cuidado con acercarse; aquí apesta, aquí espantan, aquí
transan, aquí se vive de la patada...” pero a risa y risa. ¿Los mexicanos
deturpados, chusqueados, embromados por sí mismos? Larra o “Fígaro” era un buen
maestro en tal senda. Si no surge aquí, sí se entroniza el arte mexicano de
vilipendiarse a toda orquesta. Pero también el arte puro del juego por el
juego. Pocas veces la prosa mexicana ha intentado ser tan jocunda.
Eran los peores años de la historia de
México, desde la conquista; después de matanzas, golpes de estado, rebeliones,
motines, asonadas, hambrunas y guerras internacionales (especialmente la
derrota frente a los Estados Unidos y la pérdida de mucho territorio), se
pensaba que México estaba agonizando o que se había muerto ya. Es el tono de
los escritos de esa época de Alamán y de Bustamante. Pero nuestros chamacos
dicen: “Bueno, ¿qué se le va a hacer? ¡nosotros seguimos vivos!, y mientras
andemos por estos miserables parajes vamos a divertirnos de lo lindo con
nuestras desventuras, transas y miserias cotidianas”. No en balde el futuro
prócer del volumen, Ignacio Ramírez, habría de declarar que prefería, entre
todas las zonas de la vasta República Mexicana, a Veracruz: “pues por ahí se
sale”. Predomina todavía, aunque sin su lujo ni su maestría verbales, la
retórica picaresca y satírica de Quevedo y de sus seguidores ilustrados (Torres
Villarroel).
Un asombro, un reconocimiento
casi hipnóticos me han atraído siempre, sin embargo, como todo un vicio, hacia
este librillo juvenil, apresurado, guasón, modesto, chambón, a ratos más que
soso (especialmente las últimas crónicas de Arias), sobre recamareras que
esconden sus enaguas bajo el sofá, barberos enciclopédicos y serenos que sueñan
con chorizos. Admiro su ejemplo humorístico jocosamente autocrítico y hasta
autodenigratorio; ya en él se acentúa aquello de “como México no hay dos...
afortunadamente”, y a doblarse de risa. A jugar libremente con la lotería de
casi todos nuestros vicios y nuestros males. Como súbitas magias del cubo de
Rubik, a ratos nuestros cronistas consiguen la excelencia en mitad de párrafos
trillados o desmedidos, cuando de repente se logra azarosamente el efecto
preciso y el autor no recuerda cómo lo consiguió, después de horas y horas de
manipularlo en vano. ¿Por qué resulta tan chistoso el sereno que sueña con
chorizos? Las caídas son asimismo abundantes y estrepitosas: sketches bufos con
vagos pretextos moralizantes (v. gr. “El vendutero”). Muchas de sus
sátiras son menos locales que universales, como la de “El Abogado” que el
pasmoso Nigromante versifica en castellano dizque medieval (Alfonso X,
Sem Tob) pero con el anacronismo de endecasílabos en tercia rima renacentistas,
propios del “dolce stil nuovo”.
Sospecho también ahí el definitivo abandono
del entusiasmo anterior por encontrar el común denominador o arquetipo nacional
allá sobre las nubes, con los ángeles, los héroes, los mitos y los próceres en
un estilo alto; las teorías de progreso, riqueza, civilización,
refinamiento, victoria y cultura. Irrumpe la firme decisión a igualarse por
debajo –incluso por lo hasta abajo-, con la miseria, la plebe y la majadería,
aun acentuándolas; con la transa, el desastre, el ridículo, la derrota, el
fiasco, el payismo ranchero y el chusco relumbrar del “íntimo desorden de mi
raza”, que diría Pellicer. Un buen baño de lodo y estiércol, como el capitalino
que quiso ser “El Ranchero” por un día.
Eres más mexicano mientras más te parezcas,
o finjas parecerte, al arriero o al pelado; y lo eres menos, casi extranjero y
malinchista, si sales con leyes y códigos de conducta y civilización, de pollo,
prócer, estirado o roto. No en las nubes, sino en los lodos, chapotea
feliz el águila raigal del Códice Mendocino. Un orondo nacionalismo de quinto
patio, tianguis y vecindad.
México no era un paraíso
turístico en aquellos años, ni lo sería durante el resto del siglo. No se
trataba de corregir, pues, como en España, una visión artificial, extranjera y
turística, con unos autorretratos genuinos, sino de hacer estallar unas
mexicanadas jocosas, sencillamente porque sus autores eran jóvenes e imponían
su humor, incluso su humor más absurdo, a la desolación o desesperación circundantes.
Una mexicanada de humor negro, de “aquí hasta el más molacho masca rieles”, de
¡vivan el pícaro Buscón y el mundo-al-revés!, que nos hace leer aquella
escritura con cierta emoción cómplice, casi contemporánea, y revisar esas
crónicas como al cubo mágico de Rubik, para tratar de descubrir cómo estos
cronistas tan chuscos, farragosos y
sermoneadores; tan burdos, atenidos a efectos y trucos primarios y
simplotes, lograron en muchos párrafos las cifras exactas del pintoresquismo
mexicano interno, que no atrae tanto a los turistas como a los
apaleados paisanos que, entre risas y chiflidos, ya le han encontrado gusto a
la tétrica casa ruinosa, chirriante, astrosa y endiablada, pero desaforadamente
propia.
Véase por ejemplo esta pintura de un cochero mexicano,
anónima, firmada sólo por tres asteriscos, pero que el editor moderno nos hace
saber que la debemos al hilarante Hilarión (quien llegaría a la ancianidad como
flamígero jacobino-de-otros-tiempos, denostando a Bulnes y a los Científicos),
y que, por lo demás, no se diferencia mayormente de la prosa de sus compañeros.
“El cochero de sitio es un ente raro,
escepcional, inclasificable, que nos hace dudar muchas veces de su identidad
con la raza humana. Esta duda viene apoyada en un principio de la historia
natural, y es que un parásito es inferior en la escala viviente al ser que lo
sostiene. Conocíamos al cryptógamo en la planta, al epizoario del
hombre, y la regla no había fallado; pero que el hombre fuese a su vez parásito
solo en el cochero lo hemos visto, porque en efecto, perdió casi sus cualidades
de hombre, y se unió a su coche como la uña al dedo, y hélo ahí que vive con
él, por él, en él, y sobre de él. ¡Cuántos maridos quisieran vivir con sus
mitades en la unión y armonía con que viven un coche y su cochero, y no con las
relaciones que existen entre el látigo y las mulas! ¿Pero de dónde viene,
preguntará el lector ese hombre prodigioso? ¿cuál es su origen y cuál su
procedencia? –Pregunta difícil en verdad de responder, porque un cochero para serlo
no necesita haber nacido así ó de aquel modo: id y preguntadle y ni él mismo lo
sabrá acaso. Venido de Guanajuato ó Guadalajara, nacido en la capital en un
pobre cuarto vecino á una cochera, su orígen importa poco. El llegó al rango
que ocupa sin saber cómo, y allí está hoy en su coche para servir al público.
Sin embargo, si el lector viere alguna vez á un chico semi desnudo, lleno de
lodo y estiércol, quemado con el sol y rodando entre las ruedas del coche en
receso, revolcándose entre el estiércol y la paja ó jugando entre las patas de
las mulas; al ver ese vástago negro y redondo del cochero puedes ver en aquel
pimpollo un sucesor de su padre, un cochero inteligente y busca vidas.
Mira si te engañaste: tiene ese chico siete años y ya sabe poner á la mula un
bocado, enganchar, desencuartar y abrir y cerrar la portezuela. Se ha hecho el
accesorio necesario del cochero; es el pretendiente del sota, y como tal
viene en el pescante junto al padre ó al padrino que lo inicia en la profesión:
tiene ya una cosa á su cargo, humedece las ruedas del carruaje, limpia y alza
las guarniciones, da pienso ó agua a los animales, y cuida en fin del arreglo y
aseo de cuadras y cocheras. Pronto asciende por sus servicios á sota, y
entonces comienzan sus viajes á Puebla y á la feria, montado en las guias,
cuidando que no falte sebo en los ejes, que no se descomponga la carga, que no
escasen las provisiones en la posada para su caporal, para sus machos y para
él. Al fin de tantas fatigas obtiene su premio y asciende a cochero. Este es el
hombre tal como lo necesitamos, tal como lo vamos a pintar”, etcétera.
LOS HALAGOS DE LA
CARICATURA
Es un agrio ajuste de cuentas con la realidad tal cual era, sin
ilusiones ni mitologías, después de cincuenta años de ruina. No hay sueños de
paraísos ni de progreso, no hay imperios ni ciudades-de-palacios. Adiós
ilusiones indianas, criollas, monárquicas o republicanas: con el ranchote hemos
topado, un ranchote tan menesteroso y plebe como proliferado, y del que no se
sale nunca. Una laberíntica e interminable ranchería donde todo mundo se las
ingenia para fastidiar y timar lo más posible al prójimo. Y a final de cuentas,
de ese elaborado estorbarse, lastimarse, timarse unos a otros surge el digamos
patriotismo o la identidad y solidaridad nacionales. En caricatura nos vemos
más guapos. El ideólogo, el poeta, el novelista, el orador se apaisanan, se
acompadran y abrazan a su terrible tribu de banqueta leperuzca, que se
entretransa y entrealburea en el Portal de las Flores.
Obra de juventud, en la que la mayoría de
sus autores se atrevió a sus primeras composiciones, Los mexicanos pintados
por sí mismos rebosa jolgorio en una parda ciudad misérrima e inhóspita.
Algunos de sus autores llegarán a ser cultísimos y polígrafos (Ramírez ya lo
era, o políglotamente lo presumía), pero por entonces sabían poco del México
antiguo –incluso de las épocas inmediatas-, y no se imaginaron siquiera que esa
ciudad que pintan con tan tristes y rudimentarios colores y escenas, casi
siempre había sido superior en el pasado: hasta una quemazón del Santo Oficio o
un paseo del Pendón resultaban en los tiempos virreinales más afluentes y
espectaculares que su nueva indigencia ranchero-cuartelesca; algo
prostibularia, en realidad.
Por la censura de la dictadura de Santa Anna
no se atrevieron a retratar a la turba de soldados que infestaba la ciudad y
que, por ejemplo, hizo posible la súbita, efímera y deletérea proliferación,
casi epidemia, de las chieras, quienes no vendían sólo agua de chía, sino aguas
frescas de todos los sabores en puestos callejeros muy adornados con yerbas y
flores. Y sus vestidos, y sus blusas escotadas, y sus trenzas, y sus coloretes,
y sus zapatitos de raso, y sus miradas de prometo-pero-no-prometo. No las
vendían todo el año, sino sólo en las épocas de mayor calor. Y no cualquier
mujer calificaba como chiera, sino exclusivamente las más guapas y ofertables:
su negocio consistía más en exhibirse que en vender aguas. De modo que el mayor
solaz de los jovencitos durante los meses cálidos, especialmente de los
oficiales en uniforme y multitud de medallas de dorado latón, consistía en
ligarse –o en soñar con ligarse- a una chiera después de haberle consumido
innumerables jarritos o vasitos de sus brebajes.
El viejo Borges se intrigaba ante la chía en
los versos de López Velarde: “Suave Patria, vendedora de chía:/ Quiero raptarte
en la cuaresma opaca,/ Sobre un garañón, y con matraca,/ Y entre los tiros de
la policía”; suave patria, chamaca endomingada que me vendes un agua fresca con
la promesa de venderme algo más preciado... “La Chiera , como la
golondrina, sólo en tiempo de verano aparece en nuestro suelo. Su vida pública
es ligera y fugaz como la de la mariposa, y lo mismo que á esta siempre la
veremos entre aromas y entre flores... retrato... difícil y peliagudo, como el
de toda hembra que tiene sus dares y tomares con el público. ¡Cáspita! Me
encuentro, lector mío, con más ganas de presentarte el tipo de un cosaco...”
Y en efecto, en efecto. Eran los años
santanistas de la ciudad-cuartel. En todas las crónicas que conciernen a
muchachas, hay que recordar que el militarismo independentista llenó de
chamacos solteros la ciudad, quienes por docenas se disputaban lo mismo a las
chieras, a las chinas y a las coquetas, que a las niñas de familia, a las sirvientas,
a las costureras y a las beatas, casi todas ellas arruinadas tras largos años
de crisis económica: su único negocio posible consistía en roer los jornales de
los oficiales del ejército, pero poco a poquito, entregando sus gracias con
regateo o “usura”, según se quejan nuestros cronistas, pues conceder demasiado
las rebajaba o excluía del populoso negocio de las bellas insolventes lanzadas
en masa contra los bolsillos de los pollos, sargentos o capitanes tan fatuos
como cuentachiles. José Tomás de Cuéllar pintó años después retratos semejantes
en su serie “La linterna mágica” (por ejemplo, La historia de Chucho el
Ninfo).
La mayoría de los oficios masculinos en este
panorama resultan asimismo hoscos y serviles, casi patibularios: barbero,
aguador, cochero, escribidor o escribiente, poetastro, agente de embargos,
empleado de imprenta, misérrimo maestro de escuela. El pulquero nos muestra el
epítome de una economía nacional abocada al fraude omnímodo y sistemático, y
con gusto: ya sabemos que así son las cosas, y decirlas riendo significa acaso
vencerlas, o trascenderlas, o soportarlas un poco. Si aparece la sufrida costurera es para
infamarla, como a la chiera, con algún lúbrico oficio extra de griseta,
recién importado de París (a través de los folletones de Eugène Sue).
Nuestros cronistas decidieron que los mexicanos “se pintaran a sí mismos” como
perdedores altivos y guasones, que desprecian a los triunfadores épicos,
líricos y estirados. El aspecto bajo y modesto de la comedia nos sentaba mejor.
Aunque cómplice de esta visión, el dibujante
Hesiquio Iriarte la dulcificó en algunas litografías, siempre menos despiadadas
que los textos que las acompañan, a veces incluso muy favorecedoras (“La China ”, “La Chiera ”, “La Costurera ”, “La Coqueta ”, “El Ranchero”).
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