CONCHITA
por José Joaquín Blanco
1
He llamado mamá a cuatro mujeres; la principal, Conchita Alfaro, era la
hermana mayor de Trini, quien me parió, y sobrina y prima de las dos Luchas
(Alfaro y Jiménez) de Tulancingo, madre e hija, que me atendieron buena parte
de mi infancia. Vastas familias matriarcales entraban en acción cuando
fracasaban los matrimonios, y se repartían la responsabilidad de todos los
chamacos del apellido y de algunos aledaños.
Matriarcas más que milagrosas en el arte de
multiplicar el pan, la ropa, los zapes y los pellizcos. Alguna misteriosa
razón, acaso el que se me impusiera el nombre de su adorado padre, que acababa
de fallecer, mi abuelo Joaquín, me situó desde el nacimiento bajo la advocación
especial de Conchita: fue mi madrina de bautizo, confirmación, primera comunión
y graduación de primaria, secundaria, preparatoria y facultad; con ella probé
mis primeros cigarros y mis primeras cubas; me curó mis primeras crudas y se
empeñó en transformarme en universitario.
Me apoyó en mi decisión de dedicarme a las
letras, pero no al grado de leer muchos de mis escritos: tampoco era para
tanto; cuando escribiera algo de veras bonito, que le avisara. Entre tanto las
tres reglas de la vida: trabajar duro, ser honrado y comer muy bien. Sobre todo
comer muy bien. Servía platos abundantes, grasosos, picantes, sabrosísimos, con
mucho pan y muchas tortillas. “Nací en Puebla, así que ya saben a qué atenerse:
mono, perico y poblano, no los tomes de la mano...”
Trabajadora, bailadora, tequilera y
mandonsísma. Cuando estaba de buenas usaba palabras muy correctas e incluso
dulzonas, pero cuando andaba de malas (que era lo frecuente) salían a relucir,
como doblones de oro, encadenados, uno tras otro, netos y resplandecientes, los
vocablos picarescos más resonantes del barrio capitalino donde creció, La Merced.
Nos volvimos especialmente cómplices cuando,
a la edad de ocho años, una mamá-tía Lucha de Tulancingo me declaró niño
problema incorregible: me iba de pinta, le robaba la lana, le respondía como
carretonero, me juntaba con la indescriptible plebe local y me encontraban bajo
el colchón revistas de chistes indecentes (Los Parisinos, Pasa-rato).
Para Conchita no había niños problema ni
incorregibles sino parientes tontos y mochos de provincia. Aprobaba el lenguaje
de los carretoneros, como hemos visto. En diciembre de 1959 llegó a Tulancingo
como un huracán y decretó que el tal Pepito –entonces me llamaba sencillamente
Pepe Blanco- era lindísimo y listísimo y no tenía culpa de nada, pero para
nada, en todas las travesuras que aterraban a la rama hidalguense de la familia
Alfaro. Simplemente necesitaba ser criado por una mujer capaz, ella; y me
trasladó en ADO, con sólo una maletita –desdeñó mis tiliches provincianos: ya
me ajuarearía “como debe ser” en El Puerto de Liverpool-, en cosa de horas, a
su departamento capitalino de la Colonia Roma , donde vivía con mi hermano mayor,
de once años. Sumamos hasta una docena de hermanos y mediohermanos Alfaro. Me
dicen que los hermanos y mediohermanos Blanco cubanos también son numerosos.
En el camión me exigió que me olvidara del
sobadísimo Pepito (casual santo del día de mí nacimiento): debía llevar muy en
alto el deliberado Joaquín, nombre de mi abuelo, “hombre de honra y pro”, su
Jorge Negrete (aunque en las fotos le encuentro más parecido con Pardavé).
Salomónico y taimado, me quedé con mis dos nombres, para no pelearme con
ninguna de las sectas del matriarcado. Prevaleció, como siempre, la voluntad de
Conchita, el Joaquín. En el rencoroso Tulancingo nunca se han dignado acordarse
del Joaquín: puro Pepe, Pepón, Pepito. Luego resultó que, para el ámbito de las
Luchas, Conchita me había echado a perder, que yo había sido todo un santito
antes de abandonar “la
Esmeralda del Valle” (sic) y volverme ateo,
irrespetuoso y todo lo demás que algunos lectores acaso intuyan.
Para entonces Conchita ya imperaba en altar
mayor de mis mitologías: la
Mujer Gritona del Carácter Terrible, a quien en alguna de mis
más amoratadas rabietas, quizás antes de que cumpliera cinco años, hubo que
convocar por teléfono para que me metiera en orden. Seguramente lo logró en
menos de un minuto.
También era la Dama de los Dones y el
Escándalo de las Monjas. Llegaba a visitarme, a ratos con Trini, a ratos con un
amigo misterioso (feón, pobretón y mucho más joven que ella), dos o tres veces
por año, con cajas de ropa moderna, reluciente, y abominables botes gigantes de
cápsulas de aceite de hígado de bacalao. No le interesaban mucho los juguetes.
Parecía salida de las películas o de la
tele, con sus peinados de salón, sus perfumes y cremas, su maquillaje, sus
vestidos lujosos a la última moda (escotados, con los brazos descubiertos, muy
acinturados y con la grupa compacta y enfática), su montón de aretes, pulseras,
anillos, medallas, medallones y collares. Las monjas nos habían dicho en el
kínder que el infierno se había inventado sobre todo para las señoras que
usaban chemisse (ligero vestido sin mangas, muy usado por Conchita),
llevaban falda a la rodilla, descubrían los hombros y el nacimiento del pecho,
y caminaban con cierto guasón ritmo de mambo.
Ella iba poco a misa –en Tulancingo
asistíamos diario a la iglesia, y en algunas épocas dos o más veces por día: a
ofrecer flores, los novenarios, los rosarios-, y sólo para saludar a sus
compadres entre los santos: su tocaya Inmaculada, la comadre María Auxiliadora,
la Milagrosa
a quién sólo había que molestar muy de vez en cuando, en casos desesperados, y
sus compadres san Cayetano y san Judas Tadeo. Pero no toleraba a los curas y
menos a los obispos. Todos los mochos le parecían amargados, pazguatos e
hipócritas.
Era una mujer que reía fuerte, que fumaba, y
que los domingos se empinaba dos o tres tequilazos de aperitivo. Sostenía
siempre opiniones duras: esto me gusta, esto no y “más vale una buena colorada
que muchas pintitas”.
Platicaba de sus frecuentes viajes a
Acapulco, aunque desaprobaba el novedoso bikini. Le gustaban las películas
prohibidas de Rita Hayworth, Ava Gardner, Kim Novak, Rock Hudson, Elizabeth
Taylor y Tony Curtis. Nada más espectacular había ocurrido sobre el planeta que
el incendio de Atlanta en Lo que el viento se llevó. Ahhhh, ¡ese Clark
Gable! No toleraba a María Félix, pero admiraba a Lola Beltrán.
No tuvo oportunidades de cultura –su
formación escolar fue someramente contable, y empezó a trabajar en una oficina
a los dieciséis años-, pero no se negaba al ballet, ni al “buen teatro” (es
decir, donde aparecieran Ofelia Guilmain, Enrique Rambal, Ignacio López Tarso o
José Gálvez), ni a los conciertos de la Sinfónica Nacional
en Chapultepec ni, sobre todo, a las temporadas de zarzuela.
Se burlaba de sus cantantes favoritos: Toña la Negra , Olga Guillot, Pedro
Vargas. Los adoraba, pero a risa y risa. María Grever cantada por Urcelay la
sumía en la nostalgia idolátrica por su padre Joaquín: “ése sí era todo un
hombre”.
Se identificaba con el Cuarteto Rufino, en
un acceso de carcajadas incontrolable. Se encolerizaba contra Clavillazo y
Viruta y Capulina: “¿Con qué derecho se cagan en nuestro hogar?”, y apagaba la
tele. Jamás le creía una palabra a Jacobo Zabludovski, pero se regocijaba con
Los Polivoces y le perdonaba toda mariconería a Salvador Novo: “El Maestro Novo
es algo verdaderamente especial”. Seguía sus programas libreta en mano y se
aventuraba en las pantraguélicas recetas nacionalistas que Novo se atrevía a
proponer a un público meramente contemporáneo.
Conspiraba con su modista para plagiarle el
vestuario a Amparo Rivelles, especialmente durante la era -¿o fue imperio?- de Anita
de Montemar.
Se parrandeaba al menos una vez por mes, con
sus compañeros de oficina, algunos compadres con parejas enigmáticas -sobre las
que no había que preguntar-, y su infaltable amigo misterioso, a quien también
tenía seducido y domado.
Le gustaban los restoranes típicos del rumbo
de Garibaldi o el Guadalajara de Noche. Casi siempre se le pasaban las copas y
se ponía a cantar delante de los mariachis. En la playa, también con copas,
prefería los tríos, pero no se paraba a cantar (salvo cuando las muchas copas
se volvían demasiadas), porque los boleros le parecían más difíciles que las
rancheras. Cantaba desde su asiento y en voz más baja: “Conocí una vez una
linda morenita y la quise mucho...”
Pero esto ocurría en días y noches de
excepción; se la vivía a dieta, entre fajas feroces, combatiendo la fatal
tendencia familiar a la obesidad: desayuno: jugo de naranja con un huevo crudo;
comida: ensalada y pollo o carne asada; cena: café con leche y pan tostado.
Entre comidas algo de fruta.
Guapona y chaparrita con muy lindas piernas
sobre sus elegantes zapatos puntiagudos, importados (italianos), de tacón
altísimo (siempre los zapatos “hacían conjunto” con el bolso descomunal);
cintura controlada, busto y cadera tropicales, en continua amenaza de
desbordamiento. Ojos grandes y expresivos de actriz de cine mudo. Una piel
hermosísima, de nena recién bañada, incluso en su vejez.
Llegaba a Tulancingo acompañada del amigo
misterioso en un carrote moderno, que desataba todo tipo de envidias y chismorreos.
Navegaba con bandera de viuda, pero ya sabíamos que era una de esas pérfidas
desencaminadas a quienes se lapidaba desde el púlpito todos los domingos: las
divorciadas. Jamás se debía mencionar a su exmarido ni –su gran tragedia
secreta- al bebé que se le murió en el vientre al sexto o séptimo mes. Creo que
a instancias del marido lo certificaron como Ricardo; ella hubiera querido
llamarlo Joaquín.
Ella me había dicho, probablemente desde el
momento en que nací –desde luego, estuvo junto a Trini durante el parto-, que
yo era solamente suyo: que sólo me parecía a ella, que mi cara representaba
(como la suya) el vivo retrato de su papá Joaquín, y que no me creyera lo
del “diablillo” ni lo del “chico
problema” que espantaba a las tías, digo mamás, Luchas de Tulancingo: todo lo
contrario, que yo había salido –vía Trini- con el temple, el carácter y el
rostro de Joaquín y de Conchita.
No debía olvidar tampoco –supongo que todo esto me lo dijo
en secreto, entre besuqueos, porque era muy besucona, de besotes tronadísimos-
que yo no había nacido en un rancho, sino en una clínica muy moderna de la Ciudad de México (calle de
Chiapas), metrópoli adonde volvería para vivir con Conchita para siempre jamás
en cuanto terminara la primaria, porque la capital era muy insegura para los
niños chiquitos.
2
Trabajaba como contadora –en la práctica, la Supergentísima Señora
Alfaro, mimada y hasta adulada por los místers sobre todo cuando triunfaba en
los embrollos con las oficinas de gobierno, los acreedores, los deudores o los
sindicatos- en una empresa norteamericana (Constructora Técnica, S.A., Tíber
100) de 9 de la mañana a las 7 de la noche en días hábiles, y los fines de
semana atendía asuntos contables extra en casa.
Tampoco admitía que se mencionara en su
presencia al playboy cubanazo de Raúl Blanco García, mi padre, profesor
de Trini en la
Escuela Bancaria y Comercial. La propia Conchita los había
arrastrado de las orejas hasta el Registro Civil porque mi hermano ya venía en
camino (a Raúl, por lo demás, le urgía regularizar su situación migratoria).
Por entonces me habían dicho que mi padre
había muerto en un accidente de tránsito. Años más tarde aparecería por correo,
con largas cartas culteranas y sentimentales, llenas de citas de Martí, como un
miembro más de la tribu de los divorciados.
Un día Conchita nos descubrió a Trini y a mí
releyendo esas cartas, escondidos en el baño. Fue el escándalo del fin del
mundo. “¡Te sigues carteando con él, no
vas a entender nunca!”, le rugió a una Trini estremecida, temblorosa, desatada
en llanto. Nos arrebató el fajo de cartas, las hizo pedacitos ahí mismo y las
tiró al excusado. Jaló la cadena con un ademán fulgurante, implacable.
No faltan intrépidos que forjen su carácter
en la lucha con el ángel; yo templé el mío entre los años cincuenta y sesenta,
de los ocho a los dieciocho años, en feroces encontronazos con Conchita. Tenía
sus ideas. Las cosas debían ser como debían ser y no se aceptaban negativas ni
disculpas, y punto. Todo perfecto y todo a su tiempo, y punto. Y no le gustaba
ordenar las cosas dos veces ni que le salieran con batea de babas, y punto.
Ni siquiera recuerdo cómo fue que un niño ya famoso como
rebelde e imposible, asumió que no había modo de desobedecer a Conchita.
Incluso me gustaba complacerla en todo, y hasta por anticipado y de sobra, pero
de repente, a pesar de los pesares, algo salía mal. Entonces ella me gritaba.
Yo me crecía al castigo y le gritaba más fuerte. Bombardeos domésticos. En esos
plácidos tiempos no se usaba aturdir a los niños con rollos psicológicos; unas
cuantas nalgadas, cinturonazos, zapes y hasta algún bofetón casi teatrales
cumplían su cometido perfectamente.
Pero ya ella me había hecho a su imagen (porque esa
altanería acerada, esa soberbia casi suicida no aparecían en Trini –siempre bonita,
resignada y llorosa- ni en mis hermanos), y permanecía castigado pero insumiso,
mudo, agrio y malencarado durante semanas. Me le muy vendía caro y las
reconciliaciones le costaban muchos esfuerzos y regalos. Incluso después de
“perdonarla”, la seguía castigando tenazmente con algún aire ofendido. “¡Me
topé con la horma de mi zapato!”, se quejaba con cierta vanagloria.
Al principio sus éxitos fueron resonantes. Logró en cosa de
semanas, desvelándose conmigo frente a mis tareas, imponiéndome como ley universal
que sólo existía lo perfecto, y que nada menor era admisible, que el chamaco
que casi reprobaba todas las asignaturas en el colegio pueblerino saltara a los
primeros lugares en un instituto prestigioso de la capital. Me volví casi de
inmediato un precursor del nerd, un “sabio expresito”, quien a falta de
computadoras almacenaba parrafadas y parrafadas en la memoria, lo mismo de la
orografía de Chihuahua que de la producción cafetalera de Puebla, Veracruz,
Chiapas, Oaxaca. La aritmética tuvo que enseñármela de nuevo desde el
principio, sin tanta faramalla, con pura sensatez. No se me ocurre nada
importante que ella no me haya enseñado; y lo que no pudo enseñarme
personalmente ella (deportes, manejar vehículos) casi nunca lo aprendí después.
De mis seis años de kínder y primaria con las monjas del
Colegio Pedro de Gante de Tulancingo sólo rescaté una casi perfecta caligrafía
pálmer (que apenas logré estropear en la edad adulta) y una facilidad casi
instantánea para memorizar poemas y pasajes de historia. “Nuestro fuereñito ya
es el alumno más aplicado del grupo”, telegrafió como un bofetón a las Luchas
incapaces de corregir al diablillo problema.
Gracias a mi buena letra me volví su
asistente. En aquellas épocas no había ni siquiera máquinas de escribir con un
carro tan grande como para admitir las hojotas de contabilidad (un metro de
ancho). Se hacían a mano y no debían llevar errores ni enmendaduras. Me
encomendaba pasar sus borradores en limpio. Ganábamos tiempo y ahorrábamos para
el Evento del Año, la semana santa en Acapulco. (Yo iba nomás para complacerla:
nunca me ha gustado demasiado el mar: sólo ratitos de ahhh y enseguida el tedio
de más de lo mismo.)
Lleno de boletas con dieces, de diplomas, de
medallas; solicitado para proferir discursos o recitaciones en las fiestas
escolares, amigo de los curas, encantado con la posibilidad de callejonear sin
rumbo por la Ciudad
de México, parecía que una Nueva Vida se abría ante mis pies. Conchita ya
elaboraba desde entonces laberínticos planes para cuando me convirtiese en
ingeniero, médico o abogado. Me educaba para un destino prócer.
Pero iba creciendo en mí una nueva rebeldía, más
desesperada que todas las anteriores. Conchita creía en el restablecimiento
mesiánico del hogar ideal, el del abuelo Joaquín de su infancia, y según ese
esquema yo quedaba completamente subordinado a mi hermano, tres años y veinte
kilos mayor que yo: un escuincle de lo más atorrante y resentido contra el
Usurpador que de la noche a la mañana le quitaba la mitad de la atención de
Conchita, la mitad de su cuarto, y encima le imponía la obligación de andarlo
trayendo y llevando por todos lados como pilmama. “Ninguno va solo a ninguna
parte; los dos deben andar siempre juntos, comprendiéndose y cuidándose como
buenos hermanitos”.
Los buenos hermanitos legales, de papá y
mamá, los dos blanco-alfaro, nos detestábamos; nos dirigíamos miradas asesinas.
Él me considerada un escuincle pueblerino, meado y usurpador, con quien no
quería que ni de lejos lo vieran sus amigos. Yo lo veía como egoísta, verdugo y
pendejísmo. Con frecuencia me aporreaba bien y bonito, surtidito, sobre todo en
las fechas de calificaciones, porque el método escolar de Conchita no había
operado en él con tan buenos resultados, mejor dicho: con ningunos resultados.
Decidí entonces que la Ciudad de México era demasiado chica para
nosotros dos. Y algún día que me golpeó e insultó más de lo habitual, lo que ya
estaba con mucho fuera de todo lo soportable, en la escuela y delante de otros
niños, con la firme promesa de ahora sí
romperme de veras la madre al llegar a casa, decidí que tenía que escaparme de
Conchita y de su monstruito cavernario, mi hermanito-de-padre-y-madre, de Raúl
y Trini.
3
El 11 de abril de 1961,
después de comer, salté el muro posterior del campo de futbol del Instituto Don
Bosco, por Iztapalapa, para regresarme a Tulancingo, a casa de la mamá Lucha
chica (la mayor ya había fallecido). Mejor la vida de rancho que la de víctima
y criado de mi hermano. ¡Y nunca más una humillación, ni un aporreo!, me prometí.
Estas cosas no las podía concebir Conchita:
nos quería y trataba a ambos por igual: la dinastía Alfaro, los vástagos de los
sacrosantos abuelos María y Joaquín; nos daba todo lo que necesitábamos, ¿por
qué algo tenía que ir mal entre dos hermanitos Alfaro? ¿Acaso nos faltaba algo?
Vivíamos casi como ricos, incluso con ciertas extravagancias (mi hermano poseía
un equipo completo de buzo, que nunca usaba), gracias al alto salario y a los
trabajos extra de Conchita, empinada durante interminables horas frente a la
sumadora eléctrica, sobre las hojas de contabilidad y los alterones de recibos
y facturas, en la mesa del comedor.
Bueno: ocurrieron la diferencia de tres
años, veinte kilos y una acumulada discordia; la eterna lucha por el poder en
un departamentito donde los dos estábamos solos casi todo el día y la
convicción de mi hermano de que yo había llegado a robarle lo que era suyo,
exclusivo. Me calificaba, no sin argumentos, de petulante y maricón. No quiero
ni recordar lo que entonces yo pensaba de él.
Imaginé que caminando por Calzada de Tlalpan
–siempre fui un buen caminador- podría llegar antes del anochecer a la Villa de Guadalupe, que era
la última parada de los ADO que iban a Tulancingo. No llevaba dinero, pero
muchos choferes de Tulancingo conocían a las Luchas, y –confiaba- podría
pagarles al llegar allá. Las Luchas pertenecían a la distinguida familia del
profesor Aurelio Jiménez, a quien nadie le negaba nada en Tulancingo.
Me he contado tantas veces esta aventura
desde entonces que ya no sé qué inventé en ella y qué realmente sucedió. Debí
urdir algunas mentiras al no encontrar, ya bastante noche, camiones ADO a
Tulancingo cerca de La
Villa. Mis mentiras, sobre todo las más disparatadas, solían
tener cierta verosimilitud o encanto entre las señoras. Quizá me conté
huérfano, extraviado, fugitivo, víctima de no sé qué conspiraciones
dickensianas o zodiacales. Ya había visto muchísimas películas en las funciones
triples del Cine Morelia y algo sabía de Salgari y de Mark Twain, en ediciones
simplificadas.
El caso es que no tardé las dos horas y
media reglamentarias de autobús de México a Tulancingo, sino tres días, en cuyo
transcurso fui hospedado, agasajado y financiado por dos familias humildes del
rumbo de la Villa. Algo
debieron influir mi uniforme de colegio privado elegante, mi cara de mosquita
muerta, que sabía enternecer, y (espero) algún talento inventivo.
Cuando llegué cantarín y chiflador tres días
después, un mediodía, a casa de Lucha, dudando si me recibirían con una fiesta
(pues así Lucha triunfaba sobre la mandona y sabihonda Conchita) o con una
buena paliza por andar tres días como Huckleberry Finn por el ancho y ajeno
mundo, cuando al menos podía haber hecho alguna llamada telefónica por cobrar,
empecé a ver rostros que se asomaban, morbosos y boquiabiertos, por los
visillos de las ventanas, por los resquicios de zaguanes, por sobre el
mostrador de las tiendas de la calle de la casa.
Que de dónde venía, que con quién había
estado, que las tías y mamás ya me creían muerto, que me habían andado buscando
la policía y hasta los bomberos por el río podrido y los cenagosos alrededores
del Instituto Don Bosco, que hasta en la tele me habían anunciado como
desparecido, exhibiendo una foto donde lucía un traje (franela y peluche) de
león, que había servido para una función de circo en una ceremonia de fin de
cursos.
“¡Ora sí la hiciste en grande!”, me dijeron. Se trataba de
una frase familiar: ora sí la había hecho en grande cuando me escapé con un
rancherito a una huerta a empacharnos con perones, y luego a un establo, a
examinar los genitales de vacas, bueyes y burros; y luego a jugar en los
alrededores de la estación del tren; cuando nos aventamos dizque a nadar en el
Río Tulancingo, que ya era un desagüe flaco lleno de trapos, zapatos y perros
muertos; cuando nos robamos un block de papel membretado de la escuela y
pedimos perentoriamente –desde la máquina de escribir Remington de mi tío- a
todos los padres de familia de nuestro grupo una contribución especial para las
obras de la capilla, que pensábamos gastárnosla en la feria de Nuestra Señora
de Los Ángeles (nos descubrieron por dos o tres errores de ortografía, pero la
mayoría de los padres de familia cayó en la trampa); cuando nos trepamos a la
azotea de la casa de un amigo, donde habían instalado un gallinero, y agotamos
los veinte o treinta huevos del día en dispararlos festivamente contra los
transeúntes.
Mi retorno a esa improbable arcadia no fue venturoso.
Asombró mi aventura, pero mis parientes me vieron como un caso definitivamente
perdido. Quizás me imaginaron muy pronto en el Tribunal para Menores. Algo se
habló de algún internado religioso o militar, donde finalmente me domesticaran.
Conchita, dolida y humillada, se opuso sin
embargo a todo ello, en misteriosos conciliábulos telefónicos que yo espiaba
desde debajo de mis cobijas, haciéndome el dormido. Finalmente apareció con el
carrote, con su amigo misterioso y con mi hermano. Me treparon en vilo, sin más
contemplaciones. No sé qué habían hablado entre ellos, pero adoptaron
conjuntamente la política de tratarme con lejanía y respeto. Sobre todo mi
hermano me veía raro, incómodo en su culpa, y como si yo hubiera de repente
crecido tres años y engordado veinte kilos. Por fin me veía casi como a un
igual. Nunca volvió a pegarme (lo que constituyó una no pequeña ganancia). Nos
seguimos llevando muy mal, pero en silencio, guardando distancias, hasta la
fecha.
Como se ve, no soy un buen creyente de la
fuerza de la sangre. Creo en las afinidades electivas: Conchita me eligió a mí
y yo la elegí a ella. Y de ahí, amor apache.
Durante meses viví con
Conchita como un matrimonio mal avenido pero cortés, lleno de silencios, hielo
y amabilidades. Pensé que la había perdido para siempre y que me toleraba por
lástima, mientras yo llegaba a la edad en que pudiese deshacerse de mí sin
remordimientos (pues Trini se había vuelto a casar y a llenarse de hijos).
Pensé que ahora sí estaba completamente solo en el universo y que no me restaba
otra solución que lanzarme solo a la vida cuanto antes, en un chapuzón suicida
–esta idea romántica siempre me ha fascinado.
Ensoñaba a mis diez años con todo tipo de
escapes cinematográficos, recordaba los cuentos de vagabundos e hijos pródigos que
se lanzan por los caminos del mundo cargando su alforja en la vara que llevan
al hombro. Fui un automático admirador y enamorado de los “muchachos terribles”
de Gide, Martin du Gard y de Cocteau.
Entre tanto, a cumplir con la escuela. Me
encarnicé en el estudio por orgullo, para que no me acusaran luego de abandonar
la escuela por no poder con los libros, y porque no apetecía nada más. Y por
prepotencia: “¡Ahora van a ver quién es un Alfaro, cabrones!”, como diría
Conchita. Ninguna otra cosa me divertía ni pasaba por mi cabeza. Sólo la de
crecer muy rápido para largarme lejos, muy lejos y totalmente solitario. Había
elegido los Mares del Sur.
Fue mi mejor año escolar, casi apoteósico.
El mejor promedio general, las medallas de primer lugar en la mayoría de las
materias. Tenía derecho al premio mayor, la Medalla de Excelencia, pero, como me recurrirá
con frecuencia, los mentores privilegian la buena conducta sobre la mera
instrucción. Y vi coronarse como “excelente” a algún niño que iba muy por
debajo de mis notas en casi todos los campos, pero que era “muy buen chico”.
La noche de fin de cursos
tuvo ese patetismo. Tantos dieces, diplomas y medallas para nada. Con cuán
menores méritos los modositos se calzan fácilmente las grandes coronas. Pude,
sin embargo, declamar “Los Motivos del Lobo” en la ceremonia, ante la euforia
general.
Durante el tedio de ese año me apegué a mi
destreza caligráfica y le compuse a Conchita un poemario: en una libreta de
pasta gruesa fui copiando meticulosamente los poemas más bonitos que encontraba
en los textos escolares (desde luego prevalecían Bécquer, Amado Nervo, Peza,
Díaz Mirón, Gutiérrez Nájera, González Martínez, Samaniego, Gabriel y Galán;
Rubén Darío, Lope, Quevedo, Calderón, Sor Juana). Ése fue mi primer libro, sin un
solo manchón ni error caligráfico, y Conchita lo releyó y tuvo en su buró hasta
su muerte, a la edad de sesenta y ocho años.
Después de la ceremonia de
fin de cursos, Conchita no me llevó a cenar machitos con tepache, o pozole,
como solía premiar mis buenos momentos. El amigo misterioso nos condujo
silenciosos y cabizbajos a casa. Pero ahí ella me tenía varias sorpresas: una
enorme, carísima enciclopedia juvenil en doce tomos, que había sido toda mi
codicia, para compensar la medalla de excelencia que me habían robado; unos
suéteres muy decorados, a la moda de César Costa; un kit completo de
rasurar: vasija de madera con jabonadura, brocha, rastrillo dorado, hojas
gillette, lociones. (Me había estado terminantemente prohibido rasurarme “hasta
que llegara el momento”, por más ridículos que se vieran mis bozos largos y
ralos en una cara demasiado aniñada).
Yo le tenía otra sorpresa: para evitar la
incomodidad de mi hermano, me había acercado a los curas, y me habían invitado
formalmente a estudiar el seminario menor. Debía presentarme en Puebla veinte
días más tarde. Aunque camuflado de fraile, me largaba finalmente de casa.
-¡Con una chingada! –rugió
Conchita-, primero te me largas como un criminal porque voló una mosca. Ahora
te quieres hacer cura. Pinche egoísta malnacido. ¿Y yo qué, y la familia qué, y
tu hermano qué? ¿Acaso sólo cuentas tú en este fregado mundo?
-Ya me dijiste que tú no
me quieres.
-Te mereces que te diga
eso y más. Pero anda, vete, te sientes muy listo, puedes decidirlo todo, ¿no?
Yo nomás te estorbo.
Rompió a llorar. Corrió a
su misterioso amigo y mandó a mi hermano a acostarse. Nos servimos unas cubas
–mi primera cuba- y platicamos hasta el amanecer. También mi primer cigarro. Lo
dijimos todo y no pudimos componer nada. Ni modo que eligiera entre mi hermano
y yo.
Fue a hablar con los
curas, me preparó la ropa y los útiles escolares, me llevó a un examen médico
exhaustivo y me depositó durante tres años en un internado salesiano que
funcionaba como primaria, secundaria y seminario menor, en Panzacola, Tlaxcala.
4
Me iba a visitar cada dos domingos, por temporadas todos los domingos.
La distancia restañó todas las discordias y heridas. Nuestros encuentros
–picnics en el bosque del seminario, para los que llevaba manjares de fiesta, chiles
en nogada y todo- eran alegres y tranquilos. Prefería cargar hasta México con
mi bolsa de ropa sucia y lavarla en casa a que me la percudieran en la gregaria
lavandería del seminario.
Me empezó a hablar como a persona adulta. Mi
brillantez escolar se había consolidado y la impresionaba. A ratos, cuando me
tocaba predicar revestido de monaguillo o frailecito, me admiraba como si fuese
un obispo. De repente me decía que no usara palabrejas tan rebuscadas, que a
ratos ya ni me entendía.
Me consultó la necesidad de inscribir a mi
hermano vago y mal estudiante en un internado estricto, porque ya no le hacía
el menor caso y en plena adolescencia se estaba desencaminando con sus pésimas
amistades de todos los billares de la Colonia Roma.
Durante los tres años que estuve en el internado, ella
conoció, por fin, cierto descanso, y alguna libertad y plenitud amorosas.
Estaba completamente sola y libre en su casa para agasajar al misterioso y fiel
amigo –duraron unos veinte años-, que se veía muy complacido (gracias a la
hábil conducción de Conchita, ya no parecía tan feo ni tan pobretón); y me
llevaba todo tipo de regalos al seminario (plumas fuentes, cámaras
fotográficas, portafolios de piel, como de ejecutivo) con la firme intención de
convencerme para que jamás, pero jamás me saliera de ahí.
Boté a los curas en 1965, en segundo se secundaria. Viví
con Conchita cuatro años más, ya en plena complicidad y camaradería hasta que
tuve que inventar un barroquísimo conflicto de caracteres para largarme de
nuevo. La razón fue que quise mantenerla completamente alejada de la vida gay
que había decidido seguir y que ella no podría sospechar, entender ni admitir.
Conchita pensó que mi nueva vida de intelectualón y artistuco me exigía cierta
bohemia, y estuvo finalmente de acuerdo.
Perdió su gran empleo hacia sus cincuenta años cuando,
seguramente por políticas deliberadas de la empresa para renovar su personal
ejecutivo, se empezó a enfrentar con incomodidades, absurdos y aun
humillaciones. La
Supergerentísima Señora Alfaro les cantó a los místers una
renuncia brevísima y sonora, según su estilo.
Vi con estupor cómo
se reconstruía desde cero, en empleos inferiores y con la tercera parte del
sueldo anterior. Adiós a los peinados de salón, a los vestidos elegantes, a los
zapatos finos, a las frecuentes parrandas y viajes a Acapulco. En compensación
se deshizo de las feroces fajas y dietas, y en cosa de meses asumió un porte
monumental. Empezó a usar unos vestidos sencillos, holgados, baratos, que ella
misma se confeccionaba, y que sólo en los estampados o en los colores
brillantes se diferenciaban de los que portaba mi abuela, durante su vejez, en
las fotografías.
Siguió como la madre generalísima de todos los chamacos de
apellido Alfaro y aledaños; tuvo docenas de ahijados en cuatro o cinco manzanas
a la redonda en la casita humilde pero con amplio jardín (una vejez dedicada a
los chamacos, a las plantas, a los gatos, a los perros y a los canarios) que
adquirió con sus ahorros por el rumbo de Iztacalco. Y tenía larga lista de
espera para amadrinar matrimonios, bautizos, quinceaños y primeras comuniones.
Las afligidas vecinas de la zona le llevaban a sus maridos briagos o mujeriegos
para que los regañara. “Ya no lo vuelto a hacer, señora Alfaro”, le contestaban
contritos y cabizbajos.
Además de mi madre, fue mi mejor amiga, mi cómplice
plenipotenciaria y mi compañera de parrandas durante sus últimos veinticinco
años. En un recital de Jaime López le tocó el pandemonium desatado por un fan
delirante que, en su éxtasis, tomó el extinguidor y lanzó el polvo tóxico
contra artistas y público en La
Casa de la Paz.
Cuando descubrió que frecuentemente organizaba reventones
en mi departamento, propuso que algunos se trasladaran a su casa, para
compartir la diversión. Yo ponía los tragos y ella la comida. En uno de ellos
logré escandalizarla: llevé a mi amiga Silvia Tomasa Rivera, quien se robó la
noche con bailes y poemas. Conchita estaba acostumbrada a ganar todos los
torneos de mujeres bravías, tequileras, gritonas y de opiniones mandonas y
ultraliberalísimas. “¡Qué bárbara esa Silvia, me comentó al día siguiente, y
qué lindos poemas!”
El 13 de septiembre de 1991 despertó con dolor de estómago.
Si hubiera temido una enfermedad grave habría acudido a un médico particular.
Pensó que era un achaque y se confió a su querido Seguro Social de jubilada, no
en balde había cotizado quincena a quincena durante cuarenta y tantos años.
Siempre le daban unos cuantos calmantes y le exigían que bajara veinte kilos.
Esta vez la internaron de inmediato.
Pasé casi cincuenta horas sentado en las salas de espera,
leyendo José y sus hermanos, de Thomas Mann. Los médicos me dijeron que
había que operarla: algo de la vesícula, no muy grave. Parece que además de la
vesícula hubo algo con el páncreas, una segunda operación en veinticuatro horas
de la que no despertó.
Nunca me enteré bien: los médicos y las enfermeras
cambiaban de turno a cada rato –nos trasladaron en ambulancias: ella en camilla
y yo a su lado, a tres hospitales: Iztacalco, Balbuena y Centro Médico- y sólo
ofrecían explicaciones evasivas, lacónicas, confusas.
La enterré el 17 de septiembre de 1991 en el Panteón de
Dolores, junto a sus padres y a Trini (quien había fallecido por infarto en la
propia oficina aduanal de Conchita, en el aeropuerto, unos quince años antes,
cuando la bíblica prole de Trini se trasladó de inmediato, en caravana, a casa
de Conchita, por cuya herencia llevan más de diez años mediomatándose). No he
vuelto a esa casa desde el día que Conchita murió. Tampoco he querido tratar
desde entonces a los “hermanos de José”, digo, de Joaquín.
Enjugué mi solitario dolor con algunas páginas de fray Luis
de León, en su Exposición del Libro de Job: “Mis faces se enlodaron
con el lloro, y sobre mis pestañas sombra de muerte... Porque el lloro mana
del corazón, que se derrite en lágrimas cuando está triste. Y véase que la
aflicción es mucha, pues el llanto tan grande que le ensuciaba la cara, y le
cegaba los ojos: que eso es cuando dice mis faces se enlodaron con lloro;
porque el agua de las lágrimas que le bañaba el rostro, y el polvo que sobre
ella caía, se convertía en lodo en las mejillas, y ni más ni menos lo que
añade, que sobre sus pestañas sombra de muerte, es decir, que del llorar
le nacían tinieblas en los ojos, que suelen cegar con el lloro: porque lo negro
y lo tenebroso, y lo que es noche y oscuro, es muy vecino a la muerte, que se
oscurece y envuelve en tinieblas la vida”.
2 comentarios:
La brevedad,la concisión,la narración directa y amena. La plena elegancia de la sencillez para hablar de las emociones más complejas con naturalidad profunda. Joaquín Blanco y la maestría del relato.
Te saludo con un abrazo Joaquín.
(Alejandro de la Garza)
Maestro. Cuando venga por Quito, no dude en llamarme. Será un placer acompañarle como taxista presentarle un parte de amigos, adorables como su tía Conchita.
Att.
Bladimir Ibarra
+593 98 220 9459
cbimbibarra@gmail.com
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