¿CÓMO SALVAR A ARTEMIO DE VALLE-ARIZPE?
por José Joaquín Blanco
por José Joaquín Blanco
¿Habrá modo alguno de salvar a Artemio de Valle-Arizpe (1888-1961)? El
último intento fue, hará treinta años, la antología, con un generoso ensayo de
Arturo Sotomayor, que publicó la entonces prestigiosa Biblioteca del Estudiante
Universitario (UNAM): Don Artemio.
¿Alguien lo lee ahora, alguien lo respeta? De repente se le reedita, pero en
tomos menos dirigidos a la lectura que al obsequio prestigioso, o al adorno.
Discípulo del poeta Manuel
José Othón y de Luis González Obregón (México
viejo), y contemporáneo de Reyes y de Genaro Estrada, fue el más prolífico
y tenaz de los “colonialistas” —escritores dedicados a reivindicar
pintorescamente a la
Nueva España —, de quienes ya el propio Estrada se burlaba
tanto en Visionario de la Nueva España como
en Pero Galín.
Produjo acaso medio
centenar de títulos (la cifra es incierta, pues hay textos recopilados con
títulos diferentes) que fueron muy gustados en su época: Valle-Arizpe era uno
de los escasos escritores mexicanos que agotaban sus libros; y los reeditaba, a
veces hasta configurar esbozos de bestsellers
como Virreyes y virreynas de la Nueva España
(1933), Por la vieja calzada de Tlacopan
(1937), El canillitas (1941), y
especialmente La Güera Rodríguez
(1951), así como diversos tomos de cuentos, leyendas o sucedidos de calles o
edificios coloniales, del tipo de Historias,
tradiciones y leyendas de las Calles de México (1959), que fueron
explotados sin piedad —ni crédito, ni regalías— por ciertos cómics,
radionovelas y telenovelas durante décadas.
Hay que reconocerle
méritos a don Artemio. Fue un escritor nato, no un burócrata de la historia o
de la literatura, a pesar de su largo (y discretísimo) reinado como Cronista de
la Ciudad
(1942-1961). Escribía porque le gustaba, de lo que le gustaba, y su apoyo
mayor, si no es que único, estaba principalmente en sí mismo y en sus lectores.
Tanto los historiadores
como los literatos de la época lo abominaban, sobre todo a partir de los años
cuarenta, cuando la literatura se pretende cosmopolita (“el mexicano
universal”), y la historia se hace “científica” en la universidad y en El
Colegio de México, con cierta razón... y con demasiados prejuicios.
La cierta razón:
Valle-Arizpe había aprendido de González Obregón y de otros estudiosos del
siglo pasado el oficio de sumirse en los archivos en la busca detectivesca de
la fuente y del dato. Pero ésa era su única credencial como historiador
moderno.
Era un mero abogado, toda
su cultura provenía de conquistas de autodidacta (la universidad, dizque
inaugurada en 1910, sólo empezó a funcionar, y pésimamente en cuestión de
humanidades, hasta 1920); no sé qué aprendió en sus años diplomáticos en Madrid
y Bruselas (1919-1928), salvo, desde luego, gastronomía y visitas a museos.
No sabía mucha historia
general. Escribía casi de gratis y con entusiasmo para periódicos o ediciones
que, en ocasiones, él mismo tenía que costear. Y alegremente mandaba a paseo a
todos los teóricos modernos de la historia y a todos los “mexicanistas” (que son
quienes conocen “científicamente” a México; los nativos sólo saben ideología,
estatuye el Colmex).
Encontraba su dato y, a la
manera antigua (digamos, de un Riva Palacio), lo transformaba en un relato,
donde se permitía toda la imaginación que le viniera en gana. Un Robert Ricard,
un Leonard Irving, un Karl Vossler, un Alfonso Méndez Plancarte, un Silvio
Zavala, un José Gaos, un Ramón Iglesia, un José Miranda, un Edmundo o’Gorman se
jalaban los pelos. ¡Pero está haciendo la anti-historia! ¡Está haciendo no-ve-las!
Como literato no le iba
mejor. Su ideal de narración era el costumbrismo romántico (un José T. Cuellar,
“Facundo”, perdido en La Profesa ), pero ya no tan
dirigido a rancheros y chinas poblanas de vecindad como a duques, espadachines,
frailes y virreyes. Disfrutar la viñeta colorida, aderezada con cierto humor.
Esto en la época de las vanguardias, o del realismo directo y brutal de Azuela
y Guzmán.
Y escribía en la “fabla del habedes”, que Estrada
ridiculizó: un castellano más bien actual y coloquial, pero adrede amanerado
con multitud de arcaísmos y palabras de sacristía, para que sonara como del
siglo XVII. Así, del dato extraía muy libremente una anécdota pintoresca, y nos
la aderezaba con colonialismos, a manera de pátina sabrosa.
De cualquier manera,
gracias sobre todo a Valle-Arizpe se rompió la ignorancia y el desprecio de la
sociedad mexicana medianamente culta por la Nueva España. Quiso
vendérnosla como una época llena de color y romanticismo, con cuentos macabros
y óperas bufas, pletórica de vida sensorial: comida, edificios, retablos,
muebles, música, puñaladas, líos de herencias, motines de monjas, ceremonias,
escenas populares, efemérides eclesiásticas. Un balzaciano de Loreto y la Plaza Mayor ; un
proustiano de la Santa
Veracruz y la
Alameda.
Hizo un poco con la Nueva España lo que
los novelistas europeos —buenos y malos— lograron con respecto a la Edad Media :
transformarla de una oscuridad de polvosos trebejos en un escenario
emocionante. Tan lo logró que se agotaban sus ediciones, e invadió —por
intermedio de coautores piratas— la radio, los cómics, la tele. ¡Ah, si se le
hubiera ocurrido “El jorobado de la
Basílica de Guadalupe”!
Nuestros críticos de
historiografía y de literatura no lo han zaherido, sólo lo ningunean por
completo. Se odia algo más que un uso “demasiado insuficiente, anecdótico e
imaginativo” del dato, y que ciertos rasgos “anacrónicos” al concebir y narrar
un cuento. Lo que detestan los criticastros y profesorucos en Valle-Arizpe es
algo más profundo. Esos ruines pecados podrían tratarse de:
1) Don Artemio es un
escritor auténtico, malo o bueno, pero escritor, creador, no un cofrade de la
industria académica ni de parnaso alguno;
2) que como tal, opina a
su manera, que les resulta un tanto caótica, y no según escuelas, modas o
tendencias; esa manera es la de un librepensador maderista (fue diputado
maderista por Chiapas, 1910-1912, aunque nació en Saltillo y murió en la Colonia Del Valle) que
se emociona con el pasado novohispano, pero con un sesgo harto juarista y
bohemio, incluso a pesar de sí mismo, tal vez a ratos involuntariamente.
Este cantador de frailes y
monjas conoce y ama la lujuria. “¡Se está cachondeando a las monjas de La Concepción !”,
denunciaría algún exmarxista profesor de la Ibero. Este venerador
de catedrales, y lamentador de la destrucción de los antiguos conventos, conoce
muy bien de qué pie cojeaba el clero, y lo dice. “¡Está pintando a los frailes
como si fueran gandules, espadachines o arrebatacapas!”, gritaría alguna lerda
profesora del Colmex, quien se imagina abadesa clarisa de la Sociedad Civil.
Y 3) a la manera de un
prosista del siglo XIX, no privilegió géneros especializados. Nunca dijo: ahora
hago novela, ahora sátira, ahora historia, ahora ensayo, ahora cuento; hacía
escritos. Escribía, ¿para qué más? Hacía su
literatura. Y tenía lectores. Muchos.
Los historiadores lo
encontraban demasiado literato; los literatos, demasiado historiador. A los
cultos molestaban sus anacronismos de amateur
o de superviviente de épocas pre-universitarias; a los populacheros, ¡tanto
vocabulario, tanta cultura! A los mundanos les resfriaba tanto cura; a los
clericales, tanto mundo. La izquierda decidió que la Nueva España era, sin
más, una causa reaccionaria; la derecha, que su autor y sus libros eran non sanctos. (“La función del escritor
verdaderamente cristiano, filosofaría el arzobispo-académico Luis María
Martínez, es pintar el edificante ‘deber ser’; no el insignificante ‘ser’ de
los pecadores”.) La academia susurró, escandalizada, que no eran académicos.
Los diletantes, que no eran modernos. El lector común, por miles, decidió en
masa leer varios de sus libros.
En suma, quienes hubieran
podido celebrar su obra colonialista, compadres del PAN y de la Iglesia , gente del rumbo
de los Caballeros de Colón, lo encontraban endiabladamente mundano, casi
obsceno, frívolo, irónico cuando no sarcástico, con respecto a los abalorios
coloniales que querían objeto exclusivo de servil veneración
ideológico-religiosa. Consideraban a Valle-Arizpe casi un sacrílego que
ventilaba los trapos sucios de la
Iglesia con el pretexto de hacer historia colonial.
Y quienes hubieran querido
combatirlo, se declaraban vencidos a las primeras cincuenta páginas de
cualquiera de sus tomos, por la aparición de tanto Caballero de Santiago, tanta
monja, tanto estípite, tanto alarife, tanta alcaicería, tanta cerámica y
confitería, y sin ir más allá, lo condenaban al silencio de un museo. “¿Por qué
no escribirá este catrín algo más
moderno?”, susurraría algún asiduo vanguardista del Café París, en 1934, en el
intersticio que le dejaban sus sueños de colocarse, cardenistamente, de
funcionario en el gobierno.
Sólo lo apreciaba —y
saqueaba, siempre con crédito y provecho, sobre todo en la tele, en sus
pláticas sobre las calles de la
Ciudad de México— Salvador Novo, quien nos cuenta de don
Artemio cosas sorprendentes (La vida en
México en el periodo presidencial de Adolfo Ruiz Cortines). Una, que era un espléndido conversador, cosa
que no se nota mucho (pero a ratos se insinúa) en sus libros, pues siempre
traduce su lenguaje natural a “la fabla
del habedes”. Segunda, que no se le encontraba mucho en las sacristías ni
en los archivos, sino cotidianamente, con puntualidad, ataviado de punta en
blanco cual prócer porfiriano, con sus bigotes respingados y sus lentes
redondos, perfumado y coquetón, en el cine: primera función de la tarde,
siempre solo. ¿Qué prodigios caballerescos iba a buscar, solo, en los cines, a
tan juvenil hora, además (supongo) de la película?
Claro que se le habría
podido preguntar a Novo: y tú, cuando descubriste in fraganti a don Artemio, ¿que andabas haciendo, también solo,
también muy ataviado y perfumado, en tal cine, que pasaba tan rascuache y
conocida película, a esas juveniles horas de la tarde? Hélas! les cinémas d’hier!
De modo que para salvar a
Artemio de Valle-Arizpe hay que empezar por considerarlo principalmente como un
poeta gustosamente solitario —bueno o malo, pero auténtico— que bogaba a su
propio capricho, contra las poderosas corrientes adversas de la historiografía
y de la literatura de su tiempo.
Sí, se quedó fijado en la
concepción juvenil, porfiriana, que se hizo de ambas disciplinas hacia 1910, y
contra viento y marea trató de realizarla en su madurez y en su vejez. Eso
quería. Eso hizo. Al diablo los demás.
Muy probablemente casi
todos sus libros pudieron haberse escrito antes de la Revolución (que lo
encuentra ya de 26 años). Ese
liberalismo esencial al mismo tiempo muy crítico de las tropelías de los
liberales (el fanatismo ideológico; el saqueo venal, corruptísimo, y la
destrucción de bienes eclesiásticos); ese amor por la herencia religiosa
colonial, a la vez muy consciente de todos los grandes pecados del clero, a
ratos incluso jacobino (alguno de sus cuentos de convento habría divertido a Diderot);
ese erotismo acezante, pero siempre contenido, en el umbral de fuego; ese culto
por lo pintoresco, por los aparecidos y bandidos de novelas de folletón, por
los adulterios y otros pecados ocultos de gente famosa o encumbrada, por la
caricatura irreverente pero jamás incendiaria.
Incluso su “fabla del habedes”, su artificioso
lenguaje colonialista, era una aspiración de algunos modernistas; en sentido
contrario, hacia la celebración del gaucho y de la vida campirana, Leopoldo
Lugones echó a perder todo un libro de relatos con una “fabla gauchista”. (Luego, Luis González y González inventó en Pueblo en vilo y otros escritos una “fabla ranchera”, no menos artificiosa y
pesada, ¿pero quién le ladra a Luis González y González entre el servilismo
intelectual del Colmex, de la
Ibero , de la
UNAM ?).
Colonialista indiscreto,
Valle-Arizpe nos lleva a la prestigiosa Nueva España también para hurgar o inventar en ella rincones incómodos, chuscos
y pecaminosos. Busca con frecuencia
la perspectiva inconveniente, sarcástica, delatora del pasado; el pícaro Canillitas, y una cocotte política: La Güera Rodríguez ,
amante de todo prócer, de Bolívar a Iturbide, son algunos de sus grandes
aliados en su tarea de hacer de la Nueva España el centro de nuestras nostalgias, sí,
pero sin olvidar sus calles apestosas con hartos puñales, pleitos a muerte por
honra o por centavos en las narices mismas de la Virgen y del Santísimo,
alcobas turbias de carne viva, y una casa interminable de la risa bien surtida
de manjares y golosinas por religiosas pantagruélicas. Nunca han sido más tragones los novohispanos que en un escrito de
Valle-Arizpe.
Mucho, muchísimo más se
sabe hoy en día de la
Nueva España de lo que Valle-Arizpe conoció o soñó. Se han
reorganizado posteriormente los archivos; se ha becado a centenares de barbudos
extranjeros e imberbes y pasantes mexicanos para trasegarlos; se ha tenido que
hacer miles de tesis sobre tales documentos. Y los barbudos-de-los-barbudos
espigan, doctorales, en todo el material recobrado por sus tamemes académicos, y salen con alguna seriesota y archidocumentada
batea de babas summa cum laude,
generalmente en honor del rey, de los virreyes, de los hacendados y mineros, y
sobre todo del clero. ¡Eran tan buenos como el pan! Qué crimen de los ultras liberales ¡y masones! haberlos
tocado. ¡Qué i-rra-cio-na-li-dad luchar por la independencia!
Artemio de Valle-Arizpe,
con el oficio que tomó —en asalto autodidacta— de sus escasos predecesores (Del
Paso y Troncoso, Marroqui, García Icazbalceta, Antonio García Cubas, Orozco y
Berra, Genaro García, Luis González Obregón; además, claro, de toda la
literatura e historiografía novohispanas entonces asequibles), soñó su propio
sueño; independientemente, en su cuarto, a su manera, sin oportunismo
mercadotécnico, académico, literario, ideológico ni político alguno. Tuvo la
suerte de contar en su propio tiempo con algunos miles de lectores (que eran
todos los lectores de México, y algunos más).
Siempre he leído a Artemio
de Valle-Arizpe, a quien me impuso en la preparatoria, como modelo de escritor,
mi maestro Arturo Sotomayor, su discípulo; algunas veces he escrito
elogiosamente de él (Revista de la Universidad ,
mediados de 1977); otras le he ladrado. A mi manera, “artemicé” en La literatura en la Nueva España y Esplendores y miserias de los criollos
(Cal y Arena).
POR LA VIEJA
CALZADA DE TLACOPAN
I
La idea fue inspirada. Su eficacia continúa sesenta años después: en Por la vieja calzada de Tlacopan (1937;
sigo la segunda edición, corregida y aumentada, de Compañía General de
Ediciones, 1954), Artemio de Valle-Arizpe cuenta cuatro siglos de historia de
la ciudad de México a través del relato de una sola calle. Nuestra Main Street , diría Sinclair Lewis.
Se trata de la que
los mexicas llamaban Tlacopan, y que ahora, empezando desde las espaldas de
Catedral, admite los nombres de Guatemala (solo una cuadra), Tacuba, Hidalgo,
Puente de Alvarado, Ribera de San Cosme, hasta lo que fue la Fuente de Tlaxpana o “de
los músicos” (porque tenía estatuas de músicos), cerca del Circuito Interior
—donde una “excapilla británica” señala el sitio del cementerio para
protestantes, y para los ateos, masones y descreídos a quienes les Iglesia
negaba, hasta que Juárez decidió otra cosa, sus panteones.
Esa calzada (que en la Colonia se repartió en
diversos nombres: Escalerillas, Tacuba, Santa Clara, Betlemitas, San Andrés,
Terceros, Santa Isabel, Puente de la Mariscala , Santa Veracruz, San Juan de Dios,
Alameda, San Diego, San Hipólito, San Fernando, Buenavista, San Cosme,
Tlaxpana) era la calle más grande de la ciudad y, con la de San Francisco, una
de las más ricas e importantes.
La recorría un acueducto
de 900 arcos (que llegaba desde Santa Fe y Chapultepec —con sus dos corrientes,
una de agua “delgada” (que se entubó en plomo desde fines del siglo XVII) y
otra de agua “gorda”— hasta el Puente de la Mariscala , donde hoy
está el Eje Central), y en ella se asentaba buena parte de los edificios más
suntuosos e importantes de la ciudad: el seminario y la universidad (durante
algún tiempo); Catedral, el palacio de Cortés (que “era menos un palacio que
otra ciudad”), un grupo de tiendas llamado Alcaicería, diversos conventos,
templos y hospitales, como los ya mencionados que dieron sus nombres a las
calles; además del actual Palacio de Minería, la Alameda , el quemadero de la Inquisición , la Casa de la Pinillos o Palacio de
Buena Vista [actual Museo de San Carlos], Mascarones, etcétera. De este modo,
Valle-Arizpe tañe un nervio fundamental de la ciudad. Retomará esta inspiración
(con mucho menor fortuna, a pesar de sus célebres páginas sobre los barberos y
las tortas de Armando) en Calle vieja y
calle nueva (1949), con respecto a la actual 16 de Septiembre, y en El Palacio Nacional.
Según su manera habitual
de escribir, este libro es una mezcla de géneros (historia, literatura, crítica
de arte, periodismo) y una mezcla de estilos. Recae en el artificio de amanerar
adedre su prosa con ultracorrectismos (“redichos”, se decía antes, v. gr.: diferenciar cementerio, el
sitio, de panteón, el conjunto de monumentos); con arcaísmos (“la fabla del habedes”, como en “sus
amigos eran la horrura de la ciudad”, “con los baratos se ganaban amigos” y
“doce hampones de los de su carpanta”); y lo que es más desagradable, con
“beatismos”, para nombrar de alguna manera la imitación del estilo hagiográfico
de los viejos clérigos: “Pedro López tenía alma seráfica de un santo... Lleno
de bondad se dedicó solamente a hacer el bien, se puso en la obligación de
repartir beneficios. No descansaba nunca en su caridad; en dondequiera se
manifestaba amplísima... Más de cuarenta años trabajó con ardentísimo celo, con
infatigable tesón, sin que se amenguara su constancia...”
Nos insiste continuamente,
sin que le conste ni venga a cuento, que todo predicador era devoto, todo
fraile de hospital un santo mártir, todo establecimiento religioso una labor
angélica; y esto menos con una genuina intención religiosa que estilística:
parecerse a los antiguos textos que narraban la vida y vicisitudes de las
instituciones religiosas. Cuando de alguien dice que fue “un santo varón”, no
está metiendo las manos en el fuego por su virtud, sino reproduciendo un rasgo
de escritura hagiográfica, de la misma manera que un mal seguidor de Góngora
escribiría “solitudines” por “soledades”.
Estos son sus principales
escollos. Con demasiada frecuencia, cuando Valle-Arizpe quiere sonar arcaico,
compartir el tono digamos de un escrito de Mendieta, Torquemada o Sigüenza y
Góngora, suena simplemente beato, a predicación anacrónica. También a menudo,
el lector se pregunta qué tanto de lo que está leyendo es historia auténtica,
qué es simplemente leyenda o folklore eclesiástico (v.gr.: los frailes guapos que se desfiguraban con fierros ardientes
la cara, para que no les hicieran ojitos las feligresas), y qué está el propio
autor inventando o sobrecargando de tintas sobre la marcha.
Un ejemplo: los documentos
antiguos de la edificación, consagración o reconstrucción de edificios
religiosos suelen proliferar en mentiras o exageraciones sobre la virtud o santidad
de sus fundadores, autoridades y benefactores. Eso es el lugar común.
Habitualmente se alababa, con exageración barroca, a esas personas. Y no por
ello vamos a creer que la
Ciudad de México era la Ciudad de Dios; simplemente, que se solía
escribir así en agradecimiento o memoria de los donantes y las autoridades, del
mismo modo que en nuestro tiempo se habla en las inauguraciones,
conmemoraciones y obituarios del patriotismo y la “vocación de servicio” de
políticos como Echeverría, López Portillo y Salinas, o empresarios como
Espinosa Iglesias, Alejo Peralta y los Azcárraga.
A Valle-Arizpe le gusta
este rasgo de estilo, y nos refiere tales “vidas ejemplares” como si esos
lugares comunes hagiográficos fueran hechos históricos comprobados. Los
novohispanos sabían que llamar “santo varón” a alguien en tal celebración
constituía una simple rutina protocolaria; nosotros sabemos tomar con pinzas
los elogios del patriotismo y la “vocación de servicio” de nuestros próceres y
potentados.
En otras ocasiones el novelista
se apodera del historiador y nos cuenta, como si hubiera estado ahí, que tales
monjas de Santa Clara de veras eran unas furibundas, y que tales maestros
betlemitas de veras eran todos los días unos sádicos con los niños. ¿Unas y
otros realmente fueron particularmente así, a diferencia de sus contemporáneos,
o simplemente Valle-Arizpe encontró al azar alguna referencia a la que le vino
en gana enfatizar? En todos los conventos de monjas hubo algún pleito a muerte
por el nombramiento de alguna abadesa; en todos los colegios de niños se usaba,
hasta hace muy poco, la varita de membrillo.
Hasta ahí las objeciones.
Lo demás es crónica o conversación histórico-literaria eficaz. Paseamos a
través de la vieja calzada de Tlacopan, y a cada paso vemos resaltar el perfil
de un sitio, de un edificio o de una costumbre (el Paseo del Pendón, el salto
que nunca dio Alvarado, y la no tan novohispana costumbre de quemar judas, por
ejemplo), a través de los siglos, desde la Noche Triste de 1520
hasta principios del siglo XX, cuando se levantan los palacios porfirianos (el
actual Museo Nacional de Arte, Correos, Bellas Artes) sobre las ruinas
novohispanas.
Priva cierta superstición
de que lo noble de una ciudad es no
estar habitada, sino decorada: ser
una maqueta sacra. Valle-Arizpe se emociona con una anticivil calle de lujosos
templos, conventos y palacios, en los siglos coloniales, y se aburre con la
nueva, del siglo XIX, que se dedica civilmente a la vivienda (hasta San
Hipólito, que era iglesia y manicomio), y al lujo campestre (de San Fernando a
Tlaxpana), con algunos antros y “tívolis” suburbanos, quintas para vacaciones y
su gran estación del ferrocarril.
Sólo le dedica entonces,
además de refunfuños antimodernos y antiliberales, un catálogo de “vecinos notables”,
entre los que se cuentan cuatro damas famosas: la desgraciada exvirreina
O’Donojú, caída en la indigencia (desatendida en México durante su viudez y
odiada en España, a causa de la puntada de su marido de conceder tan
automáticamente la
Independencia ); la criadita Josefa Ortiz, algo casquivana,
que se convertiría —ya con hijos— en esposa del corregidor de Querétaro; la
marquesa Calderón de la Barca ,
excelente autora de La vida en México,
y la feúcha soprano Ángela Peralta, quien había triunfado en La Scala de Milán con la Lucia de Lamermoor. Hay próceres como el
general Santa Anna (a quien el endiablado Valle-Arizpe elogia como ¡el
introductor del chicle en los Estados Unidos!), el mariscal francés Bazaine, el
impenitente ultraliberal Manuel Romero Rubio e Ignacio Vallarta; sabios del
tipo del doctor Eduardo Liceaga, a quien la Patria agradecida convirtió en esa fea estatua,
tiznadísima, que dirige tan mal el tráfico entre Río de la Loza , Avenida Chapultepec,
Bucareli y Avenida Cuauhtémoc; y arquitectos como el magnífico Tolsá y Lorenzo
de la Hidalga ,
quien otorga la rima en su apellido. Proliferan los literatos: el bibliógrafo
Beristáin y Sousa (a quien le dio el torzón en pleno púlpito de catedral, por
injuriar en su sermón a los insurgentes); Lizardi (no pagó la renta y se burló
de su casera), Alamán, Prieto, Payno, Riva Palacio, Altamirano, Gutiérrez
Nájera, Francisco Pimentel, Joaquín Arcadio Pagaza, Joaquín García Icazbalceta,
Justo Sierra...
II
Todo el libro es una andanada contra los “bárbaros” que destruyeron el
patrimonio colonial. Ciertamente Juárez y su generación se llevan la palma,
pero Valle-Arizpe recuerda (sólo que sin énfasis):
1) Que los edificios
novohispanos también eran —pobrecitos— mortales: se incendiaban, se
resquebrajaban con los temblores y las inundaciones; sufrían la especulación,
la violencia y los más diversos caprichos de sus propios contemporáneos: así,
la mayor parte de los templos y conventos del siglo XVI y principios del XVII
no fue destruida por los liberales, sino por los propios novohispanos que
también tenían sus cambios de ambición y de gusto: el siglo XVIII tiró
muchísimos edificios viejos para construir otros, en un nuevo estilo, con mayor
opulencia;
y 2) Que, precisamente en
la calzada de Tlacopan, los novohispanos olvidaron las primeras sabias
ordenanzas de construcción, que tomaban en cuenta que se trataba de una zona
lacustre, fangosa, donde ocurrían temblores, y recomendaban levantar sólo
edificios ligeros de tezontle. Desde el propio siglo XVII se hundían los
templotes, los conventones; el Palacio de Minería se hundió, recién inaugurado;
el convento de Santa Isabel, donde hoy está Bellas Artes, también se había
hundido muchísimo, cuando fue derribado, en parte porque ya era un vejestorio
insostenible.
Pero se le olvida a
Valle-Arizpe que una ciudad no es un museo eterno, una maqueta en vitrina, y
menos cuando no hay turismo (no lo hubo hasta bien entrado el siglo XX).
Ninguna ciudad se dedica a subsidiar miles de monumentos, a expensas de la
actividad económica y social de su tiempo. No existe el París que fundó Julián
el Apóstata. También Madrid y París, durante los siglos XVIII y XIX,
derrumbaron buena parte de sus vejestorios para edificar novedades —y por ahí,
que se sepa, no anduvo Juárez.
Tampoco convence mucho en
el sentido de que todo templo o convento desaparecido, sólo por ya no existir,
fuera una gran obra de arte. De muchos ni siquiera sabemos sino puras palabras
—y los novohispanos, al cabo mortales, también sabían mentir—, o estampas vagas
(y aun falsas: hay un óleo de la
Ciudad de México que pinta una catedral concluida un siglo
antes de que lo fuera en la realidad, y coronada de una enorme torre solitaria
que sencillamente nunca existió). Lo más probable es que la mayoría de los
monumentos religiosos desaparecidos se parecieran demasiado a los muchos que
todavía infestan nuestro pobre Centro Histórico, tan escaso de
estacionamientos.
Su furia, sin embargo, es
razonable y auténtica. Sobre el Hospital de Terceros (para los franciscanos de
tercera categoría), al que sin fundamento ostensible considera el más
filantrópico del mundo —¿por qué más o menos que otros hospitales?—, nos señala
que había logrado sobrevivir hasta la Reforma , cuando fue presa de la rapiña liberal.
Aun así, echado a perder incluso por Maximiliano, quien se puso a modernizarlo,
alcanzó la linde de nuestro siglo.
Entonces “este edificio
fue demolido hasta sus mismos cimientos para construir en su lugar la actual
casa de Correos. A este propósito y asimismo al del derribo que se hizo del
Hospital de San Andrés para que el arquitecto italiano Silvio Contri levantara
Comunicaciones [actual Museo Nacional de Arte], y al de la demolición de Santa
Isabel con el objeto de que Adamo Boari, también italiano, edificara el costoso
Teatro Nacional o Palacio de las Bellas Artes, recuerdo las expresivas palabras
que Carlos V dijo a los canónigos de Córdoba cuando visitaba la famosa Aljama:
‘Hacéis lo que puede verse en todas partes y habéis destruido lo que era
singular en el mundo’”.
¿Eran tan singulares, o simples construcciones barrocas del tipo que
“puede verse en todas partes” en México, Hispanoamérica, España, regiones de
Italia? Los edificios mexicas, en cambio, sí habían sido “singulares”,
sencillamente porque no respondían a una cultura extendida en dos continentes,
sino regional, y no hubo en la
Nueva España ningún Valle-Arizpe que recordara la frasecita
de Carlos V. También fueron objeto de piqueta y rapiña. Se gime tanto por “la
piqueta de Juárez”, y tan poco por las de Cortés, Zumárraga, Velasco, Palafox.
Lo que ocurre es sencillo:
el mundo se rige por el duro presente, no por nostalgias nacionalistas de una
Edad de Oro. Así como para los españoles las construcciones aztecas eran
aborrecibles porque representaban una cultura “demoniaca” y “bárbara”, que
además no les servía de nada y estorbaba sus intereses, a los propios
novohispanos ilustrados del siglo XVIII, a los liberales y a los porfiristas
les resultaron odiosos los monumentos barrocos porque eran enormes palacios
“ociosos”, “incómodos”, “insalubres”, “muertos”, “no productivos”, muy costosos
de mantener, que ocupaban demasiado terreno en el suelo más caro de la ciudad.
Ellos no se distinguían
por la cultura de “recuperación del patrimonio nacional” propia del México posrevolucionario,
sino por la cultura de la construcción de una nación capitalista moderna. Los
liberales no admiraban tanto a Satanás, sino al Barón de Hausmann, quien echó
triunfalmente por tierra medio París.
“Sin ninguna necesidad de
derribar tan importantes monumentos arquitectónicos, prosigue don Artemio, los
edificios modernos con que los reemplazaron pudieron haberse alzado en otros
sitios de la ciudad que habrían embellecido. Esas viejas construcciones y
muchísimas más que han deshecho por todos los rumbos de México, debieron
haberse respetado, pues son de las que dan carácter, fisonomía y estilo propio
a una ciudad. El inmoderado afán de destruir es peculiar de todas las épocas en
nuestro país. Se dice que es progreso”.
Muy conmovedoras palabras,
pero totalmente arbitrarias. Ninguna sociedad, y menos en los siglos XVIII y
XIX, tenía como prioridad dar “carácter, fisonomía y estilo propio a una
ciudad”. La prioridad era económica y social. Muchos templos y conventos en una
época; muchos edificios de administración, negocios y servicios civiles en
otra. Y las nuevas construcciones no pudieron “haberse alzado en otros sitios”
sencillamente porque la gran avenida, la rentable, la que valía la pena, era la
vieja calzada de Tlacopan, la primera arteria comercial, que también descollaba
en cuestiones políticas y académicas, y no Tacubaya o Santa Anita.
Los mexicanos modernos
levantaron ahí el Palacio de Minería, el de Comunicaciones, el Correo, Bellas
Artes, porque respetaban más a los vivos que a los muertos, y más el valor de
los bienes raíces que novedosas ensoñaciones colonialistas. Habrían cambiado
con gusto un buen puñado de conventos por una servicial línea de ferrocarril.
¿Pero de dónde sacar dinero para modernizarse, en un país estragado? De la especulación
inmobiliaria. Al parecer, se trató además de un formidable negocio para un
grupo de modernizadores, a quienes la revolución (de la Reforma ) les “hizo
justicia” de esa manera.
III
Nosotros podemos pensar de otro modo, por razones ideológicas: a
diferencia de nuestros antepasados ilustrados y liberales, amamos “el
patrimonio cultural”. Ellos amaban el futuro, el progreso. Quién sabe qué
perspectiva sea más desastrosa: la sobrevaloración del pasado, o la del futuro;
la codicia de bienes, o la codicia de “raíces”, “identidades”, “esencias”.
Los novohispanos no tenían
este regusto enfermizo por su propia cultura. Sus templos y conventos eran
casas de Dios, de tales o cuales sectores importantes de su sociedad, y
cumplían funciones cotidianas precisas, y no intocables pedazos del alma
nacional, de la identidad mexicanista. Con toda tranquilidad tiraban un
edificio renacentista para alzar un barroco, y un barroco para reemplazarlo por
uno neoclásico, si tenían plata y ganas de levantar algo más a su gusto.
Por lo demás, todo este
jeremiqueo por “el pasado monumental” de la Nueva España está por
acabarse. Se funda en la premisa de un gobierno dadivoso que subsidie el
mantenimiento de los miles de
monumentos y ruinas (hundidos, quebrados) que sobreviven. Nunca ha habido
presupuesto gubernamental suficiente para mantener con decencia siquiera a una
buena parte de ellos.
Y lo habrá menos, con la
nueva política estatal de restringir los rubros “no productivos” del gasto.
Como en otros países del mundo, muchos templos y conventos sobrevivientes se
volverán hoteles, bares, salas de convenciones (ya van siendo eso: bancos,
oficinas, sede de asociaciones fantasmas de profesionistas y de
culti-universitarios, como San Ildefonso, que a mí todavía me sirvió de simple
y querida prepa) o cualquier otra cosa. Y con respecto a los más dañados, se
esperará un benéfico temblor que los eche por tierra sin violar la ley de
monumentos históricos.
Sólo se podrá mantener
oficialmente como museos a una selecta nómina de monumentos coloniales. La
iglesia es avara: no quiere mantener ella misma suntuosas catedrales
faraónicas: que las mantenga Hacienda, dicen los obispos. Se declama muy bonito
que hay que conservar miles de ruinas
onerosas. ¿Existe el dinero para ello? Además, hay como 20 mil zonas
prehispánicas, todas con cargo al erario. ¿Quién va a pagar tanta nostalgia?
Sí: toda piedra es historia. Y también los cerros. ¡Pero cuánta piedra, cuántos
cerros!
Artemio de Valle-Arizpe,
hombre de su época —que es la posrevolucionaria de la “revaloración del pasado
mexicano”—, entregó su furia y su capacidad de ensoñar a ciertos monumentos
sobrevivientes y a una asamblea de monumentos fantasmas, a los que amó sin duda
más que a cualquier cosa moderna. (Aunque él era bastante moderno, sus ironías
lo delatan; pero decidió, con cierto esnobismo “colonialista”, cargar con los
rencores decimonónicos, antiliberales, de un reverendo Montes de Oca, de un
García Cubas, de un González Obregón, sus maestros.)
Asiste con júbilo a la
ruina (hundimiento, grietas) del Palacio de Bellas Artes, ese horrible —de
acuerdo— intruso que destronó al convento de Santa Isabel (lo que es falso: ese
convento ya estaba destruido y sus restos convertidos en talleres y
vecindades). Algunos indios o mestizos y criollos indigenistas debieron, en la
propia época colonial, asistir con júbilo semejante a la destrucción por
temblores, fuego, inundaciones, codicia, motines y otros percances, de los
arrogantes edificios coloniales que habían usurpado el sitio de las construcciones
mexicas.
Debe retorcerse de ira el
buen colonialista, al ver que sus horrendos villanos porfiristas, contra los
que vociferaba —Museo Nacional de Arte, Correos, Bellas Artes—, por haber
atracado y destruido a sus antecesores novohispanos y usurpado su sitio, se han
convertido, a su vez, en glorias nostálgicas de la patria, en Identidad
Nacional, en onerosas ruinas decimonónicas que hay que mantener a toda costa,
porque si no se nos acaba el alma de la nación. Ahora hay nostalgia de don
Porfirio, el ogro que hizo vecindades de los conventos. (¿De veras son menos
importantes las vecindades que los conventos?)
Pero importa la pasión y
el talento. Por la vieja calzada de
Tlacopan, medio atrabiliario en sus arcaísmos y “beatismos”, en su
mescolanza de historia, novela, leyenda, periodismo y hagiografía, es un libro
encendido de recuperación imaginaria de la suntuosidad colonial (¿por qué sólo
se recuerda lo suntuoso de escasos sitios coloniales, como esta calzada —y a
trechos—, y no el yermo insalubre del gran resto del mapa? La Nueva España sobre
todo era una vasta tierra baldía: lo dijeron en su propio tiempo obispos como
Abad y Queipo y Antonio de San Miguel.)
Quizás don Artemio fue un
hombre que amó demasiado todos esos muros, columnas, patios, altares, retablos,
zaguanes, balcones, sobrepellices. Exceso de celo estético, religioso y
patriótico. Pero esta demasía lo exalta y dignifica. También le da un vigor
estimulante, polémico: canta los tiempos coloniales con fervores de profeta
indignado.
Me gustan más (nunca
demasiado: los templos y los conventos aburren; prefiero —son más gore— las piedras de sacrificios) esos
Primores Novohispanos dentro de la flama iracunda de las recuperaciones
narrativas de un Artemio de Valle-Arizpe, que vistos fría y razonablemente en
su papel histórico, o en su humildad actual de paquidermos artríticos en mitad
del tráfico. ¿Ir a misa a San Hipólito? No, gracias: que mejor me cuente
Valle-Arizpe la leyenda de la extraña águila labrada en su esquina. Que está
bastante fea. Pero su leyenda es curiosa: se trata de un águila que lleva en
las garras no a una serpiente, sino a un indio, como emisario ante Moctezuma de
que el fin de su imperio está próximo.
Para don Artemio todo
edificio colonial es un personaje romántico, abrumado por la desdicha y la
adversidad modernas, nimbado por una remota juventud churrigueresca de oro y
pureza espiritual. Son héroes y heroínas de novela o de ópera: víctimas del
progreso, atropellados por la burguesísima modernidad. Emociona su erizado
destino. Las óperas y novelas sobre cortesanas son más estilizadas y dramáticas
que las cortesanas de bulto.
Me gusta más leer sobre
esos monumentos que visitarlos; en el libro están estimulados por esa atmósfera
emotiva. Valle-Arizpe hace hablar a esas piedras, y algo dicen, sí, de ellas
mismas —hay concienzuda investigación histórica—, pero más dicen de una o
varias generaciones de mexicanos que se encontraron no sólo frente a un futuro
incierto y peligroso (el tecnológico siglo XX), sino con un pasado derribado o
a punto de derribarse a sus espaldas, al que, ilusos, calificaron de Edad de
Oro.
Y dedicaron su vida, en el
caso de Valle-Arizpe, a protestar, a rebelarse, a combatir ese apocalipsis
bifronte: ruinas de un supuesto paraíso, probables desastres en un futuro
llamado “progreso”.
A su modo, don Artemio fue
un héroe de perdedores, un caudillo de palacios y templos vencidos, de tiempos
cada vez más remotos, de trastes cada vez más oxidados, de ornamentos
religiosos que el tiempo deshilacha metódicamente, año tras año. Pero él tuvo
el coraje de elegirlos como si fueran todo lo contrario: una vida más cargada
de sentido que la moderna. Cosa con la que, desde luego, incluso el lector
entusiasta no tiene por qué estar de acuerdo.
Por lo demás, los libros
de don Artemio no se venden en La
Profesa , sino en algún Sanborn’s, en algún mall.
IV
En varios de sus libros, como en Por
la vieja calzada de Tlacopan, Valle-Arizpe es más ameno que excéntrico;
predominan el conversador y el periodista, y sus cultismos, arcaísmos y
“beatismos” aparecen prudentemente dosificados. En otros no. En otros quiere
inventarse su propio estilo, y los abigarra en páginas “artémicas”, que pueden
volverse casi ilegibles, casi crucigramas a lo Lezama Lima.
Es justo que el lector
aprecie tal estilo por sí mismo, en uno de sus momentos mejores, como en esta
satírica descripción de la vestimenta de Guillermo Prieto (cuyas obra y
trayectoria ética, por lo demás, ha destacado elogiosamente):
Don Guillermo era muy descuidado en sus ropas, mugriento,
astroso. Se tocaba con un haldudo sombrero negro que tenía tanta tierra como
arrabal y más grasa que una tocinería. Debajo de este sombrero puerco traía
perpetuamente una mantecosa montera de lana para abrigarse la cabeza de pelo
hirsuto, greñoso, que jamás se apaciguaba ni siquiera con las uñas y que estaba
en consonancia con el boscaje de sus barbas aborrascadas. Las solapas de su
luengo levitón eran como paletas de pintor por las manchas numerosas de todos
los tonos y matices que allí aglomeraba; en el chaleco había reunido a fuerza
de paciencia y constancia una completa colección de lamparones, de chorreaduras
y de costras añejas de toda especie y tamaño; lo usaba desabotonado para que,
tal vez, se le viese la camisa, que lucía una variada serie de churretes y
salpicaduras multicolores que manifestaban bien claro de qué cosas se compuso
el desayuno y la comida sabrosa. Se abrigaba el cuello con una bufanda
engrasada y con pringue, o poníase una corbata viejísima, mal anudada siempre, cuyas
puntas sebosas le andaban aleteando por el pecho. Sus pantalones, con flecos en
los bajos, traían abultadas rodilleras, y estaban tan sobados, raídos y
lustrosos como la luenga levita de faldones muy sueltos y movedizos. Sólo los
zapatos los usaba limpios, muy lustrados, haciendo contraste visible de su
indumentaria, siempre enemistada con la limpieza. Completaba su pergeño un
garrote al que por mera condescendencia se aceptaba que le llamase bastón, y un
pañuelo paliacate, colorado, grandote y muy mocoso, que por igual le servía
—escribe don Luis González Obregón— para “descargar las fosas nasales, que para
llevar la fruta”. Etcétera.
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