miércoles, 1 de diciembre de 2021

UN TIPÓGRAFO DE LUCAS ALAMÁN


UN TIPÓGRAFO DE LUCAS ALAMÁN


La Fortuna, así como la Fatalidad, llamada a veces Ananké por los poetas arcádicos de El Diario de México —mucho más cultos y profundos para el viejo tipógrafo Marcelino Pomar que los nuevos romanticones a quienes todo se les iba en cantar (a menudo venalmente) a los generalillos y tiranos del nuevo México independiente—, debían en efecto constituir algo más que figuras retóricas o poéticas, que emblemas o metáforas. Debían ser diosas de total existencia y poderes absolutos.
         Ahí estaba la muestra. La Fortuna había sonreído a don Lucas Alamán desde la cuna: familia cariñosa y responsable, estudios privilegiados en el Real Colegio de Minas y en Europa, relaciones inmejorables con la aristocracia local y con sus patrones o socios europeos, los descendientes de Hernán Cortés; los grandes puestos gubernamentales, o los negocios privados, cuando caían los regímenes que hacían posibles aquéllos.
         Cierto que se decía que don Lucas y su familia estuvieron a punto de ser masacrados por la plebe insurgente de Hidalgo en Guanajuato; que se quiso linchar al poderoso conservador en algunas asonadas liberales, que se le llevó a juicio como autor intelectual del asesinato de Vicente Guerrero. Pero aun en caso de que no resultaran exageradas o hasta inventadas algunas de sus peripecias, don Lucas era (ante los ojos de Marcelino) el ejemplo del más amado discípulo de la Fortuna.
         Toda la cornucopia intelectual, política, económica, social se había derramado en sus ojos claros y en ese acentillo francés, que él, Alamán, tan insolentemente erigido en el campeón de la “verdadera mexicanidad”, la española, había traído de sus juveniles viajes por la vieja Europa.
         También la Fortuna parecía haberle sonreído con los favores de la virtud, pues se hablaba de su conducta intachable como individuo y padre de familia. (Su único pecado: “untar” la mano de Santa Anna y sus ministros para favorecer los negocios de sus patrones, los herederos de Cortés, murmuraba Marcelino.)
         Ahora la Fortuna coronaba a su dilecto: le permitía llevar a feliz culminación su versión de la historia del México independiente; a su gusto, con sus datos, su inteligencia y su escritura, mucho más atildados, rigurosos y brillantes que los de sus antecesores y contrincantes. Se iba a comer solito todo un medio siglo de su país.
         En 1849 había entregado a la imprenta de la calle de Palma el primer tomo de la Historia de México desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente. ¡Y le había tocado, en el colmo de sus infortunios, tipografiarla a él, al poeta y orador incomprendido, caído en el olvido y la miseria a su dura vejez: Marcelino Pomar!
         La Fatalidad o la Ananké también debía existir con plenitud terrorífica, y Dios sabía por qué caprichos de las esferas —los “globos”, poetizaría Carpio— o los olimpos se había encarnizado con Marcelino. Nadie recordaba sus versos ni sus discursos, que conocieron momentos de digamos aplausos y hurras callejeros veinte años atrás: sus excelentes ortografía y caligrafía le ganaban puestos de ganapán editorial: tipógrafo, secretario, corrector de estilo.
         Como la Imprenta de J. M. Lara quería quedar muy bien con Alamán llamó al más confiable de los tipógrafos, al más responsable, al de mejor ortografía, para dar lustre a la obra monumental: Marcelino, odiador de don Lucas desde sus juventudes.
         Nunca se habían tratado. Para don Lucas representaría en todo caso, si llegara por milagro a recordar algunas de sus participaciones en el Congreso, un mestizo aindiado, un pedante afrancesado que no sabía pronunciar pasablemente una sola palabra francesa, un mistificador a la manera de Carlos María de Bustamante, de esos empeñados en reducir la historia patria a cuentos de hadas, o a cuentos para niños, o a cuentos para borrachos en fechas cívicas. Los historiadores de los Pípilas.
         Marcelino acató el rol que le imponían las divinidades. Colaborar en el monumento de su enemigo. Tampoco contaba con otras ofertas de empleo. Añadió su particular concepción de la honradez y el decoro. A lo largo de varios años, la obra en cinco volúmenes quedó impresa mucho mejor de lo que podía esperarse de una mera edición mexicana (grafías como “Lúcas Alaman” [sic] no importaban por aquellos años), y don Marcelino hasta recibió humildemente algunas botellas de excelente vino español con que don Lucas le agradeció soberanamente, por medio de un criado, su puntilloso trabajo.
         Nunca sospechó el europeizado historiador, para quien la mejor mexicanidad consistía precisamente en lograr los bienes, las luces y el modo de vida social europeos, el retenido odio, el autosacrificio silencioso de su tipógrafo al trasladar a móviles tipos de plomo sus furiosas andanadas manuscritas contra indios, indiadas, cuasindiadas y las barbaries que, según él, los acompañan.
         Marcelino escribía sus reflexiones en cuadernos que no conocieron la imprenta.  En su juventud los habría leído en cafés, mercados, estanquillos, cantinas. Ahora era un viejo viudo que sabía que sus antiguos escritos no tenían valor alguno —¡Ananké, Ananké!—, y que los nuevos probablemente no eran mejores. Pero escribía a falta de amigos con quienes conjurar. En la vejez se tienen pocos amigos, y nada importa a cada viejo sino sus propias dolencias.
         Uno de los momentos que más indignaron a Marcelino Pomar fue la diatriba diabólica, la voltaireana —verdades contrahechas con estilo elegante y engañoso— refutación de don Lucas del Acta de Independencia. En ésta, por obra de un antiguo y fuerte espíritu de simpatía entre todas las clases hacia los aztecas (salvo los españoles y unos poquitos criollos engreídos, como Alamán), se advertía una reivindicación, hasta una restauración pomposa del aztequismo.
         Sor Juana, Sigüenza, Clavijero, para no ir más lejos, habían comparado a los aztecas (que era una manera de nombrar a casi todos los indios mexicanos) con los héroes, dioses y mitos de Grecia y de Roma. No fue, pues, sino natural, que insurgentes de todos los bandos (radicales, moderados, conservadores) firmaran el concepto de que España había “usurpado” a la nación azteca el trono del Anáhuac, que ahora volvía a los legítimos herederos de los tlatoanis y del pueblo mexica.
         Pues no, afirmaba sardónicamente Alamán: sois unos imbéciles —lo escribió en estilo más elegante—: los aztecas ya no existen, ya se perdieron en el fondo de la historia; sino un pueblo nuevo surgido de la matriz española. ¿No os dais cuenta de que vuestros apellidos no son indios, ni el idioma en que habéis redactado y firmado tal acta restitutoria de la legitimidad azteca? El México independiente había comenzado, pues, con una farsa de idiotas.
         No estaba de acuerdo Marcelino Pomar con tal chiste, pero para nada; y algo de ello apuntó en sus cuadernillos. Primero anotó la contradictio in adjecto de Alamán, al dar por un lado por abolidos a los aztecas, y al afirmar en muchos otros que toda la barbarie, suciedad, vagancia, hipocresía, ebriedad, ignorancia e intemperancia de los aztecas continuaban a la luz del día, para no mencionar su brutalidad de guerreros inmisericordes manifestada en las revueltas insurgentes y posteriores. ¿No que ya no había aztecas, don Lucas? ¿Entonces quiénes lo espantaron en Guanajuato? ¿Una plebe no-étnica?
         Luego otra contradictio in adjecto. El guapo y güerito Alamán no pensaba abolida la “hispanidad medieval”, ni siquiera la romana. Se veía al espejo (Marcelino sospechaba  que don Lucas, aun anciano, se veía siempre al espejo) y se descubría como todo un godo y hasta como todo un cónsul romano. Hispania inmortal. Sostenía que España existió desde mucho antes de Séneca y continuaba tan campante. En cambio, todos los aztecas se murieron enseguidita.
         Bueno: los espejos reflejaban muchas cosas. Marcelino recurría poco a él, pero descubría en sus facciones de tipógrafo moreno un consumado tipo azteca, del tipo que ya se estaba divulgado en cuadros y litografías arqueológicas o pintorescas. La fisonomía perduraba, tenaz. Casi todos los mexicanos de 1849 se veían igualitos a las imágenes de Juan Diego. ¡Cualquiera servía para representar a Juan Diego en una pastolera o “comedia sacra”! ¡Cualquiera para bailar empenachado en la Villa!
         A mayor abundamiento: si se salía a las calles, se encontraban los mismos rostros, los mismos cuerpos, las mismas miradas de 1519 en la Plaza Mayor y en las milpas de 1849. Las había también en el ejército, entre los políticos e intelectuales; hasta en los sacerdotes, hacendados y comerciantes. Nada pues había sido abolido. Y ya andaban dando lata por ahí algunos aztequísimos: El Nigromante, Altamirano, Juárez.
         ¿La lengua, el vestido, las costumbres? Sabemos, decía Marcelino, que en un principio los aztecas eran bárbaros del norte, chichimecas, y que no hablaban náhuatl; que lo aprendieron por veneración y recuperación de la milenaria civilización mesoamericana. Los españoles alguna vez hablaron latín, fenicio, ibero, celta, vaya usted a saber cuántas lenguas más.
         Todas las razas cambiaban de manera de vestir a través de los siglos, sin perder nada con ello. Carlos III se vestía muy diferente que Séneca. ¿Por qué había de usar plumas y taparrabos un azteca capitalino del siglo XIX, de lengua española? ¿Acaso los españoles del siglo XIX se seguían vistiendo como romanos o moros, y hablando sus lenguajes antiguos?
         Se podía muy bien, en consecuencia, seguir siendo azteca hasta sin náhuatl, sin penachos ni sacrificios humanos. Ahí estaban los aztecas, de bulto, en calles, templos, chinampas, cuarteles y mercados.
         Pudo haber demagogia, concluía Marcelino, en el Acta de Independencia, pero no despropósitos. El pueblo azteca ahí andaba, con bastante más náhuatl oral que español, por cierto; y con calzones españoles de manta que en nada contradecían la fidelidad a las tortillas y al pulque.
         O de una manera más clara: indios, igualitos en figura y en muchas ideas y costumbres a sus antecesores aztecas, chalcas, texcocanos, otomíes, totonacas, zapotecos, mayas. Por resumen se consideraba a todos los indios mesoamericanos “aztecas”, pues el propio Carlos V creyó que todo México era “un imperio azteca” de Moctezuma. Así seguimos generalizando con los millones de personas de China, del Islam o de la India: todos “chinos, árabes o hindús”, aunque provengan de Siam, Marruecos, Manchuria o Corea. Así denominamos en bola como “españoles” a una docena de pueblos llamados vascos, asturianos, gallegos, aragoneses, catalanes, canarios, castellanos...
         ¿Y ese “nuevo pueblo” surgido de matriz española, cristianísimo, moderno, que tanto idealizaba don Lucas Alamán, no era en todo caso una invención política o una quimera, tanto como esa indianidad o aztequidad permanentes, supervivientes a cataclismos y cambios, en la mayoría de la población?
         Las ideas de don Lucas siempre fueron combatidas en los periódicos liberales. Su mayor refutador, su mayor conocedor, se conservó mudo y anónimo. Le pareció tan natural el tejido de falacias de don Lucas que esperó que se revelara por sí mismo en la Historia de México desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta nuestros días. En su opinión, proclamaba su refutación en su propio texto.
         Por lo demás, Marcelino estaba marcado por la Ananké, y sus intentos, en consecuencia, condenados desde el principio al fracaso. Habría tarde o temprano algún lector de don Lucas a quien también sonriera la Fortuna, y a éste tocaría denunciarlo todo. ¡Que don Lucas regurgitara el medio siglo de historia mexicana que se había tragado solito!
         En parte, Marcelino dedicó su paciencia de tipógrafo y corrector a producir un texto (casi) perfecto, pensando a ratos menos en don Lucas que en ese futuro vengador, con quien todas las noches soñaba.
         Don Marcelino asistió al suntuoso sepelio de don Lucas. Su cara de macehual viejo, su levita pringosa y sus pantalones y zapatos remendados, su bastón de palo, desentonaban entre los dolientes encopetados, casi monárquicos.
         Una dama razonó: “Debe tratarse de un beneficiario de don Lucas. Tenía la mala costumbre de dar limosnas a todo mundo. Por lo menos uno de sus limosneros le salió agradecido. Porque la gratitud nunca fue virtud de los aztecas, ni de los antiguos caníbales ni de los nuevos palurdos”.




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