SCHOLEM:
TE LO DIJE, WALTER BENJAMÍN
Por
José Joaquín Blanco
El cabalista que ofició de numem
a la vasta criatura llamó
Golem;
estas verdades las refiere
Scholem
en un docto lugar de su volumen.
(...)
Algo anormal y tosco hubo en
el Golem
ya que a su paso el gato del
rabino
se escondía. (Este gato no
está en Scholem
pero, a pesar del tiempo, lo
adivino.)
BORGES: El Golem.
Gershom
Scholem (1897-1982), el célebre intelectual sionista, tan apreciado y citado
por Borges a propósito de la cábala, del golem y del pensamiento judío (su obra
fundamental, La cábala y su simbolismo apareció
en 1972 y tiene versión castellana de Siglo XXI), debe a los azares de su
juventud otro tipo de importancia, mayor que aquél, para los lectores
interesados en la crítica y la sociología contemporáneas: el de amigo,
confidente y heredero de Walter Benjamin (1892-1940). En tal sentido escribió Walter Benjamin. Historia de una amistad (1975; versión castellana
de Ediciones Península), un libro tan importante como antipático.
Como en el Doktor Faustus de Thomas Mann, Walter Benjamin
padeció la suerte de contar como amigo íntimo con semejante profesorsote
infatuado, regañón y simplificador.
Scholem escribe la vida de su amigo desde el punto de vista del hombre
práctico y prudente, sin laberintos ni dudas, que supo hacer en su vida lo
conveniente y lo rentable en los momentos oportunos, de la manera más exitosa
posible, y que todavía en su vejez no alcanza a terminar de comprender, de una
vez por todas, que la vida de los demás (y para los demás) no es necesariamente
tan fácil ni tan cuadriculada como él mismo hizo la propia.
Scholem nos habla de
un jovencito Walter Benjamin hipersensible y ridículo, torpe y casi lamentable,
que se pasaba los años metiéndose en camisa de once varas y resultando siempre
víctima de sí mismo. ¡Cómo se engríe al
recordar que le ganaba a Benjamin, y rápidamente, todos los partidos de
ajedrez! ¡Con qué asqueroso ademán sanote confronta su propia vida amorosa
"razonable" con las dudas y desastres continuos de Benjamin! No deja de insistir, con su chato estilo de
una claridad mercantil, en que Benjamin escribía confusamente, y hasta de
conceder razón a los mandarines alemanes que le negaron cualquier plaza
universitaria, pues al fin y al cabo, aun para su íntimo Scholem, Walter
Benjamin no era más que un fárrago y un galimatías.
Supongo que fue Gide
quien afirmó que hay que tener cuidado con los admiradores: resultan siempre
enemigos solapados, y armados hasta los dientes de los mejores argumentos. Gershom Scholem los tiene: después de décadas
de rumiar los defectos y vicios de su amigo, de someter a despechado juicio
diario sus flaquezas de conducta, extiende su carta de mal comportamiento. ¿Por qué?
¡Por no parecerse en nada al propio Scholem!
El gran pecado de
Walter Benjamin fue, dice Scholem, no haberse consagrado al sionismo por
entero. No fue el gran autor de la
literatura occidental que conocemos, el originalísimo crítico marxista, el
poeta del ensayo y las prosas dispersas y fragmentarias, el conjurador de
Baudelaire, Kafka y Brecht... no: fue simplemente un sionista fallido. Se dedicó a las frivolidades literarias y
filosóficas de los "gentiles" --seres humanos de segunda categoría
para un sionista como Scholem--, en lugar de obedecer e imitar a Scholem, y
convertirse en una especie de rabino laico, en un sabio judío, autor de pura
judaica o hebraística --la única cultura que, supongo, cuenta para semejantes
sionistas--, hasta llegar a destacar al lado y a la zaga de su brillante amo,
el judaísta Scholem, experto en cábala.
Walter Benjamin desde
luego tuvo una juventud sionista y nunca dejaron de inquietarle los aspectos
fundamentales de la vida y la cultura judías.
Pero también le importaban Alemania y la lengua alemana, París y la
lengua francesa, Marx y el socialismo, Brecht y los nuevos rumbos del teatro,
los adelantos técnicos y la experiencia estética de Occidente, el marxismo y
Proust y Gide y Julien Green y Kafka y, sobre todo, la posibilidad de una nueva
escritura alemana minuciosa y abierta a todo tipo de asociaciones. Benjamin vivía, por lo demás, obsesionado no
tanto por los milenarios misterios judaicos como por los recientes enigmas de
la modernidad: las mercancías, la fotografía, los signos industriales y
tecnológicos. De modo que aunque Gershom Scholem le buscó un modestísimo
estipendio judío para que se trasladase a Jerusalén, olvidara el mundo, el
demonio y la carne, aborreciera la cultura de los "gentiles", y se
dedicara a comentar la Biblia
para el beneficio exclusivo, tribal, su raza, el incorregible Walter Benjamin
persistió en andar y desandar las calles de las ciudades europeas, para fortuna
de sus lectores (de todo el mundo) y del pensamiento (de todas las culturas y
religiones) de nuestros días.
Ah, esos
fundamentalistas, como los sultanes que frente a la Biblioteca de
Alejandría condenaban todos los libros, porque o decían lo mismo que el Corán,
y entonces sobraban, o decían otras cosas, y entonces eran enemigos de Alá;
como los jesuitas y los prelados mexicanos que persiguieron a Sor Juana porque
se dedicaba a las artes y no a rezar y a latigarse, como buena monja ignorante
y devota...
Gershom Scholem, ese
angelote bancario de la virtud, ese dependiente del mostrador de las conductas
exitosas, tampoco perdona a su viejo amigo el que haya removido llagas que
valía ignorar: el psicoanálisis y el marxismo. (Marx y Freud, otros judíos que
se dedicaron a otras impías y gentiles cosas, que no a comentar la biblia para
el estrecho círculo racial en la sinagoga). Casi llega a insinuar que Benjamin
se dejó confundir por los falsos profetas (el único verdadero sería el mismo
Scholem, bien apoltronado en su sacristía rabínica) y que se dejó postrar ante
los ídolos de neón o de rojas banderas de la primera mitad del siglo XX, del
libertinaje o la idolatría ideológica.
Cuánto odio contra los "gentiles" y la cultura
"gentil."
El iracundo Scholem
ve que Benjamin sigue haciendo "traiciones a su raza": ahora, porque
en lugar de escoger una judía, se le ocurre enamorarse de una ¡soviética!,
escribir con ella signos comunistas, hacer maletas para seguir no el camino de
Jerusalén, ¡sino el de Moscú! ¡Benjamin
y el baal Stalin! Pero aun peor --Benjamin
jamás fue stalinista--, lo ve escuchar, fascinarse ante un "falso
profeta": Bertholt Brecht. El
despecho, la rabia, los sinaíticos relámpagos de Gershom Scholem llegan a su
climax cuando ve el éxito de La ópera de tres
centavos, que evidentemente --más porquerías de "gentiles"-- le
parece un fraude y una porquería: ¡y ahí estaba Benjamin, adorándola! ¡y
escribiendo texto tras textos sobre Brecht, en lugar de ocuparse de Scholem y
de la Biblia ,
bien encerrado en una escuela sionista de Jerusalén!
Walter
Benjamin, historia de una amistad cuenta algunas
anécdotas importantes de la vida y la trayectoria de este escritor (como la de
su juvenil activismo sionista) y muchas totalmente anodinas o comunes, pero
sobre todo traza la figura que Benjamin representaba para su compañero y amigo,
a quien ni la ocupación universitaria en la cábala y en la mística judías
lograron despojar de su figura burguesota.
Scholem es el hombre sanote y juicioso bien apoltronado en el lado
bueno, razonable, rentable, exitoso y regañón de la vida. Cree, con la mayor sinceridad, que quien no
piensa como él ni sigue sus pasos, está en el error y va terminar mal. En consecuencia, deja la impresión de Benjamin
como un-hombre-que-vivió-en-el-error-y-terminó-mal, todo por haber preferido a
los "gentiles" y no haber seguido a Scholem a Jerusalén.
Pero quizás la
diferencia entre ambos sea más profunda: es de temperamento. Scholem es un gran atleta del pensamiento
sistemático y religioso, pero no un creador; Benjamin no era atleta de nada,
pero si algo lo caracterizó siempre fue la chispa creativa, la búsqueda y el
hallazgo cotidianos de chispas creativas. Susan Sontag ha estudiado esa especie
de "nerviosismo creativo", de melancolía que sólo mediante el trabajo
imaginativo logra sobrevivir: ese fuego desgastante y neurótico: Walter
Benjamin vivió "bajo el signo de Saturno"; Scholem, en cambio, bajo
el de Marte y Apolo. Aquél profeta y
éste capitán; aquél inventor y éste ingeniero; aquél con sus dudas y éste con
sus certidumbres...
Por lo demás,
Scholem, como hombre profesionalmente recto, tan odiosamente recto como el
Padre de la famosa carta de Kafka, se sentía profundamente indignado de que
otro judío, brillante y honorable, se empeñara en dudar de la rectitud como
virtud absoluta. Propietario del
decálogo, Gershom Scholem no se explica para qué tenía Benjamin que andarse
metiendo en los laberintos urbanos, entre hashish y prostitutas, ¿qué tipo de
sucio conocimiento "gentil" y moderno andaba buscando? Los vicios y
las virtudes están claras, ¿para qué, entonces, andarse con sutilezas
baudelaireanas y proustianas de lo virtuoso-viciado y de los
vicios-llenos-de-virtud? Benjamin es Adrian Leverkühn visto por su sano y
mediocre amigo Zeitblom; es el loco Edipo regañado aun después de su muerte por
el beato triunfadorsote de Teseo, en la obra de Gide.
Pero precisamente las
dudas, el nerviosismo de la falta de certidumbres, la disposición al asombro,
la codicia de experiencias, el pensamiento que se atreve a desgastarse y a
decaer, la apuesta intelectual en toda su plenitud y en todo su riesgo, lo que
agradecemos en Walter Benjamin, uno de los grandes escritores del siglo en el
mundo, y no en Gershom Scholem, uno de los principales catedráticos de judaica
y nada más.
Cuando los
triunfadores escriben sobre las víctimas, cuando los sanotes escriben sobre los
enfermizos, cuando los "afirmadores de la vida" escriben sobre los
dudadores y los nerviosos, se produce un tipo desagradable de biografía: el
retrato del otro como la historia clínica de un inferior o desadaptado, visto
por un adaptadillo y superiorcito engreído y diplomado en normalidad y éxito.
Si Scholem fuera un real escritor, lo que no es --aunque sí un importante sabio
en su parcela clerical--, habría tenido que usar algo de ironía contra sí
mismo, contra sus machaconas salidas del tipo de "yo se lo dije",
"yo lo había prevenido", "yo ya le había anticipado", que
lo hace sonar efectivamente a una abuelita o tía solterona malhumorada durante
la mayor parte de las páginas del libro.
Scholem siempre sabe
lo que quiere y dónde buscarlo; acierta en gran medida, pero su autosuficiencia
lo limita y lo lleva a errores graves.
Por ejemplo, sobre Kafka: todo el
significado de Kafka quiere ubicarlo en la cuestión judía, en la vida del
ghetto, en la tradición literaria judía, en la represión al pueblo judío. En este sentido, queda en el mismo papel
limitado y dogmático de su rival en la amistad de Benjamin: Bertholt Brecht, para
quien toda la cifra de Kafka cabía
exclusivamente en la cuestión social: la aparición de las burocracias y de las
grandes ciudades germánicas, el reflejo de la opresión social, el aparato
represivo del Estado, etcétera. Benjamin tuvo la fortuna de su pensamiento,
tanto más frágil cuanto más apto y alucinado, y supo ver perspectivas hacia
Kafka provenientes de todas las
direcciones, incluyendo desde luego las recírpocamente excluyentes de sus dos
importantes amigos autosuficientes y triunfadores: Gershom Scholem, el clérigo
sionista, y Bertholt Brecht, el clérico comunista.
Como puede suponerse,
todo el libro de Scholem está hechido de antisovietismo (no sólo anticomunismo
y antiestalinismo, sino de racismo antisoviético; cuando odian, los sionistas
son enormes racistas), lo que no es el mejor marco para situar a un personaje
como Walter Benjamin cuyos mejores años conocieron la esperanza y el entusiasmo
que despertó en todo el mundo la
Revolución de Octubre.
Para Scholem los rusos, en tanto rusos, son el diablo. Para Benjamin,
los comunistas no pudieron ser ángeles, pero el panorama se tejía de infinitud
de complejidades dolorosas que nada tenían que ver con fulminar demonizaciones;
y de cualquier manera, muchas de las muy razonables, sanas y verdaderas
aportaciones del marxismo para entender las sociedades, están desde luego muy
presentes en su pensamiento y en sus escritos, sobre los que, dicho sea de
paso, el gran cabalista Scholem no alcanza a urdir ni siquiera un comentario
pasable. Su cábala no servía sino para
la sinagoga y para nada más. No tuvo
nada interesante que decir sobre los riquísimos libros de su amigo de juventud.
Si el cerco nazi que
motivó el suicidio de Walter Benjamin hubiera, por el contrario, caído sobre
Gershom Scholem y a aquél le hubiese correspondido escribir la biografía del
judaísta, habríamos tenido sin duda alguna un libro muy molesto para los judíos
ortodoxos y beligerantes, serios, buenos padres y mejores hijos de su
Dios. Benjamin habría buscado
iluminaciones --se habría cebado-- en
sus aspectos misteriosos, ambivalentes, acaso morbosos; habría encontrado
intuiciones y relaciones desusadas; habría querido develar misterios, en vez de
reducirse al ciertamente impecable curriculum académico-sacro del judaísta
célebre. Habíra dudado, y con gran admiración y respeto por las dudas. Y es que estos dos amigos, que llegaron a
complementarse maravillosamente en su primera juventud, crecieron cada día más
y más diferentes uno de otro, y llegaron a mirar de modo contrario el mismo
mundo. No había modo de lograr a un
acuerdo: sólo el afecto, la amistad, las pequeñas ocasiones de reencuento los
conservaban espiritualmente unidos.
¿Pero en plural? Sabemos del
permanente cariño de Benjamin por Scholem, a quien dejó como su heredero
literario. Pero del de Scholem por Benjamin no encontramos nada en este libro, que sólo prolifera desprecio, indignación,
regaños, intolerancia, excomunión. A lo mejor Scholem merece llamarse
"santo" sionista, pero nunca amigo de Benjamin.
Walter
Benjamin, historia de una amistad de Gershom Scholem
podría haber escogido un título mejor: "Walter Benjamin, la historia de un
dudador desdichado, escrita por un orondo triunfador que nunca dudó".
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