lunes, 1 de diciembre de 2014

BRECHT

BRECHT, EL MÁS MODERNO DE LOS CLÁSICOS

Por José Joaquín Blanco

Al parecer, Bertolt Brecht (1898-1956) ha prevalecido sobre el infierno que “el final de la Historia”, o la caída mundial del comunismo, quiso arrojar sobre su figura y su obra.
         Es curioso que, especialmente a la caída del Muro de Berlín, las academias, las instituciones y los medios de comunicación hayan perdonado tan fácilmente la “culpa comunista” a los escritores y artistas rojos que no lo parecían demasiado (Picasso), que no se tomaban tan en serio esa ideología en su obra; e intentado condenar metódicamente, sin excepciones, a los comunistas que la asumieron beligerantemente en sus creaciones (Diego Rivera, Brecht, Neruda, Sholojov).
         Se llegó a decir que Brecht era simplemente un propagandista, un dramaturgo didáctico del comunismo; y que sus obras de teatro ni siquiera resultaban propiamente “obras”, sino pastiches o parodias de textos anteriores (La ópera de tres centavos como “hurto” a John Gay y a Christopher Marlowe); parodias o pastiches ¡de mano ajena!, escritas a trasmano por sus cultísimas y geniales amantes o sus inspirados discípulos (como afirmaron algunos detractores universitarios, con el peregrino argumento de que Brecht no sabía tanto inglés o chino como para manejar por sí mismo el material original en sus “collages”.)
         Sin embargo, cualquier verdadero amante del teatro en el mundo, de los espectadores y estudiantes a los propios dramaturgos y artistas, siguió sintiendo que nadie como Bertolt Brecht ha sido tan natural y atrevidamente un hombre de teatro, un “animal teatral”, un creador incesante de juegos y episodios escénicos. Nadie ha tenido tan profunda y exuberantemente el teatro dentro de sí como el autor de La ópera de tres centavos (1928), El ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny (1930), Madre Coraje (1941), Vida de Galileo (1943), La buena mujer de Ze-Chuan (1943), El círculo de tiza caucasiano (1948), El evitable  ascenso de Arturo Ui (1957), etcétera.
         Las obras de Brecht siguen editándose, traduciéndose, representándose, grabándose en compact disks (música de Kurt Weil). No se reducen a la mera ideología, del mismo modo que las obras de Calderón rebasan su espacio y mensajes teológicos. Son teatro, y el mejor del siglo. Por lo demás, la denuncia civil de la injusticia y de la opresión existe desde los poemas antiguos de Egipto. Que nadie diga que sólo en tiempos modernos la poesía se cargó de misiones ideológicas “espurias”: nunca ha estado desprovista de ellas.
         Aun en sus poemas más políticos, la realidad pesa más que la ideología: sus contemporáneos leyeron en ellos una concentrada y ardiente historia de sus “tiempos sombríos”, más que una versificación de la doctrina.
         Escribió en 1956 Peter Suhrkamp: “Como poeta, en verso y en su teatro, Brecht escribe la historia de nuestro pueblo desde 1918... quien ha vivido con intensidad esas épocas lo advierte con vehemente claridad en una lectura coherente de poemas y obras de teatro. Sus poemas y canciones no sólo conservan la atmósfera de la época; están impregnados de la lengua y los gestos de determinadas figuras y acontencimientos de esos años. Incluso lo lírico lo expresa Brecht no sólo en su persona y lengua, hasta cuando escribe en primera persona. En los poemas y canciones de Brecht se emplean muchas actitudes de muchas personas de múltiples maneras, eso las hace en todo momento y cada vez más actuales”.
         Canta Brecht en “A los que vendrán” (traducción de Pura López Colomé, edición de la UNAM):

         Llegué a las ciudades en tiempos de desorden
         Cuando el hambre reinaba en ellas.
         Llegué con los hombres, en tiempos agitados,
         Y me rebelé junto con ellos.
         Así pasó el tiempo
         Que me fue concedido sobre la tierra.

         Comí entre batallas,
         A la hora de dormir me acosté entre asesinos,
         Hice el amor sin gran cuidado,
         Y contemplé a la naturaleza sin paciencia.
         Así pasó el tiempo
         Que me fue concedido sobre la tierra.

         Anota su editor, Siegrid Unseld: “Brecht sometió estos poemas a un ‘lavado de lengua’; son objetivos, secos, como escritos casuales; se muestran, sin embargo, con extraordinarios significados múltiples y llenos de realidad. Obligan a sus lectores a confrontarlos con la propia realidad y a verificar su ‘verdad’. Así se crea un tipo completamente nuevo de lírica: desafiante y de un laconismo brutal. Son más abismales que los poemas de autores a los que Brecht acusaba en los años veinte de haber cedido a la magia y ebriedad de la palabra”.
         Brecht consiguió un buen maridaje de arte y pensamiento, vanguardias y tradición artística en sus obras. Y un teatro dentro del teatro (“distanciamiento brechtiano”), un teatro que acentúa sus características de representación para que no se le confunda con la vida ni con la realidad. Farsa, cabaret, fábula, guiñol, crónica, visión, parábola. Nada más opuesto al arte soviético que el kafkiano, dadaísta, expresionista o cirquero de Brecht.
         En él florece la tradición europea de los juglares y de los trovadores antiguos, como su amado François Villon. Añádase a esto que en Brecht apareció un poeta caudaloso (dos mil trescientos poemas) especialmente dotado para el lenguaje como pocos en cualquier cultura moderna. Mientras otros se hundían en la poesía en blanco, en el mero proliferar de imágenes sonámbulas, en la dificultad de la expresión, él podía inventar canciones emocionales o burlescas con una frescura traviesa de niño. Tres frases llanas con algún contrapunto y ahí estaba, prodigiosa, la canción memorable.
         Hay siempre un poeta en el teatro de Brecht, y un hombre de teatro en sus poemas, que invariablemente le resultan tanto poesía personal como canciones, monólogos, fábulas, escenas esperpénticas o laberínticas. El comunismo se va reduciendo a una (inevitable) peripecia biográfica y a una perspectiva de su crítica social, no a un lastre, mucho menos a un pecado capital en su obra. Y no lo arrastró consigo la caída del Muro de Berlín, como tampoco la ruina de Atenas derrumbó a Esquilo ni a Aristófanes. Persevera su juego, su farsa, su condena (y exaltación) del mundo en obras de teatro y poemas.
         Han aparecido recientemente en castellano Más de cien poemas (varios traductores, Madrid, Hiperión, 1999), edición que se suma a las que no han dejado de circular en Madrid (Alianza Editorial), Buenos Aires, México (Alberto Blanco y Pura López Colomé han traducido Las visiones y los tiempos oscuros, UNAM, 1989), La Habana, desde los años treinta.
         Como sucedería con López Velarde o García Lorca en otras lenguas, se pierde mucho en las traducciones castellanas de Brecht (la música, los juegos de palabras, la inspirada concisión epigramática), pero resisten el dibujo, la fábula teatral y buena parte de su mensaje. Podemos leerlo como magnífica prosa, pero sin olvidar —y hay muchas grabaciones de sus canciones— que esa prosa traducida siempre canta, recita y se contorsiona sobre un escenario.
         Como en los años veinte, cuando pasmó y arrebató a W. H. Auden y a Walter Benjamin, y abrió en Thomas Mann la sorda llaga de los celos literarios y la ira personal, Bertolt Brecht asombra por su vasta y siempre exacta capacidad de hacer poesía sobre cualquier cosa, lo que sea: todas las estaciones del amor y del paisaje, pero también la guerra, los “tiempos sombríos”, el pánico ante la propia nación como una fatal “madre pálida”; la enfermedad, la nota roja, el dinero, la mezquindad y la explotación, la vulgaridad, un aborto, un parto sobre una taza de WC, una niña ahogada, los soldados muertos, las andanzas de mendigos y criados, los episodios duros de la vida diaria, arisca y banal.
         Tal vez sólo Pablo Neruda se acerque en ello a Brecht, aunque con la diferencia de que éste recurre menos a las metáforas y casi nunca a las metáforas complicadas. Sabe cantar magníficamente sobre lo que sea sin extrapolar la imaginación ni el lenguaje. Casi siempre es llano, legible, racional.
         Pero este poeta que desconoce asuntos antipoéticos (y cuya temeraria y constante mezcla de la crudeza y el refinamiento, la ternura y la brutalidad, la belleza y la fealdad del mundo, se atreve a cualquier cosa) casi desprecia las vanguardias y la novedad en el arte. No hay laboratorios ni laberintos ostensibles en su poesía. Se atiene a la tradición, tanto en las formas métricas y en las rimas, como en los versos libres: aprendió de las canciones y baladas europeas y orientales, de las leyendas, rezos, danzas de todos los tiempos, un sólido oficio de cantor.
         No abreva tanto de fuentes folklóricas. Por lo demás sabemos que, en poesía, con frecuencia lo que llamamos folklore no es sino la exitosa difusión entre el pueblo de formas cultas, como los soneros veracruzanos que, sin saberlo, cantan literalmente a Lope y a Góngora. Pero aspira para sus poemas a los ritmos, los contrastes, la apuesta radical por un tono definitivo que gana o pierde el poema sin mayores discusiones.
         Escribió George Steiner: “Es evidente que Brecht fue un fenómeno muy raro, uno de esos grandes poetas para quienes la poesía es una visita cotidiana, un modo de respirar. Y como los mejores poemas de Brecht son, con frecuencia, tan misteriosamente ‘naturales’ y tan discretos en el uso del ritmo del habla de todos los días, resultan difíciles de traducir. Pero no hay duda, los dos grandes poetas alemanes de este siglo son Rilke y Brecht”.
         Hable de China o de Alemania, de la India o de Nueva York, hay en Brecht un trovador tradicional que canta cosas probablemente eternas, pero antes pocas veces expresadas con tal franqueza, con tales mezclas de crudeza y edificación, de entusiasmo y desesperanza, de amor y horror. Con tal atrevimiento humorístico de juglar en music hall.
         Canta bajo el signo de Villon, pero también de los salmos o de la Antología Griega, de milenarios sacerdotes hindúes, de los poetas romanos y  los patriarcas chinos, de los Lieder de su patria. Quizás fue por ello el primer poeta culto que sonó a blues, a jazz:
        
         El tiburón tiene dientes
         y en el hocico los lleva;
         Macheath tiene una navaja
         pero nadie se da cuenta.

         Del tiburón las aletas
         enrojecen con la sangre;
         Mackie Messer lleva guantes
         y del crimen no hay señales.

         Al agua verde del Támesis
         arrojan de pronto gente:
         no hay peste, tampoco cólera,
         sólo Mackie está presente.

         Un lindo domingo azul
         yace un muerto en la ribera
         y alguien, tal vez Mackie Messer,
         a la esquina da la vuelta...

         (Asombrosamente, Rubén Blades logró canciones que sonaran más a Brecht que cualquier traducción, en su saga de “Pedro Navaja”).
         Toda la tradición y todo el modernísimo, caótico presente. Pero el escandaloso cantor de la revolución y de los mendigos y criminales en una pesadilla de music hall, desde muy joven se alarmó y tuvo que admitir con cierto humor esta paradoja: “Observo que empiezo a ser un clásico”.
         Esta actitud clásica le impidió idealizar a los oprimidos. Los canta tal cual son, sucios y vulgares, como víctimas de la injusticia y de los crímenes gubernamentales; no hay en su obra “héroes de abajo”, “hombres nuevos”, estampas ejemplares del comunista dorado.
         Siempre resultó incómodo sobre todo para sus camaradas comunistas. Se burló de ellos. Les recomendó que desaparecieran al pueblo, de plano, para evitarse problemas con él en la aplicación del orden comunista. Denunció injusticias; jamás predicó paraísos políticos virtuales o demagógicos al gusto de las nomenklaturas soviéticas ni del Partido Comunista Alemán. Buscó las terribles verdades reales, no los mitos de la doctrina.
         De ahí también su estilo, tan imitado e inimitable, de absoluta pureza lírica (en el sentido musical: las frases que siempre suenan a canto, que siempre cantan), pero obsesionado por la impureza de temas y expresiones. Ni el horror, ni las miserias humanas, ni la banalidad, ni el asco se hacen a un lado para que surja la belleza o la emoción. Toda la basura humana y de la realidad han de estar presentes en los mayores sueños y exaltaciones del hombre.
         Como en Browing, su poesía es generalmente dramática, con un personaje diferenciado del autor, incluso con una historia. Pero no se limita a monólogos, a personajes que digan su historia. Deben cantarla, plenamente, sin ocultar ni olvidar las contradicciones.
         La belleza reside en su totalidad cantante, en su historia sin embellecimientos o censuras premeditados. De ahí que su forma privilegiada sea la balada (Lied): un canto no del momento esencial y quintaesenciado, sino del movimiento de una vida, de su historia, entremezclando la risa y la seriedad, la obscenidad y la limpidez, el horror o el asco y la contemplación.
         Sólo pudo lograr esto un maestro de la forma del verso. Suenan en él con gran armonía los acordes menos compatibles. Parecen (no lo son, claro) surgidos espontáneamente, de un sólo trazo, de un solo movimiento. Y que así deben ser, como una planta o un animal. Que no se miden contra un canon externo. Que ellos mismos implantan su propio canon.
         Otro tanto ocurre con las baladas, leyendas, cánticos, oraciones, crónicas o epigramas espigados de la literatura tradicional, especialmente de la muy antigua, que construyó sus formas misteriosas a través de siglos o milenios, como las chinas o hindúes que tanto admiró, la grecorromana, y las europeas de la Edad Media y del Renacimiento.
         Este poeta revolucionario, acaso el más revolucionario de los poetas de nuestro siglo (en el sentido ideológico y de la misión que exigía a su poesía, como subversión radical de la naturaleza humana; pero sobre todo por sus atrevimientos estéticos y verbales), no es sino el más tradicionalista, el mayor trovador.
         De ahí tal vez su fuerza, su belleza, su capacidad de asombro y de impacto, a pesar de las vicisitudes y de los cambios tan poderosos de nuestro siglo. El I ching y los brahamanes entonan la balada del pobre (ah, tan moderno) hombre occidental en sus poemas.
         Y escuchamos en ellos la poesía fundamental, más allá de épocas, de teorías estéticas o políticas, de países o bandos. En lo más antiguo, lo más moderno.
         En una “Visita a los poetas desterrados”, Brecht acentúa sus semejanzas con grandes poetas del pasado en cuanto al destino del poeta; también nos narra, subrepticiamente, un encuentro con la banda de sus cómplices imaginarios:

Cuando en sueños entró en la cabaña de los poetas
desterrados, que está al lado de la cabaña
donde viven los maestros desterrados (escuchó desde allí
discusión y risas), en la entrada se le acercó
Ovidio y en voz baja la dijo:
“Mejor que todavía no te sientes. Aún no has muerto. ¿Quién sabe
si no habrás de volver?” Pero, con consuelo
en los ojos, se acercó Po Chu-yi y sonriendo dijo:
“El rigor se lo gana cada uno sólo con que una vez
nombre la injusticia”. Y su amigo Tu-Fu dijo tranquilo:
“¿Comprendes?, el destierro no es el sitio
donde se desaprende el orgullo”.
Pero más terrenal se les unió el andrajoso Villon
y preguntó: “¿Cuántas puertas tiene la casa donde vives?”
Y lo llevó a un lado Dante, y cogiéndole del brazo
le susurró: “¡Tus versos están plagados de defectos,
amigo, así que piensa cuánto hay contra ti!”  Y Voltaire
añadió desde el fondo: “¡Presta atención al céntimo,
si no te matarán de hambre!” “¡Y métele chistes!”,
gritó Heine. “Eso no ayuda” rezongó Shakespeare,
“cuando llegó Jacobo ni a mí me permitieron ya escribir”.
“De llegar a juicio, ¡coge a un granuja de abogado!”,
recomendó Eurípides, “pues él se sabrá los agujeros
en la red de la ley”. La carcajada duraba aún, cuando
del más oscuro rincón llegó un grito: “Oye tú, ¿se saben
ellos también tus versos de memoria? Y los que los saben,
escaparán a la persecución?” “Ésos son los olvidados”,
dijo Dante en voz baja, “a ellos no sólo les destruyeron
los cuerpos, sino también las obras”. Las risas
se quebraron. Nadie se atrevió a mirar hacia allí.
El recién llegado
se había puesto pálido.



sábado, 1 de noviembre de 2014

FAULKNER


INCOMODIDAD Y GRANDEZA DE WILLIAM FAULKNER

Por José Joaquín Blanco

El rechazo y la euforia iniciales en torno a las novelas de William Faulkner (1897-1962) han devenido una especie de inmortalidad penumbrosa, arisca, para la sociedad norteamericana, que en vida lo proclamó un farsante que se había fabricado una reputación extranjera, especialmente francesa, gracias a las extremadas obscenidad y sordidez de sus personajes, en los que “traicionaba e injuriaba” a los blancos sureños, al presentarlos como tartufescos viciosos sexuales y mezquinos alacranes en cuestiones de dinero; burlándose de paso de sus “valores familiares”, de sus negocios y de sus instituciones políticas, judiciales, religiosas.
En 1945 casi todos sus libros estaban descatalogados en los Estados Unidos y no circulaban ni en librerías de viejo, informa Malcolm Cowley. Pero la agria escritura de Faulkner había conmovido a la golpeada Europa de entreguerras y de la postguerra y recibía allá celebraciones entusiastas, que se coronarían en 1949 con el premio Nobel (para mayores ira y escándalo en Mississippi, recordaría Edmund Wilson). Muerto y clásico, ve frecuentemente censurada o marginada su obra en los colleges bajo severos cargos de “mistificación histórica”, de “misoginia” y sobre todo de “racismo”. 
Faulkner efectivamente narró con violencia y duras palabras -su principal estilo no fue el discurso racional y ponderado, sino el aparente flujo involuntario, caótico, del inconsciente-, la manera en que veían sus personajes blancos sureños del siglo diecinueve y de las primeras décadas del veinte su trato con los niggers, sin dulcificarlas con recursos ideológicos progresistas ulteriores. Y se atrevió incluso a hacer pensar y hablar a aquellos negros antiguos como los recordaba o imaginaba, basándose sobre todo en sus largas charlas de infancia con su criada Memmie, a quien dedicó ¡Desciende, Moisés! (1942), y con otros negros domésticos (como Sam Fathers y Boon Hogganbeck esos tuteares esclavos-ángeles de sangre mezclada: negra-india-blanca, que apadrinan a los niños-patrones McCaslin en la caza del venado en ese mismo libro). El trato entre los sexos no era menos feroz.
La recuperación personal de semejante mundo crudo, injusto y violento, así como su poetización con ciertos aires de paraíso perdido y de apocalipsis, no gustó a blancos ni a negros: parecía insultarlos a todos.  Ahora, según la opinión pública y los dictámenes académicos, los primeros lo encontrarían sórdido, brutal y truculento en sus historias de blancos. Los segundos lo juzgarían melifluo, anticuado, paternalista, casi patronal con respecto a la cuestión negra. Antes de Martin Luther King, Faulkner era considerado sobre todo un perverso sexual; después, un injuriador profesional de la raza negra, aunque en realidad se hubiera ensañado sobre todo contra los blancos: tanto los “admirables caballeros” derrotados del Sur -de quienes hace borbotear una violentísima historia de culpa que se refunde en mezquindad, fraude, codicia, crimen, sexo, alcoholismo, estupidez y pánico racial- como con los victoriosos capitalistas del Norte: inescrupulosos “judíos” depredadores, agentes del Dinero. Sospecho que molesta mucho más lo que dice de la raza blanca que de la negra.

YOKNAPATAWPHA
Como se sabe, Faulkner urdió una historia imaginaria del Sur Profundo de los Estados Unidos, especialmente de Mississippi. Llamó Yoknapatawpka a un condado ficticio y recorrió sus ciento cincuenta años de soledad. Desde que los primeros aventureros blancos bárbaros (fugitivos de la miseria o de la policía en Europa) se apoderaron de los bosques y praderas de los indios choctaws y chickasaws, a finales del siglo XVIII; fundaron unas cuantas dinastías de hacendados, generales, gobernadores (los Sartoris, los Compson, los Sutpen, los McCaslin) y los hicieron prosperar mediante un intensivo sistema de plantaciones agrícolas, trabajadas por esclavos negros, hasta que sufrieron la derrota en la Guerra Civil por parte de sus paisanos norteños un siglo después.
Y hubieron de sobrevivir penosamente varias décadas más –sus últimos descendientes alcanzan la mitad del siglo XX y el estreno de gala, en Atlanta, de Lo que el viento se llevó- con su orgullo herido, desgastándose en una decadencia rencorosa y extravagante; entre las ruinas de sus bombásticas mansiones-de-museo con exagerados pórticos “romanos” en mitad de las plantaciones algodoneras y madereras (que en ocasiones ni siquiera llegaron a inaugurar); hasta extinguirse ante la nueva invasión de fuereños adinerados, eficaces y pedestres (los Snopes: El villorrio, La ciudad, La mansión) que se adueñaron de todo como quien compra un montón de trebejos, para instalar sus gasolinerías, tiendas de autoservicio y restoranes de comida rápida. La muerte, la destrucción y el fuego rubrican a la nobleza faulkneriana. Sus novelas constituyen su réquiem solemne. La antigua raza blanca del sur decayó y se contaminó de los invasores; sólo los negros “perduraron” (es decir, conservaron su identidad)... hasta que hacia 1947 el norteño Movimiento de los Derechos Civiles empezó a alborotarlos y a “descastarlos”.
Una narración meramente lineal, melodramática o realista, de ese siglo y medio de hacendados esclavistas sureños, difícilmente habría logrado algo más que las docenas de exitosos romances sobre el glamour sureño. Un resumen de sus tramas parecería pobre de virtudes y sobrado de de nota roja, y no muy diverso del colonialismo en el Caribe, el Brasil o Asia.  Pero Faulkner era, en sus propias palabras, “un poeta fallido”; desbordaba resonancias grecorromanas, románticas y simbolistas; de su Shakespeare y su Biblia del rey James (algunos estudiosos ven en los temas y tonos bíblicos, tamizados por una perspectiva calvinista de fatal-predestinación-al-Mal, la principal influencia de su obra) ; y no pocas, aunque casi siempre inconfesadas, codicias europeas (Baudelaire, Proust, Conrad, Joyce, incluso los surrealistas).
Y escribió fábulas, leyendas o “mentiras históricas” gigantescas. Convirtió a sus familias de palurdos aventureros y despiadados explotadores de negros, en dinastías germánicas o escocesas reverberantes de fulgores byronianos o de Walter Scott. Los dotó de una nobleza trágica y de un porte retórico digno de los héroes de Shakespeare o de las sagas germánicas y celtas, impulsados por un fuego fatal que teñía su romanticismo luciferino con los prestigios de asesinatos, suicidios, violaciones, incestos, mezclas interraciales (el peor pecado, la mayor maldición: el blanco-negro, el negro-blanco), odios familiares, rencores insalvables, remordimientos heredados de generación en generación, apetitos de reivindicación y venganza, demencia: siempre desolación.
Una encendida piedad, sin embargo, ennoblece el relato de esta derrota, por perversos que hubiesen sido sus protagonistas. El punto de vista afectivo convoca la solidaridad del lector con la desangrada épica de los vencidos. Al modo de una catarsis freudiana –Faulkner fue uno de los primeros autores que aparecieron, acaso no tan involuntariamente, bajo el signo de Freud: ofrecía emblemáticos Traumas o Culpas de Raza, Sexo, Herencia de Sangre, Honra Herida- nos estremecen los tremendos pecados a que los condenó la desdicha.  
Ubica sus puntos de vista más emotivos en los niños (su hambre por la novedad de un exuberante mundo rural de cacerías -“El oso”-, ganado, bosques, ríos, granjas, perros) y de los de viejos (mascando tabaco, bebiendo whisky) y viejas (cocineras, floricultoras, lisiadas o enfermas) de cualquier raza, rumiando sus recuerdos. En cambio, la gente madura de todos los colores y sexos se muestra vulgar, agresiva y desagradable, torpe o estúpida en sus apetitos y rutinas descontroladas. Define a sus criaturas: “Pobres hijos de puta que tratan de vivir lo mejor que pueden”.
La historia infame de muchas documentadas dinastías europeas desmerece a ratos frente a la Grandeza Maligna de esos ficticios aventureros de Yoknaptawpha devenidos “nobleza” sureña derrotada por sí misma, por la historia y hasta por la mezquina y barata modernidad (la profanación de los sitios raigales, legendarios e históricos, por la profusa y chillona publicidad comercial de 1940; la última descendiente de los Compson que huye con un cómico de feria).

“UNA ESCRITURA QUE JADEA”        
El populoso inventario de los episodios y personajes de Faulkner recuerda los de Balzac y Zola: compite con el Registro Civil y los archivos municipales.  Habría que quebrarse mucho la cabeza para pensar en cierto tipo de personaje o de acción, por extraños que sean, que no asome en las genealogías y anales de Yoknapatawpha y sus alrededores, como las ciudades semirreales de Jefferson, Jackson y Memphis.
Ambicionó concentrar en su condado imaginario el universo entero, incluso lo inaudito: confesó que inventó la trama atroz de Santuario (1931) para “narrar el episodio más nefando imaginable...” (citado por Malcolm Cowley: A Second Flowering. Works and Days of the Lost Generation, Nueva York, The Viking Press). Le gustaban ciertas exageraciones: pensaba que el mejor taller de un escritor era el burdel y varios de sus personajes opinan que “Dios a veces es idiota, pero es un caballero” y hasta “un caballero de Kentucky”.
Pasiones, oficios, negocios, vicios, crímenes, tragedias, incendios, cataclismos, robos, fraudes, usura: soledades. Pero la fuerza de tal mundo es fundamentalmente verbal, más que episódica. No ocurren muchas cosas en sus novelas: se narra brumosa o delirantemente que ocurrieron. Adquirió la fama del novelista más obsceno del mundo: pero las escenas digamos libertinas o crueles de sus libros (a excepción de Santuario, donde dizque se propuso demostrar que podía lograr un bestseller: “una idea barata... concebida deliberadamente para hacer dinero”: cit. en Cowley, ibid.) son escasas, rápidas y elusivas; indirectas, zigzagueantes: rodeos diferidos. No se las goza tanto como se sufre su remordimiento obsesivo, su carga de dolor, de deshonra y de pecado: Santuario, de aparente estructura policiaca y objetiva, realista, multiplica el caos, las penumbras, los puntos de vista, las elipsis y la información diferida como recursos de patetismo y de énfasis. Vargas Llosa considera como culminación universal del truco novelístico del “dato escondido” la postergación y el ocultamiento, entre múltiples jirones de datos y sensaciones, del olote o mazorca de maíz con que es violada Temple Drake por un gángster impotente.  El misterio se complica aún más cuando introduce contrapuntos humorísticos, incluso bufonescos, en sus momentos más patéticos: los despistados viajeros de Santuario, que se hospedan en el burdel de Memphis, creyéndolo pensión familiar; la dentadura postiza al final de Mientras agonizo (1930); las mañas de avaro y la chifladura por los tesoros escondidos en el ceremonioso viejo blanco-negro Lucas Beauchamp en ¡Desciende, Moisés!; la tragedia de los Compson no narrada, sino caóticamente exclamada o aullada entre quejidos, llanto y babas por un enorme idiota obeso en El sonido y la furia (1929).
Lo que priva es una cíclica corriente verbal de recuerdos, monólogos interiores, pensamientos, conversaciones, proferimientos, metáforas, frases truncas y confusas entretejidas en un delirio. Caudal abrumador y majestuoso del alma o la conciencia colectiva –legión de caídos: populoso rencor- en una especie de agonizante rito de confesión, a través de sus personajes-vocero.
Camus advirtió en 1956: “La escritura jadeante de Faulkner es el estilo mismo del sufrimiento... El único verdadero trágico moderno... La religión del sufrimiento” (apéndice de Théâtre, récits, nouvelles, La Pléiade).
André Gide, en cambio, lo encontraba algo artificiosamente rebuscado, freudiano, modernizante adrede: “Luz de agosto [1932], de Faulkner. Creí que iba a admirarla más. Algunas páginas son dignas de un gran libro; se ha perdido la manera y el procedimiento. Faulkner tiene demasiada conciencia de la inconsciencia de sus personajes, una inconsciencia que expone y subraya a cada paso. ¡Qué monótona insistencia en este empeño!” (Diario, 4 de abril de 1936).
Borges vio en Faulkner a “un hombre de genio, si bien de genio deliberado y casi perversamente caótico... El ímpetu alucinatorio de Faulkner suele no ser indigno de Shakespeare.  Un reproche fundamental cabe hacerle. Faulkner considera que a este laberíntico mundo corresponde una técnica literaria no menos laberíntica. Salvo en el caso de Santuario, la historia, siempre atroz, no nos es referida directamente; debemos descifrarla y presentirla a través de sinuosos monólogos interiores según el incómodo modus operandi del capítulo final del Ulises de Joyce” (Introducción a la literatura norteamericana).
Una corriente verbal barroca –tan prolífica como devoradora- refunde la mayor poesía y la charlatanería lírica o ideológica; el melodrama, la novela policíaca y la novela gótica; los coloquialismos y hasta los balbuceos, el lenguaje de los periódicos, la jerigonza seudocientífica, los neologismos y las palabras raras o “simplemente mal usadas” (Edmund Wilson), la sintaxis loca y el mero fárrago o la escritura automática: el blablablismo –para mayor desesperación de los traductores-; el profuso coleccionismo paisajístico –aluvión de crayonazos y acuarelas-; la enumeración inventarial: bosques, flores (¡cuántas glicinas!), ganado, animales domésticos, campos de cultivo, aserraderos. granjas, establos; carros, aviones, trenes, armas, almacenes, bancos, oficinas, aparatos, prótesis. Los 15,611 habitantes de Yoknapatawpha y sus antepasados. Y se repiten hasta el infinito en una sintaxis de paréntesis, cláusulas subordinadas a la undécima potencia, espirales, reiteraciones e incluso la mera pedacería giratoria de ecos de la conciencia, que enloquecerían hasta al enmarañadísmo Henry James (especialmente en los dos primeros tramos de El sonido y la furia.)
Para Edmund Wilson, en Intruso en el polvo (1948), la polémica novela de Faulkner que pretende defender a los negros del sur, representados por el negro-blanco Lucas, contra los oportunistas-norteños-liberadores-de-negros, “el hombre vive... aunque la prosa caiga en pedazos” (Classics and Commercials).
Esta mescolanza-bárbara-en-oralidad-catártica o de libre “corriente de la conciencia” opera su prodigiosa magia gracias a la intensidad sensorial del color local (heredera de Mark Twain y Sherwood Anderson), la audacia de las introspecciones, los ritmos obsesivos; la majestad bíblica, el porte shakespeariano o de trágico griego, la desesperación byroniana; su aprovechamiento del monólogo interior, del hipotético lenguaje de la gente-llana-o-inocente-sin-lenguaje (resabios de Hemingway), así como de idiotas y delirantes; el encauzamiento de todas esas voces en una sola avenida -multitudinaria, confusa, caudalosa-: coro o marcha fúnebre.
Muchos lectores prefieren aspectos laterales, menos emblemáticos, de Faulkner, y acaso por ello más universales, como sus relatos de campesinos blancos pobres (a la manera de Mientras agonizo, que acaso influyó en Revueltas y Rulfo); o los ligeros y humorísticos (Los rateros); o sus novelas sobre la Primera Guerra Mundial y la aviación (La paga de los soldados, Pylon, Una fábula). El dolor, la culpa, la atrocidad de la vida, las lindes del delirio, las imágenes desaforadas y expresionistas, reaparecen en ellos.  De cualquier modo, la parte central, mayoritaria y beligerante de su narrativa se ocupa de las dinastías “aristocráticas” de Yoknapatawpha y erige con ellas sus mayores íconos trágicos, como en Sartoris (1929 ) y ¡Absalón, Absalón! (1936).
El historiador frunce las cejas: “¡Pero no es exacta ni objetiva su versión del sistema de plantaciones ni de la Guerra Civil!” El político, el gerente y el pastor increpan: “¡Parece hablar más de Babilonia que de los cristianos Estados Unidos!” La feminista reprocha: “¡Aquí hay misoginia cavernaria!” (las mamás compacientes, las aguantadoras esposas, las chamacas calenturientas; las tías, las putas, las serviles y sonrientes criadas negras; en realidad, Faulkner trató de ser mucho más desagradable en sus retratos de hombres que de mujeres.) El antirracista reclama: “¿Y la verdadera, documentable historia sucia de la esclavitud, sin romanticismos blancos? ¿Y la cultura real de los negros vista por ellos mismos? ¡Bah! ¡Puras mistificaciones!”
        
LOS MALDITOS
El mundo faulkneriano se impuso, por encima de la historia y la sociología, con vocación mítica y ritual, como una saga de brutal y crudo romanticismo, a la manera de Ossian (James MacPherson, otra “falsificación épica” afortunada); o de los romanceros, cantares de gesta o historias de las grandezas e infamias de las dinastías medievales de Europa. Y el público (sobre todo extranjero) aceptó esta reconversión masiva en Edipos, Antígonas, Manfredos, Caínes, Barbarrojas, Ricardos III, Hamlets, Quijotes o Yvanhoes de los vulgares hacendados algodoneros del trivial Mississippi. Sin embargo, parecen envidiarlos desde sus museos europeos los Malditos “históricos”: los Lancaster, los Orsini, los Borgia, los Habsburgo, los Borbón...
Curiosamente, si bien ha influido a algunos narradores sureños como Flannery O’Connor, Carson McCullers y Truman Capote; Faulkner ha tenido mayor descendencia entre los narradores latinoamericanos: Carpentier, Lezama Lima, Asturias, Onetti, Rulfo, Revueltas, García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes, entre centenares, que en su propio país, donde es casi señal de buena conducta desaprobarlo. A los latinoamericanos nos faltaba engrandecer, ennoblecer, así fuese tan sólo mítica y literariamente, nuestra desastrosa historia como naciones independientes. Acaso Faulkner no alcanzó a enterarse antes de su muerte que había fundado –de la mano de Valle Inclán- el “realismo mágico” latinoamericano (y el caribeño francófono, añadiría Édouard Glissant, rizomático autor de Faulkner, Mississippi, Madrid, Turner/FCE, 2002).
Faulkner quiso dotar a su pueblo de una Biblia y de una Ilíada vernáculas, actualizadas; de un shapeskearismo algo tropical; de su propia Edad Media colorida y minuciosa, tétrica y sacramental. Edgar Coindreau, su traductor al francés, lo llamó “gran primitivo, servidor de viejos mitos”. Y forjó, con pura fuerza verbal y mitos atroces, con su desbocado rito de múltiples voces que recuentan desgracias desoladoras, como un denso Purgatorio alucinante, una de las mayores aventuras de la historia de la novela: Los caballeros blasonados de Sartoris, la dinastía incestuosa y parricida de ¡Absalón, Absalón! (la caída de la Casa de los Sutpen) y, babélicamente, El sonido y la furia (la caída de la Casa de los Compson).



miércoles, 1 de octubre de 2014

HEMINGWAY

ANTICLIMAS DE HEMINGWAY

Por José Joaquín Blanco

A pesar de que terminó escribiendo con laboriosidad una obra muy voluminosa, al narrador norteamericano Ernest Hemingway (1898-1961) lo abrumó desde el principio una curiosa repugnancia hacia el “blandengue” y “pretencioso” trabajo intelectual. Maldecía no sólo a los críticos, a los savants, a los profesores, sino casi a cualquier persona aparentemente sedentaria, a menos que se tratara de las pasivas esposas de sus héroes, casi siempre reducidas a admirar, soportar o fastidiar a sus emocionantes maridos.
Todas las mujeres juegan un desastrado papel en sus novelas y relatos. Pocos escritores como Kipling y Hemingway realizaron tan minuciosa y cabalmente los numerosos crímenes de misogina literaria denunciados por las scholars feministas en sus brujiles coloquios universitarios de “Crítica de género”. Pero sus héroes varones de cualquier edad tenían que ser bravos boy-scouts en su mayor hazaña de la temporada. Muchos de ellos son meros retratos del Hemingway adolescente, aunque en la narración peinen canas. Adolescentes incluso sexagenarios. Y debía además sobrevenirles algún desastre que les recortara un perfil épico.
Pobló su narrativa de una colección de hombres de acción extrema: toreros, boxeadores, cazadores, deportistas de riesgo, soldados, gángsters, apostadores del hipódromo. El público amó ese mundo tan bullicioso que el autor parecía más bien detestar: no narró tanto sus glorias y esplendores, sino sobre todo sus derrotas y sus desilusiones, sus “ganancias de nada”; el absurdo de sus luchas que acaso no alcanzaban otra justificación que lograr, mediante una ostentación suprema de coraje, cierta honra bravucona y solitaria contra la muerte.
De algún modo, sin embargo, respondía a la desmoralización provocada por la Primera Guerra Mundial. En general, su única ideología fue deportiva: había que competir en todo contra todos y ganar a toda costa. Y los ganadores siempre mueren. Los perdedores también, pero infamados.

El MORALISTA A PALOS
Un mundo de pobres individuos que intentan ser supermasculinos en episodios adversos para probarse a sí mismos su hombría, su virtud, su coraje o el temple de sus nervios. Una vida ruda, menos sórdida sin embargo que en algunas magníficas novelas de detectives (Dashiell Hammett), con la obsesión del heroísmo. Era la época de los novelistas-de-la-grandeza (Malraux, Sholojov, Montherlant, Saint-Exupéry), pero la de Hemingway se presenta como una épica que descree por principio de sí misma y vive y disfruta poco sus aventuras. Concentra sus tintas en la derrota, el fracaso y la muerte, muchas veces atrabiliarios, exagerados o injustos: el torero o el boxeador envejecidos, el novato cazador de safari asaltado por el pánico frente a los leones.
         Su épica moralista luce puritana, provinciana y pacata sobre todo en tales ambientes descarnados y con tal estilo vanguardista. Un humanismo a palos y para la muerte. Hemingway impide a sus personajes disfrutar sus aventuras y sus logros. Hay cierto ascetismo (sin Dios), de restricción y autocastigo, que agradó a las universidades y liceos de todo el mundo, y que colocó a Hemingway como un autor “edificante” lo mismo en los países occidentales que en los comunistas, donde se imprimieron ediciones gubernamentales multitudinarias de algunos de sus libros. “Muchos de sus relatos pueden ser leídos, y lo han sido, por miles de personas, esencialmente como lecciones de ética práctica”, observa Malcolm Cowley (A Second Flowering. Works and Days of the Lost Generation, Nueva York, The Viking Press). No fue pues admirado sólo como narrador, sino como una especie de Maestro-de-la-Vida.
Los narradores épicos o trágicos suelen acudir a grandes mitos que permitan, al menos durante buena parte de la historia, el impulso y el despliegue de sus personajes, que alguna vez creyeron en algo: Dios, la patria, la familia, el amor, la justicia, la revolución, la religión, el arte, el valor, el humanismo o ciertas misteriosas claves esotéricas. Hemingway descree de todo ello por principio (salvo en la obra teatral La quinta columna (1938), y en la novela Por quien doblan las campanas (1940) –su mayor éxito de ventas en vida y su título menos estimado por la posteridad- donde se contagia de la revuelta social). ¿Por qué entonces se maltratan a sí mismos con tal rigor, si no esperan nada ni están realmente obligados a nada? ¿Extremo masoquismo por sobrada arrogancia?  Hay un vacío sagrado en todos ellos al que deben obediencia ciega: la honra-viril, el coraje, el amor propio.
De ahí que Hemingway resultase un héroe instantáneo para los existencialistas. Sus personajes tratan de vivir sobrehumanamente a sabiendas de que la vida no vale tanto la pena. El desenlace trágico de cualquier cosa impera desde el principio: es lo único que existe; hombres rudos y casi desprovistos de lenguaje, de imaginación, de ganas de placer o de tranquilidad. Con escasas armas se enfrentan a la fatalidad que ellos mismos invocan o buscan. “Sus héroes, dice Edmund Wilson, invariablemente están a punto de quebrarse, o ya han sido derrotados, o  pagan su honor o su amor al precio de ser despojados de todo lo que hayan ganado, o de quedar baldados, o desmoralizados, o asesinados.” (The Bit Between my Teeth, Nueva York, Farrar, Strauss, Giroux).

¡CULPEN A CÉZANNE!
En realidad, el método de trabajo del anti-intelectualista Hemingway es similar al tradicional del savant que investiga fatigosamente en bibliotecas y archivos, y llena miles de fichas; sólo que él lo hace en conversaciones y recortes de la prensa popular, hasta llegar a su azaroso “tratado” -a ratos chusco: v. gr.: cuando sicoanaliza en un párrafo toda la pintura de El Greco y la diganostíca como descarada mariconería; a ratos pedantísimo- de tauromaquia: Muerte en la tarde (1932).
Partió de su experiencia  juvenil de reportero, aunque jamás fuera un periodista notable. Su prensa juvenil es mero chambismo; luego, los periódicos y revistas internacionales publicaban sus reportajes, recopilados en Enviado especial (By-Line, 1967), sólo porque provenían de un novelista famoso. Su reportaje sobre Las verdes colinas de África (1935), por ejemplo, dice Edmund Wilson, “es el único libro jamás escrito que hace aparecer aburridos a África y a sus animales. Casi lo único de que nos enteramos sobre esos animales es que Hemingway quiere matarlos. Y respecto a los nativos, salvo una linda descripción de una tribu de corredores entrenados, la principal impresión que tenemos de ellos es que eran gente simple e inferior que admiraba enormemente a Hemingway” (The Wound and the Bow. Seven Studies in Literature, Nueva York, Farrar, Strauss, Giroux).
Pero se hundía con decisión en un ambiente o en un tipo de personajes, hasta extraer de ellos las frases, los colores, los tonos clave –primitivos, simples: trazos fauvistes o cubistas de coloquialismo o realismo- que habrían de condensarlos. Así conformó un estilo aparentemente escueto, concentrado, objetivo; con abuso de diálogos repetitivos, muertos o incidentales, y abundantes descripciones casi gratuitas (aunque poéticamente decantadas, a ratos), que no narraran ampliamente esas vidas, sino que las esbozaran a través de pistas triviales.
Ese estilo debe algo a cierta tradición heterodoxa de finales del siglo XIX y principios del XX en Estados Unidos: Mark Twain, Bret Harte, Stephen Crane, Jack London y Ring Lardner, quienes cultivaron temas populares y el lenguaje coloquial, incluso “acciones extremas” y asuntos deportivos. Y más personalmente, remite a sus maestros Sherwood Anderson, quien sobre todo en Winnesburg, Ohio narró con gran emotividad y color local verídico las historias de personajes llanos, iletrados y provincianos, pero no por ello primitivos ni simples; y a Gertrude Stein: sus variados trucos de estilo, desde Tres vidas, para “cubicar el lenguaje” (párrafos como Picassos o Bracques) a partir de la decantación del coloquialismo y de la repetición de pocas palabras y frases, que variaban su intención y su intensidad, como elementos plásticos. Y sobre todo a las teorías poéticas tempranas de Ezra Pound (Imagism), quien imponía un ascetismo total a los poemas, despojándolos de retórica y sentimientos: no debían “decir” ni expresar nada, sino provocar un “efecto preciso” en el lector, como un cuadro. (Alfred Kazin comenta la influencia de la pintura impresionista y vanguardista en Hemingway: Una procesión. Cien años de literatura norteamericana, FCE). El joven Hemingway escribió poemas poundianos, y entre los espesos inventarios objetivistas de sus narraciones posteriores no escasean sorprendentes imágenes instantáneas como versos del Imagism.
En vista de que sus personajes populares no eran “artificiales” filósofos ni universitarios, Hemingway les niega charlas y pensamientos profundos o complejos, incluso la corriente-de-la-conciencia que tanto aprovechó su rival Faulkner, y se exige perfilarlos exclusivamente con su típico manojo de reiterativos términos primarios, de coloquialismo y objetivismo elementales. Pretende que es su “técnica Cézanne”: los caseríos en paisajes de cubos, las manzanas sin mayor utilería sobre la mesa. Se supone que el armado de tales frases o escenas debiera transmitir el “efecto”, la “impresión”, la riqueza de todos esos hombres-de-acción a quienes repugnan los discursos y las descripciones muy elaborados. El esnobismo al revés: ostentar la incultura y la superficialidad como lujos brutales (Aldous Huxley). Tenemos así miles de apretadas páginas de las Obras selectas (Barcelona, Planeta) de Hemingway saturadas de clichés de parloteo trunco, arisco; y de enumeraciones o catálogos de objetos y pequeñas acciones. Amontonadero tipográfico de cubos y de manzanas.
Los personajes de Hemingway conversan demasiado y no parecen decir gran cosa. Señalan huecos, vacíos. Narracion negativa o por omisión. Lo principal debe estar implicado, sobrentendido, anunciado: nunca dicho. Toca al lector adivinar la concentración pasional y desesperada de esos hombres que se niegan a la expresión fluida y suficiente. Rudos, lacónicos, secos. Ocultan más de lo que muestran su atroz choque con la vida y la muerte. Por lo demás, no deben gozar el mundo sino de refilón y con hartos remordimientos. Todo les ha de ser difícil, arduo, sin gozo ni ganancia.
Hemingway desconfiaba de la retórica, pero inventó una fatigosa retórica negativa: prescindir, omitir, esbozar, como un silencio que magnificaría la caída heroica de sus personajes. Una literatura “antiliteraria”, un laconismo parlanchín: a ratos collage de frases coloquiales, a ratos descripciones inventariales de paisajes o de ambientes. Una retórica austera, castigada, que acaso refracte misterio y dignidad. Le declaró la guerra al discurso rico y fluido: lo quería en frases breves, simples, y preferentemente coloquiales, con horror a los adjetivos, a los adverbios y a los vocablos cultos. ¿Pero de veras es más breve un conglomerado de frases triviales que un amplio párrafo con cláusulas bien estructuradas y matizadas? Quizás no siempre consiga tal ahorro prosístico, tal intensidad y tal condensación narrativas, al llenar cientos de páginas con diálogos como el siguiente:
“-Pon un poco de agua en eso [whisky] –dije.
“-Después de esta pelea me retiraré. Voy a terminar con el boxeo. Si puedo apostar, ¿por qué no tratar de ganar dinero?
“-Claro.
“-No he dormido en una semana –dijo-. Me paso las noches despierto y preocupado. No puedo dormir, Jerry. No puedes hacerte una idea de lo que es no poder dormir.
“-Debe ser muy malo.
“-No te imaginas lo malo que es, Jerry, cuando no se puede dormir.
“-Ponle un poco de agua.
“Bueno. Alrededor de las once Jack había terminado y lo acosté en la cama. Por fin dormiría. Lo ayudé a quitarse la ropa y lo metí en las sábanas.
“-Dormirás muy bien, Jack.
“-Seguramente –dijo-. Ahora dormiré.
“-Buenas noches, Jack.
“-Buenas noches, Jerry. Eres el único amigo que tengo.
“-Duerme.
“-Está bien, dormiré.
“Abajo, Hogan estaba en su escritorio leyendo los diarios y cuando entré me miró.
“-¿Has hecho dormir a tu amigo?
“-Está borracho.
“-Le sentará mejor que no dormir.
“-Claro.
“-Has pasado un mal rato explicándoles eso a los periodistas –dijo Hogan.
“-Bueno, yo también me voy a la cama.
“-Buenas noches –dijo Hogan.” (“Cincuenta de los grandes”, en Hombres sin mujeres)
Y así una y otra y otra vez. La interminable insistencia de Hemingway en su propio estilismo o manierismo, en su puñado de fórmulas, a lo largo de miles de páginas, inclina a Harold Bloom a concluir que Hemingway fue la peor influencia que sufrió Hemingway, y que dentro de su propia obra se ubican las parodias más feroces del hemingwayismo (El futuro de la imaginación, Barcelona, Anagrama). En las preceptivas se dan todo tipo de normas y consejos. Alejo Carpentier no oponía mayor objeción a los abundantes adjetivos y adverbios pertinentes y sonoros, ni a los grandes párrafos con intrincadas cláusulas suburdinadas, si resultaban significativos y musicales; en cambio, abominaba de los diálogos.
Pero ese lenguaje coloquial, reducido, a ratos casi monosilábico, parecía una renovación frente al pomposo inglés de la literatura victoriana. Escribió Ford Madox Ford en el prólogo de Adiós a las armas (1929): “Las palabras de Hemingway nos golpean como si fuesen guijarros tomados frescos de un arroyo. Viven y brillan cada una en su lugar; y así, una de sus páginas tiene el efecto de un arroyo en el que podemos mirar a través de las aguas que corren”.

PAPÁ HEMINGWAY

Este mundo bullicioso y esta estética de rudas palabras se revela mejor en sus cuentos: En este mundo (In Our Time, 1925), Hombres sin mujeres (1927), Ganancias de nada (Winner Takes Nothing, 1933), Collected Stories, The Nick Adams’ Stories (1972), entre otras compilaciones.
En las novelas, en cambio, a pesar de su intención de competir con Tolstoi y Turgueniev, carga su áspero ascetismo con incómodas, dulzonas subtramas melodramáticas que se avienen poco con su tipo de héroes y su tipo de estilo: Adiós a las armas, Tener y no tener (1937), Por quien doblan las campanas, etcétera. El compromiso de la rebuscada estética de sus cuentos con el gusto popular que exigían las novelas para convertirse en bestsellers y películas de Hollywood las deja en una posición falsa: semicursis para el lector letrado, semiagrias para el popular. Su prestigio como novelista empezó a arruinarse desde los años treinta, cuando estalló su pleito con Edmund Wilson, precisamente el primer crítico que lo había lanzado y con no menor entusiasmo que a Scott Fitzgerald.
Hoy por hoy el Hemingway decantado es el cuentista: “Allá en Michigan”, “El invicto”, “Los asesinos”, “La vida breve y feliz de Francis Macomber”, “Las nieves del Kilimanjaro”. Hay quien compara estos cuentos con los de Chéjov y Kipling, o con los Dublinenses de Joyce. Aun los desafectos a Hemingway reconocen que en ellos no sólo inventó nuevas historias, sino una original –si bien algo incómoda, estrecha, anticlimática- manera de narrarlas. (Cf.  Frederick J. Hoffman: La novela moderna en Norteamérica, Barcelona, Seix-Barral y Marcus Cunliffe: The Literature of the United States, Londres, Penguin Books).
Casi al principio y casi al final de su trayectoria, sin embargo, practicó dos intensas incursiones vitalistas, incluso líricas, en la novela: Fiesta (The Sun Also Rises, 1926), que impulsó su carrera, y El viejo y el mar (1952), que le valió los premios Pulitzer y Nobel, y reactivó su prestigió en su prematura, enfermiza y trágica vejez.
Fiesta: la aventurera plenitud juvenil de expatriados norteamericanos en Europa, aun dentro de la sordidez y el desastre (acentuados por chuscas alarmas homofóbicas), y con un vasto pintoresquismo de toros españoles y bistrós parisinos: un jolgorio nihilista casi inmune a desengaños, mutilaciones y a la muerte. El viejo y el mar:  la melancólica ternura de un viejo pescador que enfrenta su mundo extenuado al mundo lleno de promesas de un adolescente, con el pretexto de la pesca.
         Si la “manera” de Hemingway se propuso como dogmas la sequía, la amargura y la desolación “viriles”, no ocurrió lo mismo con el exuberante y populachero personaje que se adjudicó el autor y autopublicitó con profusión:  Papa Hemingway, el gran-hombre-de-acción posando con ciertos aires de Clark Gable en escenarios prefabricados de toros, pescadotes, safaris, box, rifles, deportes riesgosos, borracheras colosales.
Se diría que el personaje Hemingway era el supervictorioso-autor-de-historias-de-superderrotados que finalmente conquistaba, en persona y a todo color, frente a las cámaras, el vasto mundo real con sus junglas y sus cumbres nevadas, con sus fieras y todos sus combates. Un exhibicionismo deportivo algo ridículo, pues si bien nadie duda del amor de Hemingway por tales ejercicios de acción, fue en todos ellos un simple aficionado y no el Multi-campeonísimo-de-cartón que trató de contrabandear como su ser auténtico. Un fanfarrón de feria pisoteando al debilucho, libresco Parnaso quisquilloso (“se ufanaba de ‘tratar de tumbar de culo a Mr. Shakespeare’”: Edmund Wilson: The Devils and Canon Barham, Nueva York, Farrar, Straus, Giroux.)
Una mezquina arruga final desluce en este póster exitoso: el rencor y la envidia del Hemingway ya nobelizado, millonario y triunfador mundial, en 1960, hacia sus colegas, sobre todo hacia los que alguna vez fueron sus amigos cercanos (por entonces muertos u oscurecidos): Gertrude Stein, Ford Madox Ford, Wyndham Lewis, y especialmente Zelda y Francis Scott Fitzgerald en París era una fiesta (A Moveable Feast, 1964, póstuma); o a meros contemporáneos como Katherine Mansfield. En otras partes rezuma odio contra muchos otros autores como Whitman, Wilde, Gide, Conrad, Anderson, Heinrich Mann, Virginia Woolf, Huxley o Malraux (Por quien doblan las campanas no resultó para la crítica europea la Gran-Novela-de-la-Guerra-Civil-española, sino, acaso, La esperanza de Malraux; aunque andar distribuyendo la “medalla al mérito” no pasa de ociosidad gremial).
Al parecer, tan desagradables, tan innecesarios desplantes de rencor y de envidia de un hombre tan exitoso, sólo delatan que Hemingway sucumbió a la mayor falacia en el arte: la “deportiva” competitividad adolescente por el Trofeo Único, excluyente. Consideró odiosos rivales personales a todos sus principales antecesores y colegas, como si le robaran el aire o el sol. Había que noquearlos y aplastarlos a todos. “tumbarlos de culo”, como a Mr. Shakespeare. Este incontinente denostador-de-los-críticos-literarios terminó produciendo más chismografía maledicente sobre sus colegas que varias cofradías de críticos “asesinos”.





lunes, 1 de septiembre de 2014

MAURIAC

MAURIAC: CÓMO CONSTRUIR UN COCODRILO

Por José Joaquín Blanco

Difícilmente se puede admirar sin exasperación a François Mauriac (1885-1970), el célebre novelista católico... que no sabía hacer novelas. Sus libros narrativos carecen de tramas y personajes verdaderos, como lo denunció su enemigo, igualmente célebre, Jean-Paul Sartre (quien tampoco supo cómo escribir una novela verdadera.) (Ouvres Romanesques, París, La Pochotèque, 1992. Hay ediciones francesas de La Pléiade y otras editoriales. Circulan traducciones castellanas de varias de sus novelas (Aguilar, Alianza Editorial y Salvat). Cf. Mauriac, París, l’Herne No. 48, 1952. Maurice Nadeau: Le roman français depuis la guerre, París, Gallimard, 1970.)
Estos dos antiliteratos antinovelistas dominaron el panorama de la prosa francesa durante al menos un cuarto de siglo, y dividieron tras sus nombres —especialmente en sus artículos periodísticos escandalosos— la opinión política y cultural de Francia de los años treinta a los sesenta.
         Sartre: el profeta de “los condenados de la tierra” (Fanon) y de la libertad, quien sin embargo a ratos debió hipotecarla por entero a la estrategia comunista de la URSS; el crítico maximalista de una sociedad a la que parecía encontrar decadente, “sólo porque aún no ha decaído demasiado”, decían sus enemigos, y algo perduraba en ella de los tradicionales códigos morales y políticos.
         Los comunistas y otro tipo de revolucionarios abominaban de Sartre: con tal compañero de ruta, “el hombre nuevo” no necesitaba enemigos. Un corruptor del proletariado. Un periodista a veces más indigesto que los tratadistas abstrusos. Un filósofo de declaraciones y manifiestos desaforados y noticias de ocho columnas, quien ponía todas las riquezas de la filosofía alemana y de la literatura francesa —según sus detractores— al servicio del desorden callejero, el caos juvenil y urbano, la crápula, el sexo licencioso y el terrorismo cultural. El más corrosivo y desaforado de los dramaturgos.
         François Mauriac: el novelista profesionalmente católico que se encarnizaba con personajes e historias sórdidos de Burdeos, donde se pudrían la familia, la Iglesia, la burguesía, la sociedad, el Estado, el dinero, la moral, los sentimientos y pulsiones, las supersticiones de clase y hasta de abolengo provinciano: El beso al leproso, Genitrix, El desierto del amor, Thérèse Desqueyroux, Nudo de víboras, El misterio Frontenac, El mono.
         La jerarquía clerical y el Vaticano lo detestaban porque todo su catolicismo mostraba suciedad, putrefacción, desesperación, sordidez en los hogares y las almas de puros “malamados” y “ángeles negros”. Parecía otro Sartre, pero con escapulario. Se le acusaba de snobismo: por ambición literaria, acentuaba el cristianismo de los pérfidos y malditos, demasiado cercano a Baudelaire y Dostoyevski.
         Había mucho de Freud y hasta de Marx en sus nauseabundos retratos de la sociedad católica francesa; y aunque siempre se exhibiese como abanderado del catolicismo, enfrentado al totalitarismo y a la inmoralidad, resultaba más subversivo como enemigo interno que los enemigos declarados de la Iglesia y la derecha política, con quienes al menos se sabía abiertamente a qué atenerse.
         En los momentos decisivos, el aleve Mauriac formaba filas con el adversario: crítico feroz del franquismo, opositor a la ocupación alemana, compañero de ruta de los socialistas y liberales que tomaron por asalto el propio Vaticano (Marx abominó menos del capital, que Mauriac de la codicia y la avaricia), encabezados por el papa Juan XXIII y su concilio.
         Mauriac y Sartre se odiaban, pero invariablemente el éxito los reunía. Ambos agitadores literarios marcaban los extremos de la discusión cultural francesa y lograron el Premio Nobel (rechazado por Sartre), que tan pasmosamente se negó a Breton, Malraux, Céline, Cocteau, Bernanos, Julien Green... Herederos de Gide —éste, protestante y luego ateo, y no Mauriac, logró en La puerta estrecha la obra maestra de “la novela católica”—, conformaban un bifronte monstruo cultural que zarandeaba a los bienpensantes.
         Entre sus continuos intercambios de insultos sobresalió la recíproca descalificación literaria. “He leído la última novela del señor Sartre, y me da mucho gusto declarar que la encontré muy mal escrita”, dijo Mauriac. Sartre señaló que el católico sencillamente no podía concebir una trama, ni mucho menos personajes con vida propia, con libertad: le resultaban meros títeres en acciones esquemáticas, prefabricadas, artificiales, que simplemente ilustraban las ideas y los prejuicios de Mauriac, quien actuaba como un demiurgo y no como novelista; un pequeño dios omni y prepotente hacia sus criaturas imaginarias: “Dios no es un artista; el señor Mauriac, tampoco”.
         No las dejaba vivir. Siempre andaba definiéndolas, sermoneándolas, jalándolas de la manga, sofocándolas en su esquema ético. Carecían de libertad, y en tal sentido, de todo arte.  (A pesar de la celebridad de los feroces ataques de Sartre, el mayor golpe que recibió Mauriac provino silenciosamente de la obra de otro católico: Georges Bernanos: Los grandes cementerios bajo la luna, Diario de un cura de aldea, Diálogos de las carmelitas, mucho más estimado como artista y pensador entre los lectores ilustrados.)
         Ambos tenían razón en sus insultos. A veces el gran Sartre consigue escribir mucho peor que el resto de los mortales, lo que es todo un mérito. Generalmente el gran Mauriac ofrece meros personajes alegóricos en situaciones fijas y simplificadas, donde el Mal los abate para permitir el florecimiento moral de su autor, su afán de predicador.
         Pero ambos antiartistas (“epatantes”, engagés, belicosos) también lograron, durante sus trayectorias opuestas y paralelas, una intensidad emotiva e intelectual que encumbró sus novelas y relatos a la vanguardia de las épocas inmediatamente anterior y posterior a la Segunda Guerra Mundial.

EL COCODRILO
Hoy en día se dejan leer mejor los relatos breves y líricos de Mauriac (especialmente El mono y El beso al leproso) que sus intentos de narraciones más complejas (El desierto del amor, Thérèse Desqueyroux). Tanto mejores cuanta menor sea su trama; cuanto menos aspiren a vida propia sus personajes, y más se ofrezcan pasivamente a un atormentado y poético discurso de autor sobre ellos.
         Que no intenten vivir ni hablar por sí mismos: que dejen que el autor los dibuje y hable a través de ellos, siempre con su prosa culterana pero concisa, del típico “gran” estilo francés, lleno de referencias y clichés engolados, académicos. Que se presten como terribles temas de predicación.
         En sus novelas Mauriac es un ejemplo extremo del gran literato antinovelista. De la misma manera que muchos narradores mandaron al diablo las normas y convenciones literarias, y quisieron quemar toda la Literatura-con-mayúscula que estorbara la eficacia de sus tramas y personajes, a los que deseaban incluso más vivos que los de la realidad, Mauriac prescindió de todo recurso narrativo —lenguaje coloquial, verista; autonomía de los personajes; verosimilitud de la trama, complejidad psicológica; ausencia de comentarios omniscientes y revelación de los conflictos sólo a través de la acción— que se opusiera a su ambición de alegorista.
         Todos sus personajes son símbolos, todas sus tramas parábolas; suelen concluir en París (después de un infierno moral arraigado en la provincia, especialmente en Burdeos) con poco disimuladas moralejas. Algo semejante a Sartre, para quien sus historias y personajes servían como ilustración de su filosofía existencialista, Mauriac se sirvió de los personajes y situaciones como emblemas del pensamiento católico.
         ¿Pero qué hay de malo en ello? Importa el valor del texto, no la obediencia al género. Si no se quiere hablar de la novelística de Mauriac, que se destaque su emblemática. Aunque fracase como novelista, y no le creamos sus historias ni sus personajes, triunfa como autor: dio vida intensa a las angustias de su tiempo.
         En cualquier obra de Mauriac hay un católico con conflictos interiores que, inmóvil, se ahoga en su examen de conciencia, previo al confesionario y la comunión. No es un religioso épico, al estilo de Claudel, quien cantó el imperio glorioso de Dios, sino un atribulado para quien no existe otro drama sobre la tierra que el examen de conciencia. (Julien Green siguió un camino semejante, con harta mayor destreza narrativa, pero menores ira y desesperación.)
         En este sentido, su obra maestra sería Nudo de víboras (1932) —en el manuscrito se iba a llamar El cocodrilo, dentro de la zoología emblemática y teológica de Mauriac, como El mono y El cordero—, especialmente en su primera parte, que muestra la intensidad lírica y la exactitud de dibujo de sus relatos cortos, a la manera de los récits gideanos.
         Toda la memorable fuerza de esta novela estriba menos en sus virtudes propiamente novelísticas que en la ira de Mauriac contra el ateísmo burgués. Es casi un libelo contra Voltaire. Ya muchos autores católicos y hasta librepensadores se habían dedicado a despreciar y a ridiculizar a los prepotentes ateos de la nueva burguesía francesa: el Homais de Flaubert, el tío Sosthène de Maupassant (lo siguen haciendo: la “Historia prodigiosa” del voltaireano, pero bromista, Adolfo Bioy Casares). Mauriac no los desprecia, los odia con furor desatado.
         Un anciano burgués ateo (bordelés, abogado, avaro, especulador de dinero) se acerca a la muerte podrido de odio contra su esposa, sus hijos, sus parientes políticos, sus nietos. Casi agónico, conjura contra ellos: quiere herirlos y desheredarlos. El tono de la novela es escandaloso en su desmesura. No es común odiar gratuitamente, con tal arrebato, a la propia familia.
         Suena casi contra natura, especialmente cuando no aparece ninguna razón ni situación que lo justifiquen. Que la esposa había tenido alguna casta especie de noviazgo antes de conocer al Cocodrilo; que no lo amó con simpatía ni erotismo, sino como distante, altiva esposa abnegada; que lo apartó, para volcarse en una adoración matriarcal a sus hijos, y egoístamente lo alejó de ellos, pues su ateísmo podría dañar sus almas, etcétera.
         Estas situaciones de personajes completamente abandonados de la gracia de Dios son típicas de Mauriac. El caso asombroso aquí fue que le concedió la voz narrativa. El Cocodrilo escribe su examen de conciencia en primera persona: se exhibe, se denuncia en toda su sordidez: su soledad, su fealdad, su suciedad y su miseria de espíritu.
         Se trataba en principio de una obra satírica, y acaso se dirigía a denigrar las “lágrimas de cocodrilo” del ateo agonizante. Pero las lágrimas adquirieron realidad, densidad; y la sátira se le volvió tragedia lírica. Se engolosinó con esa extraordinaria fealdad maniquea del personaje; la enriqueció y ennobleció con toda la gloria de los perdedores del mundo, de los “malamados” y ¨”ángeles negros”; de los malditos del espíritu de Baudelaire y Dostoyevski.
         Mauriac sólo pudo sostener este tono en la primera parte. En la segunda (para disgusto de Gide) lo moderó, y concluyó con una conversión de última hora a la vida devota, según chismes de una nieta algo demente. Pero ya había dedicado unas cien encendidas páginas a la aventura de ahogarse en el peor infierno espiritual concebible: el hombre que, sin Dios, nada puede disfrutar ni amar en este mundo; un despreciable que todo lo desprecia.
         Este vituperio del enemigo tendría poco valor si se le narrara en tercera persona. Había una vez un hombre odioso etcétera. Hacerlo en primera, prestándole el propio corazón al réprobo absoluto, confiere una fuerza extraordinaria al odio del mundo y de sí mismo que expresa —¡hasta canta, en prosa siempre endomingada!— el personaje.

EL MONÓLOGO DEL ENEMIGO
No creemos que el Cocodrilo exista ni pueda existir; sabemos que es un emblema. Falla como personaje novelístico. La trama es absurda, casi infantilmente esquemática; su nudo —cuando el Cocodrilo descubre que su hijo natural se une a los legítimos en una conjura contra él— está resuelto con simpleza, casi con tontería: Casualmente, durante un raro viaje a París, los descubre en uno de los miles de cafés; los sigue sin ser notado a una iglesia, y a distancia de cincuenta o cien metros lo adivina todo por sus ademanes, etcétera.
         Pero el empuje de escribir el monólogo del enemigo, confundiéndose a ratos con él, a ratos voluntariamente iracundo, a ratos involuntariamente cómplice, logra todo un testimonio católico contra la sordidez de la vida humana, de la conducta burguesa, de la vida en familia, del amor conyugal y la paternidad; del patrimonio familiar, de los grupos y clases sociales del campo y de la ciudad, con una fuerza que ningún ateo podría conseguir.
         La Iglesia se indignó. “Si Cristo vino a crear esta cultura, estos hogares, estos personajes católicos, mejor se hubiera evitado el viaje”, es lo que naturalmente piensa el lector, y lo que pensaron los censores eclesiásticos. “¿Es esta la redención operada por Cristo? ¿Esta es la civilización de la Iglesia?”. Los gulags del cristianismo.
         Los relatos bordeleses de Mauriac recuerdan —aunque fueron simultáneos— a los de Faulkner en el sur de los Estados Unidos. La decadente sordidez de familias estancadas donde todos los parientes se odian y perjudican. No hay comparación en tramas y personajes, magníficos en Faulkner, pero sí en las atmósferas, que Mauriac vuelve más sofocantes aún.
         Sabemos que Nudo de víboras empezó como sátira contra un tío ateo del propio Mauriac. Que pretendía exhibir la fealdad, la aridez, el egoísmo, el desamor de los burgueses ateos de Francia. Cuando Dios se va, el mundo se vuelve un “desierto del amor”. Pero Mauriac, en gran conflicto, se mezcló con su enemigo al poner en su boca la voz narrativa. Se incorporó a su examen de conciencia.
         Permitió que esa enorme, extravagante denuncia del mundo familiar, que esta putrefacción de los valores familiares, se hinchara y explotara como un absceso. Ningún enemigo de la familia la ha denunciado con tal violencia, con tal encarnizamiento. Ni el propio Gide del alarido: “¡Familias, os odio!” Octavio Paz hablará de “familia, nido de alacranes” en Pasado en claro.
         Luego Mauriac quiso reparar los daños, con una segunda parte moderada y un final que tiende hacia la conversión, la confesión, el perdón del réprobo. No pudo. Lo que impera es la denuncia inicial del padre absolutamente sórdido.
         Mauriac era hombre poco intelectual y poco artista. Mucha religión y trato social (un predicador del Evangelio, pero invariablemente rodeado de duquesas, ministros de De Gaulle y miembros de la Academia Francesa), poco interés por las artes y la literatura. Hasta presumía de anti-intelectual.
         Pero imitaba incesantemente a Racine. De ahí vinieron las instrucciones para construir su Cococrilo. Sucede que en Racine encontramos tragedias alegóricas, esquemáticas, sofocantes, para denunciar a los réprobos. Pero son precisamente los personajes infames (Fedra, Atalía) quienes se llevan los mejores parlamentos, con sus sacrílegas denuncias de Dios, el mundo, el hombre.
         Los réprobos se vengan de sus autores aparentemente ortodoxos, y logran que lo central, lo constante y perdurable de sus obras, sean los momentos en que los rectos intentaron hablar a través de los infames. O viceversa. ¿Quién presta la voz a quién? ¿Quién vive de la sangre de quién? Borges: “¿Cuál de los dos escribe este poema?”
         Y como los rectos los odiaban tanto, como eran su terror y su obsesión desmedidos, debieron agigantar su voz y su perfil: imprimir en los réprobos, como un halo, todo el temor y la fascinación que en los probos habían producido. No es simplemente el Mal en sí mismo, sino tal como el Bien, aterrado, lo imagina.
         En Nudo de víboras se huelen azufres de un infierno verdadero. Quizás en este mediocre mundo terrenal, el Mal y los réprobos carezcan de esa grandeza y esa perfección en la sordidez y en la miseria espirituales. Pero desde luego existen en el alma y en los nervios de los probos que durante sus pesadillas se sueñan réprobos; que (jansenistas) siempre sospechan al diablo debajo de la propia piel devota.
         La execración de la condición humana que logra Mauriac queda como uno de los rasgos más extravagantes, pero memorables y perturbadores, de la literatura moderna. Sórdido. Agrio. Arisco. Por lo demás, el “nudo de víboras” alude al nido familiar, pero sobre todo al corazón: amasijo sangriento de embrolladas venas y arterias bestiales, dentadas, que roen desde su centro al hombre, réprobo o no, cuando arbitrariamente carece de la gracia de Dios.
         “El infierno son los otros”, exclamó sibilinamente Sartre. El infierno es uno mismo, arrojado al examen de conciencia católico, donde florece la culpa con todas las pompas y engolamientos de la prosa tradicional francesa, diría Mauriac.
         ¿Por qué “uno mismo”? ¿Por no ser los blancos ángeles de Dios? ¿Pero dónde están esos ángeles blancos? No en la obra de Mauriac, proliferante de puros “malamados” y “ángeles negros”.