INCOMODIDAD Y GRANDEZA DE WILLIAM FAULKNER
Por José Joaquín Blanco
El rechazo y la
euforia iniciales en torno a las novelas de William Faulkner (1897-1962) han
devenido una especie de inmortalidad penumbrosa, arisca, para la sociedad
norteamericana, que en vida lo proclamó un farsante que se había fabricado una
reputación extranjera, especialmente francesa, gracias a las extremadas
obscenidad y sordidez de sus personajes, en los que “traicionaba e injuriaba” a
los blancos sureños, al presentarlos como tartufescos viciosos sexuales y
mezquinos alacranes en cuestiones de dinero; burlándose de paso de sus “valores
familiares”, de sus negocios y de sus instituciones políticas, judiciales,
religiosas.
En 1945 casi todos sus libros estaban
descatalogados en los Estados Unidos y no circulaban ni en librerías de viejo,
informa Malcolm Cowley. Pero la agria escritura de Faulkner había conmovido a
la golpeada Europa de entreguerras y de la postguerra y recibía allá
celebraciones entusiastas, que se coronarían en 1949 con el premio Nobel (para
mayores ira y escándalo en Mississippi, recordaría Edmund Wilson). Muerto y
clásico, ve frecuentemente censurada o marginada su obra en los colleges
bajo severos cargos de “mistificación histórica”, de “misoginia” y sobre todo de
“racismo”.
Faulkner efectivamente narró con violencia y
duras palabras -su principal estilo no fue el discurso racional y ponderado,
sino el aparente flujo involuntario, caótico, del inconsciente-, la manera en
que veían sus personajes blancos sureños del siglo diecinueve y de las primeras
décadas del veinte su trato con los niggers, sin dulcificarlas con
recursos ideológicos progresistas ulteriores. Y se atrevió incluso a hacer
pensar y hablar a aquellos negros antiguos como los recordaba o imaginaba, basándose
sobre todo en sus largas charlas de infancia con su criada Memmie, a quien
dedicó ¡Desciende, Moisés! (1942), y con otros negros domésticos (como
Sam Fathers y Boon Hogganbeck esos tuteares esclavos-ángeles de sangre
mezclada: negra-india-blanca, que apadrinan a los niños-patrones McCaslin en la
caza del venado en ese mismo libro). El trato entre los sexos no era menos
feroz.
La recuperación personal de semejante mundo
crudo, injusto y violento, así como su poetización con ciertos aires de paraíso
perdido y de apocalipsis, no gustó a blancos ni a negros: parecía insultarlos a
todos. Ahora, según la opinión pública y
los dictámenes académicos, los primeros lo encontrarían sórdido, brutal y
truculento en sus historias de blancos. Los segundos lo juzgarían melifluo,
anticuado, paternalista, casi patronal con respecto a la cuestión negra. Antes
de Martin Luther King, Faulkner era considerado sobre todo un perverso sexual;
después, un injuriador profesional de la raza negra, aunque en realidad se hubiera
ensañado sobre todo contra los blancos: tanto los “admirables caballeros”
derrotados del Sur -de quienes hace borbotear una violentísima historia de
culpa que se refunde en mezquindad, fraude, codicia, crimen, sexo, alcoholismo,
estupidez y pánico racial- como con los victoriosos capitalistas del Norte:
inescrupulosos “judíos” depredadores, agentes del Dinero. Sospecho que molesta
mucho más lo que dice de la raza blanca que de la negra.
YOKNAPATAWPHA
Como se sabe, Faulkner urdió una historia imaginaria del Sur Profundo de
los Estados Unidos, especialmente de Mississippi. Llamó Yoknapatawpka a un
condado ficticio y recorrió sus ciento cincuenta años de soledad. Desde que los
primeros aventureros blancos bárbaros (fugitivos de la miseria o de la policía
en Europa) se apoderaron de los bosques y praderas de los indios choctaws y
chickasaws, a finales del siglo XVIII; fundaron unas cuantas dinastías de
hacendados, generales, gobernadores (los Sartoris, los Compson, los Sutpen, los
McCaslin) y los hicieron prosperar mediante un intensivo sistema de
plantaciones agrícolas, trabajadas por esclavos negros, hasta que sufrieron la
derrota en la Guerra
Civil por parte de sus paisanos norteños un siglo después.
Y hubieron de sobrevivir penosamente varias
décadas más –sus últimos descendientes alcanzan la mitad del siglo XX y el
estreno de gala, en Atlanta, de Lo que el viento se llevó- con su
orgullo herido, desgastándose en una decadencia rencorosa y extravagante; entre
las ruinas de sus bombásticas mansiones-de-museo con exagerados pórticos
“romanos” en mitad de las plantaciones algodoneras y madereras (que en
ocasiones ni siquiera llegaron a inaugurar); hasta extinguirse ante la nueva
invasión de fuereños adinerados, eficaces y pedestres (los Snopes: El
villorrio, La ciudad, La mansión) que se adueñaron de todo como quien
compra un montón de trebejos, para instalar sus gasolinerías, tiendas de
autoservicio y restoranes de comida rápida. La muerte, la destrucción y el
fuego rubrican a la nobleza faulkneriana. Sus novelas constituyen su réquiem
solemne. La antigua raza blanca del sur decayó y se contaminó de los invasores;
sólo los negros “perduraron” (es decir, conservaron su identidad)... hasta que
hacia 1947 el norteño Movimiento de los Derechos Civiles empezó a alborotarlos
y a “descastarlos”.
Una narración meramente lineal,
melodramática o realista, de ese siglo y medio de hacendados esclavistas
sureños, difícilmente habría logrado algo más que las docenas de exitosos romances
sobre el glamour sureño. Un resumen de sus tramas parecería pobre de virtudes y
sobrado de de nota roja, y no muy diverso del colonialismo en el Caribe, el
Brasil o Asia. Pero Faulkner era, en sus
propias palabras, “un poeta fallido”; desbordaba resonancias grecorromanas,
románticas y simbolistas; de su Shakespeare y su Biblia del rey James (algunos
estudiosos ven en los temas y tonos bíblicos, tamizados por una perspectiva
calvinista de fatal-predestinación-al-Mal, la principal influencia de su obra)
; y no pocas, aunque casi siempre inconfesadas, codicias europeas (Baudelaire,
Proust, Conrad, Joyce, incluso los surrealistas).
Y escribió fábulas, leyendas o “mentiras
históricas” gigantescas. Convirtió a sus familias de palurdos aventureros y
despiadados explotadores de negros, en dinastías germánicas o escocesas
reverberantes de fulgores byronianos o de Walter Scott. Los dotó de una nobleza
trágica y de un porte retórico digno de los héroes de Shakespeare o de las
sagas germánicas y celtas, impulsados por un fuego fatal que teñía su romanticismo
luciferino con los prestigios de asesinatos, suicidios, violaciones, incestos,
mezclas interraciales (el peor pecado, la mayor maldición: el blanco-negro, el
negro-blanco), odios familiares, rencores insalvables, remordimientos heredados
de generación en generación, apetitos de reivindicación y venganza, demencia:
siempre desolación.
Una encendida piedad, sin embargo, ennoblece
el relato de esta derrota, por perversos que hubiesen sido sus protagonistas.
El punto de vista afectivo convoca la solidaridad del lector con la desangrada
épica de los vencidos. Al modo de una catarsis freudiana –Faulkner fue uno de
los primeros autores que aparecieron, acaso no tan involuntariamente, bajo el
signo de Freud: ofrecía emblemáticos Traumas o Culpas de Raza, Sexo, Herencia
de Sangre, Honra Herida- nos estremecen los tremendos pecados a que los condenó
la desdicha.
Ubica sus puntos de vista más emotivos en
los niños (su hambre por la novedad de un exuberante mundo rural de cacerías
-“El oso”-, ganado, bosques, ríos, granjas, perros) y de los de viejos
(mascando tabaco, bebiendo whisky) y viejas (cocineras, floricultoras, lisiadas
o enfermas) de cualquier raza, rumiando sus recuerdos. En cambio, la gente
madura de todos los colores y sexos se muestra vulgar, agresiva y desagradable,
torpe o estúpida en sus apetitos y rutinas descontroladas. Define a sus
criaturas: “Pobres hijos de puta que tratan de vivir lo mejor que pueden”.
La historia infame de muchas documentadas
dinastías europeas desmerece a ratos frente a la Grandeza Maligna
de esos ficticios aventureros de Yoknaptawpha devenidos “nobleza” sureña
derrotada por sí misma, por la historia y hasta por la mezquina y barata
modernidad (la profanación de los sitios raigales, legendarios e históricos,
por la profusa y chillona publicidad comercial de 1940; la última descendiente
de los Compson que huye con un cómico de feria).
“UNA ESCRITURA QUE JADEA”
El populoso inventario de los episodios y personajes de Faulkner
recuerda los de Balzac y Zola: compite con el Registro Civil y los archivos
municipales. Habría que quebrarse mucho
la cabeza para pensar en cierto tipo de personaje o de acción, por extraños que
sean, que no asome en las genealogías y anales de Yoknapatawpha y sus alrededores,
como las ciudades semirreales de Jefferson, Jackson y Memphis.
Ambicionó concentrar en su condado
imaginario el universo entero, incluso lo inaudito: confesó que inventó la
trama atroz de Santuario (1931) para “narrar el episodio más nefando
imaginable...” (citado por Malcolm Cowley: A Second
Flowering. Works and Days of the Lost Generation, Nueva York, The Viking
Press). Le
gustaban ciertas exageraciones: pensaba que el mejor taller de un escritor era
el burdel y varios de sus personajes opinan que “Dios a veces es idiota, pero
es un caballero” y hasta “un caballero de Kentucky”.
Pasiones, oficios, negocios, vicios,
crímenes, tragedias, incendios, cataclismos, robos, fraudes, usura: soledades.
Pero la fuerza de tal mundo es fundamentalmente verbal, más que episódica. No
ocurren muchas cosas en sus novelas: se narra brumosa o delirantemente que
ocurrieron. Adquirió la fama del novelista más obsceno del mundo: pero las
escenas digamos libertinas o crueles de sus libros (a excepción de Santuario,
donde dizque se propuso demostrar que podía lograr un bestseller: “una
idea barata... concebida deliberadamente para hacer dinero”: cit. en Cowley, ibid.)
son escasas, rápidas y elusivas; indirectas, zigzagueantes: rodeos diferidos.
No se las goza tanto como se sufre su remordimiento obsesivo, su carga de
dolor, de deshonra y de pecado: Santuario, de aparente estructura
policiaca y objetiva, realista, multiplica el caos, las penumbras, los puntos
de vista, las elipsis y la información diferida como recursos de patetismo y de
énfasis. Vargas Llosa considera como culminación universal del truco
novelístico del “dato escondido” la postergación y el ocultamiento, entre
múltiples jirones de datos y sensaciones, del olote o mazorca de maíz con que
es violada Temple Drake por un gángster impotente. El misterio se complica aún más cuando
introduce contrapuntos humorísticos, incluso bufonescos, en sus momentos más
patéticos: los despistados viajeros de Santuario, que se hospedan en el
burdel de Memphis, creyéndolo pensión familiar; la dentadura postiza al final
de Mientras agonizo (1930); las mañas de avaro y la chifladura por los
tesoros escondidos en el ceremonioso viejo blanco-negro Lucas Beauchamp en ¡Desciende,
Moisés!; la tragedia de los Compson no narrada, sino caóticamente exclamada
o aullada entre quejidos, llanto y babas por un enorme idiota obeso en El
sonido y la furia (1929).
Lo que priva
es una cíclica corriente verbal de recuerdos, monólogos interiores,
pensamientos, conversaciones, proferimientos, metáforas, frases truncas y
confusas entretejidas en un delirio. Caudal abrumador y majestuoso del alma o
la conciencia colectiva –legión de caídos: populoso rencor- en una especie de
agonizante rito de confesión, a través de sus personajes-vocero.
Camus
advirtió en 1956: “La escritura jadeante de Faulkner es el estilo mismo del
sufrimiento... El único verdadero trágico moderno... La religión del
sufrimiento” (apéndice de Théâtre, récits, nouvelles, La Pléiade ).
André Gide, en cambio, lo encontraba algo
artificiosamente rebuscado, freudiano, modernizante adrede: “Luz de agosto [1932],
de Faulkner. Creí que iba a admirarla más. Algunas páginas son dignas de un
gran libro; se ha perdido la manera y el procedimiento. Faulkner tiene
demasiada conciencia de la inconsciencia de sus personajes, una inconsciencia
que expone y subraya a cada paso. ¡Qué monótona insistencia en este empeño!” (Diario,
4 de abril de 1936).
Borges vio en Faulkner a “un hombre de
genio, si bien de genio deliberado y casi perversamente caótico... El ímpetu
alucinatorio de Faulkner suele no ser indigno de Shakespeare. Un reproche fundamental cabe hacerle.
Faulkner considera que a este laberíntico mundo corresponde una técnica
literaria no menos laberíntica. Salvo en el caso de Santuario, la
historia, siempre atroz, no nos es referida directamente; debemos descifrarla y
presentirla a través de sinuosos monólogos interiores según el incómodo modus
operandi del capítulo final del Ulises de Joyce” (Introducción a
la literatura norteamericana).
Una
corriente verbal barroca –tan prolífica como devoradora- refunde la mayor
poesía y la charlatanería lírica o ideológica; el melodrama, la novela
policíaca y la novela gótica; los coloquialismos y hasta los balbuceos, el
lenguaje de los periódicos, la jerigonza seudocientífica, los neologismos y las
palabras raras o “simplemente mal usadas” (Edmund Wilson), la sintaxis loca y
el mero fárrago o la escritura automática: el blablablismo –para mayor
desesperación de los traductores-; el profuso coleccionismo paisajístico
–aluvión de crayonazos y acuarelas-; la enumeración inventarial: bosques,
flores (¡cuántas glicinas!), ganado, animales domésticos, campos de cultivo,
aserraderos. granjas, establos; carros, aviones, trenes, armas, almacenes,
bancos, oficinas, aparatos, prótesis. Los 15,611 habitantes de Yoknapatawpha y
sus antepasados. Y se repiten hasta el infinito en una sintaxis de paréntesis,
cláusulas subordinadas a la undécima potencia, espirales, reiteraciones e
incluso la mera pedacería giratoria de ecos de la conciencia, que enloquecerían
hasta al enmarañadísmo Henry James (especialmente en los dos primeros tramos de
El sonido y la furia.)
Para Edmund
Wilson, en Intruso en el polvo (1948), la polémica novela de Faulkner
que pretende defender a los negros del sur, representados por el negro-blanco
Lucas, contra los oportunistas-norteños-liberadores-de-negros, “el hombre
vive... aunque la prosa caiga en pedazos” (Classics and Commercials).
Esta
mescolanza-bárbara-en-oralidad-catártica o de libre “corriente de la
conciencia” opera su prodigiosa magia gracias a la intensidad sensorial del
color local (heredera de Mark Twain y Sherwood Anderson), la audacia de las
introspecciones, los ritmos obsesivos; la majestad bíblica, el porte
shakespeariano o de trágico griego, la desesperación byroniana; su aprovechamiento
del monólogo interior, del hipotético lenguaje de la
gente-llana-o-inocente-sin-lenguaje (resabios de Hemingway), así como de
idiotas y delirantes; el encauzamiento de todas esas voces en una sola avenida
-multitudinaria, confusa, caudalosa-: coro o marcha fúnebre.
Muchos
lectores prefieren aspectos laterales, menos emblemáticos, de Faulkner, y acaso
por ello más universales, como sus relatos de campesinos blancos pobres (a la
manera de Mientras agonizo, que acaso influyó en Revueltas y Rulfo); o
los ligeros y humorísticos (Los rateros); o sus novelas sobre la Primera Guerra
Mundial y la aviación (La paga de los soldados, Pylon, Una fábula). El
dolor, la culpa, la atrocidad de la vida, las lindes del delirio, las imágenes
desaforadas y expresionistas, reaparecen en ellos. De cualquier modo, la parte central,
mayoritaria y beligerante de su narrativa se ocupa de las dinastías
“aristocráticas” de Yoknapatawpha y erige con ellas sus mayores íconos
trágicos, como en Sartoris (1929 ) y ¡Absalón, Absalón! (1936).
El historiador frunce las cejas: “¡Pero no
es exacta ni objetiva su versión del sistema de plantaciones ni de la Guerra Civil !” El
político, el gerente y el pastor increpan: “¡Parece hablar más de Babilonia que
de los cristianos Estados Unidos!” La feminista reprocha: “¡Aquí hay misoginia
cavernaria!” (las mamás compacientes, las aguantadoras esposas, las chamacas
calenturientas; las tías, las putas, las serviles y sonrientes criadas negras;
en realidad, Faulkner trató de ser mucho más desagradable en sus retratos de
hombres que de mujeres.) El antirracista reclama: “¿Y la verdadera,
documentable historia sucia de la esclavitud, sin romanticismos blancos? ¿Y la
cultura real de los negros vista por ellos mismos? ¡Bah! ¡Puras
mistificaciones!”
LOS MALDITOS
El mundo faulkneriano se impuso, por encima de la historia y la
sociología, con vocación mítica y ritual, como una saga de brutal y crudo
romanticismo, a la manera de Ossian (James MacPherson, otra
“falsificación épica” afortunada); o de los romanceros, cantares de gesta o
historias de las grandezas e infamias de las dinastías medievales de Europa. Y
el público (sobre todo extranjero) aceptó esta reconversión masiva en Edipos,
Antígonas, Manfredos, Caínes, Barbarrojas, Ricardos III, Hamlets, Quijotes o
Yvanhoes de los vulgares hacendados algodoneros del trivial Mississippi. Sin
embargo, parecen envidiarlos desde sus museos europeos los Malditos
“históricos”: los Lancaster, los Orsini, los Borgia, los Habsburgo, los
Borbón...
Curiosamente, si bien ha influido a algunos
narradores sureños como Flannery O’Connor, Carson McCullers y Truman Capote;
Faulkner ha tenido mayor descendencia entre los narradores latinoamericanos:
Carpentier, Lezama Lima, Asturias, Onetti, Rulfo, Revueltas, García Márquez,
Vargas Llosa, Fuentes, entre centenares, que en su propio país, donde es casi
señal de buena conducta desaprobarlo. A los latinoamericanos nos faltaba
engrandecer, ennoblecer, así fuese tan sólo mítica y literariamente, nuestra
desastrosa historia como naciones independientes. Acaso Faulkner no alcanzó a
enterarse antes de su muerte que había fundado –de la mano de Valle Inclán- el
“realismo mágico” latinoamericano (y el caribeño francófono, añadiría Édouard
Glissant, rizomático autor de Faulkner, Mississippi, Madrid, Turner/FCE,
2002).
Faulkner quiso dotar a su pueblo de una
Biblia y de una Ilíada vernáculas, actualizadas; de un shapeskearismo
algo tropical; de su propia Edad Media colorida y minuciosa, tétrica y
sacramental. Edgar Coindreau, su traductor al francés, lo llamó “gran
primitivo, servidor de viejos mitos”. Y forjó, con pura fuerza verbal y mitos
atroces, con su desbocado rito de múltiples voces que recuentan desgracias
desoladoras, como un denso Purgatorio alucinante, una de las mayores
aventuras de la historia de la novela: Los caballeros blasonados de Sartoris,
la dinastía incestuosa y parricida de ¡Absalón, Absalón! (la caída de la Casa de los Sutpen) y,
babélicamente, El sonido y la furia (la caída de la Casa de los Compson).
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