ANTICLIMAS DE HEMINGWAY
Por José Joaquín Blanco
A pesar de que terminó escribiendo con
laboriosidad una obra muy voluminosa, al narrador norteamericano Ernest
Hemingway (1898-1961) lo abrumó desde el principio una curiosa repugnancia
hacia el “blandengue” y “pretencioso” trabajo intelectual. Maldecía no sólo a
los críticos, a los savants, a los profesores, sino casi a cualquier
persona aparentemente sedentaria, a menos que se tratara de las pasivas esposas
de sus héroes, casi siempre reducidas a admirar, soportar o fastidiar a sus
emocionantes maridos.
Todas las
mujeres juegan un desastrado papel en sus novelas y relatos. Pocos escritores
como Kipling y Hemingway realizaron tan minuciosa y cabalmente los numerosos
crímenes de misogina literaria denunciados por las scholars feministas
en sus brujiles coloquios universitarios de “Crítica de género”. Pero sus
héroes varones de cualquier edad tenían que ser bravos boy-scouts en su
mayor hazaña de la temporada. Muchos de ellos son meros retratos del Hemingway adolescente,
aunque en la narración peinen canas. Adolescentes incluso sexagenarios. Y debía
además sobrevenirles algún desastre que les recortara un perfil épico.
Pobló su
narrativa de una colección de hombres de acción extrema: toreros, boxeadores,
cazadores, deportistas de riesgo, soldados, gángsters, apostadores del
hipódromo. El público amó ese mundo tan bullicioso que el autor parecía más
bien detestar: no narró tanto sus glorias y esplendores, sino sobre todo sus
derrotas y sus desilusiones, sus “ganancias de nada”; el absurdo de sus luchas
que acaso no alcanzaban otra justificación que lograr, mediante una ostentación
suprema de coraje, cierta honra bravucona y solitaria contra la muerte.
De algún
modo, sin embargo, respondía a la desmoralización provocada por la Primera Guerra
Mundial. En general, su única ideología fue deportiva: había que competir en
todo contra todos y ganar a toda costa. Y los ganadores siempre mueren. Los
perdedores también, pero infamados.
El MORALISTA A PALOS
Un mundo de pobres individuos que intentan
ser supermasculinos en episodios adversos para probarse a sí mismos su hombría,
su virtud, su coraje o el temple de sus nervios. Una vida ruda, menos sórdida
sin embargo que en algunas magníficas novelas de detectives (Dashiell Hammett),
con la obsesión del heroísmo. Era la época de los novelistas-de-la-grandeza
(Malraux, Sholojov, Montherlant, Saint-Exupéry), pero la de Hemingway se
presenta como una épica que descree por principio de sí misma y vive y disfruta
poco sus aventuras. Concentra sus tintas en la derrota, el fracaso y la muerte,
muchas veces atrabiliarios, exagerados o injustos: el torero o el boxeador
envejecidos, el novato cazador de safari asaltado por el pánico frente a los
leones.
Su
épica moralista luce puritana, provinciana y pacata sobre todo en tales
ambientes descarnados y con tal estilo vanguardista. Un humanismo a palos y
para la muerte. Hemingway impide a sus personajes disfrutar sus aventuras y sus
logros. Hay cierto ascetismo (sin Dios), de restricción y autocastigo, que
agradó a las universidades y liceos de todo el mundo, y que colocó a Hemingway
como un autor “edificante” lo mismo en los países occidentales que en los
comunistas, donde se imprimieron ediciones gubernamentales multitudinarias de
algunos de sus libros. “Muchos de sus relatos pueden ser leídos, y lo han sido,
por miles de personas, esencialmente como lecciones de ética práctica”, observa
Malcolm Cowley (A Second Flowering. Works and Days of the Lost Generation, Nueva York, The Viking Press). No fue pues admirado sólo como narrador, sino como una especie de
Maestro-de-la-Vida.
Los
narradores épicos o trágicos suelen acudir a grandes mitos que permitan, al
menos durante buena parte de la historia, el impulso y el despliegue de sus
personajes, que alguna vez creyeron en algo: Dios, la patria, la familia, el
amor, la justicia, la revolución, la religión, el arte, el valor, el humanismo
o ciertas misteriosas claves esotéricas. Hemingway descree de todo ello por
principio (salvo en la obra teatral La quinta columna (1938), y
en la novela Por quien doblan las campanas (1940) –su mayor éxito de
ventas en vida y su título menos estimado por la posteridad- donde se contagia
de la revuelta social). ¿Por qué entonces se maltratan a sí mismos con tal rigor,
si no esperan nada ni están realmente obligados a nada? ¿Extremo masoquismo por
sobrada arrogancia? Hay un vacío sagrado
en todos ellos al que deben obediencia ciega: la honra-viril, el coraje, el
amor propio.
De ahí que
Hemingway resultase un héroe instantáneo para los existencialistas. Sus
personajes tratan de vivir sobrehumanamente a sabiendas de que la vida no vale
tanto la pena. El desenlace trágico de cualquier cosa impera desde el
principio: es lo único que existe; hombres rudos y casi desprovistos de
lenguaje, de imaginación, de ganas de placer o de tranquilidad. Con escasas
armas se enfrentan a la fatalidad que ellos mismos invocan o buscan. “Sus
héroes, dice Edmund Wilson, invariablemente están a punto de quebrarse, o ya
han sido derrotados, o pagan su honor o
su amor al precio de ser despojados de todo lo que hayan ganado, o de quedar
baldados, o desmoralizados, o asesinados.” (The Bit Between my Teeth, Nueva York,
Farrar, Strauss, Giroux).
¡CULPEN A CÉZANNE!
En realidad, el método de trabajo del
anti-intelectualista Hemingway es similar al tradicional del savant que
investiga fatigosamente en bibliotecas y archivos, y llena miles de fichas;
sólo que él lo hace en conversaciones y recortes de la prensa popular, hasta
llegar a su azaroso “tratado” -a ratos chusco: v. gr.: cuando
sicoanaliza en un párrafo toda la pintura de El Greco y la diganostíca como
descarada mariconería; a ratos pedantísimo- de tauromaquia: Muerte en la
tarde (1932).
Partió de su
experiencia juvenil de reportero, aunque
jamás fuera un periodista notable. Su prensa juvenil es mero chambismo; luego,
los periódicos y revistas internacionales publicaban sus reportajes,
recopilados en Enviado especial (By-Line, 1967), sólo porque provenían
de un novelista famoso. Su reportaje sobre Las verdes colinas de África
(1935), por ejemplo, dice Edmund Wilson, “es el único libro jamás escrito que
hace aparecer aburridos a África y a sus animales. Casi lo único de que nos
enteramos sobre esos animales es que Hemingway quiere matarlos. Y respecto a
los nativos, salvo una linda descripción de una tribu de corredores entrenados,
la principal impresión que tenemos de ellos es que eran gente simple e inferior
que admiraba enormemente a Hemingway” (The Wound and the Bow. Seven Studies in Literature, Nueva York, Farrar, Strauss, Giroux).
Pero se
hundía con decisión en un ambiente o en un tipo de personajes, hasta extraer de
ellos las frases, los colores, los tonos clave –primitivos, simples: trazos fauvistes
o cubistas de coloquialismo o realismo- que habrían de condensarlos. Así
conformó un estilo aparentemente escueto, concentrado, objetivo; con abuso de
diálogos repetitivos, muertos o incidentales, y abundantes descripciones casi
gratuitas (aunque poéticamente decantadas, a ratos), que no narraran
ampliamente esas vidas, sino que las esbozaran a través de pistas triviales.
Ese estilo
debe algo a cierta tradición heterodoxa de finales del siglo XIX y principios
del XX en Estados Unidos: Mark Twain, Bret Harte, Stephen Crane, Jack London y
Ring Lardner, quienes cultivaron temas populares y el lenguaje coloquial,
incluso “acciones extremas” y asuntos deportivos. Y más personalmente, remite a
sus maestros Sherwood Anderson, quien sobre todo en Winnesburg, Ohio
narró con gran emotividad y color local verídico las historias de personajes
llanos, iletrados y provincianos, pero no por ello primitivos ni simples; y a
Gertrude Stein: sus variados trucos de estilo, desde Tres vidas, para
“cubicar el lenguaje” (párrafos como Picassos o Bracques) a partir de la
decantación del coloquialismo y de la repetición de pocas palabras y frases,
que variaban su intención y su intensidad, como elementos plásticos. Y sobre
todo a las teorías poéticas tempranas de Ezra Pound (Imagism), quien
imponía un ascetismo total a los poemas, despojándolos de retórica y
sentimientos: no debían “decir” ni expresar nada, sino provocar un “efecto
preciso” en el lector, como un cuadro. (Alfred Kazin comenta la influencia de
la pintura impresionista y vanguardista en Hemingway: Una procesión. Cien
años de literatura norteamericana, FCE). El joven Hemingway escribió poemas
poundianos, y entre los espesos inventarios objetivistas de sus narraciones
posteriores no escasean sorprendentes imágenes instantáneas como versos del Imagism.
En vista de
que sus personajes populares no eran “artificiales” filósofos ni
universitarios, Hemingway les niega charlas y pensamientos profundos o
complejos, incluso la corriente-de-la-conciencia que tanto aprovechó su rival
Faulkner, y se exige perfilarlos exclusivamente con su típico manojo de
reiterativos términos primarios, de coloquialismo y objetivismo elementales.
Pretende que es su “técnica Cézanne”: los caseríos en paisajes de cubos, las
manzanas sin mayor utilería sobre la mesa. Se supone que el armado de tales
frases o escenas debiera transmitir el “efecto”, la “impresión”, la riqueza de
todos esos hombres-de-acción a quienes repugnan los discursos y las
descripciones muy elaborados. El esnobismo al revés: ostentar la incultura y la
superficialidad como lujos brutales (Aldous Huxley). Tenemos así miles de
apretadas páginas de las Obras selectas (Barcelona, Planeta) de
Hemingway saturadas de clichés de parloteo trunco, arisco; y de enumeraciones o
catálogos de objetos y pequeñas acciones. Amontonadero tipográfico de cubos y
de manzanas.
Los
personajes de Hemingway conversan demasiado y no parecen decir gran cosa.
Señalan huecos, vacíos. Narracion negativa o por omisión. Lo principal debe
estar implicado, sobrentendido, anunciado: nunca dicho. Toca al lector adivinar
la concentración pasional y desesperada de esos hombres que se niegan a la
expresión fluida y suficiente. Rudos, lacónicos, secos. Ocultan más de lo que
muestran su atroz choque con la vida y la muerte. Por lo demás, no deben gozar
el mundo sino de refilón y con hartos remordimientos. Todo les ha de ser
difícil, arduo, sin gozo ni ganancia.
Hemingway
desconfiaba de la retórica, pero inventó una fatigosa retórica negativa:
prescindir, omitir, esbozar, como un silencio que magnificaría la caída heroica
de sus personajes. Una literatura “antiliteraria”, un laconismo parlanchín: a
ratos collage de frases coloquiales, a ratos descripciones inventariales
de paisajes o de ambientes. Una retórica austera, castigada, que acaso refracte
misterio y dignidad. Le declaró la guerra al discurso rico y fluido: lo quería
en frases breves, simples, y preferentemente coloquiales, con horror a los
adjetivos, a los adverbios y a los vocablos cultos. ¿Pero de veras es más breve
un conglomerado de frases triviales que un amplio párrafo con cláusulas bien
estructuradas y matizadas? Quizás no siempre consiga tal ahorro prosístico, tal
intensidad y tal condensación narrativas, al llenar cientos de páginas con
diálogos como el siguiente:
“-Pon un poco
de agua en eso [whisky] –dije.
“-Después de
esta pelea me retiraré. Voy a terminar con el boxeo. Si puedo apostar, ¿por qué
no tratar de ganar dinero?
“-Claro.
“-No he
dormido en una semana –dijo-. Me paso las noches despierto y preocupado. No
puedo dormir, Jerry. No puedes hacerte una idea de lo que es no poder dormir.
“-Debe ser
muy malo.
“-No te
imaginas lo malo que es, Jerry, cuando no se puede dormir.
“-Ponle un
poco de agua.
“Bueno.
Alrededor de las once Jack había terminado y lo acosté en la cama. Por fin
dormiría. Lo ayudé a quitarse la ropa y lo metí en las sábanas.
“-Dormirás
muy bien, Jack.
“-Seguramente
–dijo-. Ahora dormiré.
“-Buenas
noches, Jack.
“-Buenas
noches, Jerry. Eres el único amigo que tengo.
“-Duerme.
“-Está bien,
dormiré.
“Abajo, Hogan
estaba en su escritorio leyendo los diarios y cuando entré me miró.
“-¿Has hecho
dormir a tu amigo?
“-Está
borracho.
“-Le sentará
mejor que no dormir.
“-Claro.
“-Has pasado
un mal rato explicándoles eso a los periodistas –dijo Hogan.
“-Bueno, yo
también me voy a la cama.
“-Buenas
noches –dijo Hogan.” (“Cincuenta de los grandes”, en Hombres sin mujeres)
Y así una y
otra y otra vez. La interminable insistencia de Hemingway en su propio
estilismo o manierismo, en su puñado de fórmulas, a lo largo de miles de
páginas, inclina a Harold Bloom a concluir que Hemingway fue la peor influencia
que sufrió Hemingway, y que dentro de su propia obra se ubican las parodias más
feroces del hemingwayismo (El futuro de la imaginación, Barcelona,
Anagrama). En las preceptivas se dan todo tipo de normas y consejos. Alejo
Carpentier no oponía mayor objeción a los abundantes adjetivos y adverbios
pertinentes y sonoros, ni a los grandes párrafos con intrincadas cláusulas
suburdinadas, si resultaban significativos y musicales; en cambio, abominaba de
los diálogos.
Pero ese
lenguaje coloquial, reducido, a ratos casi monosilábico, parecía una renovación
frente al pomposo inglés de la literatura victoriana. Escribió Ford Madox Ford
en el prólogo de Adiós a las armas (1929): “Las palabras de Hemingway
nos golpean como si fuesen guijarros tomados frescos de un arroyo. Viven y
brillan cada una en su lugar; y así, una de sus páginas tiene el efecto de un
arroyo en el que podemos mirar a través de las aguas que corren”.
PAPÁ
HEMINGWAY
Este mundo bullicioso y esta estética de
rudas palabras se revela mejor en sus cuentos: En este mundo (In Our Time, 1925),
Hombres sin mujeres (1927), Ganancias de nada (Winner Takes Nothing, 1933),
Collected Stories, The Nick Adams’ Stories (1972), entre otras
compilaciones.
En las
novelas, en cambio, a pesar de su intención de competir con Tolstoi y
Turgueniev, carga su áspero ascetismo con incómodas, dulzonas subtramas
melodramáticas que se avienen poco con su tipo de héroes y su tipo de estilo:
Adiós a las armas, Tener y no tener (1937), Por quien doblan las
campanas, etcétera. El compromiso de la rebuscada estética de sus
cuentos con el gusto popular que exigían las novelas para convertirse en bestsellers
y películas de Hollywood las deja en una posición falsa: semicursis para el
lector letrado, semiagrias para el popular. Su prestigio como novelista empezó
a arruinarse desde los años treinta, cuando estalló su pleito con Edmund
Wilson, precisamente el primer crítico que lo había lanzado y con no menor
entusiasmo que a Scott Fitzgerald.
Hoy por hoy
el Hemingway decantado es el cuentista: “Allá en Michigan”, “El invicto”, “Los
asesinos”, “La vida breve y feliz de Francis Macomber”, “Las nieves del
Kilimanjaro”. Hay quien compara estos cuentos con los de Chéjov y Kipling, o
con los Dublinenses de Joyce. Aun los desafectos a Hemingway reconocen
que en ellos no sólo inventó nuevas historias, sino una original –si bien algo
incómoda, estrecha, anticlimática- manera de narrarlas. (Cf. Frederick J. Hoffman: La novela moderna en
Norteamérica, Barcelona, Seix-Barral y Marcus Cunliffe: The Literature
of the United States, Londres, Penguin Books).
Casi al
principio y casi al final de su trayectoria, sin embargo, practicó dos intensas
incursiones vitalistas, incluso líricas, en la novela: Fiesta (The Sun Also
Rises, 1926), que impulsó su carrera, y El viejo y el mar (1952),
que le valió los premios Pulitzer y Nobel, y reactivó su prestigió en su
prematura, enfermiza y trágica vejez.
Fiesta: la aventurera plenitud juvenil de
expatriados norteamericanos en Europa, aun dentro de la sordidez y el desastre
(acentuados por chuscas alarmas homofóbicas), y con un vasto pintoresquismo de
toros españoles y bistrós parisinos: un jolgorio nihilista casi inmune a
desengaños, mutilaciones y a la muerte. El viejo y el mar: la melancólica ternura de un viejo pescador
que enfrenta su mundo extenuado al mundo lleno de promesas de un adolescente,
con el pretexto de la pesca.
Si
la “manera” de Hemingway se propuso como dogmas la sequía, la amargura y la
desolación “viriles”, no ocurrió lo mismo con el exuberante y populachero
personaje que se adjudicó el autor y autopublicitó con profusión: Papa Hemingway, el
gran-hombre-de-acción posando con ciertos aires de Clark Gable en escenarios
prefabricados de toros, pescadotes, safaris, box, rifles, deportes riesgosos,
borracheras colosales.
Se diría que
el personaje Hemingway era el
supervictorioso-autor-de-historias-de-superderrotados que finalmente
conquistaba, en persona y a todo color, frente a las cámaras, el vasto mundo
real con sus junglas y sus cumbres nevadas, con sus fieras y todos sus
combates. Un exhibicionismo deportivo algo ridículo, pues si bien nadie duda
del amor de Hemingway por tales ejercicios de acción, fue en todos ellos un
simple aficionado y no el Multi-campeonísimo-de-cartón que trató de
contrabandear como su ser auténtico. Un fanfarrón de feria pisoteando al
debilucho, libresco Parnaso quisquilloso (“se ufanaba de ‘tratar de tumbar de
culo a Mr. Shakespeare’”: Edmund Wilson: The Devils and Canon Barham,
Nueva York, Farrar, Straus, Giroux.)
Una mezquina
arruga final desluce en este póster exitoso: el rencor y la envidia del
Hemingway ya nobelizado, millonario y triunfador mundial, en 1960, hacia sus
colegas, sobre todo hacia los que alguna vez fueron sus amigos cercanos (por
entonces muertos u oscurecidos): Gertrude Stein, Ford Madox Ford, Wyndham
Lewis, y especialmente Zelda y Francis Scott Fitzgerald en París era una
fiesta (A Moveable Feast, 1964, póstuma); o a meros contemporáneos
como Katherine Mansfield. En otras partes rezuma odio contra muchos otros
autores como Whitman, Wilde, Gide, Conrad, Anderson, Heinrich Mann, Virginia
Woolf, Huxley o Malraux (Por quien doblan las campanas no resultó para
la crítica europea la
Gran-Novela -de-la-Guerra-Civil-española, sino, acaso, La
esperanza de Malraux; aunque andar distribuyendo la “medalla al mérito” no
pasa de ociosidad gremial).
Al parecer,
tan desagradables, tan innecesarios desplantes de rencor y de envidia de un
hombre tan exitoso, sólo delatan que Hemingway sucumbió a la mayor falacia en
el arte: la “deportiva” competitividad adolescente por el Trofeo Único,
excluyente. Consideró odiosos rivales personales a todos sus principales
antecesores y colegas, como si le robaran el aire o el sol. Había que
noquearlos y aplastarlos a todos. “tumbarlos de culo”, como a Mr. Shakespeare.
Este incontinente denostador-de-los-críticos-literarios terminó produciendo más
chismografía maledicente sobre sus colegas que varias cofradías de críticos
“asesinos”.
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