EN TORNO A ENRIQUE SERNA
Por José Joaquín Blanco
1. Enrique Serna y sus silbatazos
Nadie en la última década ha retratado tan acuciosa y cruelmente la moral social de México como Enrique Serna. Sus novelas Señorita México (primera versión de 1987, segunda de Plaza y Valdés en 1993), Uno soñaba que era rey (Plaza y Valdés, 1989), El miedo a los animales (Joaquín Mortiz, 1995) y sus cuentos recopilados en Amores de segunda mano (Cal y arena, 1994) confabulan un circo iracundo e hilarante de errores mexicanos. Se diría que, moralista salvaje, Serna logra como escritor un ambicioso sueño adolescente: llegar a ser un estricto prefecto del Instituto Patria, armado de silbato, que regaña y ridiculiza a medio mundo.
La crítica se ceba en el tartufismo de todo tipo de grupos sociales y personajes imaginables. Las falsas pretensiones de virtud, moral hogareña, amor del bueno, filantropía, heroísmo intelectual, honradez, refinamiento cultural, por parte de criaturas demasiado mundanas y terrenales. Hay una comedia moral, un “ensayando a Molière”, en sus episodios del México contemporáneo. Incluso, con dones de aforista publicitario, el prefecto del Instituto Patria les cuelga orejas de burro a casi todos los personajes; ese prefecto la hace también —y a silbatazos— de educador físico: buena parte de la comedia de Serna se engolosina en criticar a la gente que no casa con su sueño aeróbico de boy-scout: que envejece, que osa cumplir más de 18 años —Serna ya tiene 37—, que engorda —¡otras treinta abdominales, cabrones!—, que se vuelve calva y se arruga: ¿cremas de aguacate, mascarillas de pepinos?
Lo risible e imperdonable de la Señorita México es su vejez y su gordura; en lo demás probablemente no exista mayor decadencia, ya que no peca más en su desgracia de lo que pecaba antes de su encumbramiento. ¿Por qué resulta una de las novelas mexicanas más queridas de los últimos tiempos? Bueno, porque detrás del Serna-Prefecto que silbatea, con todo tipo de aspavientos, contra vicios, vejeces y gorduras —se le concede el premio Diet Plus— asoma el Serna-Chamaco-Latoso que parece asumir la crítica de los vicios ajenos como mera coartada para sumergirse en tal espectáculo, orondo, feliz, en una orgía de hilaridad... y de nostalgia. Haciéndole muchos gestos de fuchi al México reciente, Serna pinta con colores de nostalgia costumbrista su recuperación de los años sesenta y setenta. Biógrafo de Jorge Negrete (Editorial Clío), por mucho que convoque a las musas satíricas más terribles, Serna siempre canta el “México lindo y querido...”
Su mejor libro hasta el momento, y uno de los altos logros de su generación, es la novela Uno soñaba que era rey. Si en Señorita México parte de Manuel Puig y de Luis Zapata, en esta otra, mucho más atrevida y compleja, no olvida a Revueltas, a Arlt, a Cortázar, a José Agustín. Un concurso radiofónico de “niños heroicos” le sirve para un mural expresionista del México de los años ochentas: de los niños de la calle a los burgueses de éxito, de las barriadas tradicionales a los suburbios adinerados.
El miedo a los animales trama bien una intriga policiaca, que sitúa en medios periodísticos e intelectuales. Sus detectives, asesinos, coristas y policías están muy bien; sus intelectuales no tanto. Por magníficas que sean la sátira y la parodia —y Serna es un pastichista notable—, por iracundos que suenen sus silbatazos, el medio intelectual no suele prodigar personajes disfrutables. El gran capítulo del libro no los tiene: el affaire acapulqueño de una turista española y un detective en desgracia, totalmente alejados de la Republiquita de las Letras.
Enrique Serna es dueño de una prosa exacta y diversificada, tan diestra en el coloquialismo como en la narración llana, con inteligentes perfiles de ensayista y más que un asomo lírico; también me parece un tanto pedante en su obsesión de pureza gramatical. Ahora el Prefecto del Instituto Patria se vuelve un Insobornable Maestro de Gramática, y llama a formar filas al lenguaje, pero a silbatazos.
Serna dibuja como nadie personajes esperpénticos inolvidables. Domina las estructuras dramáticas hasta el virtuosismo. Es ameno y escandaloso, humorístico y penumbrista. En pocos años ha establecido, en una cadena de éxitos innegables, una de las obras más firmes de nuestra narrativa reciente.
Admiro su fuerza y su agudeza, no así su obsesión moralizante. ¿Por qué tantos panchos de que la gente sea vieja alguna vez, pese kilos de más, se arrugue un poco, se enamore de quien no debe o se dote en sueños de perfiles vanidosos? El propio Serna, sin esos defectos, ¿cómo construiría su circo de la risa? Si nos divertimos mucho con ese mundo caricaturesco, excesivo, delirante, ¿por qué, además, regañarlo tanto?
Al aplaudir con harta emoción sus libros admirables no puedo evitar enunciar un deseo: que en alguna mañana de cruda, acometido por un hipo fulminante, el buen Enrique Serna se trague todos sus silbatos..., y por fin nos deje su mundo hilarante en su pureza absurda, liberada de las admoniciones energúmenas de algún estricto prefecto del Instituto Patria.
2. EL ENTERRADOR DEL “NUEVO PERIODISMO”
En 1978 se empezó a hablar de un “nuevo periodismo” en México, gracias al empuje que por entonces tenía el joven equipo del Unomásuno.
No me corresponde enjuiciarlo, ya que se me suele incluir (¿a quién no?) entre aquellos 1,567 “cronistas urbanos”, pero sí exhumarlo por un momento del moho en que tan rápidamente ha caído, a propósito de otro periodismo, éste solitario, que de una manera tan excéntrica como brillante practicó años después el novelista Enrique Serna en el suplemento Sábado (época de Huberto Batis), y que ahora recopila en su volumen Las caricaturas me hacen llorar (Ed. Joaquín Mortiz).
El libro de Serna recoge textos de todo tipo. Ahora quiero ocuparme de los periodísticos, no sólo porque en alguno de ellos me vapulea, sino porque constituyen una crítica de aquel “nuevo periodismo” que Serna juzga intelectualoide, paternalista, izquierdoso, populista, maniqueo, hipócrita, bienpensante y otras linduras por el estilo. (De paso arremete contra el “nuevo cine” de María Novaro y de José Buil, y contra el Sistema Solar en general.)
A propósito de izquierdosos, me da harto gusto informar que Enrique Serna, el reciente denostador de la plaga marxista, era en esos mismos años, por supuesto, un supermarxista de miedo, como lo evidencia en su novela (magnífica, por lo demás) Uno soñaba que era rey (Ed. Plaza y Valdés).
Sobre los intelectualoides: No abundan libros que acumulen tanto name dropping ni desplieguen tal erudición como Las caricaturas me hacen llorar, que lo mismo doctora en sicoanálisis y antisiquiatria, que en marxismo, economía, politología, moda, teoría dramática, trivia cinematográfica, la poesía de Juan de Mena, la novela latinoamericana, la literatura simbolista francesa y conmovidas odas al talento, ése sí intachable, del dramaturgo Carlos Olmos. Hicieron bien los editores en no proveer a este libro de un índice analítico: habría resultado —de Adler a Villiers de L’Isle-Adam y Tom Wolfe—, más enciclopédico y populoso que el de un tomo de las Obras completas de Alfonso Reyes.
De modo que buena parte de las iras de Serna contra el “izquierdismo” y contra el “intelectualismo” son también, sucintamente, autocríticas. Las caricaturas de sí mismo lo hacen llorar. ¡Cuantos sniffs autobiográficos!
La diferencia entre lo que Serna ha hecho recientemente como periodista, y lo que cree que hicimos sus erróneos contemporáneos desde 1978, está en que él no quiso a participar en los trabajos iniciales, y luego —a toro pasado— se dedicó en los noventas a enterrar implacablemente nuestros supuestos garabatos caducos y a culparnos del actual estancamiento de la crónica y del periodismo cultural.
Sonrío al verme calificado de paternalista precisamente por Serna, sin duda el ego más jupiterino que haya atronado en Sábado (lo que ya es decir); y al ver que una inofensiva crónica mía de lucha libre le haya provocado tan mal humor precisamente a un machetero licenciado en letras, con tesis sobre poesía del siglo XVII, y maestría en el extranjero, que luego se especializó ¡en narrar cabarets, charros cantores, boleros de trío, antros porno y concursos de Señorita México! Un furibundo apologista de las telenovelas le grita “¡populista!” a un cronista ocasional de la lucha libre. ¡Viva la lógica! Bueno: tampoco escapa Serna de la populachera “nostalgia del fango”, que tanta colitis le causa.
Su auténtica diferencia es que ha reaccionado, con garra dramática y una prosa estupenda, contra el reblandecimiento ideológico e intelectual en el que se despedazaron el izquierdismo y la contracultura mexicanos. Por ello es, hoy en día, una lectura indispensable.
Ciertamente nuestros ensayos de modernidad sentimental, de recuperación de la cultura popular, y de crítica al orden establecido, que se quisieron atrevidos en un principio, se resquebrajaron muy pronto en un facilismo de moralina y melodrama deplorables, como lo hemos constatado sobre todo en la tragicomedia de Sor Sociedad Civil y todos sus tartufismos y miriñaques.
Al periodismo melodramático, Serna opone el humor negro. Sátiras menos analíticas que efectistas: endebles argumentos y poderosas caricaturas, mascaradas y aforismos.
Obsesionado porque no se le considere uno de los 1,567 Cachirulos izquierdistas y lacrimógenos, se disfraza de Fanfarrón, con luciferinos bigotes de estopa. Sus artículos dizque descreidotes y reaccionariotes (“¡Ay, asústame!”) son una burla de los mitos político-sentimentales en que todos, incluyendo a Serna, nos hemos asfixiado; pero la tragicomedia sigue siendo la misma.
En su pretendida loa a Muñoz Ledo, por ejemplo, advierto la sátira de un anti-mesías que nos redima —pero a pastelazos de Viruta y Capulina— de nuestra íntima demagogia. ¿De veras eso es un periodismo menos “ingenuo”, más inteligente, más crítico? ¿No será un poco más de lo mismo, pero tardío y cascarrabias?
Celebro el bárbaro libro de Serna. Una paliza contra nuestra común conciencia maltrecha. Bienvenido al “nuevo periodismo” que estás sepultando, Enrique. Nuestras osamentas, craqueteantes, te saludan.
3. LA VENGANZA DE LA SEÑORITA MÉXICO [ENTREVISTA IMAGINARIA]
La vieja Señorita México 1966 solicitó esta entrevista, realizada en su departamento de la Calzada Zaragoza, para protestar por el daño moral y sentimental —aunque no económico— que juzga haber sufrido por el libro Señorita México (Editorial Plaza y Valdés) de Enrique Serna. Anuncia que ya le escribió a Luis Miguel, quien hace poco acudió a los tribunales, al sufrir un atentado literario semejante.
—¿Qué opina de Enrique Serna?
—Que es un cabrón. Hacerme eso a mí, ¡a mí!, que jamás le he hecho daño a nadie. “He vivido del amor, he vivido del arte, ¡no le he hecho daño jamás a ningún alma viva!... ¿Por qué me tratáis así?” ¿Sabe de dónde es eso?
—No.
—Los escritores nunca saben nada. Escriben de lo que no saben. Tampoco hacen nada. Escriben de lo que no hacen. Yo por lo menos sí gané el concurso Señorita México, que significa algo más que un premio de novela en Campeche y a mis expensas. Viene de Tosca. Se trata de una ópera. En el reino de la música hay un género llamado ópera. Porque soy culta. Si usted se considera hombre de bien, póngalo en letras grandes: “¡Serna miente! ¡La Señorita México es muy culta!”. A ratos canto ópera. He tenido ofrecimientos para debutar en Bellas Artes, pero ya sabe usted cómo se las juegan las mafias de Conaculta... Me dicen que Serna también ha tratado mal a Jorge Negrete. Bueno, Jorge y yo nos parecemos en algo más: compartimos ciertos enemigos y malquerientes.
—Pero sí se ve usted muy gorda y descuidada, bebe mucho, fuma...
—Una envejece. Es ley de la vida. Serna también va a envejecer. Y una de dos, o se dedica usted toda la vida a ser una esfinge flaca que ni huesos de aceituna chupa, y hasta tiene miedo de toser y de que entonces se le descomponga, en un solo acceso, toda la última restirada facial, o vive plenamente sus días, sin ahorro, sin prudencia, quemándolos por ambos extremos; sí, como una vela que se consume por ambos extremos. (¡Tampoco sabe usted de dónde viene eso! Se trata de un poeta griego...) La Señorita México es realmente culta. Estoy recopilando mis poemas, con alguno me gané una flor natural en los juegos florales de Matehuala allá por... Haga usted sus cuentas. ¿Y lo de gorda qué? Así somos las sopranos. Qué vulgaridad, qué facilismo burlarse de Monserrat Caballé o de Jessye Norman.
—¿Es cierto que lee usted fragmentos de Señorita México en su espectáculo porno en antros de mala muerte?
—Sí, lo reconozco: ¡capítulos enteros! Es mi derecho de réplica. La Constitución mexicana garantiza el derecho de réplica, ¿no? Pero no me hago publicidad a partir de tan infame libelo. Me paseo desnuda y alabastrina en el table dance con mi banda de Señorita México 1966 y con ese objeto, que usted llama libro, y leo algunos de sus infundios, para que el público juzgue por sí mismo. Sólo omito referencias a Bilitis —¿no sabe usted qué cosa es Bilitis? ¡pero claro, periodista tenía que ser! ¡y no me diga que se trata de un viejo autor desconocido, porque abundan ediciones corrientes de ese libro por todo Tepito!— y a mi supuesto engendrador futbolero. ¡Falso! ¡Que me lo prueben! ¿Tienen videos de mis Bilitis, a ver? ¿Les hicieron acaso la prueba del DNA a los restos de mi tío, que sí fue guapísimo y una gran estrella del futbol? Si no prueban, ¿cómo hablan? ¡Pruebas, pruebas! El que acusa debe aportar pruebas. Y en cuanto a leer algo en el escenario, es un gran espectáculo de vedette: María Félix lo hizo en una película española, Faustina. ¡Y leía puros periódicos!
—El libro la ha vuelto rica, ¿no?
—No por las regalías. Esas se las embolsó todas Serna. Yo les digo a mis clientes en el club nocturno: ¡no compren basura! Si quieren saber realmente cómo es la señorita México, yo se los platico y se los muestro de bulto, en carne propia; ¿qué es eso de aplastarse en un sillón a leer novelas? Es como aplastarse en un sillón a ver el futbol. Yo soy dinámica, empírica. Le aseguro que hago bastante más ejercicio en el escenario que Serna con su jogging. Soy más deportiva que él, y no falto ninguna noche, salvo los lunes. Y les doy a mis clientes favoritos lecciones de literatura en vivo, si es literatura lo que hace mi sedentario biógrafo. En mi camerino me despacho varios calisténicos capítulos prácticos y en vivo cada noche, salvo los lunes. Yo sí soy literatura viva, no letras muertas.
—¿Se reconoce en el lenguaje que le atribuye Serna?
—Por supuesto que no. ¡Yo soy culta! Yo sí que he leído a mi Amado Nervo y a mi Octavio Paz. Me dicen que el tal escribidor estudió literatura colonial, pero será de la Colonia Bondojito, por las palabrotas en que se especializa. ¡Tanta tesis sobre el poeta Luis de Sandoval Zapata para eso! ¡Para eso! Mire usted: yo no me espanto de nada, pero no ando escupiendo ajos y cebollas todo el tiempo. Por el contrario, mi lenguaje es refinado. Escríbalo bien claro, si tiene valor civil: “¡La Señorita México es re-fi-na-da, no patanesca, como ciertos egresados de Filosofía y Letras!” Me gustan mucho los boleros, y también ese lenguaje tan aterciopelado, tan dulce de los boleros. Mi estilo no es el de los albures ni de las películas de ficheras, sino de los inmortales boleros en la inmarcesible —escriba bien: primero con ce, luego con ese; ¡agggh, la ortografía de los periodistas!—, la in-mar-ce-si-ble voz de Elvira Ríos.
—¿Pero usted ha fichado o no? ¿Sigue fichando o no? ¿Hubo transa en el concurso de Señorita México o no? ¿Tuvo ese protector o...?
—¡No hubo trampa! El propio Serna admite que, aunque fuera comiéndome con los ojos el... digamos las caderas, el insospechable Paco Malgesto proclamó por micrófono mi gran talento. “¡Pero quéee taleeento!”, exclamó. Y en este mundo material todo mundo ficha. Usted cobra por sus entrevistas, reportajes o lo que sea, ¿no? Serna cobra por su libro, ¿no? ¡Yo por qué iba a prodigar mi talento, tan elogiado por el siempre definitivo Paco Malgesto, gratis! También he incorporado a mi show gritos de “¡Pero quéee taleeeento! ¡OOOOiga usted! Quéeee talento!”, en la mismísima voz del siempre imparcial Paco Malgesto, cada vez que froto de arriba a abajo con el... digamos las caderas, los tubos del escenario, en el table dance. Y viera usted qué entusiasmo del pueblo. Cuántos vítores (No Víctores, sino hurras, hosanas, aleluyas: ví-to-res.) Hasta gritan: ¡Viva México!
—Pero dicen que ya se trata de un espectáculo grotesco, escatológico.
—Claro que no. Eso para los etéreos licenciaditos malinchistas de Filosofía y Letras, postgraduados en el extranjero, como Serna. ¡Esos ratones de biblioteca qué van a conocer nuestras exuberantes raíces! Lea usted al maestro Novo, quien sí sabía escribir decentemente y tratar a las damas cultas. Él afirma de manera categórica, en un texto clásico: “Los mexicanos las prefieren gordas”, o más bien, hermoseadas, como se dice en Yucatán. Las virgencitas flacuchas están bien para anunciar puros productos de dieta. A los hombres maduros, que son los que sí pagan bien en el table dance, les gustan cuerpos más naturales, más espontáneos, y con vastas suculencias qué disfrutar. “Tetas vastas como frutos del más pródigo papayo”. (Tampoco ha leído usted a Salvador Díaz Mirón, desde luego.) ¡Tantos elogios a los retablos barrocos y nos exigen ser pura pilastra neoclásica! ¿Soy culta o no, hispanista Serna?
—¿Entonces no se considera usted una fracasada?
—Soy una triunfadora. Conmigo no hay ocaso. Triunfo siempre, siempre triunfo. Mi único ocaso ha sido el literario: la mala suerte de convertirme en un personaje de Enrique Serna, que es un malhablado, un sarcástico y un moralista: ¡Miren a la señorita México, es una Bilitis! ¿Que yo Bilitis? Tengo cartas autógrafas del Charro Abitia que a las claras atestiguan mi pasión eufórica por el sexo fuerte. Pero también eso lo voy a remediar. Todo lo remedio en la vida. Siempre. Por sucios lodazales en que me arrojen, emerjo cual cisne que no se ensucia las alas. “Mi plumaje es de ésos”. (Eso también es de un poeta.) ¡Triunfaré en la literatura! Serna omitió decir que yo también estudié en Filosofía y Letras, aunque fuese algún curso de invierno sobre humanismo femenino con la doctora Rosario Castellanos, y que soy una dama cultísima. Así que me he puesto a escribir. Ya ve que ahora todas las cultas damas son escritoras. Formo parte de un excelente taller de discípulas-de-discípulas de Elena Poniatowska (no confundirlo con el de los discípulos-de-los-discípulos de Walter Mercado: ése es un taller de horóscopos). Allí, con un estilo ameno, limpio y muy pintoresco, aprendido de Elenita Poniatowska, escribo a mi vez la peliaguda historia de Enrique Serna. Mi novela se llama: “Novelista laureado”. La mía sí será imaginación pura. Que no tema el profesor Enrique Serna que vaya yo a querer entrevistarlo. Simplemente lo ubico en mi fantasía muchos años después de su campechano premio: lo veo canoso, gordo, ebrio, triste, desencantado de la literatura, como terminan todos los escritores. Todos. Ha abandonado el género novelístico, del que ahora abomina, y se ha volcado, en su desilusión, hacia la erudición pura. Prepara un tomote de mil páginas sobre las sinécdoques y metátesis entre algunos desconocidos poetas queretanos de mediados del siglo XVIII, a partir de podridos manuscritos que él ha descubierto en algún destartalado convento. Aburridísimos... agggh. Pero yo, en cuanto narradora, trataré a mi personaje con cariño, no con el desamor del académico Serna; de modo que, al final, el licenciado y Master in Arts Enrique Serna obtiene ¡otro premio!: el Premio al Mérito Académico de la UNAM, que habrá de recibir uniformado con toga y birrete —¡nunca podrá huir, en mi novela, de Filosofía y Letras! ¡Jamás!— allá por el año 2010...
—¿Desea agregar algo?
—Bueno, que mi gran amiga —mi compañera, mi hermana—, que tampoco es Bilitis —¡aquí nada de Bilitis, aquí ninguna Bilitis!—, también usa su libraco en el show. Realiza todos sus números de contorsionista, mientras en off se escuchan las descripciones de Serna, para demostrar que sí puede lograr esos movimientos que se le atribuyen como cosa surrealista o kafkiana. Serna los cuenta con un tono de ¡miren qué chusca! Nada de chusca. Ella triunfaba en la gimnasia olímpica desde los tiempos de Vera Chavlavska (¿Se escribe Chavlaska? ¡Investíguelo usted, que es periodista, yo no sé checo! Pero nunca hice esos papelazos de ignara monolingüe en mi tour por Europa. ¡Sí sé algo de inglés, de checo no! Cuando no sé algo, lo afirmo sin rubor: miren, esta cosa no la sé. De modo que sin rubor lo admito: La señorita México no sabe nada de checo. ¿Satisfecho?)4.Santa Anna y Serna: el seductor bifronte
HISTORIA Y NOVELA
En El seductor de la patria (Joaquín Mortiz, 1999) Enrique Serna se ha propuesto reconstruir desde las perspectivas política y social, sin olvidar las dimensiones cotidianas e íntimas, tanto la vida del general Antonio López de Santa Anna como sesenta y seis años de historia de México (1810-1876).
Es una novela histórica excelente por partida doble: como narración y como historia. De hecho, una de las escasas novelas verdaderamente históricas de los últimos tiempos: no un mero juego literario con algunos préstamos históricos de utilería, sino un trabajo historiográfico exhaustivo. Incluso detallista (las descripciones militares, por ejemplo).
Constituye una de las mejores novelas mexicanas contemporáneas, pero también uno de los libros más amenos, claros y completos para conocer o repasar los caóticos tiempos de nuestro país, de Hidalgo a Lerdo.
La estructura fundamental de esta novela son unas supuestas memorias que el anciano Santa Anna dicta a un secretario demasiado entusiasta. Pero también hay glosas y citas de todo tipo de documentos históricos, y la invención o reelaboración de monólogos, diálogos y conversaciones e intercambios epistolares. En general, se prefiere la prosa llana con color historicista, pero abundan diversas maldades sernianas, como la de hipnotizar o “mesmerizar” al viejo caudillo para que, en trance, desembuche abiertamente sus locuras o verdades enterradas; o presentarle un falso confesor en el lecho de muerte, para que la novela pueda registrar los últimos jirones de su conciencia extravagante.
La claridad, la exactitud, la concisión, la amenidad son virtudes conocidas del novelista Serna, así como sus jolgorios circenses en escenas crudas o picarescas. De todo hay en este libro. Las primeras virtudes ayudan a exponer con una claridad que no conozco en otro libro literario o histórico sobre ese periodo, la vida caótica del México Independiente; las otras, para humanizar al dictador, y para poner en su boca tremendas diatribas, con frecuencia demasiado inteligentes y justas (al grado de que el Santa Anna de Serna nos asombra como un mejor crítico intelectual de su nación que Lizardi, Bustamante, Mora, Alamán, Ramírez y Prieto juntos), contra sus contemporáneos y contra su sociedad.
No resulta pequeño el reto de El seductor de la patria. Un bribón tan criminal y costoso para el país como su protagonista siempre se ha prestado mejor a la caricatura que a la narración verista y sicológica, desde los tiempos de El gallo pitagórico.
Serna trata de destruir esa caricatura, no para descargar de culpa alguna al dictador, sino para encauzar toda una requisitoria contra su sociedad y sus contemporáneos. Pareciera decirnos: Santa Anna también eran los otros. O más bien: Santa Anna eran sobre todo los otros.
En efecto, el desfile de personajes importantes, lo mismo liberales que conservadores, militares que políticos, comerciantes que terratenientes, jerarcas del clero que indios de la leva, compartían la misma conducta del Gran Traidor, sin su audacia ni su pintoresquismo, según afirma el Gran Inquisidor Serna; digo, Santa Anna.
EL SOLDADILLO SERNIENTO
La novela de Serna enaltece al dictador, así sea literariamente, en una medida mucho mayor que el trato que han recibido otros próceres por parte de los mejores escritores, al menos desde los tiempos de Guzmán (Memorias de Pancho Villa) y Ralph Roeder (Juárez y su México). El lector se preguntará: ¿Acaso Serna no está comprendiendo y estimando demasiado a su protagonista? ¡Se criticó tanto al gran Roeder por su “sentimentalismo” hacia Juárez!
Los beneficios que Serna otorga inmerecidamente (en mi opinión) a su personaje son copiosos. Para empezar, como la novela está narrada fundamentalmente en primera persona, y durante la mayoría de sus páginas se nos pide que creamos que es el propio Santa Anna quien habla, tenemos a un dictador vulgar, iletrado y despreciador de las letras, que escribe (habla) mejor y más sabroso que los mayores autores de sus días. (Que se mueran otra vez, pero de envidia, Alamán y Prieto: hasta como literatos los superó finalmente el “Quince Uñas”.) Nos habla con una voz literaria colorida, franca, sabia, convincente ¡y hasta filosófica! No es raro escucharlo derramar aforismos y epigramas estoicos que ya quisiera Séneca.
Además, ¡parece conocer todo el futuro: desde sus alturas mira un México perenne! ¿Intuyó que más de un siglo después persistirían el desbarajuste nacional y los mesiánicos Beneméritos de la Patria y Altezas Serenísimas? Por lo pronto, Santa Anna cita premonitoriamente ¡a Carlos Hank González!: “Un político pobre es un pobre político”.
¿Santa Anna supo o sospechó que llegaría una especie de alter ego, Carlos Salinas —esta obra decimonónica se ve escrita con evidente tinta post-salinista—...? Pero no nos dijo, ni siquiera a través de sus experiencias de hipnotismo, si aparecería otro novelista de empuje que comprendiera demasiado y reconstruyera en un fresco conmovedor a tan antiheroico y “seductor” personaje contemporáneo, y lo redimiera del linchamiento “maniqueísta” de los letrados jacobinos actuales.
Un suspenso se abre al terminar esta novela: ¿Llegará un futuro novelista histórico que nos diga: Salinas también eran los otros. O más bien: Salinas eran sobre todo los otros? ¿Y que sus orejotas resultaban bien divertidas? ¿Y que buena parte de su mala fama se debió a una mera conspiración rencorosa y fanática de letrados jacobinos? No le faltarán argumentos, si cuenta con la habilidad y la brillantez de Serna.
Otro beneficio: la narración ocurre durante su vejez achacosa, derrotada y desamparada. Nos conmueve con su perfil de perdedor, de pobre y de anciano; mutilado, ciego y enfermo: casi loco. Y hasta de víctima, pues lo vemos sufrir todo tipo de tormentos por parte de su esposa Loló, un monstruo de rencor y codicia. Sus maldades domésticas de esposa fastidiada lucen más condenables en esta novela que las vilezas políticas del tirano. (Hay un flagrante maniqueísmo en esta novela “antimaniquea”: contra Loló.)
Finalmente, Serna disfruta mucho de los tipos picarescos, prostibularios o tabernícolas, como ya lo hemos visto en sus novelas anteriores (Uno soñaba que era rey, El miedo a los animales). Y Santa Anna le ofrece múltiples oportunidades para desarrollar su pasión cómica.
Nos lo vuelve simpático con demasiada frecuencia. Un criminal, un ladrón, un imbécil moral, un traidor; el responsable oficial, y ciertamente principal, de los desastres de las guerras con Texas y los Estados Unidos, ¡pero qué tipazo! Hasta dan ganas, a ratos, de invitarle un trago.
En cambio a los “librescos” Lizardi, Carlos María de Bustamante, el Doctor Mora, Alamán y Gómez Farías ¡cómo los desprecia el libresco Serna, a través del “virginalmente literario” Santa Anna, ese Adán que jamás leyó un libro pero se permitió componer una elaboradísima autobiografía sernícola... del tamaño de una Biblia!
Quienes se llevan las grandes bofetadas en El seductor de la patria son los letrados, y no sólo los jacobinos; también a don Lucas Alamán le tocan algunas. Claro que es Santa Anna quien los abofetea. Pero a final de cuentas hay un autor que firma El seductor de la patria, y se entromete en cada línea; y decide a quién patea su personaje y a quién no, y de qué manera. Y ya sabemos, desde los ensayos de Las caricaturas me hacen llorar, que a Enrique Serna, como a cierto general veracruzano, no le gusta que abunden los colegas en el universo.
EL ENTERRADOR DE “LA HISTORIA DE BRONCE”
La novela es valiosa como narración, aunque cueste trabajo creerle a Santa Anna que sea capaz de contar por sí mismo, largo y tendido, con exactitud e ironía, con crudeza y pasión, incluso con ternura, con una riqueza léxica notable —como todo un Premio Nacional de Letras, que hay que apresurarnos a concederle póstumamente, así sea a través de Serna—, sus desventuras de la guerra de Texas. Serna exhibe aquí un virtuosismo de escritor en su plenitud dorada. Pero el “narrador” de la novela es otro: alabemos pues la prosa de don Antonio López de Santa Anna.
También desarrolla una cuerda ensayística notable: su coartada misma de que se trata de “memorias”, cartas, documentos, conduce a El seductor de la patria por caminos discursivos. Aquí causará polémica. Aunque Serna parece haber devorado toda la tumultuosa bibliografía santanniana y sobre su tiempo, toma partido por el rumbo historiográfico, no tan reciente pero poco divulgado, del revisionismo histórico en contra de la versión liberal-gubernamental de la Historia Patria, la cual ha privado desde México a través de los siglos hasta los libros de primaria oficiales de los años ochenta.
Luis González y González criticaba desde hace décadas los mitos de “la historia de bronce”. Ese revisionismo antiliberal prolifera entre los mexicanistas extranjeros y los doctores del Colegio de México, pero no en las escuelas públicas, ni en los periódicos, ni entre el público que lee novelas. Ahora encuentra en esta novela un medio estupendo de divulgación popular.
Serna desmitifica la epopeya liberal (su gran generosidad de narrador y pensador hacia Santa Anna no se vuelca, ni por asomo, ni en un miligramo, hacia liberales como Guerrero, Victoria, Gómez Farías, Álvarez y Juárez, por ejemplo). Todos los personajes ingresan a una corte de milagros de ladrones, farsantes, tartufos, criminales, traidores, aduladores. Todos son Santa Anna, pero insuficientes o reducidos.
No hay “buenos” en esta visión de la historia de México entre la Independencia y Lerdo. Los que eran oficialmente “buenos”, o casi, resultan puros mustios, fanáticos e imbéciles (¿maniqueísmo al revés?); los que estaban acusados de pura maldad también, pero ¡qué simpáticos!: juegan a los gallos, dicen aforismos muy ingeniosos sobre la corrupción nacional y fornican de un modo muy divertido. (¿De veras el fanatismo por los gallos resulta siempre menos tedioso que el fanatismo por la Ley y el periodismo de combate?)
LA VUELTA DE SANTA ANNA
El seductor de la patria es, sin duda, un libro para muchos años, por sus notables virtudes narrativas y por su, a ratos atrabiliaria, vena polémica. Ahora que los liberales (con o sin el “neo”) andan de capa caída, he aquí, señores y señoras, que Su Alteza Serenísima (11 veces presidente) regresa en pleno momento electoral: un momento electoral de caudillazos santanianos tipo Fox, Cárdenas o Madrazo, ¡está de moda!
Serna se ha propuesto una ambición colosal en El seductor de la patria. (“Me asombra su codicia”, dijo Borges de otros escritores “colosales”.) No me refiero a su imponente grosor: siempre he lamentado, especialmente en las novelas, los mamotretos: las páginas de relleno con juegos verbales o florituras y disquisiciones laterales. Al grueso libro de Serna no le sobra una página: tiene la dimensión justa. Y es tan ameno, claro y organizado; además de divertido, inteligente e instructivo, que dan ganas de releerlo.
Pero contiene varios libros en uno, como las cajas chinas. a) La novela sobre don Antonio. b) La novela que escoge como personaje al país. Y c) la novela cuyo personaje ostensible es el propio vociferante Enrique Serna, y sus eruditos e ideológicos berrinches prosísticos contra el México que ha leído y contra el que le ha tocado vivir: escuchamos su voz personal, inconfundible, por encima de la escena histórica-novelesca. Es Santa Anna quien declama en el foro: pero se percibe a ratos, nítidamente, la voz del apuntador desde la concha (dicho sea sin albur).
En muchos sitios reconocí más al Serna en su mejor filo satírico y/o regañón que al viejo gorila sanguinario, vulgar y antilibresco. Simplemente Serna encontró en Santa Anna una coartada para una extensiva requisitoria contra toda la historia de México; y para muchas escenas de bravura narrativa, especialmente cuando conciernen a la crudeza en las costumbres.
Don Benito Juárez, con su levita, no le habría podido proporcionar tales impulsos para semejante fresco hilarante del México decimonónico (de hecho, las breves partes juaristas son lo menos logrado del volumen). De ahí su simpatía por Santa Anna; o su “simpatía por el diablo”, que dijeron los Stones.
CÓMO AMAR A UN GORILA
Recuerdo que en los mejores tiempos del boom se trató de convocar a un equipo internacional de eminencias narrativas, constituido por el “mayor” narrador de cada país latinoamericano, con el fin de conformar un libro o una colección de libros sobre los peores dictadores latinoamericanos. A cada eminencia literaria le tocaría narrar a su gorilazo nativo.
Alguno se negó: intentar comprender, con demasiado furor novelístico, las profundidades sicológicas, emotivas, autobiográficas que produjeron tales monstruos sociales y políticos, equivaldría un poco a disculparlos. Todo tirano tuvo algún “trauma” en su niñez, luego alguna decepción amorosa y algún episodio cómico. Tout comprendre c’est tout pardonner. Si nos metemos de veras en su pellejo, terminaremos llorando y riendo con él a moco tendido.
Sea como fuere, los monstruos de la historia se han prestado mejor a la caricatura que a la explicación sicológica. Tenemos el monigote de Cortés que pintó Diego Rivera en Palacio Nacional y que provocó las burlas de Vasconcelos: “¡No valdrían mucho los aztecas cuando semejante birria pudo conquistarlos!”.
Serna se propone romper ese tabú (humanizar a los ogros). El resultado es admirable y alarmante. Por un lado, la reconversión de la figura “maniqueísta” (¿de veras exageraron sus detractores?) o caricaturesca del Gran Infame, en un hombre de carne y hueso, chistosón y pintorescamente sabio. Por el otro lado, tenemos una extrema generosidad intelectual y literaria del autor hacia su antihéroe.
Lo que realmente nos conmueve de El seductor de la patria es la voz de Santa Anna (es decir, la prosa ventrílocua de Serna), no sus hechos más o menos conocidos. En tercera persona no lograría conmover tanto. La novela suele decaer cuando cede la voz narrativa a otros personajes, que funcionan como débil contrapunto porque el autor no los enriquece en la misma medida que a su protagonista. Echo de menos, por ejemplo, intromisiones epistolares o coloquiales fuertes, beligerantes, de lo que realmente pensaban Bustamante, Iturbide, Mora, Gómez Farías, Alamán, Prieto, Juárez del tiranuelo: algo hay de eso, pero insuficiente.
Sin el beneficio de los monólogos sernianos, la historia de Santa Anna quedaría despojada de esa voz tan inesperadamente apasionada, lúcida y convincente; y devendría la conocida nómina de payasadas, crímenes y disparates políticos, militares y humanos de sobra conocida. Y de la que no quisiéramos acordarnos.
Pero no sólo eso: como Santa Anna fue un verdadero calavera y pillo de comedia incluso en su vida privada (las mujeres, el dinero, los gallos, las transas, las siestas; las fugas chuscas, hasta con ropa de mujer), ofrece al novelista la oportunidad de brillantes episodios cómicos que le ganan harta simpatía a su protagonista. Everybody loves the clown!
Mientras un Juárez posa en tedioso mármol para la historia y escribe unos edificantes Apuntes para mis hijos, el Santa Anna de Serna se permite toda la riqueza picaresca y burdeleril que jamás soñaron los personajes de Luis G. Inclán ni de Payno. Abundan las maritornes, los miles gloriosus, los tartufos, los rigoletos. Tiene sus escenas de Casanova, del Conde de Montecristo, de los enredos jocosos de la commedia dell’arte y los esperpentos de Valle Inclán; del erotismo franco y fresco de la mejor narrativa actual, como los hilarantes relatos de Amores de segunda mano.
“¿Quién es Madame Bovary?”, le preguntaron a Flaubert. “Madame Bovary soy yo”, contestó.
—Enrique, Enrique: ¿Quién es tu Santa Anna? ¿Cuánto de ti mismo le prestaste al personaje: tu prosa, tu humor, tus boutades, tus paradojas, tu excéntrica crítica social? ¿El virtuosismo narrativo de humanizar a un antihéroe no llegó demasiado lejos, demasiado a fondo? No sólo nos lo volviste humano, sino serniano. ¿Un soldadillo, que no ya periquillo, serniento?
DE EL GALLO PITAGÓRICO A RICARDO III
Algún lector verá con asombro cómo el ogro de caricatura de El gallo pitagórico calza los coturnos de víctima trágica, con no escasos parlamentos de tremendas revelaciones y profecías. Se preguntará: ¿Hay derecho de tratar con tantas consideraciones, hasta alguna vez con un evidente afecto, al Gran Traidor de los textos oficiales de Historia patria? ¿No se estará introduciendo en Manga de Clavo, de contrabando, el Julio César de Shakespeare, recitado por un conjunto de actores aficionados demasiado entusiastas?
¿No hay derecho? ¿Pero entonces habría que prohibirles a Shakespeare, a Balzac, a Dostoyevski, a Faulkner que traten de encarnar, de comprender y hasta de gozar algunos aspectos conmovedores o amables de sus “malditos”? Ciertamente se le ha reprochado a Dostoyevski su afición por los asesinos. Con todas sus letras, Vasconcelos le reprochó a Martín Luis Guzmán que dedicara su tiempo y su talento a la exaltación del matón Pancho Villa. Sabemos, sin embargo, que la literatura tiene sus propios derechos, su autonomía; y más cuando, como en esta novela de Serna, respeta puntillosamente la erudición histórica. Los antihéroes también poseen un mensaje, que resultaría dogmático limitar a la esfera satírica.
Como las anteriores obras de Enrique Serna, El seductor de la patria se lee con claridad, amenidad, gozo, juego intelectual. Pero además se centra, y renueva, en la gran disputa intelectual nunca cabalmente consumada: ¿Por qué tuvo México una historia tan desastrosa durante el medio siglo posterior a su Independencia? ¿Y después? ¿Y ahora? Inevitablemente nos hace pensar a cada página en el México de hoy.
De este modo, El seductor de la patria aparece sobre todo como un libro iracundo de nuestro fin de siglo contra la sociedad mexicana de todos los tiempos; chisporrotea tonos parecidos a los de los artículos periodísticos de Enrique Serna sobre asuntos contemporáneos. No trata pues solamente del general Antonio López de Santa Anna, sino también del México actual y de las furias ideológicas, políticas y morales del Licenciado en Letras Enrique Serna (bastante jacobino en este libro, al menos en relación con el alto clero), reputado biógrafo de alguna Señorita México y del mismísmo Jorge Negrete.
Es producto del desastre nacional de este último cuarto de siglo: desde tal espíritu angustiado y bilioso; desde tal Schadenfreude volcado a la propia historia y el propio país: un jolgorio sarcástico-doloroso de la catástrofe mexicana, como suelen los grandes satíricos. Conmueve, pero desuella. Provocará en el lector sonrisas y carcajadas nerviosas, casi neuróticas.
Pero no le falta razón al espléndido novelista: hay cosas que un autor sólo puede decir de su propio tiempo en boca de los antihéroes antiguos, como nos lo enseñó Shakespeare, todo ensangrentado, en la poesía trágica de Macbeth y Ricardo III.
No pocos denostadores de Su Alteza Serenísima resentirán este inesperado ascenso del Bufón Diabólico al carismático Antihéroe Trágico en que finalmente se convierte Santa Anna a lo largo de El seductor de la patria, a pesar de que el autor nunca olvide todos y cada uno de sus pecados políticos, militares y humanos.
¿De qué asombrarse? ¡Nos conmueven (a ratos) Macbeth y Ricardo III, y ya sabemos lo que hacen!
Hacia el final de la novela Enrique Serna parece advertir que se ha divertido demasiado con su atroz protagonista. Que ha utilizado las vulgares maldiciones de Santa Anna contra sus enemigos, para introducir demasiados vituperios propios (inteligentes, ingeniosos) contra nuestro desastroso país de todos los tiempos. Y cambia el tono. Quiere volver un poco a la caricatura. Hasta se consigue algunos litros de mierda de utilería.
Pero ya es demasiado tarde. Aunque la esposa, los hijos, los amigos y los socios del loco o moribundo Santa Anna hablen de él en un tono burlesco y despectivo, no prospera la caricatura: se confirma el tono trágico. ¿No fue ése el destino de El Rey Lear: sufrir en la dura vejez la burla y las humillaciones de los suyos?
2 comentarios:
¡Zoc! Ahora sí le llovió a Serna. A mí El seductor de la patria me pareció un poco sosa.
Me ha gustado demasiado el escrito, sin embargo, me hubiera gustado leer sobre su obra "amores de segunda mano".
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