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Tremenda consternación ha
conflagrado el mundillo de la farándula mexicana. A escasas horas del suntuoso
funeral nacional, con honras en el Palacio de las Bellas Artes (que encabezó el
Presidente de
Al
parecer, heredó sus cuantiosos bienes, fruto de medio siglo de esplendor en las
tablas mexicanas, a un chamaco malviviente que ni siquiera constituía parte
formal de su personal de servicio; un mocillo eventual que lo frecuentaba
durante los últimos meses de su vida. Se habla de brujería, bajas pasiones,
demencia senil, e incluso de abuso, amenazas y tortura (tanto física como
sicológica) contra el anciano divo, a fin de obligarlo a firmar tal testamento,
por parte de Filemón Carmona, pretendido taquero de carnitas, o ayudante de
taqueros, pues nunca estableció puesto propio, sino que al parecer ha
peregrinado de puesto en puesto sin lograr permanecer ni siquiera medio año en
ninguno, por su carácter montaraz y dado a la vagancia. Habría contado para
ello con la complicidad del abogado y del médico personales del difunto, así
como del notario público. Una atroz conjura en las tinieblas.
Los
familiares, los colegas, los amigos, los compañeros del espectáculo, así como
diversas instituciones religiosas, humanitarias y culturales, de las que el
divo Peluso –así motejado por la tupida pelambre que exhibía en el
pecho, y que le asomaba por el cuello- fue mecenas eximio, han puesto el grito
en el cielo y amenazado con impugnar el testamento. Rubén M. Hernández, su
chofer durante el último lustro, alcanzó a golpear con un paraguas al presunto
heredero durante la propia ceremonia fúnebre, que como todo mundo recuerda se
desarrolló bajo un fortísimo aguacero, pero fue contenido por “guaruras” de
seguridad privada, antes de que lograra lesionarlo de gravedad.
Un
abogado de apellido Andrade, auxiliado por media docena de agentes de seguridad
privada, se posesionó de la residencia del divo apenas se conoció la noticia
del fatal desenlace (acaecido en el Hospital Metropolitano de esta ciudad),
antes incluso de los funerales, en nombre del heredero; y han impedido la
entrada a los antiguos sirvientes, así como a familiares y a amigos del occiso.
Existen ya denuncias de hechos ante el Ministerio Público. El abogado Andrade se dice albacea. Seguiremos
informando.
2
Rubén M. Hernández, el
chofer, ingresó al servicio del Peluso hace cosa de seis años, con
recomendación de Sebastián Figueras, el famoso Trovador del Trópico.
Afirma que nadie conoció con mayor cercanía que él al divo Peluso, a
quien incluso llegó a servirle como confidente y enfermero, durante ese tiempo;
y que supo que las intenciones del difunto eran de repartir sus bienes entre
todo el personal formal de su servicio y entre algunas instituciones de
beneficencia, como un asilo para curas ancianos de Tlalpan.
Se muestra extrañadísimo del supuesto testamento a favor
de Filemón Carmona, un chamaco vago que no sabe bien cómo se introdujo a la
casa del Peluso, pero a quien por lo general no se le ocupaba más que en
sacar a pasear a los perros del patrón y en mandados menudos; pero que poco a
poco fue invadiendo las funciones de los demás empleados durante las noches,
fines de semana o momentos en que, por cualquier eventualidad, no se hallaban
cerca del anciano.
Según su dicho, Filemón era un abusivo, un tragón
insaciable. Asaltaba todo el tiempo la despensa. Devoraba hasta las preciadas
latas de caviar que atesoraba el divo más que cualquiera otra de sus
pertenencias. Se echaba en los sillones de la sala estilo imperio, con los
zapatos sucios encima de los brocados y las sedas; y consumía frente a los más
vulgares programas de televisión los vinos húngaros y las botellas de champaña
que el divo conservaba bajo llave. Seguramente despojaba de la llave al anciano
cuando dormía. Lo tenía como dominado. El patrón no hacía caso de las denuncias
de los otros sirvientes contra Filemón. Nomás se quedaba callado, adormilado,
atontado: “Ya déjense de chismes y pónganse a trabajar; díganle a Filemón que
me traiga mis perros”. Le toleraba todas sus majaderías. El chofer cree que lo
tenían drogado o embrujado.
También se encuentra sorprendido de que tanto el
testamento como el inventario de las posesiones del Peluso resulten
relativamente exiguos. Tres inmuebles (dos de ellos bajo hipoteca) y puros
aparatosos trastos viejos, maltratados. Se sabe que durante sus últimos años,
en los que frecuentemente se encontraba indispuesto por los achaques de sus
enfermedades o por temporadas de extrema depresión, el divo malbarató diversas
joyas, obras artísticas y antigüedades. Pero se antoja extraño que hasta sus
famosos anillos (con los que fue enterrado) hayan resultado todos falsos, de
bisutería (imitados tal vez de los originales auténticos de sus mejores años),
y que en sus cuentas corrientes de banco a su nombre, en territorio nacional,
apenas aparezcan unos cuantos miles de pesos, que sólo habrían alcanzado a
cubrir dos o tres meses de su gasto habitual.
Se
habla de que el divo pudo ir transfiriendo su capital a cuentas en el
extranjero, o a cuentas ajenas o a inversiones diversas a nombre de sus
presuntos estafadores; a casas de bolsa
o a cajas de seguridad. De cualquier manera, los inmuebles, si bien
deteriorados y que exigirían fuertes inversiones para su reparación y
mantenimiento, representan un capital nada desdeñable, por hallarse ubicados en
las zonas más distinguidas del Distrito Federal y de Cuernavaca.
Por el contrario, el abogado Andrade ha declarado que no
hay nada de qué asombrarse ni en el monto ni en el destino de los bienes del Peluso.
“Llevaba muchos años sin percibir ingresos significativos, expresó. Pero acaso
cierta extravagancia frecuente en los ancianos enfermos lo inducía a gastos
desproporcionados, a los que se refería incluso de modo irónico, pues no se le
escapaba el declive de sus finanzas. Especialmente sus donativos dispendiosos
al asilo de ancianos sacerdotes de Tlalpan, pues decía que ellos también habían
resultado 'a su modo, grandes actores del Teatro del Absurdo, y también habían
resultado timados. ¡Dios se ha burlado de todos nosotros!'”.
Los comentarios del abogado Andrade parecen confirmarse
con los del doctor Salaya: “Incluso me quedó a deber varios meses de honorarios
y tuve que obsequiarle muchas medicinas, de las muestras que me envían los
laboratorios, pues llegó a negarse a seguir tratamientos caros. '¡Con el precio
que actualmente han llegado a alcanzar las medicinas, doctor, mejor me quedo
con todas mis enfermedades! Total: ya viví todo lo que me correspondía,
sobrevivo absurda, póstumamente; me gustaría haberme muerto hace mucho, en
plena posesión de mi cuerpo y de mi ánimo, y no esta lentísima, interminable
decadencia'. Sin embargo, nunca en modo alguno me sugirió, como se han atrevido
a declarar ciertos difamadores irresponsables, ansiosos de notoriedad, que lo
asistiera a anticipar su desenlace. A lo que desde luego jamás podría acceder
ningún médico honorable. El Peluso murió a su modo como buen creyente
cristiano. ¡Tantos jovencitos que morían en la flor de su edad en las calles,
en las guerras, en los hospitales; y en cambio él ahí, decía, olvidado de Dios,
aguardando su llamado desde hacía tantos años! Un buen anciano, una magnífica
persona, pero un pésimo paciente. Y sospecho, por otra parte, que veía en
Filemón al hijo o al nieto que no tuvo; o mejor aún, al chamaco alegre y
vivaracho que él nunca se permitió ser, que nunca fue, pues desde la infancia
se dejó avasallar por la ambición del arte y de la gloria en las tablas, y se
pasaba las horas en ejercicios, estudios y ensayos extenuantes. 'Desperdicié
toda mi vida en las tablas y las pantallas del modo más necio, doctor; si
volviera vivir, me gustaría ser taquero, desordenado y feliz, parrandero, sin
pensar jamás en el mañana. Ser feliz el día presente en las condiciones reales,
sin sueños de humo, sin espejismos ridículos'. He de señalar, concluyó el
facultativo, que al menos un gran servicio se le debe a Filemón: el de
administrarle debidamente sus medicinas, pues el viejo divo dejaba de tomarlas,
por simple capricho o mal humor; o se olvidaba de que las acaba de tomar y
duplicaba las dosis, o tomaba unas por otras. Había ciertas cápsulas o tabletas
que le repugnaban solamente por su color o su forma, e inventaba que le dejaban
un sabor espantoso durante horas, lo cual era desde luego inexacto. Se le veía
bastante dócil, en cambio, frente a Filemón: '¡Ya no seas payaso, abuelito,
tómate de una vez la medicina, pareces niño chiquito!' Por otra parte, su resistencia física era
asombrosa. Desde hace tiempo se le complicaban muchos padecimientos juntos.
Estaba enfermo de todo”. Seguiremos informando.
3
Custodiado todo el tiempo
por “su” abogado, quien no dejó un instante de inducirle sus respuestas, ya con
miradas o gestos, ya con interrupciones desconsideradas (“¡No respondas a
eso!”, “Lo que mi cliente quiere decir es...”), el joven Filemón Carmona accedió
finalmente a dar una conferencia de prensa en el despacho del licenciado
Andrade. A nadie se le ha vuelto a permitir la entrada a las propiedades del Peluso.
Lo único que, por el momento, Carmona desea es desmentir
supuestas revelaciones de sus relaciones impropias con el divo. “Era un viejito
y estaba bastante enfermo; no pensaba en cochinadas; nunca hubo nada indecente
en nuestro trato; platicaba muchas cosas, hacía chistes, le gustaba que me
desvelara en su cuarto con él viendo películas viejas, porque a veces no podía
dormir y se angustiaba. Le gustaba leerme escenas de obras de teatro, cuando no
tenía mucha tos ni se sentía mareado. Leía muy bonito. Yo no entendía mucho lo
que me leía, a veces incluso me leía cosas en francés o en inglés, con muchos
ademanes y aspavientos. Eran las obras que lamentaba no haber representado,
porque siempre le ofrecían puros churros y tarugadas, decía; que se había visto
obligado a aceptar porque se tenía que ganar la vida. Era un viejito. Un
viejito muy decente y simpático. Se sentía cómodo y seguro cuando yo estaba a
su lado; nos caíamos bien, eso era todo. Yo le decía que estaba súper orate,
que con la edad se había vuelto súper orate. Y él se reía mucho. Me respondía
que antes había sido peor de orate que ahora, que ya se había moderado un
poquito; pero que yo era más orate que él a mi edad, de modo que yo también
'prometía' destacar en las marquesinas de cualquier manicomio.
“A mí me parece natural que los viejos sean medio zafados.
Mi abuelita también estaba algo chiflada y así vivió muchos años. Yo me crié
con ella, y ya estaba re chiflada. Ella también pensaba que el chiflado era yo,
y se preocupaba: ‘¿Qué va a ser de ti cuando me muera, mijito, con lo loco que
eres?’ Mi única locura era reírme mucho con ella, seguirle la onda; me divertía
el resto con sus puntadas; prefería seguir platicando con ella que salir a
aburrirme con chamacos de mi edad. Siempre me sorprendía. Los viejitos hablan
muy raro. Como que inventan todas las palabras y tienen todas las ideas al
revés, lo que me parecía muy chistoso. Mi abuelita decía muchos disparates y se
le ocurrían muchas historias sin pies ni cabeza, pero así son los viejitos. Lo
mismo don Rafael. Yo le contaba que quería estudiar para ingeniero en
computación, y él me decía que no fuera tonto, que siguiera de taquero. Que los
tacos no cambiaban mucho y la técnica sí. Que los tacos eran una gran cosa; que
cuando él reencarnara se iba a graduar de taquero”.
El muchacho Carmona acepta desconocer casi por completo la
gloriosa trayectoria histriónica de su patrón y heredador. “Nunca veíamos sus
películas. Las detestaba. Aunque las pasaran por la televisión. No las
soportaba. '¡Otra vez esa mierda!' Cambiaba de canal. Le habían regalado una
colección de sus películas en video, pero las tenía arrumbadas. Cuando no podía
dormir ponía películas extranjeras, viejas, comedias musicales con mucho baile.
Siete novios para siete hermanas o Cantando bajo la lluvia. O
cómicas: de Tin Tan y de Cantinflas, cuando eran jóvenes. Un tipo al que
llamaba Buster Keaton, con cara de cadáver; el Gordo y el Flaco, Charles
Chaplin. Le gustaban los tangos, pero sólo con Gardel; y algunos boleros
viejísimos de Lecuona o de Lara, pero sólo con cantantes de la prehistoria,
como Toña
“Una vez le pregunté si era, como se decía por ahí, medio
marica. '¡Lo fui en mis buenos años, y no medio, sino muchos maricas al mismo
tiempo, y de los más desatados! ¡Fui tremendo! No me explico cómo no me
metieron a la cárcel. A lo mejor ya no tenían cupo para tanto marica en sus
cárceles. Pero se deja de ser maricón como se deja de ser bailarín desde antes
de los cuarenta años, nomás te jubilas. Aunque puedas costearte tipos
chulísimos, ¿de qué te sirve si sabes que no te quieren, que no te desean, que
hasta les das asco, que lo único que les interesa es tu cartera?'”.
Filemón
afirma que no tiene “ningún tipo” de prejuicios contra los homosexuales, pero
que eso no es “para nada” su estilo; que cuenta con novia formal “y todo”, y que
se va a casar muy pronto. “Uno ve en la calle de maricas a maricas. Los hay
seriecitos, que no molestan a nadie. Los hay descarados, cínicos, amujerados,
pero allá ellos. Cada quien su vida”, concluyó, con cierto porte teatral de
sensatez, desdén y sabiduría, sin duda heredado también del Peluso.
Presionado por este reportero, el joven Carmona no
consiguió, sin embargo, aclarar satisfactoriamente su relación con el divo.
“¡Cómo lo iba yo a ver como a mi padre, si era marica, por favor! Y yo
nunca tuve papá ni maldita falta que me hizo: tuve a mi abuelita. Don Rafael
era como un abuelito o el tío marica de alguien más, no el mío, para nada, pero
que estaba muy solo. Un cuate nomás. A lo mejor por eso le caía yo bien, porque
no se sentía obligado a nada conmigo. Cuando se cansaba o se aburría nomás me
pagaba mi día y me echaba. No es cierto que me pagara mucho ni que me hiciera
regalos; me pagaba 'honorarios de
enfermero', como decía, que de cualquier modo eran más de lo que me ganaba a
veces en las taquerías. Era algo codo. Estaba siempre alerta de que alguien se
quisiera pasar de lanza con él, como el chofer y la cocinera. Ellos se gastaban
fortunas en el supermercado y el pobre viejo nomás quería cenar un caldito de
pollo con arroz. Me odian porque les retiró el gasto de la despensa, y yo le
iba a comprar tortas o caldos a una fonda, que desde luego estaban más
sabrosos.
“De
modo que me tenía harta confianza; y en cambio creo que les tenía mucho miedo a
sus sobrinos, porque nunca quería ni recibirlos ni contestarles el teléfono. No
quería recibir, ni hablar por teléfono con nadie. '¡Díganles que ya me morí,
que me busquen en
“Tampoco trataba a mucha gente de su edad. Que todos
estaban amargados y que nomás querían hacerse perdonar toda su vida de maldades
con puros rezos y chillidos, o inventarse ‘gloriosas trayectorias que nunca
existieron’. Ni siquiera a otros famosos del espectáculo. 'Ahora ya todos
sabemos que todos fuimos puros payasos, que nunca valimos ni un centavo; que
las musas se burlaron de nosotros, que nunca pasamos de farsantes de rancho'.
Claro que a veces sostenía largas llamadas misteriosas por celular, pero
entonces se encerraba.
“A ratos se ponía sentimental y lloriqueaba un poco
recordando las obras de teatro que no había representado. Nunca le dejaron
hacer Orfeo, ni Edipo, ni ¿cómo se llamaba esa otra, que se sabía
de memoria? Una que decía griega, que consideraba la mejor del mundo: Filoctetes
o algo así. Lloraba por las obras que no había podido representar en este
'ranchito chilapastroso'; que Cinna, que Britannicus, que El
cardenal de España, que Fausto...
“Contaba que sí había puesto el Tartufo alguna vez,
en un teatro del Seguro Social; pero que sólo acudieron a verla chamaquitos de
secundaria, que no ponían atención; todo el tiempo estaban echando relajo entre
ellos y nunca se reían de los chistes de la obra; y en cambio se reían de su
propio relajo todo el tiempo, cuando no había mayor cosa de qué reírse sobre la
escena.
“De
sus películas sólo recordaba las escenas que le habían cortado, que le parecían
siempre las mejores, las únicas que le interesaban. 'Por ahí deben andar lo
negativos en alguna parte, si no se han echado a perder. Si aparecen algún día,
a lo mejor sí resulta que al menos en dos o tres de esas escenas cortadas, que
nadie vio, que ni siquiera vi yo mismo, fui un actor decoroso’”. Seguiremos
informando.
4
Sebastián Figueras, el Trovador
del Trópico, se niega a hablar con los medios de comunicación: “No tengo
nada que comentar, salvo que descanse en paz”.
Se sabe, sin embargo, que en su juventud fue protegé del
divo, gracias a cuya recomendación obtuvo algunos de sus primeros contratos
discográficos. “¡Eran uña y mugre!”, cuenta
5
“¡El Peluso
Chávez no pasará a la historia!” Tal ha sido la condena terminante, implacable,
que ha proferido un grupo de intelectuales petulantes, en la mesa redonda con
que
De un tiempo a esta parte, desde que algunos académicos
ociosos inventaron la “film culture” y la “cultura popular”, los sesudos
profesores pretenden estudiar las películas como si fueran tratados de
Aristóteles: su “discurso”, su “ideología”, sus “subtextos”, sus “guiños
intrafílmicos”, “el cine dentro del cine”, “lo meta- o paracinematográfico”,
los “grafismos cinemáticos”; y claro, las películas nunca son Aristóteles, sino
películas. Alguna profesorcita con cara deslavada y miope de microbióloga,
denunció el machismo amplificado y autocomplaciente del Peluso en dos o
tres cintas sobre narcotraficantes y sobre “jaurías de machos sobrexcitados,
extraviados entre la jungla en tangas diminutas, tras cualquier diablesa
salvaje, tras cualquier Rarotonga”. ¿Y cómo esperaba que se representase a los
gángsters del narcotráfico?
Un profesorcito teleque e incomprensible, seguramente
poeta, pareció condenar al Peluso por el reciclamiento paródico del
chulo del antiguo cine “clásico” de cabareteras en sus cintas sobre ficheras de
los años setenta. ¿Y cómo pretende que se deba representar a un chulo o a un padrote,
como a san Martín de Porres?
Una abominable doctora en huipil, con larga cabellera
entrecana que ya debería tuzarse o al menos teñirse color zanahoria -¿no le da
vergüenza seguir en tales panchos, a su edad?- disertó sobre la “tenaz
monotonía” con que se reiteran “y se rizan” al infinito los clichés sexistas en
toda la filmografía del Peluso: que
¿Y los malos médicos, los devotos falsos, los valentones
cobardes, los cornudos, las celestinas, las chamaconas de cascos ligeros, los
reyes parricidas, las damas bobas del llamado “teatro clásico” no, a su vez,
también ellos, con “tenaz monotonía”, insistieron en esos roles que les pedía
el público, y “rizaron su rizo”? Por favor: que la academia regrese a escandir
endecasílabos y alejandrinos y deje el cine nacional en las (igualmente
enciclopédicas, je) manos de los cronistas de espectáculos, quienes al menos
sabemos que el cine -sea o no cultura; sea o no arte- al menos es eso:
películas.
En consecuencia, aplaudo la sensata participación
justiciera de doña Jimena de Albornoz (primerísima actriz ya retirada), partenaire
del Peluso en algunos de sus éxitos, especialmente teatrales: “El
Peluso tenía una gracia y un carisma excepcionales. Ustedes dicen que hacía
lo mismo que todos, ¿por qué entonces sólo el Peluso abarrotaba los
teatros, los cines? El público no se equivocaba. Lo quería a él, precisamente
en esos papeles. Cuando intentó digamos refinarse en algunas películas raras,
experimentales o 'artísticas', el público se decepcionó y las salas quedaron
vacías. Esas películas raras no duraron ni dos semanas en cartelera, y nunca
las pasan en televisión. No crean, muchachos, que éramos ingenuos y que
pretendíamos hacer algo más de lo que se ve. Hicimos con plena conciencia
exactamente lo que se ve porque era lo que pedía el público, y no hay
espectáculos sin público. Claro que nos hubiera gustado hacer otras cosas: no
hubo público ni industria para otra cosa.
“¿Pero de veras se imaginan que el Peluso fracasó tanto?
Muchas de las películas que ustedes ahora llaman “clásicas” -y que nomás no
entiendo por qué, como las del Santo-, fueron recibidas en su momento
como bodrios, como mero entretenimiento industrial para el bajo pueblo. A lo
mejor al rato los nuevos 'críticos' nos convierten en 'clásico' al Peluso,
y se extasían ante sus roles de seductor, criminal, chulo, encuerado fugitivo,
barbudo espía o sabio satánico.
“Yo sé que gustó en su momento. Sé que filmábamos esas
películas para su momento y ya. Y que funcionaron. En el teatro serio era otra
cosa, claro. Pero cada obra de teatro se acaba, se autodestruye al caer el
telón. Yo sospecho que lo que no le perdonan los intelectuales al Peluso
es que además de trabajar en “bodrios” de cine comercial y en telenovelas, de
vez en cuando se permitiera el lujo -porque nunca fueron negocio, a veces hasta
todos salíamos perdiendo mucho dinero- de alguna obra de teatro clásico. Les
escandaliza que haya hecho casi al mismo tiempo a Ricardo III y al
Caguamas de Venganza en Matamoros. Yo trabajé con él en ambas
producciones y lo admiré por poder y saber hacer ambas cosas. Pero casi nadie
quiso vernos en Ricardo III, que por otra parte no nos salió tan
bien, dicho sea con todo respeto a la memoria del Peluso. Como que no
nos creíamos mucho esa obra ni ese tipo de teatro, por más que nos
esforzáramos. Nos sentíamos no sé, como en un regreso a nuestros tiempos
escolares, cuando en
“Lo nuestro era lo que había; lo hicimos lo mejor que
pudimos, y no esperamos de ello otro reconocimiento que llenar las salas unas
cuantas semanas, y luego el olvido y a otra cosa. Me duele un poco que acusen
al Peluso de deshonesto o de bobo cuando lo único que hizo fue trabajar
brillante y honestamente en lo que se le pedía y en lo que había. Nunca pidió
la posteridad. Nunca pidió estas mesas redondas. Nunca pretendió engañar a
nadie como ustedes si lo hacen, pretendiendo ofrecer como sociología o
filosofía o no sé qué, puros chismes de gente incapaz de ocuparse en cosas más
útiles y productivas que desentrañar por qué los bodrios son bodrios. Todos
sabemos sin ustedes lo que es un bodrio. Gustan los bodrios”. Seguiremos
informando.
6
Filemón Carmona ha ganado
el juicio testamentario. Aprovechó la presencia de los periodistas para exhibir
a su esposa y a su bebé, a quien ha llamado Rafael y apodado Pelusito.
La herencia no resultó tan exigua, por otra parte, y ha anunciado su propósito de
crear una fundación para localizar, restaurar y reincorporar a las películas
famosas aquellas escenas cortadas que, a ratos, obsesionaban al divo Chávez en
los insomnios de sus últimos meses.
Pese a los severos cuestionamientos de la crítica, la
televisión insiste en trasmitir una y otra vez las películas cuestionadas de
narcos, chulos, fugitivos encuerados en playas y junglas, gángsters y ficheras.
Los nuevos actores lo imitan en roles bastante semejantes a los que representó;
de imitador descontentadizo se ha convertido, a su vez, en imitado, en ícono.
Todos los actorcillos del “nuevo cine mexicano” -aparece
otro “nuevo cine mexicano” cada semana- reelaboran, “rizan”, ya su mirada torva
y oblicua; ya esa manera de rasparse los dientes con la lengua antes de
proferir su famoso apotegma gangsteril de Venganza en Matamoros: “¡Aquí
el que no traga sangre, traga mierda!”
Se anuncia otra retrospectiva, ahora en Guadalajara. ¡Y
otra mesa redonda!
1 comentario:
Me encantó... Gracias ☺️💋
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