Las rosas eran de otro modo
por José Joaquín Blanco
A José Dimayuga
Malú se me murió a la mitad
de la sopa, como si les dijera: se me atragantó. Estaba yo sentada hacia las
dos de la tarde, como de costumbre, en mi mesa favorita del restorán del Hotel
Bristol, frente al gran espejo que abarca todo el salón.
Me vi como en primer plano, ancianísima, ridículamente
emperifollada con mis canas artificiales (prefiero una pulcra cabellera
plateada a mis cenicientas matas naturales), atragantada, a punto de vomitar la
sopa sobre el periódico recién abierto, en la esquela que anunciaba la muerte
de Malú Parra, mi amiga de toda la vida.
Desde hace unos treinta años como casi siempre en el
restorán del Hotel Bristol, aquí a tres cuadras, en Río Pánuco. Ha cambiado
poco y ahí no se sienten tanto como en otras partes las cifras del calendario.
Vive un tiempo artificial, como yo misma, una mezcla de
épocas en la que prevalecen los años cincuenta: los muebles, la decoración, la
cristalería. A cada momento parece que van a entrar, del brazo, Marga López y
Arturo de Córdova. Un pianista cubano mulatón, Reynaldo, que lleva medio siglo
esforzándose en vano por parecerse a Bola de Nieve, toca algo de jazz digestivo
y los éxitos de Dean Martin, Sinatra y Arcaraz; a veces me da la bienvenida con
mi canción favorita: “Rosas rojas para una dama triste”.
Me dirige guiños donjuanescos y sonrisas llenas de dientes
postizos cuando ataca “Muñequita de Esquire”.
Todavía sirven old-fashioneds, tom collins,
martinis y daikirís. No han desechado sus viejas licoreras, ni sus
sifones, ni sus yedras de plástico, ni sus carteles de fuentes y monumentos
romanos con exuberantes rubias estilizadas (todas, al parecer, inspiradas en
Kim Novak).
Ahí me conocen, me consideran, me apartan la mesa. Sigo
siendo para el dueño y para algunos de los meseros y de los clientes habituales
(entre ellos no pocos gringos jubilados), todavía, Emma Velasco, “la periodista
de la vida diaria”, con algunos ribetes de escándalo; recuerdan mi columna “Día
a día” y que Dolores del Río me puso pleito por difamación, cuando le exhibí su
chisme con Marlene Dietrich (la propia Marlene me lo contó, ebria, en francés,
cuando la entrevisté en su suite del Hotel Reforma).
Es como detener la prisa de los años, y no me desagrada del
todo su rutinario “menú continental”, que constituye mi único alimento en
forma. Desayuno y ceno en casa cualquier sándwich, cualquier galleta, y así me
libro de la cocina, que siempre detesté.
Desde que se casó mi único hijo y decidí vivir sola, cancelé
la estufa y el refrigerador, que tengo convertidos en archiveros de mis
antiguas glorias periodísticas: recortes de periódico, revistas, cartas, fotos,
diplomas y hasta alguna medalla de latón con que me condecoró a toda orquesta,
en Palacio Nacional, un Presidente de
Salvo algún achaque de salud, que me sobreviene cada dos
años, y que a la fecha no me ha provocado sino sustos e incomodidades
pasajeras, me imagino que llevo eternidades envejeciendo indefinidamente, sin
hacer nada. Claro que estar de ociosa todo el tiempo llega a resultar muy
laborioso. Ya dice el refrán que nada cansa tanto como no tener nada que hacer.
Surgen, como plaga, infinidad de detalles y minucias que cobran una relevancia
inesperada. Pienso demasiado, me doy cuenta de demasiadas cosas.
Sin quererlo, me he ido enterando gota a gota, por ejemplo,
de la vida, carácter y milagros de todos mis vecinos, cuyos ruidos odio a veces
con una pasión furiosa, que me dura varios días. Me descubro haciendo teorías y
juicios increíblemente documentados y severos sobre cada uno de ellos, a pesar
de que los evito por sistema y rara vez les dirijo la palabra.
Soy la primera en descubrir manchas de humedad en el
edificio, goteras, fallas en las instalaciones de plomería, electricidad y gas.
Sé demasiadas cosas de los artistas jóvenes y de la gente
nueva que aparece en la televisión, como si los frecuentara. Me descubro en
plena madrugada, pálida de angustia, tratando de resolver por mí misma todos
los problemas nacionales: la policía, la contaminación, el desempleo, el
desorden social; redactando en el aire infinidad de iracundos artículos
periodísticos para mi columna “Día a día”.
Les concedo desproporcionada importancia a las películas, a
todas, acaso sobre todo a las peores, y las desmenuzo y mejoro en mi
imaginación. Leo poco: los libros son más intensos todavía, y me afectan los
nervios; además, ¿para qué leer si no vas a platicar con nadie de tus lecturas?
Es como sobrecargarte de electricidad, y quedarte temblando, en alto voltaje.
Leer bien significa leer poco y recordar mucho lo leído, y no andar de tragona
de libros.
Con Malú platicaba de todo. Nos peleábamos como colegialas
por diversas opiniones sobre el cine, los libros, la televisión; y también como
colegialas, después de habernos dirigido miradas e ironías atroces, nos
reconciliábamos sin decir palabra. Nos veíamos para comer, ir al cine o de
compras, visitar galerías, asistir a espectáculos, cada quince días o cada mes.
Estoy en la “decena trágica” que decía Pellicer: la de los setenta años.
No me aburro. Hace siglos que dejé de aburrirme. Pero me
faltan cosas que hacer. Por ejemplo: cuando era joven andaba siempre sobre la
marcha, con algún amor, o criando a mi hijo, o tratando gente, o realizando mis
reportajes y entrevistas de la mañana a la noche.
Entonces, si aparecían goteras o humedad en mi departamento,
casi ni me fijaba, y si se tenía que caer el techo, ¡que se cayera! No le daba
importancia a eso: había cosas urgentes que me llamaban, “día a día”. Cuando
buenamente se me ocurría le dejaba las llaves y algún dinero al conserje, y que
él se arreglara. O me esperaba a que se me presentara un rato libre. Ahora
cualquier detalle me provoca aprensión y angustia.
Veo peligros en cualquier parte, ya sea porque me los
invente yo misma, o porque sólo hasta ahora me haya vuelto verdaderamente
consciente, responsable. La azotea de mi edificio, para mencionar un caso,
siempre ha estado atiborrada de tanques defectuosos de gas. El olor de las
fugas de gas ha caracterizado invariablemente el cubo de la escalera, sobre
todo en los pisos altos; no me importaba. Sólo ahora me descubro palpitante,
resollante, con miedo de que en unos minutos más estalle de pronto todo el
edificio. Lo que mirado racionalmente es más que probable, pero lo mismo pudo
haber ocurrido cualquier día de los últimos treinta o cuarenta años. Sólo
ahora, cuando regreso a casa, a veces me sorprendo de encontrar el edificio en
pie, y me digo con un poco de sorna: “¡Bueno, ahí está, no ha estallado
todavía!”
Claro que me tienen odiada los vecinos. No puedo evitar advertirles
de todos esos peligros, llamar alguna noche a los bomberos, escribir cartas
enérgicas a unas autoridades, con múltiples copias a otras autoridades;
ponerles cara de palo durante semanas al vecino del 303, que hace resonar
durante horas el mismo disco de rock, a veces en la madrugada; o a la del 401,
que encierra a sus perros en el baño y se larga todo el fin de semana: los
perros no dejan de aullar ni de ladrar un segundo, y nadie duerme en todo el
edificio hasta que la santa señora regresa a liberarlos.
Sé que soy una viejita maniática, y que siempre recibiré la
respuesta que hace unos quince años me plantó la entonces vecina del 207, ahora
ya bien podrida en su tumba: “¡Pues si no le gusta el edificio, venda su
departamento y múdese a Las Lomas!”
Le respondí: “¿Y qué tal si me voy a un edificio en Las
Lomas, y ahí me encuentro a otra vecina como usted?”
Porque en México no hay problemas concretos, sino un
problema general: los mexicanos. Adondequiera que te mudes te encuentras a los
mismos vecinos irresponsables, majaderos, del 207, del 303, del 401. Pero no
quería decir esto: ya estoy escribiendo como en mis buenos años, cuando a mis
espaldas me decían “perra” o “bruja” por ese estilo “ingeniosillo” de mis
artículos. (“Chismorreos de niña rica armada de máquina de escribir”, me acusó
un poeta comunista.) Y no estoy escribiendo un artículo. No quiero escribir un
artículo, sino otra cosa. Platicarles de Malú Parra, de mis otras amigas, ya
muertas o seniles, de cómo paso mis días eternos. Con discreción, sin
intimidades, sólo conversar.
Así platicaba cada dos o tres semanas con Malú, y de esa
manera me sigo colgando horas al teléfono con tres o cuatro conocidos. Ya sólo
tengo tres o cuatro. Mi libreta de teléfonos está llena de plomeros, bomberos,
electricistas, Cruz Roja, radiotaxis, médicos, el banco, la televisión por
cable, los departamentos de quejas de unas veinte dependencias oficiales. Pero
amigos, nomás tres o cuatro, y poco cercanos: amigos de telefonazos.
*
Mi hijo me reprocha —lleva
unos veinticinco años con lo mismo— que haya dejado de trabajar en los
periódicos. Fue poco después de las olimpiadas. Empecé a ver que me relegaban
en Últimas Noticias. Recortaban mis
artículos y reportajes, que por “razones de espacio”; los mandaban a un rincón
de las páginas posteriores; los postergaban, o de plano se olvidaban de ellos.
Por primera vez en mis quince años de periodista tenía que
estarme quejando todo el tiempo con el nuevo director, a quien le dio por no
tomarme la llamada y esconderse tras su secretaria o un imberbe ayudante de
edición que se permitía tratarme con insolencia: “Señora Velasco, lo sentimos
mucho, pero tenemos tanta información prioritaria últimamente; se lo publicamos
el jueves o el viernes, sin falta”.
Alguna vez no apareció mi columna ni jueves ni viernes (ni
sábado ni domingo), y el lunes siguiente fui a renunciar con una carta más que
claridosa, con copias para todo mundo, periodistas y políticos, hasta para el
Presidente de
Supuse que me habían puesto en la lista negra. Eran los años
de la agitación estudiantil y proliferaban las listas negras. Nadie podía
acusarme de agitadora ni de comunista,
desde luego, pero en tiempos graves cualquier bobera da motivos de sospecha. Mi
manera de escribir ya resultaba, lo sabía, un poco anticuada: demasiados
chistes, demasiadas frases ingeniosas, insultos elegantes (nuestra ventaja como
damas), detalles frívolos o impertinentes; y sobre todo, llamaba a las cosas
por su nombre, sabía escandalizarme y protestar; cito textualmente: “¡Pero esto
es una indignidad! ¡es un escándalo! ¿Por qué el regente Uruchurtu no abandona
un ratito su cómodo sillón frente al zócalo, y se va a dar una vuelta por las
ciudades perdidas de la salida a Puebla?”. Así, con todas sus letras. Ese era
por lo demás el dorado estilo de los años treinta y cuarenta: de Barba Jacob,
de Novo, de Rosario Sansores, de Elvira Vargas, de Magdalena Mondragón.
Tuve mucho éxito en los cincuentas. La periodista como la
voz del ciudadano común, un poco más ilustrada si se quiere, pero simplemente
una voz civil. En mi columna “Día a día”, por ejemplo, descubría algún asunto
conocido en términos generales, pero del que nunca se hablaba como experiencia
vivida; me iba yo a vivirlo, y lo narraba. Me disfracé una semana de
trabajadora social para contar desde adentro la vida de un manicomio, “día a
día”. Y de las ciudades perdidas en el infinito lodazal de lo que sería Ciudad
Nezahualcóyotl. Alguna vez soborné secretarias y sirvientas para enterarme,
“día a día”, de la vida de los famosos. López Mateos, que era gentilísimo, me
contó, en exclusiva para mi columna, cómo se desarrollaba la vida diaria de un
presidente.
Así con las prostitutas, las monjas que habían colgado los
hábitos, los asesinos célebres, los niños que vendían chicles en los
camellones, algún gigoló del hipódromo, mi amiga María Félix, los mariachis de
Garibaldi. Yo no discriminaba entre pobres y ricos, débiles y poderosos. Donde
había vidas intensas, difíciles o interesantes, ahí estaba yo con mi libreta de
taquigrafía (no se usaban aún las grabadoras, de modo que era más difícil ser
reportera.)
Cosas ciertas, vividas en carne abierta, y reporteadas con
sazón y emotividad. Todo esto antes de que Elenita Poniatowska (magnífica
Elenita, por lo demás, si bien algo intelectualona) me hiciera la competencia
desde Novedades, aunque (siempre lo
he reconocido) siguiendo las enseñanzas de las “Rutas de emoción” de Rosario
Sansores.
Alguna vez estábamos Rosario y yo muy elegantes en un
coctel, con nuestros sombreritos y nuestras pieles, y se acercó el pingo de
Pepe Alvarado, ya más que achispado por varios “pálidos whiskies” (no los
tomaba muy pálidos, por lo demás), y nos rindió una gran caravana:
—¡Ustedes sí saben de periodismo! ¡Las teorías pasan: los
chismes quedan!
Le zampé ahí mismo una bofetada. Yo era joven todavía y no
se me ocurrió que tales ironías pudieran ser una especie amistosa de homenaje.
Los borrachines conocen formas curiosas de la amistad. Ahora me enorgullece que
Pepe Alvarado —como me lo comentó después de enviarme a casa unas flores,
cuando nos reconciliamos— no se perdiera uno solo de mis artículos.
Y considerado con atención, él también se ocupaba a ratos en
sus crónicas más sencillas, de la misma vida cotidiana que nosotras. Sabía
mucho de política y de filosofía (Pepe Alvarado era una eminencia), pero
también platicaba sabroso de cosas cotidianas de la ciudad, de los barrios, de
las vecindades. ¿Y qué me dicen de Renato Leduc?
Luego me encontré con que los mismos asuntos de mis
“chismes”, de mi “Día a día”, se volvían tema de estudios universitarios, pero
disfrazados de teoría sociológica: la “antropología” o “cultura de la pobreza”
de Oscar Lewis. En las mujeres era denostado como chisme o cursilería lo que se
celebraba en los hombres como “literatura popular” o “antropología urbana”.
¿Quién se acuerda ahora, por ejemplo, de Magdalena Mondragón? ¡Era una bomba!
Entonces llegaron los modernos, los pedantes, los
profesores. Publicaban artículos como clases de universidad. Muchos conceptos
intelectuales y técnicos, muchos datos, estadísticas; puras tasas de interés y
Producto Interno Bruto. Para decir mu, como vacas. ¿Pero de veras leía alguien
esas cosas? Hay intelectuales que se enorgullecen no sólo de que nadie los lea,
sino de que nadie los pueda comprender: son ininteligibles.
Quedé pues como una ligera, como una platicadora caduca,
entre tantos profesores. Pero me seguían teniendo consideraciones en el
periódico y en los medios políticos, y me llegaban todavía muchas cartas de los
lectores.
¿Por qué de pronto casi me obligaban a irme, o me degradaban
a la trastienda de las notas de relleno? Alguna inconveniencia debí haber
cometido, por distracción, pensé. Releí mis artículos de dos años ¡y encontré
tantas denuncias, tantas impertinencias, tantos chistes —que en otra época
parecían inofensivos—, que ya no atiné a descubrir en la repentina muchedumbre
de mis posibles enemigos, al que de veras pudiera estarme estorbando!
—Pues vete a otro periódico, a una revista femenina —me
recomendó Tere Burgos.
—¡Pero, Tere, si llevo quince años cultivando a mi público
ahí! ¡Llegar a hacer méritos a otra parte! ¡Volver a picar piedra otra vez!
—Te seguirán adonde escribas.
—Soy conocida y estimada, en efecto, Tere, pero no
—Pues entonces vete a pelear a Gobernación y que te
reinstalen con todos los honores.
Un subsecretario de Gobernación era mi amigo. Me tomó la
llamada de inmediato y me citó para el día siguiente. Le pedí formalmente, de
plano, que indagara por ahí en los expedientes secretos del gobierno qué decían
de mí, qué pecado había cometido. Me miró sonriente, caballeroso:
—Emma, me conozco su ficha de memoria.
—¿Sí? ¿Y qué dice?
—“Emma Velasco: murmuradora peligrosa”.
Soltamos ambos la carcajada. Se ofreció a conseguirme
tribuna en El Nacional o El Día, los periódicos del gobierno.
Nadie los leía. Sólo escribían ahí los muertos de hambre. Dignamente decidí
tomarme unas merecidas vacaciones del periodismo. No necesitaba los miserables
honorarios que me pagaban. Trabajaba por gusto, para mis lectores. “Ya me
buscarán”, me dije. No me buscaron.
Dejé correr la voz de que el nuevo periodismo comunistoide y
economicista, sin sabor, sin gusto, sin vida cotidiana, ya no me interesaba. Me
llamaron de muchas publicaciones menores, para pedirme cosillas con tema dado:
“¿No podría escribirnos algo sobre el aborto o sobre el Año Internacional de
Me retiré como una gran actriz, cuando ya no le ofrecen
estelares; mejor el silencio que andar causando lástima con bits, papeles secundarios o de carácter.
Recopilé mis mejores artículos en dos antologías, para las que fácilmente
encontré editor (sí, del gobierno, ¿qué otros editores hay en México?), y se
vendieron bien: Novedades y costumbres
(dos ediciones), Una reportera día a día
(cuatro ediciones).
Mi hijo ya se había casado. Le compré una casita que él
mismo escogió allá por el fin del mundo, cerca de la salida a Cuernavaca.
(¿Vivir en
*
Déjenme contarles cómo fue
que resulté periodista, un oficio que nadie me sospechaba, y menos yo misma.
Ocurrió a mediados de los años cincuenta. Me harté de que mi santo marido me
pusiera los cuernos con cuanta chaparra, flaca o magullada se encontrara cuando
andaba borracho; nos separamos y me instalé con mi hijo en este departamento.
El edificio estaba nuevo y reluciente. Parecía destinado a
gente distinguida, y no a convertirse en una vecindad vertical entre
ventanales. Mi marido se vio generoso, y mis padres más todavía. Yo era
enérgica, joven, hiperactiva. Me volví empresaria. En menos de un año me quemé
una cuarta parte de mi fortuna en negocios fracasados.
Entonces me dijo Mari Lacunza, mi compañera del Colegio del
Sagrado Corazón:
—¡Por favor, Emma, recupera el dinero que puedas: vende, traspasa,
remátalo todo, e inviértelo en valores seguros! ¡Sobre todo no hagas nada,
porque en dos o tres años, como vas, te quedas en la miseria!
—Acepto que soy una empresaria bastante manirrota, ¡pero
cómo me voy a estar sin hacer nada todo el santo día, nomás yendo a cobrar cada
trimestre mis intereses al banco! ¿No has oído que nada cansa tanto como no
tener nada que hacer?
—Haz algo donde no hagas nada, donde no puedas perder el
poco dinero que te queda.
—Ah no, empleaducha de checar tarjeta, no. No dejé a mi
marido, quien nomás me daba lata de vez en cuando, para someterme a un puesto
en
—Pues cásate de nuevo. No te faltan novios.
—Que se queden como novios. Segundas nupcias: palizas
dobles.
—¿Hacer algo donde no se haga nada? —meditó Malú—, pues sólo
la burocracia... o el periodismo.
—¡Eso! ¡Periodista! —gritó Mari—, eres replaticadora.
—Sabes escribir a máquina, y algo recordarás de taquigrafía
—añadió Malú, con mayor sentido práctico.
Me compré un escritorio magnífico en una tienda de
antigüedades. Anuncié que por fin iba a usar lentes, decididamente, y no de
manera clandestina, como lo venía haciendo.
En una sola semana escribí tres artículos chistosos,
“crónicas de color”, les decían, a la manera de los que recordaba de Barba
Jacob, Novo, Mondragón y Sansores; cosas sobre la mujer y la familia, las
inconveniencias y virtudes de la vida moderna, la hipocresía de la clase media
mexicana, etcétera.
Un amigo mutuo me consiguió una cita con el maestro Novo, en
su restorán de
—Pero maestro, si yo jamás pensé en ser escritora. De no
haber sido por las calaveradas de Joel...
—Ese Joel te salió imposible, ¿verdad? —rió el maestro.
—Grotesco, ridículo —exclamé como toda una intelectual.
—Los mayores talentos siempre están escondidos —declaró el
maestro sabio—, y mucha gente ni siquiera los descubre en vida. Allá andan
penando en el purgatorio: “¡Ah, pude ser esto; ah, pude ser lo otro!” Tienes
suerte, muchacha —¡Muchacha! ¡A los treinta años y con un hijo!—; descubres tu
talento ahora que de veras lo necesitas, y que gozas de la libertad para
desarrollarlo. ¡Adelante! ¡Pero sé siempre tú misma, como lo eres ahora! ¡No te
me vuelvas una marisabidilla, una existencialista, una latinparla, una
profesora tediosa! Agarra y platica.
Malú sí era marisabidilla, existencialista y medio
universitaria. Se lo aguantábamos desde chamacas, porque era descendiente de un
tal Parra, filósofo del Porfiriato, a quien ni ella misma pudo leer jamás.
Familia es destino. Le dio por las amistades intelectuales, se casó con un
político comunistón (quien durante toda su vida hablaba todos los días del
humanismo de Romain Rolland mientras, sin continencia alguna, firmaba edictos
que desplumaban a los obreros), y enviudó felizmente para dedicarse de tiempo
completo a patrocinar, con la malhabida fortuna política del marido, a poetas
surrealistas y pintores abstractos. Todos malísimos.
Pero esa ya es otra historia. Lo oportuno, lo espléndido, lo
increíblemente rápido, fue que me recomendó con su amigo el director de Últimas Noticias. Se trataba de un señor
opaco y circunspecto que no se entusiasmó tanto con mis artículos como el
maestro Novo —ni siquiera le mencioné que lo había ido a ver: Novo era el
enemigo número uno de Excélsior, por
su maliciosa travesura de la obra de teatro A
ocho columnas, entre otras razones—, pero me los publicó de inmediato, muy
destacados. Causaron furor. Sonaba mi teléfono todo el día. De la noche a la
mañana me había convertido en una celebridad, en una escritora.
Sólo Malú me llevaba siempre la contraria, por la mala
influencia de sus amigos intelectuales y artistas de pacotilla.
—¡Ponte a leer libros serios, Emma, por Dios! ¿Qué vas a
hacer cuando acabes de contar todo lo que te decía tu abuelita, tus tías, tus
compañeras del Colegio del Sagrado Corazón, tus comadres aristocráticas? Te vas
a quedar sin temas. ¡Léete a Simone de Beauvoir!
Yo me
lanzaba a conciencia sobre las obras que Malú me recomendaba sin haberlas
leído. Simplemente me repetía como perico lo que decían sus amigos
intelectuales. “Ahora hay que leer a Virginia Woolf, a Proust; ahora hay que
admirar a Klee, a Brancusi” Y yo como tonta, por acomplejada, corría a ponerme
al día. Quince días más tarde Malú ya no se acordaba que existieran Klee ni
Así era Malú Parra. Ahora me la ensalzan por las nubes y le
confieren doctorados Honoris Causa
póstumos. Hay una exposición en Bellas Artes del medio centenar de retratos que
le hicieron los pintores mexicanos. ¿”Una de las mujeres más hermosas, más
interesantes de las últimas décadas”, como dicen? Bueno: también la que sufrió
más la chifladura de repartir dinero entre pintores principiantes, quienes en
media hora embadurnaban cualquier garabato y se lo entregaban como gesto de
agradecimiento:
—¿Pero eso es tu retrato, Malú?
Una especie de vísceras entre manchones de acrílico.
—Mi retrato interior, y el autorretrato del artista. No seas
tan realista, Emma.
*
Total, para Malú el
periodismo, y sobre todo el que yo hacía, era la cosa más vulgar del mundo.
Todo el tiempo andaba regañándome: “¡Y ahora te fuiste a meter entre los
greñudos de
—Cómo la envidio —me dijo Tere Burgos por teléfono—, nomás
se acostó a dormir ¡y pase automático! En cambio la pobre de Chela Vallarta,
¿te acuerdas de Chela Vallarta?
—Desde luego, Tere.
—Pues se pasó toda la vida quebrándose el lomo y la cabeza
para dejarles un patrimonio a sus hijos, y luego le vino esa enfermedad tan
larga y tan latosa; que los médicos, los análisis, las medicinas, las
enfermeras en su casa, las operaciones; cuando finalmente se le ocurrió
morirse, había dejado sin un quinto a los pobres hijos, y endrogados de por
vida. Mejor que jamás se hubiera preocupado por dejarles nada, y morirse más
rápido, ¿no crees? Al menos no les habría heredado tales deudas.
Todas mis amigas son partidarias fervientes de la eutanasia.
—¿Supiste lo que le pasó a la pobre de Ofelia Múzquiz? —me
cuenta Mari Lacunza, también por teléfono—, ¡increíble! Ves que ya andaba
chiflada desde hacía tiempo, y le dio por sentirse solitaria y sentimental. Bueno:
pues amadrinó a uno de los hijos de su sirvienta; lindísimo de chiquito, pero
creció, claro. Para entonces Ofelia ya estaba completamente senil. Pues entre
toda la familia del ahijado la secuestraron en un cuarto de la azotea; ahí le
daban sus pastillas o sus inyecciones para tenerla dormida todo el tiempo, ¡y
convirtieron la respetable casona de los Múzquiz en Tacubaya, ¿te acuerdas?, en
un burdelazo de escándalo! Cayó la policía y ¿quién resultó la lenona? Pues
Ofelia Múzquiz. Todo estaba a su nombre. Era legalmente la lenona, sin
paliativo alguno. Ahí la tienes
declarando ante el Ministerio Público: loca, desnutrida, desgreñada, gritando
barbaridades, medio meada en su silla de ruedas... Como ya no le quedaba
familia fue toda una odisea sacarla de la cárcel.
Hace no muchos años estábamos todas en un banquete. La boda
de algún nieto de alguien.
—Pues me voy a comer este molito para no hacer el desaire,
pero de seguro me da chorrillo —dijo Mari Lacunza, poniéndose sus pesados
lentes para examinar, como a través de un microscopio, los gérmenes de su
plato.
—Antes, aunque fuera en un rancho, unos frijoles y ya, eran
sanos, limpios; ahora todo te hace daño —añadió Tere Burgos, con un
abundantísima peluca pelirroja casi indecente.
—Ya nada es como era antes —acepté, resignándome a mi papel
en el coro de las Parcas.
—Desde luego —bromeó Malú—, ¡hasta las rosas eran de otro
modo!
Pero la broma parecía en serio. Nos quedamos mirando como
obsesas el adornito de la mesa, unas rosas flotando en un tazón de agua teñida
de un azul espeso. Las tocamos. Sí, eran naturales, pero como producto de algún
laboratorio. O una variedad rara. No, ninguna se acordaba de semejantes rosas
en nuestros buenos años.
—Ya estamos todas más que listas para el asilo —siguió
bromeando Malú, majadera y macabra.
*
Como comprenderán no pude
terminarme mi sopa la tarde en que me atraganté con la noticia de su muerte. Me
dio un acceso de tos. Se me bajó la presión. Y ahí estuvo lo curioso.
Reynaldo, el pianista cubano, toda su cara llena de dientes
postizos, me ofreció un coñac. Me sentó bien. Hice a un lado las
recomendaciones del médico y pedí cigarrillos y más coñacs. Nunca he sido
bebedora, y me emborraché enseguida.
No recuerdo la reacción de los demás clientes frente a la
viejilla ebria que cantaba desde su mesa los apolillados boleros que tocaba el
decrépito pianista donjuanesco. No recuerdo sino la cara de Reynaldo, toda
guiños y sonrisas, con sus dientes postizos por todas partes.
Debí haber dado todo un espectáculo por la calle, cuando
Reynaldo y un mesero me trajeron cargando a casa. Seguramente soy, hasta la
fecha, la comidilla de los vecinos. ¿Cómo le hacen los hombres para hallarle
gusto a la borrachera, para soportar las crudas? Misterio. Los envidio: gracias
al trago, dicen, se mueren antes.
Amanecí en el sillón de mi departamento con unas
palpitaciones y unas náuseas terribles. “Ahora sí me voy a morir”, pensé. “¡Es
tu culpa, Malú!”, le grité entre hipos.
Ahí a tropezones, como Dios me dio a entender, llegué a la
cama, me puse solemnemente el camisón, me cepillé un poquito el pelo y me metí
entre las sábanas a morirme de inmediato. Me apenó el espectáculo que se
encontraría mi hijo días más tarde, pero por nada del mundo quise avisarle por
teléfono, ni que me llevaran a un hospital. Todo me pareció tan fácil: cerrar
los ojos y listo.
Pero no me morí durante toda la mañana infinita. Escuché,
entre sudoraciones y pálpitos insoportables, todos los gritos de todos los
niños del edificio; todas las alarmas descompuestas de todos los coches de la
calle; todos los discos de moda de todos los hijos de los vecinos; los
cláxones, los pelotazos, los timbrazos de teléfono, el estrépito de todas las
aspiradoras del mundo, los taconazos de todas las señoritingas en los pasillos
y la escalera.
A mediodía sonó mi teléfono: era el decrépito Reynaldo,
socarrón:
—¿Cómo amaneció, Emmita? ¿No le caería bien un consomé
calientito? Se lo llevo enseguida.
—¡Nada de Emmita, bribón! ¡Señora Velasco!
—¿Entonces qué, se lo llevo?
—Sea por Dios.
Llegó con un monumental traje lustroso del año de
Maricastaña. Seguro se había pasado horas desmanchándolo con gasolina blanca.
Sus enormes dientes postizos se veían más relucientes, como si les hubiera dado
grasa, o al menos un buen trapazo. Traía un ramo de rosas, de esas rosas aterciopeladas
y macizas que son de otro modo, y me hablaba con una insolente galantería, como
todo un conquistador. (”¡Oh no!, pensé, suponiendo lo peor, ahora sí como en un
infarto. ¡Nada más eso me faltaba!”).
—Emmita, tengo que confesarle una cosa. Ayer, ayer, ¡le robé
un beso!
Reprimí el impulso de arrojarle la taza de consomé. Me le
reí en la cara. Lo vi entristecerse con un gesto aún más ridículo que sus
guiños de Don Juan. Sus dientes empequeñecieron, se opacaron. Tuve finalmente
que consolarlo. Tuve que decirle que nos dejáramos, a nuestra edad, de
payasadas.
Superada la cruda, supe que me quedaba más, todavía más
tiempo por vivir. Si el coñac no me había matado, ni modo de tenerle miedo a
una gripe.
Me han pedido que escriba algo sobre mis recuerdos de Malú.
Lo he hecho a mi modo, personalmente: la memoria de su ausencia “Día a día”. No
me toca hablar de sus méritos como mecenas ni como musa de poetas y pintores,
sino de la vieja amiga que casi me arrastra consigo a la tumba.
Les decía que dejé de escribir hace veinticinco años. Siento
mis dedos torpes sobre la vieja máquina Remington de mis mejores tiempos. Así
siento mi relato, torpe y tentaleante. Lo que no está mal: cada estación en la
vida tiene su ritmo, su temperamento. Y no me voy a poner ahora a deshacerme en
flores y halagos a Malú. Los viejos no somos sentimentales.
Sigo yendo a comer, como siempre, al restorán del Hotel
Bristol, donde el pobre pianista se esfuerza cuanto puede por hacer como que no
ha pasado nada.
¿Los viejos no somos sentimentales? Últimamente me ha dado
por pensar que, a final de cuentas, Reynaldo no toca tantas notas falsas en los
boleros como se rumora. Así deben ser los boleros, un poco mal tocados; y
cantados con esa especie de exageración cómica, con algo de broma en sus
lamentos: el estilo de Bola de Nieve.
1 comentario:
Don José Joaquín:
en primer lugar me es necesraio justificarle que el Don no tiene relación alguna más que dirigirme a usted con respeto, el mismo que me despiertan sus diferentes crónica y cuentos. Además de agrado, sorpresa y evnvolutura con el buen humor y la compañía de la palabra, su narrativa.
Por cierto, acabo de leer su cuento Las rosas era de otro modo. Y de qué otro modo encontré que está publicado en su blog si no es por el internet. Le explico, si usted tiene la paciencia de leerlo, todo ha sido de manera accidental. Buscaba en la red si efectivamente la Marlene Dietrich aquella vino a México y si la marisabidilla de Malú Parra no es un personaje maravillosamente ficticio. En ambos casos los estúpidos algóritmos de google no me han dado buenos resultados y si la sorpresa fortuita de encontrar su blog. Es evidente que le escribo con la sorpresa inmediata, "casisinpensar", y no es gratuito porque dirigirse a usted despierta otra interrogante mayor, que cruza por el repentino temor de un indito no de ojo azul, sabe: ¿y que más le puedo decir a Don José Joaquin, si no es saludarle y sonreirle, aunque sea virtualmente.
Adrián.
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