Por José Joaquín
Blanco
Para
Alejandro Meneses
1
Me había olvidado por completo de mi pueblo. Estoy tan integrado a
Quedé huérfano antes de
aprender a hablar, pero con mucha familia: sobre todo mujeres. Los hombres
desaparecían rumbo a la capital o a los Estados Unidos. Quedaban muchas tías y
primas, entre las que me fui criando, ahora en una casa, ahora en otra,
haciéndola de mandadero o de cargador en el mercado, o prestándoles infinidad
de menudos servicios a cambio de su amparo.
No es tan tormentoso ser
huérfano como aparece en las telenovelas. El chico madura antes, se ve obligado
a pensar y actuar por sí mismo, y goza de pequeñas libertades o ambiciones que
no suelen conocer los hijos de familia: como la de largarse un buen día a
trabajar y estudiar la secundaria a
Tuve suerte en la ciudad y
me olvidé del pueblo. Al principio les escribía a menudo, y las visitaba una
vez por año; luego sólo les enviaba tarjetas de navidad. Luego nada. Ellas
también me fueron olvidando un poco: cada año les nacían más hijos, primos y
sobrinos que atender.
Pero hace unas semanas me
llamó la prima Trini. Larga distancia por cobrar, desde la farmacia del
pueblo. Que el gobierno andaba
construyendo una gran carretera que iba a pasar por encima de buena parte del
panteón municipal. Estaban cambiando el panteón a otra parte, y cada quien
debía ir a exhumar los restos de sus parientes más cercanos y mudarlos al
nuevo, muy moderno, con jardines, fuentes y altos muros para minicriptas.
La prima Trini no podía
encargarse de la populosa familia que teníamos en el panteón, sólo de algunos
de los parientes más cercanos. Me pedía que fuera yo a recoger los restos de
mis padres, y que en lo posible cooperara para el traslado de tantos tíos
abuelos y bisabuelos de los que nadie se acordaba ya, más que de nombre, pero
que se amontonaban en una docena de “perpetuidades” vecinas. No le parecía
justo que fueran a dar a una fosa común, ellos, los más antiguos, los olvidados,
que habían sido precisamente los compradores de las perpetuidades que disfrutó
toda la enorme familia por cuatro o cinco generaciones. Casi un siglo. Pero
todo se acaba, por lo visto, hasta lo “perpetuo”.
Hace cuarenta años escapé
del pueblo en tren, con mi ropa en una caja de cartón. Era un trayecto directo
a
Recuerdo las escenas de
campo de ese viaje más que otra cosa en la vida. Ahora sencillamente tomé el
avión a Zacatecas, y luego, en una conexión anacrónica, un autobús guajolotero,
tan ruinoso y traqueteante como aquel tren, que iba subiendo y bajando
campesinos de todo tipo en pueblos y rancherías.
Alcancé finalmente a ver
los trabajos, los socavones, las montañas de arena, las grandes máquinas
amarillas, de la nueva carretera que se iba acercando irremisiblemente al
panteón de mis mayores. Llevaba en una maleta infinidad de chucherías para
mujeres. No sabía a cuántas tías y primas habría de visitar.
El pueblo mostraba
dispersas y borrosas señales de progreso. Al apearme del autobús vi un
enmarañado, improvisado cableado eléctrico. Descubrí antenas de televisión en
tienditas y pollerías, hasta en alguna casa. Las principales calles estaban
enchapopotadas y sentí como que los pies se hundían y se pegaban un poco en esa
especie de colchoneta negruzca y brillante, por la que circulaban puras
carcachas.
Había varios esqueletos de
automóvil estacionados por ahí, de los que a la buena de Dios se irían tomando
partes para quién sabía qué usos. ¿Un espejo retrovisor se encontraría ahora
instalado en un coqueto tocador de quinceañera? ¿Las llantas convertidas en
columpios, los tapones en charolas? ¿Algunas partes de la carrocería se habrían
vuelto remiendos en las chozas techadas con lámina?
Visité ante todo la
iglesita espantosa (moderna, con “arreglos globales” —grupos de globos de
colores, pues—, en lugar de florales, sobre el altar; y dibujos de El Buen
Pastor, con su cayado y sus ovejas, y de El Ciervo Herido, o sea Bambi,
completamente inspirados en Walt Disney.) El evangelio y los salmos en su
insolente simplicidad de cartoons.
La placita tenía su media
docena de árboles enfermos y sus columpios chirriantes, como siempre. Deglutí
como pude alguno de los dulces de leche quemada, manjar de mi infancia, que
vendían una especie de mendigos en la acera del Palacio Municipal.
Y entré a ver al munícipe,
un compadre desconocido pero también, como lo descubrimos después de una media
hora de genealogías, un poco pariente. Amable, huevón, cinicazo. Calcetines
transparentes; chorros de loción vetiver. Le tuve envidia.
Se encontraba
completamente feliz en su pueblo inútil; su exiguo salario municipal, más
algunas igualmente módicas exacciones a trasmano, le permitían tener su casita
en forma en el centro, y sus dos o tres casas chicas por ahí. Le gustaban el
dominó, la televisión (que ocupaba el lugar de honor en su oficina) y las
borracheras del domingo, después del partido. Se jugaba futbol en el llano de
la escuela, que ya tenía dos aulas y dos maestros para los seis grados de
primaria. “Más vale ser cabeza de ratón que cola de león”, como decía mi tía
Maruca. Mi primo era toda una personalidad en el pueblo.
—¡Apenas llegas a tiempo,
primo! ¡Los ingenieros tienen prisa! ¿Qué crees que me aconsejaron? Que no le
avisara a nadie. ¿Para qué alborotar a la gente? Dejar que pasara la
supercarretera sobre los muertos, como una especie de lápida general...
Pantalón entallado bajo la
barriga incipiente. Dos tallas de menos. Ni siquiera así se le notaban las
nalgas. Seguro ejercía de Adonis local. ¿Usaría tangas caladas? Los botas de
supuesta piel de víbora, brillantísimas. Por lo pronto, varias cadenillas de
oro con medallitas de santos y signos zodiacales.
—Y ojalá les hubiera hecho
caso. No sabes el revuelo que se ha armado. ¡Hay tanta gente sin un peso en la
bolsa pero con veinte esqueletos en su “perpetuidad”...!
Los retratos del
gobernador y del presidente, detrás de su escritorio. Una bandera nacional, en
su aparador vertical, en un rincón. Un vistoso díptico de fotos sobre el
estante: su boda, sus bebés.
—Se están haciendo rebajas
hasta del 50 por ciento en los gastos de reinhumación para la gente, digo los
difuntitos, que tenían perpetuidades. Pero ni eso pueden pagar. O no quieren...
Además, son reabusivos. Hay tumbas en las que se encontraron ¡treinta!
esqueletos. No se acababa de pudrir un cadáver, cuando le estaban apiñando otro
en el mismo agujero. ¡Hasta treinta!
Ademanes estudiadamente
francos, norteños. Al presidente municipal la daba gusto hablar con personas
ilustradas, de la capital; tanto mejor si resultaban parientes. Pronto nos
veríamos en el Distrito Federal, cuando llegara a diputado.
—“Haga el hoyo más hondo”,
nomás le decían al sepulturero. Como quien dice: rásquele más que todos
caben... hasta el mero centro de la tierra.
2
Revisamos el registro de perpetuidades. Me alarmé. Mi diligente prima
Trini había ido a avisar que su “primo de México” vendría al rescate de los
difuntos familiares, ¡pero había palomeado como cincuenta! Chávez, Godínez,
García, Bernal. Y aun con el cincuenta por ciento de descuento a los
“perpetuos”, los costos de incineración, criptas, tumbas, exhumación y
reinhumación resultaban los mismos en ese perdido pueblo de las serranías que
en un cementerio de mediana categoría de la capital.
Me escandalizó lo que me
parecía avaricia de la prima Trini. En mi infancia su madre figuraba como la
parienta rica: poseía animales, puestos en el mercado, un camión de carga, una
casa grande, en forma, con dos pisos, patio, huerta y corral. Yo era el
huerfanito, el arrimadito. Pero, bueno, a final de cuentas la madre de Trini,
la tía Maruca, se había erigido en mi principal benefactora durante mi
orfandad; me había tenido viviendo con ella dos o tres años, me compraba ropa y
juguetes. ¿Había llegado el momento de pagar? ¡Pero tanto de golpe! ¿Y de veras
todo ese medio centenar de Bernales, Garcías, Godínez o Chávez eran parientes
cercanos? Porque parientes más o menos distantes pues todos en el pueblo lo
éramos.
Ordené de inmediato la
mudanza de mis padres, de los abuelos y de dos tías cuyos nombres reconocí
(¡incluso el de la tía Maruca!). Se trataba pues de una suma considerable.
—Ya veremos con la prima
Trini a quiénes más salvamos —dije—. Me gustaría visitar la tumba de mis
padres, antes de que la abran.
Recordaba una tumba
sencilla. Simplemente una cruz de madera, una laminita cuadrada con sus nombres
y fechas, y un jardín mínimo a manera de lápida, que las primas y las tías
tenían siempre fresco. Eran devotas de
los muertos, y solían irles rezando a todos, tumba por tumba, como en
viacrucis. Desyerbaban las tumbas, sembraban plantas resistentes.
—Lo único es... que no se
va a poder —dijo filosóficamente el munícipe—, porque ya preparamos esa zona
desde hace dos meses. Los ingenieros tienen prisa. La supercarretera viene por
El primo munícipe era cada
vez más amable. Seguramente ya había calculado cuántos pesos podía exprimirme,
o al menos conseguir que le invitara unas buenas horas de borrachera, con el
pretexto de recordar seres y tiempos idos. ¡Y quién sabe! Podría necesitar
ayuda cuando se instalara en la capital, como diputado.
—¡Quiero ver los restos!
—exigí con brusquedad.
—¡Pues lo único es que...
eso tampoco se va a poder, primo!, porque están encerraditos... y quién sabe
dónde ande el cabrón de Cipriano.
Claro que me acordaba del
cabrón de Cipriano. Un renco hosco y bigotón, siempre colorado de tanto solazo,
de quien se decían cosas terribles: que enterraba a trasmano, sin conocimiento
del Ministerio Público, a algunos asesinaditos; que extraía los dientes de oro,
incluso de cadáveres recientes, y se los vendía a los joyeros de Zacatecas; con
ese dinero compraba a casadas en apuros económicos y hasta a niñitos, y les
hacía cochinadas en la propia capilla
del panteón; que poseído por la mariguana y el aguardiente hablaba con el
diablo, a gritos, por la noche, entre las tumbas. Nada más faltaba que recitase
“El ánima de Sayula”.
Todas las generaciones de
chiquillos, supongo, han tenido a dos o tres valientes que se escapan de casa
en la madrugada para espiar al cabrón de Cipriano. Con quien había que quedar
bien a cualquier costo, pues podía secretamente vengarse de tal o cual familia
en la oscuridad de la noche, en los restos de los parientes difuntos. Toda la
confianza del pueblo respecto a sus muertos estaba depositada en él.
Me imaginé al munícipe y
al enterrador, coludidos, en su gran negocio de restos de tumbas: angelitos de
yeso sin un ala; Inmaculadas de falso mármol, degolladas; pedazos de cruz, de
columnitas, de guirnaldas, de jarrones y jardineras.
Seguramente algunos
pueblos vecinos pronto lucirían en masa, remendados y remozados, los restos
decorativos de nuestro panteón viejo.
El cabrón de Cipriano
siempre se ha sabido de memoria qué tumbas cuentan todavía con deudos, y cuáles
ya han sido abandonadas al polvo y al olvido. Probablemente desde muchos años
atrás saqueaba y vaciaba las tumbas olvidadas. Por fortuna, primas como Trini
velaban por la docena de nuestras perpetuidades.
—Pues lo único es que...
hay que buscar al cabrón de Cipriano —le exigí, con sorna—; ahí, con cualquier
chamaco. Total, en este pueblo nadie nunca anda muy lejos... —Y para suavizar
la conversación—: Mientras nos echamos una cervecita.
Supe, al estar diciendo
estas palabras, que en un minuto Cipriano podría ensamblar seis esqueletos, con
cualquier tipo de huesos, y vendérmelos como los de mis papás, mis abuelos y
mis tías. Intenté presionar al munícipe mediante la codicia:
—¿Y no sabrás de una
casita, de un terrenito por aquí, que no sea muy caro? Ya estoy harto de la
capital. Uno anda siempre aterrado con tanto delincuente, y la contaminación.
Además en la capital nadie lo conoce a uno, se anda solo entre multitudes. Anda
uno como sin raíces, al capricho del viento. A veces se me antoja volver al
terruño, arraigarme en mis orígenes y vivir modestamente de mis ahorritos.
Con cierta envidia vi los
gestos grandilocuentes con que paladeaba su cerveza Pacífico, como si no
hubiera mejor gustador de cerveza en el mundo. La ostentosa virilidad con que
se limpió la espuma que se le había pegado hasta en las narices. La mirada
autocomplacida y fulgurante con que se dijo: “A este inocente lo desplumo de
tantos o cuantos miles de pesos”.
—Uh Uh Uh... pues hay
varias. Pero no vayas a comprar nada sin consultarme, primo. Muchas propiedades
están intestadas o hechas un lío burocrático, o con hipotecas. Yo te consigo
una muy buena, baratita, en orden.
—Desde luego te tocaría
una buena comisión, primo.
—Desde luego, primo.
El chamaco regresó. Que el
cabrón de Cipriano estaba en el panteón viejo, y que mejor lo fuéramos a buscar
allá porque no iba a descuidar su trabajo por pendejadas.
—Poco respeto hacia la
autoridad municipal, primo.
—Ya conoces a Cipriano.
Además ya anda en las últimas. Casi sordo, casi ciego. Ojalá nos dure siquiera
para acabar de desenterrar a todos los difuntitos, ¿porque dónde consigues otro
sepulturero? Cipriano nomás porque nació en el propio panteón, a lo mejor ahí
mismo lo concibieron, y aprendió el oficio de su padre. Y ahí a trasmano hace
crecer sus hortalizas, bien abonadas...
Y efectivamente, el viejo
panteón parecía un campo de batalla, lleno de agujeros como trincheras. Vi unas
pilas de esqueletos al aire libre, bajo los pirules: los que acababa de
desenterrar.
—¡Ánimo, ya te faltan
pocos, Cipriano! —dijo el munícipe.
Apenas una cuarta parte
del panteón permanecía intocada.
—¡Que va! ¡No se terminan
nunca! Abres cada hoyo y te encuentras un titipuchal de finados, como en
madriguera.
—Aquí el licenciado, mi
primo, quiere ver los restos de unas tumbas de los García, los Godínez, los
Bernal y los Chávez. Los de la señora Trini pues.
—¿Verlos? ¿Qué, desconfía
de mi?
—Para nada, don Cipriano.
Pero en fin, los padres de uno son los padres de uno. La sangre obliga.
—Pues será otro día porque
ahorita tengo mucho trabajo.
Un poco de dinero y un
gesto del munícipe decidieron al cabrón de Cipriano a meterse en la capilla del
panteón, que tenía convertida en pudridero y osario. Me confortó un poco que se
tardara más de media hora. Si se trataba de defraudarme con unos esqueletos al
aventón habría necesitado apenas unos minutos. Pero se tomó su tiempo.
Regresó. Nos hizo entrar.
La oscura capilla abandonada apestaba a albañal. Huesos mondos como de piedra,
cartón o madera, junto a otros informes, con adherencias de tejidos como
harapos, y algunos semipodridos que todavía no se acababan de secar. Y algunos
costalitos nauseabundos con trozos ínfimos o polvo.
Advertí con cierto
consuelo que muchos esqueletos (pero no todos) tenían amarrada una etiqueta en
el fémur o en las costillas, pero también descubrí de reojo, en los rincones,
montones de cráneos y pedacería varia. ¿De veras estaría yo afanándome por el
eterno descanso de los huesos de los míos, o por un azaroso ensamblaje de
vecinos enigmáticos? ¿Qué caso tenía entonces trasladarlos al panteón nuevo?
—¿Y qué van a ser con los
finados que nadie reclame?
—¡Uta, son la mayoría!
—respondió el edil—. El cura no quiere la incineración. Que por aquí sobra
terreno baldío. Y que no es muy cristiano eso de andar quemando huesos con
tanta facilidad y en masa, dice; y que, además, cualquier día puede llegar un
deudo: ¿y qué le enseñamos? Ni modo: tendrán que apretarse en la fosa común.
Eso sí, con su misa de tres ministros y todo.
—Por fortuna la señora
Trini me avisó de estas tumbas. Así que les puse empeño especial —tartamudeó
don Cipriano, algo diabólico y cadavérico él mismo, mimetizado con su material
de trabajo, con sus ojos medio nublados bajo los párpados carnosos.
Estaba como encogido y
contrahecho: apenas lo reconocí por el bigotón en escobeta de siempre,
completamente cano, pero amarillento de tabaco, y el pie renco, con su zapatote
ortopédico parecido a un adobe.
—Por ahora nada más estos
seis —decidí finalmente—. Ya Trini les dirá luego qué otros.
—Pero no hay mucho tiempo:
la supercarretera se nos viene encima.
3
Del panteón nuevo no vi sino un llano cercado de alambre de púas: una
docena de tumbas muy recientes, sin lápida todavía; un muro como estante vacío,
lleno de huecos para minicriptas. Y dibujos de cómo imaginaban que quedaría.
Parecía algo babilónico.
Pagué con cheque. Tuve que
entregar en efectivo una especie de multa al munícipe, pues no hay banco en el
pueblo y tendría que mandarlo cobrar a la ciudad más cercana. Al cabrón de
Cipriano también le dejé su buena propina, con la amenaza de que la prima Trini
vigilaría su trabajo, y yo mismo, cuando regresara semanas más tarde.
Visitamos el munícipe y yo
tres o cuatro casonas, de las mejorcitas, cuyos dueños estaban más que
interesados en venderlas al instante y largarse a cualquier otro pueblo.
Una de ellas, parcelada,
deformada, convertida en vecindad y carbonería, era aquella finca que me parecía
lujosísima, donde yo había vivido dos o tres años al amparo de la tía Maruca y
donde había jugado a los novios con la prima Trini.
—¿Pues no sabes lo que
pasó a la muerte de doña Maruca? —me dijo el remoto primo al notar mi azoro—.
Sus siete hijos se pelearon a balazos por la herencia. Murió uno de los
muchachos; el otro estuvo en la cárcel de Zacatecas unos meses, y se escapó a
los Estados Unidos...
Resplandecía su rostro al
hablar de violencia. En ese pueblo muerto seguro las únicas fiestas verdaderas
eran las de los balazos. Se emocionaba hasta la euforia al relatarme el drama:
—Todavía sigue el juicio
de intestado, aunque algunos de los hermanos ya de plano se dividieron la finca
a las malas. A ver quién les va a decir que no... Y ni siquiera con ésas se
tranquilizan. A ratos vuelven a balacearse, pero ya no se tiran a matar, nomás
a desfigurarse un poquito... Y ya tampoco presentan denuncias. Que son cosas de
familia, dicen. Allá ellos. El municipio sólo cuenta con tres gendarmes, nomás
para cuidar la plaza y el Palacio Municipal. ¿Así era en tus tiempos, primo?
El precoz munícipe rozaría
los treinta años. Le respondí:
—Entonces nomás había dos,
y siempre estaban borrachos.
No quise preguntarle por
el destino de la prima Trini, a quien me disponía a visitar poco después. No
quise que su vulgaridad, su obsceno arribismo, la tocara. Me acordaba de Trini
cuando era mi novia, de ocho años. Decíamos que éramos “novios nomás de juguete”,
porque resultábamos primos hermanos, y los primos hermanos no pueden casarse
“sin una dispensa del papa”, decía la tía Maruca. “Pero así de juguete, de
juguete, sí pueden ser novios”. A lo mejor la tía Maruca me amparó, me alimentó
y me vistió para que yo fuera el compañerito, la mascota de la prima Trini. Me
tenía embobado. Y así, la tía evitaba que su nena se juntara con escuincles
desconocidos.
Hablábamos mucho de
escribirle una carta al papa cuando fuéramos mayores. Trini era la única hija
viva (dos más habían muerto pequeñitas) y la consentida de la tía Maruca.
Parecía que más que criarla, jugaba con ella. La tenía siempre
extravagantemente vestida de princesita o de muñeca, con ropa que confeccionaba
ella misma como en un delirio de fantasías.
Trini hizo su primera
comunión con un atuendo de angelito tan espectacular que provocó durante años
el rencor popular. Se veía preciosa, delicada, finita. “¡Pero mira qué lindura,
si es un dulce!”, exclamaban las comadres. Todas las otras niñas de primera
comunión llegaron nomás bañadas y estropajeadas al ahí se va, con cualquier
percudido vestidito blanco y ya.
Festejamos la primera
comunión de la prima Trini con una gran tamalada, a la que sólo asistió una
depurada antología de sus amiguitas. Nadie podía creer la decoración del
pastel, lleno de conejitos de malvavisco. Mi tía Maruca no bajaba la voz al
afirmar que Trini era la única niña fina del pueblo, y que la iba a mandar a
estudiar en un internado de señoritas de la capital, para que se casara con un
millonario.
Curiosa la debilidad de la
tía Maruca, una matrona tan dura con todos sus hijos varones y con la gente en
general: una viuda famosa como avara y agiotista, por su niña-muñeca. No podía
dejar de adornarla, de besuquearla. Algunos desgraciados decían que la trataba
menos como hija que como mascota, como perrito fino, pues: “de los que dicen french
puddle”. Sólo faltaba que la expusiera en un nicho, como al Santo Niño de
Atocha.
Me despedí del primo edil,
quien a cada momento borbotaba grandes proyectos inmobiliarios para mí, y me
encaminé a la dirección que me había dado la prima Trini. “Es una colonia
nueva, del lado del río”, me había dicho.
No encontré río alguno,
sino un cauce seco y pestilente; y “la colonia” se conformaba por una centena
de barracas de madera. ¡El angelito con colorete, rizos entre listones y
vestidito de satén y tul; con sus pies pequeñitos y perfectos en sandalias
doradas, ahí! ¡Tanto que la envidié en la infancia, como hija legítima y además
favorita, dueña de un gran futuro! La princesa de los cuentos de oro.
Trini me reconoció de
lejos. No son muchos los capitalinos de traje, con maleta, que se aventuran por
esa “colonia nueva” cundida de perros, cerdos, pollos y chorrientos nenes
encuerados.
—¡Primo, primo! —clamaba
como en remedo de un episodio infantil.
Vi a través del aire
borroso, como líquido, una escena irreal. Respiré hondo y pensé que también yo
había cambiado. Trini debió haberme visto canoso, arrugado y flaco. Una especie
de avejentado agente viajero. Cuarenta años son cuarenta años. Yo vi, contra
toda verosimilitud, a una mujer gorda, colorada por el sol, desgreñada, con un
vestido sucio y roto. Le faltaban varios dientes.
Apartó a gritos a los
chorrientos nenes, perros, cerdos y pollos que se interponían entre nosotros y
me abrazó con un furor sofocante. Un aroma rancio, acedo. Me llenó el rostro de
besos mojados, incluso demasiado cerca de la boca.
—¡Primo, primo, qué gusto
volverte a ver!
La vida había sido dura
para ella, dijo, pero no se quejaba. Tenía cinco hijos. El mayor ya hasta le
llevaba dinero. (No le tocaba a ella saber cómo lo obtenía, supongo.) No, no
del mismo marido: de varios. Se había casado más o menos bien con un fuereño
ambicioso, técnico del gobierno, de
Quedó desamparada y con
dos chiquillos a la muerte de la tía Maruca. Sus hermanos no le hablaban: líos
de la herencia: “¡Mamá siempre le dijo a todo mundo, y muchos han ido al
juzgado a declarar, que la casa era para mí sola, para mí sola! ¡Y sus joyas, y
sus muebles, y su dinero en el banco! ¡Mis hermanos no me dejaron ni siquiera
un vestido!”. Lloró un poco sobre mi pecho.
Más tarde improvisó unas
quesadillas en un brasero. Sacó de detrás de unas cajas una Coca-Cola tibia,
intacta, que me tenía reservada. Y bueno: una mujer necesitada no estaba en
posición de escoger quién la ayudara, ¿no? Y ¿de qué iba a vivir, si no sabía
trabajar en nada, y peor con los dos primeros chiquillos?
Así fue intentando nuevos
amores: con que la aceptaran con los dos niños ya era ganancia; y pariendo
metódicamente hijos de otros hombres, que desaparecían, satisfechos, tras el
parto. “Ninguno se ocupa de traerles ni un taco siquiera”. Pero pronto se
acabaría su martirio, pues tres de sus cinco hijos eran varones, y entrarían a
trabajar. El mayorcito...
Sólo las dos niñas estaban
en casa: tan sucias y dejadas como la madre. Tenían las edades que le conocí a
la bella Trini. Ocho, diez años. Las sacó a que se ocuparan de los perros,
puercos y pollos, y pudiéramos platicar a gusto en la habitación única de la
casa. Sentí como un tiempo estancado. No había nada para mañana. Sólo pasar el
día de hoy como se pudiera, y sin hacerse ilusión de ningún tipo. Como
animalitos, pues: comiendo lo que fuera, y echándose a dormir donde cayera. ¡Y
pensar que todo en la niña Trini había sido lustre, ilusión, fantasía!
En mitad de la barraca
había un enorme retrato de estudio, con marco dorado, de la tía Maruca;
reconocí su grueso medallón guadalupano de oro macizo al cuello. Se decía que
venía de Roma, bendito por el propio papa, y que con sólo tocarlo se ganaba
indulgencia plenaria.
—Entonces pensé en ti. Ves
que no estoy en posibilidades de pagar tanto en el panteón. Apenas la voy
pasando con el lavado, con la costura.
Vestía niños dios y los
domingos expendía carnitas al borde de la polvosa carretera vieja. Sus hijos la
ayudaban.
Le dejé todos los
obsequios que llevaba en la maleta. No me quedaban ganas de visitar más primas
ni tías. Me despedí tan pronto como pude, con la garganta hecha un cacto, y
escapé casi corriendo de mi pueblo, donde casi todos somos parientes.
Y mientras caminaba por la
carretera vieja, rumbo a la parada; y en el estruendoso autobús guajolotero,
sofocante en su miseria y en su atmósfera de tiempo enterrado; y durante el
irreal trayecto en avión; y desde entonces hasta ahora mismo que lo escribo, no
puedo concebir que esos camotes varicosos de la prima Trini fuesen las piernas
del dorado angelito de primera comunión que concentra lo mejor de mi infancia.
La prima Trini era el lazo
mayor con mi pueblo. La vejez me cerca y luego, los huesos. He dispuesto que me
incineren, y convertirme rápidamente en polvo.
Por lo demás, también he
decidido desentenderme del todo de mis muertos. “Dejad que los muertos se
ocupen de los muertos”. Que no queden raíces ni simulacros de raíces.
Acabo de enviarle un giro
a la prima Trini, para la salvación de más restos de nuestra populosa familia.
Pero querría que se quedara con el dinero, que se comprara algunas pomadas para
esas várices.
O al menos unos zapatos
nuevos, porque me partió el alma ver sus pies lodosos y regordetes, hinchados,
deformados, en unas chanclas que no eran sino viejos zapatos reventados, cuando
me despedía en el cenagal de los cerdos que rodeaba su casa.
Por eso escucho con
escepticismo cuando la gente habla de sus “raíces”. Las raíces tienen algo de
enterrado, de sucio, de malsano, de podrido. ¡Tanto mejor las plantas aéreas!
Me imagino que soy un huérfano entre el viento de la ciudad, sin otro origen ni
mayor destino que el viento. He educado a mi hijo para que prescinda de mí. Mi
ex-esposa no necesitó tal educación, y ha vuelto a casarse.
No quiero dejar tumbas ni
recuerdos. Aunque a ratos sea difícil tratarme a mí mismo como brizna, como
nada. Y me pregunto qué habría sido de mi vida si me hubiera quedado en el
pueblo; si Trini y yo hubiéramos llegado juntos a la edad de escribirle una
carta al papa, para pedirle esa “dispensa” tan mentada.
3 comentarios:
wooo!!!
Me encanto tu forma de escribir!!!!
Genial el relato, llegué aqui por medio del blog de Sergio Zurita, felicidades por el blog!, ya lo tengo agregado a mis favoritos.
Saludos!
Creo que es muy largo
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