ENRIQUE
FLORESCANO Y LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA
HISTORIA
Por José
Joaquín Blanco
En La función social de la historia
(Breviarios del FCE, 2012), Enrique Florescano
reúne un conjunto de reflexiones sobre el quehacer histórico, a la vez
que nos cuenta la historia de los múltiples sujetos, objetos y funciones que
los historiadores de diversas épocas han creído ver o han creado para su
trabajo y para la visión general de la cultura.
En una visión de conjunto, asombra tanto la pluralidad de utilidades,
virtudes, objetivos o aplicaciones que se han atribuido a la investigación, el estudio,
la enseñanza y la interpretación de la historia, como la gran fragilidad que
uno tras otro vienen finalmente a evidenciar, una vez que su tiempo ha
trascurrido.
En esa fragilidad caben los episodios de negación radical,
como aquel de Paul Valéry poco antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando
afirmó que la historia no servía para nada, que su estudio no evitaba que los
errores del pasado se repitieran; y que hasta podía ser nocivo, pues se
transformaba en una nueva superstición al alimentar fanatismos nacionalistas,
militaristas, racistas o ideológicos.
Otros autores han pensado que finalmente, por mucha ciencia y
técnica que se involucre, todo relato histórico termina por ser un relato de
ficción o nunca deja de serlo. Y que de hecho, por muy documentada que se
pretenda, toda imagen del pasado es muy obra de quien se la imagina y, con
ello, la está inventado en buena parte. La propia sobrevivencia de unas fuentes
y no de otras, así como los episodios de su rescate, catalogación y estudio, ya
es obra plena de creación, es decir: imaginario, ficción, tanto como de
estudio. Con una agradecible ironía, Florescano cita frecuentemente a los
novelistas en esta obra.
El sujeto de la historia no ha sido sólo plural, sino
indeciso y hasta metafísico. Durante muchos siglos, por ejemplo, el sujeto de
la historia era la redención divina, y su función la mera celebración de Dios,
mucho más que la escasa e ineficiente colaboración de los hombres en ese vasto
programa que arrancaba con la caída y culminaba con la final victoria del
Creador.
Borges celebró alguna vez como uno de los títulos más
impresionantes de obra alguna, cierta crónica medieval llamada Gesta Dei per francos. Las hazañas de
Dios a través de los francos. Buena
parte de nuestra historiografía colonial podría llamarse “Las hazañas de Dios a
través de los españoles”, o de los frailes, y todavía seguimos encontrando en
obras actuales resabios de tal perspectiva. Y sus derivados: las hazañas de
México a través de los siglos, las hazañas del Progreso a través de las
naciones, las hazañas del Pueblo a través de las revoluciones; las hazañas del
Capital, del Proletariado, de la Justicia; las hazañas del Espíritu a través de
los pobres mortales…
En otras épocas encontramos como sujeto de la historia los
grupos étnicos, las identidades colectivas, las castas de poder, los grupos o
partidos políticos, las clases sociales e incluso ciertas fuerzas tan
abstractas como aquel Dios que operaba a través de los francos, como el
capital, la ciencia, la ilustración, el progreso, la justicia social, la verdad
científica…
Una de las grandes virtudes de este libro es la liberalidad y
amplitud de criterio del autor frente a toda esta variedad contradictoria de
sujetos, objetos y funciones. En su momento muchos de ellos fueron reales,
verídicos, sólidos y deben ser apreciados y disfrutados como tales, y no
solamente a través de las limitaciones y fragilidades que muestren desde una
perspectiva criticista o revisionista ulterior.
En cierto sentido, se podría señalar que no hay tal función
social de la historia, sino múltiples funciones, y que la pertinencia y la
riqueza de cada una de ellas provino del imaginario de sus sociedades. Es
decir: una función social… imaginaria
Buena parte del libro reconoce ese imaginario, la importancia
de los mitos, las creencias, las emociones que no resultan menos duros ni
vigorosos que esos otros entes a los que el cientificismo y el pragmatismo
modernos dotaban de una pretendida solidez absoluta, como lo fueron en su
momento los hechos y programas económicos, sociales o políticos, y que a su vez
se han revelado asimismo como otros tantos elementos de imaginarios colectivos.
Ni la historia ni la historiografía poseen la solidez ni los
absolutos que en momentos particulares pudieran habérseles atribuido, sino que
se hacen y se deshacen continuamente. La historia nunca termina y nunca termina
la historiografía, y lo que se creyó hecho y tejido, se deshace y se desvanece,
y hay que volverlo a actualizar y a retejer. Como la vida misma. Nada es para
siempre. Ni los más duros y preclaros conocimientos.
Esta apertura de criterio para las muy temporales, frágiles,
efímeras concepciones de la historia, le permite al autor profundizar en
aspectos de otro modo brumosos como las memorias de los pueblos prehispánicos,
e incluso relativizar asimismo no sólo el sujeto, el objeto y el fin de la
historia, sino sus fuentes, sus materiales y sus medios de transmisión. No todo ha de ser la piedrota, ni la fuente
escrita, ni el dato material analizable en laboratorio; también juegan su papel
la expresión oral, las imágenes, incluso las danzas y toda suerte de ritos.
Esto también es memoria histórica, y también son estudio, actualización,
enseñanza y difusión de la historia.
La “verdad” del hecho así como de su narrativa y su
interpretación es meramente temporal. En su momento sí llega a adquirir solidez
y resplandor absolutos. Y poco después se convierte en un eslabón más de la
historia de las historias de la historia de la historia. El autor nos recuerda
cómo frecuentemente las grandes verdades monolíticas se resquebrajan o
desvanecen, y suelen renacer las versiones marginadas, disminuidas, derrotadas
o descartadas.
Aunque Florescano nos relata y analiza épocas fulgurantes del
quehacer historiográfico, como los tiempos de Grecia, de Roma, del
Renacimiento, de la Ilustración, del siglo XIX o de mediados del XX, con toda
la riqueza documental rescatada, acumulada, estudiada mil veces, y frecuentemente
madurada en obras felices como las de Tácito, Gibbon o Michelet, nunca olvida
esta modestia de raíz del quehacer histórico, que se renueva a cada momento
conforme cambian los tiempos y las preguntas de los hombres nuevos que
interrogan los monumentos, las obras y las interpretaciones.
Nos dice que una de las mayores funciones sociales de la
historia es hacerle nuevas preguntas a la historia recibida, y con ese solo
hecho, ponerla nuevamente en discusión y reiniciar nuevamente el proceso
inacabable.
La historia deja de ser sencilla. Es múltiple y embrollada.
Sólo en los resúmenes queda unívoca y clara. “Todo es historia”, escribió
alguna vez Luis González. Todo puede ser fuente. Incluso los (digamos en
oxímoron) “monumentos inmateriales” del mito, del rito, de la leyenda, de la
tradición, de los imaginarios y las sensibilidades. Podríamos decir más: las
dudas, las sospechas, los rencores, las arrogancias, las supersticiones.
La propia obra de Florescano, que abarca una gran riqueza de
enfoques y de campos a lo largo de medio siglo, lo demuestra. Con frecuencia él
mismo desteje de un título a otro la misma historia que se ha vuelto diferente
al paso de algunos años, con la aparición de nuevas fuentes, de nuevos
conocimientos y sobre todo de nuevas preguntas, a veces planteadas
principalmente por él mismo. Esta historia y esta historiografía fugitivas se
manifiestan sobre todo en sus diversos títulos de historia indígena, de
olmecas, teotihuacanos, mayas, aztecas.
Las preguntas actuales, de la gente nueva en épocas nuevas,
sacuden el edificio del conocimiento adquirido. Por eso, para Enrique
Florescano, la escritura, la narrativa, la interpretación, la difusión y la
enseñanza de la historia se vuelven tan importantes como la investigación, la
clasificación y la conservación de lo descubierto o postulado por diversas
generaciones. La historia se actualiza continuamente, y de la manera amplia y
rigurosa en que se atienda esa actualización depende que el flujo del
conocimiento siga con vida. De ahí los capítulos muy críticos del autor sobre
ciertas rutinas gremialistas internacionales que en décadas recientes han dado
como mayor o única función a la historia la de alimentar los intereses de la
industria universitaria, por encima del interés general de los lectores y
ciudadanos comunes.
Sólo cabría añadir que lo mismo ha ocurrido, por desgracia,
con casi todas las disciplinas tanto humanísticas como científicas. En la
literatura y en las artes plásticas se ha llegado incluso a mayores abusos de
la industria universitaria y del mercado cultural que en la historia. Estos
pioneros textos subversivos de Florescano sobre el gremialismo historiográfico,
y que podríamos extender a todo el gremialismo universitario, han dado por
resultado el abandono del público, y en algunos casos hasta la ruina o al menos
la anemia de muchas instituciones, al perder por completo el interés de la
sociedad. Y el auge del charlatanismo de los medios de entretenimiento o de
comunicación, que se erigen en academia eficiente o popular. Mientras los
sabios se vuelven avaros y se encierran a atesorar sus cuentas de vidrio, los
bufones predican en todos los medios.
Por lo demás, los vicios del gremialismo no constituyen mayor
novedad. En muchas épocas se ha tratado de congelar el conocimiento adquirido o
inventado y resguardarlo en una especie de santuario intocable. La función de
los historiadores entonces, se pretendía, era exclusivamente la de impedir el
cambio de ese discurso y asegurar su perdurabilidad con un detallismo casi
ritual. Así parece haber ocurrido con los escribas de muchos pueblos antiguos y
con los escribas de no pocas academias modernas. Anatole France escribió muchos
textos irónicos sobre todo ello hace más de un siglo.
Pero la visión al mismo tiempo erudita y analítica de Enrique
Florescano sobre la historiografía mundial de los últimos tiempos, nos
desmuestra, por el contrario, que en el mundo moderno tanto la imagen del
pasado como los discursos y los imaginarios que irradia, dependen tanto de las
fuentes y discursos heredados, como de su actualización presente, casi
instantánea, casi on line: de las
nuevas preguntas y de las nuevas necesidades de sus nuevos estudiantes, que no
dejan de transformarla.
La historia “escrita” o “plasmada” muchas veces se vuelve,
así, sobre todo obra literaria, artística y cultural, en la que se nos habla no
sólo de su asunto sino también de la época y de las personas que lo trataron,
pero no impide que la rueda vuelva a iniciar sus nuevas vueltas. Y eso también
es historia. Los revisionistas y criticistas podrán poner cuantas objeciones
quieran al “lirismo populista” de Jules Michelet, por ejemplo: él sobrevive
como literatura, y sus libros dizque superados son los que realmente se siguen
leyendo… Y Gibbon, y Plutarco, y Tácito…
La función social de la
historia de
Florescano de esta manera ofrece dos vertientes: por una parte, el estudio y la
reflexión sobre los supuestos teóricos de la historia, del historiador, de sus
fuentes y herramientas, de sus planes y objetivos; y también la narrativa
animada de una historia de los propios historiadores y de una historia de las
ideas y de la práctica de la propia historia.
(Texto leído durante la
presentación de este libro en el Seminario de Historia Contemporánea de la
Dirección de Estudios Históricos del INAH, 5 de marzo de 2013.)
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