ASPECTOS DE LA HISTORIA LITERARIA
Por José Joaquín Blanco
Coloquio de Historia Contemporánea/DEH-INAH, 14 de abril
de 2015
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Uno de los aspectos en que más se relaciona la literatura
con la historiografía es en la necesidad de contar una historia, relato,
narrativa, discurso, ensayo, disertación a partir de los materiales, los
estudios y las reflexiones del historiador. De alguna manera, toda
historiografía termina aspirando a ser literatura, si no siempre en la pluma
del investigador sí en las de sus divulgadores, epígonos o recreadores. Pero lo
deseable, lo tradicional, la norma de los clásicos, es que sea el propio
historiador no sólo el que busque, contraste, estudie, analice sus materiales,
sino que los vierta en una expresión textual dirigida por él mismo. Contar la
historia no significa solamente volcar conocimientos particulares, sino hacerse
preguntas e hipótesis, imaginar escenarios, encontrar contrastes y
disparidades, ordenar y dirigir los aportes de la tradición y de la ciencia.
De tal modo, la historia es
también el arte de contar la historia y no solamente el de descubrir, estudiar,
contrastar y debatir sus materiales. Y si bien los historiadores suelen
apartarse de los rumbos imaginativos, ficticios o claramente subjetivos que
privan en ciertos géneros literarios –no en todos, y no de cualquier manera-,
también han reconocido en todas las épocas el auxilio de la literatura como
maestra del discurso, del relato o de la disertación, tanto más cuanto que en
muchísimos casos las fuentes que privan son asimismo textos, y con frecuencia
la historiografía dedica mucho esfuerzo a escribir un texto que estudia y
comenta otros textos. No pocos textos historiográficos han sido igualmente
textos literarios: testimonios, relatos, discursos, fábulas, apólogos,
tragedias, himnos, odas, oraciones fúnebres, cartas: literatura.
No debe olvidarse que
durante muchos siglos, acaso milenios, historia y literatura eran la misma
cosa, y lo que difería eran los textos particulares, y que no fue sino hasta
el positivismo cuando el afán cientificista de los historiadores universitarios
trató de deslindarse de la literatura en su afán de crear un discurso textual
propio: un estricto código académico de disertación, tratado, memoria, anales, catálogos o listados de sus
fuentes y estudios.
Desde un principio en América,
con los cronistas de Indias, se dio esta mescolanza de géneros que sólo resulta
heterogénea desde el punto de vista positivista, pues en un principio resultó
absolutamente natural que en el mismo discurso o relato se amalgamaran diversas
disciplinas humanísticas como la historia, la filosofía, la teología, la
historia natural, el testimonio, el catálogo de conocimientos y referencias de
todo tipo, como podemos ver en fray Bartolomé de las Casas, en Motolinía, en
Acosta.
De hecho, ambos predicadores (Las Casas, Motolinía) dieron un paso más y con frecuencia recurren a géneros más propios de la
ficción, de la subjetividad y de la religión para expresar historias o
disertaciones rigurosamente históricas, como por ejemplo, en Motolinía, la
fábula de las plagas que los aztecas debieron sufrir en castigo por su
idolatría a la manera de las bíblicas plagas de los egipcios, que no es sino un
sucinto catálogo de las terribles calamidades que cayeron sobre los aztecas de
la época de la conquista. Y en Las Casas
diversos informes de la historia, los rituales y las costumbres de los indios
se ven confrontados con todo tipo de textos grecolatinos, incluyendo fábulas
mitológicas o relatos imaginativos de los escritores clásicos.
En las crónicas de los
soldados con frecuencia la manera de contar no es menos importante que los
hechos narrados. En Cortés se desarrolla la épica de la conquista desde la
inteligencia estratégica del capitán, mientras que Bernal entreteje el relato
bajo de la tropa. Por su parte, buena parte de la literatura de los antiguos
mexicanos que sobrevive, como el Popol
Vuh, el Rabinal Achí, los libros
del Chilam Balam, los Cantares mexicanos y muchos poemas y
discursos aztecas comparten esta escritura bifronte: relato que documenta,
documento que imagina, que incluso sublima la tradición y el conocimiento rumbo
a los estadios del rito y del mito.
Los frailes multiplican la
diversidad de perspectivas del relato historiográfico-literario, desde la
reconstrucción de testimonios individuales sobre el pasado indígena hasta una
verdadera amalgama o mosaico, en Sahagún, de muchos informantes, una especie de
enciclopedia o de coro de testimonios y respuestas. Posteriormente, los
cronistas mestizos refunden tanto los informes o relatos que han venido
sobreviviendo y modificándose a lo largo de las generaciones por tradición
oral, como su personal interpretación o glosa de escrituras y monumentos que
alcanzaron a conocer por sí mismos.
Un aspecto asombroso se vino
a revelar con el estudio de los llamados Títulos
Primordiales, o escritos con pinturas que diversos pueblos y comunidades
elaboraron para fundamentar su derecho a las tierras comunales, con orígenes
tanto prehispánicos como españoles, por
el reconocimiento o donación que diversas autoridades españolas les habrían
concedido. Muchos de esos títulos han resultado falsificaciones,
falsificaciones muy antiguas de las que tal vez no se percataron los propios
pueblos, o que acaso algunos de sus miembros urdieron como estrategia
consciente de sobrevivencia. Auténticos o falsificados, narran la pequeña
historia de la fundación de un pueblo o de una comunidad desde sus orígenes
diversos, prehispánicos y coloniales, y los episodios de su trato con la
administración colonial y con los pueblos vecinos, y resaltan algunas
individualidades fundadoras o preeminentes. Mezclan historia y literatura,
realidad e invención, legitimidad y falsificación.
Hay otros relatos, en los
que con frecuencia es difícil deslindar lo verídico de lo fantasioso, y los
aspectos sobrenaturales o religiosos asumidos como ciertos en su momento de
otros que ya manifiestan cierta deliberada vocación hagiográfica; tales son las
muchas historias de las órdenes religiosas, de la fundación de templos y
conventos, y de las vidas de los religiosos notables o con perfil de santos. En
un caso al mismo tiempo puntual como historiografía que delirante como
imaginación y desesperación apocalíptica, fray Jerónimo de Mendieta narra no
sólo ha historia de la evangelización sino los delirios de la lucha contra el
Anticristo, la refundación de la Iglesia primitiva y la espera de la Segunda
Venida de Cristo. A ratos, sus estampas de los famosos misioneros se leen como
vidas imaginarias.
Como vemos, no sólo se
buscaba la fuente, el dato y el monumento, sino la construcción de un relato. En
diversos casos, especialmente en el siglo XVII con autores como Ixtlixóchitl y
Sigüenza encontramos ejercicios deliberados no sólo de historia comparada, sino
de literatura comparada. Así, estos historiadores-narradores tratan de
conciliar algunos relatos o códices indígenas con los relatos bíblicos del
diluvio o de la Torre de Babel. Es decir, retomar no sólo la doctrina
judeocristiana sino los episodios, los mitos, los portentos y los milagros del
relato bíblico.
Un paso adelante dio un
siglo después Clavijero, al retomar como modelo de relato, narrativa,
estructura o discurso las historias clásicas de los griegos y los romanos, y
narrar la historia de los aztecas según el modelo de los pueblos paganos
clásicos. Itzcóatl y Tlacaélel tendrían su Tácito, su Suetonio, su Tito Livio,
su Plutarco…
En todos estos casos vemos
la búsqueda de los historiadores de una manera de narrar su materia, de
volverla no solo coherente, sino además de dotarla de un sentido y de una
trayectoria, hasta de un destino. Desde el intento de leer los fragmentos de la
memoria indígena como episodios semejantes a los bíblicos, hasta la pretensión
de Boturini, inspirado por Vico, de descubrir un desarrollo en el tiempo que
vendría de un tiempo y una historia de Dioses, que daría lugar a un posterior tiempo
y una historia de Héroes, para llegar finalmente a un tiempo y a una historia
de Hombres.
La historiografía es la
escritura de la historia, y ahí reside su irrenunciable esencia literaria. La
escritura: la imaginación y composición de un texto. Hay cientos de maneras de
imaginar, componer y escribir los textos, tanto en la literatura como en la
historia y en otras humanidades.
2
No sólo quisieron aprender los historiadores mexicanos la
manera de narrar de las fuentes sagradas o clásicas, sino también la manera de
callar, de olvidar. Una narración es también lo que se calla, se oculta, se
proscribe o se margina. Desde la conquista misma hubo una lucha entre expresión
y silencio. Muchas cosas no debían de ser dichas, decían algunos. Otros
opinaban que había que conocerlas todas para poder tratar y convertir a los
indios. Hubo quema de códices y destrucción de imágenes.
Y de una manera tan
habilidosa que cuesta trabajo pensar que fuera del todo involuntaria, hubo
invención cristiana de la historia idólatra, en la exaltación, por ejemplo, de
los aspectos “buenos”, casi cristianos, casi occidentales, casi franciscanos,
de Quetzalcóatl, que con frecuencia asombran a los arqueólogos al no encontrar
después de tantas décadas de excavaciones sustento a determinados perfiles del
mito “bueno”, y sí muchos que insisten en familiarizarlo con otros perfiles del
panteón prehispánico. Se han encontrado varias imágenes de Quetzalcóatl, o de
quienes lo encarnaban, oficiando sacrificios humanos; y resulta que a partir de
Teotihuacán las viejas divinidades del Viento y de la Serpiente Emplumada (en
su origen un mito meramente agrícola) se convirtieron en un Quetzalcóatl feroz,
enseña de de la casta de los guerreros más temibles. Claro que se sigue y se
seguirá discutiendo a mares sobre Quetzalcóatl, pero en parte por esas
misteriosas, poco fundamentadas, enseñas benéficas, pacíficas, sacerdotales,
frailunas que aparecen en las crónicas franciscanas. Quetzalcóatl es un
magnífico ejemplo de los miles de relatos vagos y divergentes que pueden
narrarse a partir de un puñado de datos duros.
Para no
pocos españoles, incluyendo a muchos frailes, era mejor olvidar el pasado
pecaminoso de la idolatría y los sacrificios humanos, y devolver a los indios, como a todo cristiano,
a su universal historia sacra de la Creación y la Redención divinas. Olvidar la
época del demonio y apenas rescatar de ella estampas y perfiles inocentes,
pintorescos, saludables, decorativos. Pese a la inquietud etnográfica de
algunos frailes y estudiosos, la Nueva España empezaba con la primera misa en
Veracruz, y se unía a la historia universal de la Creación, la Redención y el
regreso apocalíptico de Cristo.
Es
importante acentuar esta necesidad de olvido del pasado prehispánico por parte
de España y los novohispanos, para entender la furibunda reacción contraria,
liberal, encabezada por fray Servando y Carlos María de Bustamante, de negar y
silenciar la “usurpación” y la ocupación españolas y de pretender devolver a la
historia nacional al punto donde la muerte de Cuauhtémoc la había “interrumpido”. Casi toda la historia
liberal mexicana del siglo XIX quiso olvidar o borrar lo más posible de la
memoria colonial, como los españoles y los criollos, a su vez, lo habían hecho
con la memoria prehispánica, y como nuestros tecnócratas pretenden hacerlo con
el villismo y el zapatismo.
Pero no
se trató meramente de una excentricidad ideológica o de un delirio fanático
local, como quería pensar Lucas Alamán. Inventar un silencio es también contar
una historia. También se cuenta por omisión, por marginación, por olvido;
también se cuenta una historia borrando. Para no ir más lejos, tenemos el
propio ejemplo español, que durante varios siglos, y hasta la fecha, trata en
la mayoría de los casos de borrar, olvidar, marginar o trivializar sus muchos
siglos de historia mora y judía. Quieren una Hispania exclusivamente
grecorromana, goda, cristiana, europea.
En el fondo, los terribles
fray Servando y Bustamante, al querer reducir a lo mínimo la “usurpación” española
de la historia de México y devolverla a la matriz azteca (como si no hubieran existido sino
aztecas entre todos los indios mexicanos), no estaban sino repitiendo el
ejemplo de los historiadores, clérigos, políticos y literatos españoles con
relación a la historia mora y judía. Y no sólo la mora y la judía: los aspectos
bereberes, celtas, fenicios, iberos, cartagineses de la historia española
suelen borrarse o trivializarse, para enfatizar su historia cristiana y, en
menor medida, su historia grecorromana. Contar una historia es escoger los
materiales y distribuir los papeles protagónicos, acentuar y borrar, olvidar y
mitificar.
Sospecho
que esto ha ocurrido siempre en todos los pueblos del mundo. El bando o la
tribu triunfadores eligen a sus predecesores y apartan los perfiles que no
desean, que incluso llegan a odiar, como por ejemplo la época del cristianismo
arriano en España que quedó reducida, de una época larga y vigorosa, a un
odiado paréntesis herético. Y por lo demás, los aztecas eran buenos en esto del
borrado y de la modificación y expropiación de lo que les incomodaba: se sabe
que Tlacaélel mandó borrar y rehacer la historia antigua mesoamericana para
convertirla en la historia exclusiva de la grandeza azteca. Parece que muchos faraones hicieron otro
tanto en Egipto, borrando, mutilando, agregando, modificando las fuentes y
sobre todo el tejido narrativo de la memoria a partir de esas fuentes, pero ya
arregladas, casi trucadas, para el nuevo uso. Narrar la historia, a pesar de
los datos duros y los monumentos comprobables, puede tener mucho de rejuego
imaginativo y de manipulación política.
Pero en
México ocurrió la desgracia, en prácticamente todo el siglo XIX, de la
confrontación de dos silencios. Quienes querían borrar la memoria indígena y
quienes querían borrar la historia colonial para narrar una historia que
justificara, prestigiara y habilitara el tiempo presente. Lucas Alamán, el gran
denostador de los negadores de la historia colonial, fue un gran negador de la
historia indígena, que por supuesto no podía desconocer, y al detalle, al menos
en las obras ya publicadas para entonces de los cronistas e historiadores. Fue
un sabio de muchas lecturas. Para él, México debía comenzar con Cortés, el
evangelio y los frailes, y con la cultura occidental imponiéndose
contundentemente en el mapa. Para él, como para sus discípulos Carlos Pereyra y
el último Vasconcelos, la historia de México que debía de ser contada era la
hazaña de la civilización española y cristiana en estas tierras.
Salvo,
desde luego, casos aislados de grandes historiadores independientes, como José
Fernando Ramírez, Del Paso y Troncoso, García Icazbalceta, Orozco y Berra,
buena parte de la muy mala historiografía mexicana de la mayor parte del siglo
XIX arranca de este vicio de negar tamaños trozos de siglos o milenios de
historia humana en nuestro mapa, a fin de favorecer la historia ideológica,
política, religiosa o sentimental que deseaba contarse para crearse un presente
a su gusto.
Y no había salida posible. O
se negaba un trozo, o se negaba el otro; en casos fabulosos, como el del
Nigromante, se negaban de plano los dos, y había que empezar otra vez desde
cero, con el Progreso y la Ley, con Hidalgo como nuevo Adán y la Corregidora
como nueva Eva. Es curioso leer el bilioso anti indigenismo del indio puro
Ignacio Ramírez; como era curioso leer el anti españolismo bilioso del muy
hispano, cristiano, fraile dominico Servando.
Portentos que ocurren en tiempos borrascosos.
Y de
repente, no sabemos cómo, se rompe el nudo gordiano, ya con don Porfirio, y por
fin tenemos Historia Patria, y no
tanto por las fuentes sino por la manera de contar la historia, de buscarle su
principio, su camino, su destino. Casi inventarla a partir de muchos datos y
monumentos, pero con gran voluntarismo.
Lo hace de repente Vicente
Riva Palacio en México a través de los
siglos y lo confirma luego Justo Sierra en la Evolución política del pueblo mexicano. No existe testimonio alguno
sobre cómo nació y se consumó el prodigio. Lo único que sabemos es que después
de la primera presidencia de Díaz, el presidente González no sabía qué hacer
con el militar-político-periodista-artista-novelista-superprócer Riva Palacio.
Lo veía (y supongo que también don Porfirio, quien terminó por desterrarlo con
un gran puesto diplomático en España) como peligro y gran estorbo. Entonces se
le ocurrió encargarle que escribiera una historia, pero iba a ser la historia
partidaria de las guerras de Reforma, la Intervención y el Imperio. Que se
encerrara a estudiar el amenazante prócer y no quisiera disputarle la
presidencia. Se trataba pues de una obra de encargo oficial, con el fin de
mantener ocupado a un rival temible.
Pero poco después, ya con
don Porfirio de regreso en la presidencia, nos encontramos con el portento de
que ya teníamos Historia Patria.
Aquel encargo oficial y partidista sobre el triunfo liberal se había convertido
misteriosamente en una historia totalizadora de México, financiada súbitamente
por un editor privado, Ballescá. Finanzas algo sospechosas pues se trató de una
inversión muy cuantiosa, que convocó a
infinidad de historiadores, investigadores, ayudantes, dibujantes, escritores.
Casi un ministerio de cultura o de propaganda. Se convocó a aportar datos a
toda la burocracia nacional y a muchos curas y particulares.
El
título del libro compendia su programa y la mayor revolución historiográfica
jamás vista en nuestro mapa: México a
través de los siglos. Ese programa y esa revolución historiográfica consistieron
en una coartada totalizante que desterraba los silencios, las épocas omitidas,
prohibidas y borradas. Su historia prometía hablar de todo lo que hubiese
ocurrido en el mapa a lo largo de los siglos, simplemente por haber ocurrido en
el mapa durante todos los tiempos del tiempo. Era tramposa, enfática y
demagógica la frase, desde luego, además de genialmente afortunada: No podía
haber México antes de México, y por México se pensaba desde luego en el país
independiente, que ulteriormente irradiaba su nombre hasta la prehistoria. Los
mamuts no eran todavía México, pero había que nacionalizarlos.
Aunque se
aprecia en la dirección del libro, cuya composición fue encargada a varios
especialistas, la nueva política de amplia reconciliación entre las facciones
antaño enemigas, evidentemente priva la versión liberal, juarista e insurgente.
Pero todo cabe. Este absoluto de inclusión explica por qué sigue siendo nuestra
mayor obra historiográfica, por más que evidentemente esté superada en
múltiples aspectos. Todo era Historia Patria. Nada estaría fuera:
todo lo que hubiese ocurrido en el mapa alguna vez.
Y había
otro truco, elemental, casi infantil, fruto de la doctrina liberal del
progreso. ¿Cómo dirimir los antagonismos, las contradicciones tan marcadas? La
palabra mágica, el “ábrete sésamo” era el “a través de los siglos”, como
metáfora de todo el tiempo en enjundioso crescendo. Aquí también había maña. Se
postulaba un México en marcha, en progreso, que avanzaba, avanzaba siempre en
ascenso… En consecuencia, no venían tanto al caso los pleitos entre épocas y
civilizaciones: el nuevo dogma del Progreso a través del tiempo, ora sí que “a
través de los siglos”, creaba un orden pacífico, una jerarquía que terminaba
coronándose, por supuesto, con la época presente del auge porfiriano, y don
Porfirio era el zenit del ascenso de México a través de tanta centuria.
Los
aztecas no serían inferiores en raza, cultura ni religión a los españoles,
serían inferiores sólo en progreso, únicamente porque les había tocado vivir
antes; y los teotihuacanos serían inferiores a los aztecas simplemente por
haberlos precedido. A los españoles y criollos los favoreció el tiempo, a pesar
del Santo Oficio, y tuvieron un estadio más avanzado. Pero los insurgentes y
liberales tendrían la fortuna de ser posteriores, más modernos…
La historia
que nos cuenta Riva Palacio se tambalea un poco en la época independiente, pues
aparte de las gestas de los héroes, llenas de pathos romántico, no fue para nada un tiempo más rico, próspero,
pacífico ni saludable que los anteriores. La vida material estaba en bancarrota
y las desgracias políticas y militares proliferaron: ahí, con truco literario,
el aliento romántico, el culto al héroe, a la patria y a las promesas del
futuro, oculta un tanto el paisaje desolador de la primera mitad del siglo XIX.
De cualquier manera, según la teoría del progreso, supera a la colonial, pero
será inferior a la de la Reforma, cuando se crean las instituciones y las
leyes, la Constitución, el Estado, el progreso capitalista que, sin embargo,
sólo vendría a florecer con don Porfirio.
Sea como
fuere, el gran libro de Riva Palacio acabó con las facciones enconadas, convocó
a la unidad (llena de polémicas y rencillas laterales, pero ya no de
exclusiones por principio), y creó un marco general que siguió siendo muy útil,
así se reformaran muchos de sus asertos particulares, durante todo el siglo XX.
Para Edmundo O’Gorman México a través de
los siglos era la mayor hazaña de toda la historiografía mexicana por esta
abolición de las exclusiones y por esta creación de un marco general,
objetable, tramposo, si se quiere, pero útil y habitable. Adiós a la
historiografía fratricida, excomulgadora.
Pocos
historiadores del siglo XX (salvo el excéntrico Vasconcelos) se negaron a esa
convocatoria y pretendieron volver a una historia fundamentalmente facciosa,
hispanista y cristiana en su caso. Sin embargo, el dogma del progreso resulta
endeble, y podría ocurrir, por ejemplo, que Teotihuacan y las ciudades mayas en
realidad hubiesen sido más progresistas que Tenochtitlan, a pesar de caer un poco
atrás en la escala cronológica, y que el siglo XVIII hubiese sido más próspero
y floreciente, en su mayor parte, que el siglo XIX.
3
A partir sobre todo de los años sesenta del siglo XX,
apareció en las mayores instituciones mexicanas dedicadas a la historia un
revisionismo de la Historia Oficial, primero más o menos discreto o irónico, y
posteriormente más enconado. O’Gorman, Cosío Villegas, Luis González. La
Historia Patria de los liberales de la Reforma había devenido, en los años del
auge del PRI, en una mera Historia Oficial concretada especialmente en los
libros de texto de primaria, que coordinaba nada menos que el superescritor de
la Revolución Mexicana: Martín Luis Guzmán. Para decirlo brutalmente, se había
pasado de México a través de los siglos
a “México a través de los sexenios”.
Esta
pugna revisionista de la historia oficial es más que una simple corrección
positivista de datos, y que los revanchismos ya seculares entre las facciones
políticas que, según los vuelcos de la fortuna electoral, quieren derribar a
Hidalgo para reponer a Iturbide, o a Juárez para venerar a Maximiliano, o a
Cuauhtémoc para sahumar a Cortés y así con todo el santoral. En realidad, se
trata sobre todo de cambiar el relato un tanto provinciano, aislacionista, excéntrico
para el gusto de algunos, y uniformar la historia mexicana con la historia
global. Una historia nacional más occidentalizada, más cosmopolita, más acorde
con la historia de otros países, especialmente de las grandes potencias
occidentales.
Este vuelco
contra las historias nacionales particularistas parece prevalecer en todo el
mundo. Y no tiene mucho caso jalarse los pelos sobre qué tanto se inventó o se
aumentó en asuntos como el Pípila o los Niños Héroes. Todas las historias del
mundo, incluyendo la norteamericana y las europeas, y las recientes de las
guerras mundiales, tienen sus pípilas y sus niños héroes controvertibles.
Juárez no resulta menos polémico que Lincoln, y buena parte de la discusión
sobre Cortés también cabe para Julio César o Napoleón.
Lo que realmente ocurre es
que el mexicano moderno, y esto ya desde hace muchas décadas, habita la aldea
global, o el mundo globalizado, o ese populoso relato cotidiano de excesiva
información sobre todas las partes del mundo. Tanto la vieja Historia Patria
como la también caduca Historia Oficial ceden el paso a la Historia Global
Instantánea, presente, momentánea, de los medios de información, las nuevas
tecnologías y la forma estandarizada de vida mundial, aunque con desiguales
niveles de bienestar y desarrollo.
Y eso se
nota en los relatos historiográficos de las últimas décadas, el intento de
abandonar el particularismo regional, aislacionista, y sincronizarse con los
noticieros mundiales de televisión o internet. Esta manera de globalizar la historia
y la conciencia local es en realidad lo que priva en muchos de los relatos
recientes que recuentan y reformulan la historia de México, más que una
revisión cientificista de fuentes y argumentaciones.
A
mediados del siglo XIX se quejaba Altamirano de que a pesar de las hazañas
insurgentes y liberales, la mayoría de los mexicanos, incluso los medianamente
ilustrados, sabían mucho más de los detalles de la Virgen y los santos que de
los héroes nacionales. A mediados del siglo XX, la prensa mexicana documentó
que los estudiantes mexicanos de enseñanza media e incluso superior sabían más
del Pato Donald o de los Beatles que de Juárez o de Zapata.
Lo mismo ocurre ahora con
las figuras populares del entretenimiento y de la información globalizados. Y
siento que ante esta fatalidad del presente mediático y tecnológico devorador,
contundente, arrasador, se va reformulando la historiografía tradicional, hasta
adecuarla a la pauta global. Se trata pues de contar una única historia
mundial, con apenas aspectos decorativos y triviales en asuntos de tradición y
memoria local.
1 comentario:
Magnífico, Joaquín. Tomo una cita para un librito que estoy redactando.
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